viernes, 31 de agosto de 2018

Sin mañana.- Vivant Denon (1747-1825)


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Roseta. Los árabes beduinos

«Roseta no ofrece ningún monumento curioso. Su antigua circunvalación revela que fue más grande de lo que es ahora. Se reconoce la primera muralla por los montículos de arena que la cubren de oeste a sur, formados por murallas y torres que sirven de núcleos a estos terrenos. Al igual que en Alejandría, la población de esta ciudad va decreciendo. Se construye poco y lo que se construye se hace con ladrillos viejos de los edificios que se convierten en ruinas por falta de habitantes y de arreglos. Las casas, por lo general mejor edificadas que en Alejandría, son aun así tan frágiles que, de no protegerlas el clima, que no destruye nada, pronto no existiría ni una sola casa en Roseta. Los pisos, que siempre sobresalen con respecto al de debajo, acaban casi tocándose, lo que vuelve las calles muy oscuras y tristes. Las viviendas que están a orillas del Nilo no tienen este inconveniente. La mayoría pertenecen a los negociantes extranjeros. Esta parte de la ciudad sería fácil de embellecer. Sólo habría que construir en la orilla del río un muelle alternativamente en declive y cubierto. Las casas, aparte de la ventaja de tener vistas a la navegación, poseen el aspecto alegre de las riberas del delta, isla que no es sino un jardín de una legua de extensión.
 Esta isla se convirtió primero en nuestra propiedad, nuestro paseo y, por último, en el jardín donde disfrutábamos del placer de la caza, al que se añadía el de la curiosidad, ya que cada pájaro que matábamos era un nuevo conocimiento.
 Pude observar que los pobladores de la orilla izquierda del Nilo, es decir, los habitantes del delta, eran más afables y sociables. Creo que esto hay que atribuirlo tanto a una mayor abundancia como a la ausencia de los árabes beduinos, que, al no cruzar nunca el río, los dejan en un estado de paz que no disfrutan los demás en ningún momento de sus vidas.
 Observando las causas, uno tiene casi siempre menos tendencia a quejarse de los efectos. ¿Cómo puede reprocharse a los árabes agricultores el que sean hoscos, desconfiados, avaros, descuidados, faltos de previsión para el futuro, cuando se piensa que, aparte de la vejación que les inflige el amo del suelo que cultivan, el ávido bey, el jeque, los mamelucos, hay un enemigo errante, siempre armado, acechando sin cesar el instante propicio para arrebatarle todo lo superfluo que tuviera la osadía de mostrar? El dinero que puede ocultar y que representa los placeres de los que se priva es todo cuanto puede considerar verdaderamente suyo. Por esto, el arte de esconderlo es su principal dedicación. Las entrañas de la tierra no le parecen fiables; los escombros, los harapos, toda la parafernalia de la miseria: espera defender sus riquezas de la avidez de sus amos poniendo estos tristes objetos al alcance de sus miradas. Le interesa inspirar piedad. No compadecerse de él sería denunciarlo. Inquieto mientras acumula ese peligroso dinero, turbado cuando lo posee, su vida transcurre entre la desgracia de no tenerlo y el terror de ver cómo se lo arrebatan.
 Bien es verdad que habíamos expulsado a los mamelucos. Pero al echarlos a nuestra llegada, habida cuenta de que experimentábamos todo tipo de necesidades, ¿no los habíamos reemplazado? Y a esos árabes beduinos, mal armados, sin resistencia, con arenas movedizas por toda muralla, sin más línea que el espacio ni más refugio que la inmensidad, ¿quién podrá vencerlos o contenerlos? ¿Acaso trataremos de seducirlos ofreciéndoles tierras que cultivar? Pero los campesinos de Europa que se convierten en cazadores dejan de cultivar la tierra para siempre; y el beduino es el cazador primitivo. La pereza y la independencia son las bases de su carácter. Y para satisfacer una y defender la otra, se agita sin cesar y se deja asediar y tiranizar por la necesidad. No podemos, pues, proponer a los beduinos nada que equivalga a la ventaja de robarnos; y el cálculo es siempre la base de sus tratados.
 La envidia, plaga de la que no está exenta ni la morada misma de la pobreza, se cierne también sobre las arenas ardientes del desierto. Los beduinos guerrean con todos los pueblos del universo, no odian ni envidian más que a los beduinos que no son de su horda. Emprenden todas las guerras, se ponen en movimiento en cuanto una riña interna o un enemigo extraño turba el reposo de Egipto, y, sin unirse a ninguno de los bandos, aprovechan la refriega para robar a los dos. Cuando llegamos a África, se mezclaban con nosotros, raptaban a los rezagados, y habrían saqueado a los alejandrinos si éstos hubieran salido de sus murallas a combatir. Donde esté el botín está el enemigo de los beduinos. Siempre dispuestos a negociar -porque hay presentes ligados a las estipulaciones-, no conocen más compromiso que la necesidad. Su crueldad, sin embargo, no tiene nada de atroz. Los prisioneros que nos hicieron, al recordar los males que habían padecido en su cautiverio, los consideraban más como una consecuencia de la manera de vivir de este pueblo que como un resultado de su barbarie. Unos oficiales que habían sido prisioneros suyos me dijeron que el trabajo que se les había exigido no había tenido nada de excesivo ni cruel: obedecer a las mujeres, cargar y conducir los burros y los camellos. Bien es verdad que había que acampar y levantar el campo a cada momento. Se recogían todos los pertrechos y en un cuarto de hora, como mucho, ya se estaba en camino. Pero, por lo demás, los pertrechos en cuestión consistían en un molino de trigo y café, una placa de hierro para asar las tortas, una cafetera grande y otra pequeña, varios odres, unos cuantos sacos de grano y la tela de la tienda, que servía para envolverlo todo. Un puñado de trigo tostado y doce dátiles eran la ración común en los días de marcha, y algo de agua que, dada su escasez, había servido para todo antes de beberse. Pero esos oficiales, al no tener el alma marcada por maltrato alguno, no conservaban ningún recuerdo amargo de una condición desgraciada que no habían hecho más que compartir.
 Sin prejuicios religiosos, sin culto exterior, los beduinos son tolerantes. Unas cuantas costumbres reverenciadas les sirven de leyes. Sus principios se asemejan a virtudes que resultan suficientes para sus asociaciones parciales y su gobierno paternal.
 Debo mencionar un rasgo de su hospitalidad. Un oficial francés llevaba varios meses prisionero de un jefe árabe. Una noche en que nuestra caballería entró por sorpresa en su campamento, sólo tuvieron tiempo de huir. Tiendas, rebaños, provisiones, todo les fue arrebatado. A la mañana siguiente, errabundo, aislado, sin recursos, el jefe árabe saca de sus ropas un pan y, dando la mitad a su prisionero, le dice: "No sé cuándo comeremos otro. Pero no se me acusará de no haber compartido el último con amigo que me he hecho". ¿Se puede odiar a un pueblo así, por bárbaro que pueda ser en otros aspectos? Y ¿no le da ventaja sobre nosotros esa sobriedad comparada con las necesidades que nos hemos creado? ¿Cómo persuadir o reducir a hombres semejantes? ¿No tendrán siempre que reprocharnos el que hayamos sembrado ricas cosechas sobre las tumbas de sus antepasados?»
 
 [El fragmento pertenece a la edición en español de Ediciones Atalanta, en traducción de Anne-Hélène Suárez Girard. ISBN: 84-934625-0-0.]

jueves, 30 de agosto de 2018

Poemas de la incomunicación.- José Antonio Rey del Corral (1939-1995)


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«Tengo una tristeza de veinticuatro años y ocho meses
que en días solares medios no quiero calcularla,
pero me dura doce meses cada año
y semanalmente deviene con mi alma.

Tengo una tristeza que a velocidad de luz
trata de alcanzar su noche,
es opaca al mediodía
y fija una constelación de lágrimas sin nombre
que con el tiempo, tal vez, descubrirá la Astronomía.
Si sucediera, llamarla Melancolía
y darle la densidad y la distancia que gustéis.

Es para que lo sepáis una tristeza intransitiva / conjugada en todo tiempo,
procedente de pretéritos y orientada a los futuros. / Hoy por hoy en presente la llevo
y su diámetro es mi alma / y mi corazón su centro, de donde parten
los radios que la llevan. / Tiene un factor constante para el que los griegos
no hallaron letra y un peso cualitativo / que en cantidades tiende a cero o infinito.
Es una tristeza indivisible, / susceptible de potenciarse al cubo
teniendo en cuenta que el volumen en que vive es de hombre.
Y teniendo en cuenta su peso específico, / su cualidad de mercurio incesante,
el punto en el que hierve / y la profundidad a que se encuentra, es implacable.

Es una tristeza que vive en esta cárcel / de 24 años, ocho meses y un día
y hay que darle tiempo para que muera, / para que planetariamente ronde el sol de su recuerdo,
para que tenga meteoritos y juegue con Saturno / a alimentarse de sus hijos.
Y hay que darle tiempo para que se sepa su sustancia / y la estudien los niños en la escuela,
y los doctores la hagan tesis, / y los laboratorios la analicen para hacer tristezas más pequeñas.

Tengo una tristeza existencial que tiene su raíz / en haber nacido para muerto.
Me temo que es una tristeza contagiosa y sin remedio.

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No sé qué son las cosas que me pasan. / Ahora puntualmente son las once en la tristeza
y vivo, lloro el tiempo memorable.

Tú estuviste hace un rato en esta parte de la lluvia, / he mirado a donde estabas
y sólo te oigo callar pues te has marchado.

Tu presencia se me desclava con dolor; / tu ausencia me hiere en el costado.
Y voy y abro tu recuerdo al mirto del alma, / al laurel contrito del corazón.
Tu claridad me inunda esta apertura / con formas dibujadas, con colores de ternura
-¡oh riada de Dios, oh buenos días, / oh ángel en promontorio de luz,
el aire encantante asciende insentido!

Tu vida es un instante del metal más puro, / una amplitud redonda, un perdón amplio,
una ternura dorada. Huelen las rosas, / suena el tacto. Mi ser empieza
a comprender esa libertad que da la limpieza, / ferviente de unidad, de exactitud, de orden,
mi corazón es esencial, él es tu nombre.

Mas cuando me recuerdo que recuerdo, / no sé qué son las cosas que me pasan.

53
Me visto de puro dramático, he de deciros, / contra las últimas consecuencias de mi vida.
Salgo a tropezarme con realidades, / a confrontarme en las caídas
y en la actitud que puedo, humanamente me levanto.

Ínfimo me pongo y considero / que he nacido para muerto
-vengo a dar en la tristeza / y a veces salto con la alegría que me queda.

Multicolor, también he de deciros, / me expreso de paisaje
y me emociona el templo, el sauce, el río.

Cuando me canso, duermo. / Luego, he aquí que despierto,
he aquí que entonces bebo vino, / he ahí, mi vaso está vacío.

55
Tengo un dolor que acaba de sentirse. / Tengo una luz de oscuridad entre mis ojos.
Yo soy un hombre que se disculpa de sus huesos, / se conforma con sus tibias,
y se arrincona en tardes memorables.

Tengo la gravedad que me confiere mi peso / y entre mis vísceras un grito precursor del poniente.

He aquí que dramatizando me contento, / he aquí que cumplo con mi misión mortal
y abro el paraguas para parar la lluvia del silencio. / Y en la penumbra de mis voces, he aquí
que otorgo amor y odio / con mi pulpo de ocho brazos, de cuatro a cuatro.

Hace días que me ausentan las memorias. / Hace años que me acomplejan los recuerdos.
Hace casas que he pasado por la vida. / Hace muertos que me estrechan funerarios.»

[Los poemas pertenecen a la colección "Poemas" de Zaragoza. Depósito Legal: Z-275-64.]

miércoles, 29 de agosto de 2018

Entre brumas.- J. Bernlef (1937-2012)


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«Oigo voces femeninas en la cocina. Hablan en inglés. La voz de Vera y otra que no conozco, una voz de mujer joven. Al principio sólo entiendo lo que dice la voz desconocida y bien modulada. Paciencia y los medicamentos adecuados, permanecer lo máximo posible en un entorno conocido. Entonces oigo a Vera.
 -Llevo cuarenta años casada con él. Y de repente esto. Por lo general sucede gradualmente. Pero en su caso ha empezado de golpe. Me ha pillado desprevenida. Es cruel e injusto. Unas veces me enfado y me rebelo al ver cómo me mira, como si estuviera en otro mundo. Otras veces me siento sola y triste y desearía tanto poder entenderlo. O le sigo la corriente y luego me avergüenzo de ello. Me alegro de que estés aquí porque hay momentos en los que me siento desbordada. No puedo soportarlo más. Al menos ahora podré salir de vez en cuando.
 Guarda silencio unos instantes. Siento las lágrimas cayéndome por los párpados y las mejillas.
 -Y  a veces, a veces su rostro irradia una paz absoluta. Como si fuese feliz como sólo un niño puede serlo. Son momentos tan fugaces que a veces creo haberlos imaginado. Pero sé bien lo que veo: alguien que es el vivo retrato de mi marido de antes. Cuando se es joven como tú resulta difícil de entender. Pero a nuestra edad, las personas vivimos de nuestros recuerdos. Si estos desaparecen, ya no nos quedan nada. Temo que se esté olvidando de toda su vida y se quede... vacío.
 Me tapo las orejas con las manos. No quiero oírlo, aunque sé que lo que dice es verdad. Me estoy escindiendo por dentro. Es un proceso contra el que no puedo hacer nada porque yo mismo soy ese proceso. Uno piensa "yo", "mi cuerpo", "mi mente", pero no son más que palabras. Antes me protegían. Cuando aún no tenía esto. Pero ahora hay una fuerza mayor que tiene poder sobre mí y que no tolera que se la contradiga. No quiero seguir pensando en eso. Voy a ponerme a trabajar un rato. El trabajo distrae. Tengo que revisar algunos informes para mañana. El texto de esos informes me reconforta, precisamente por la tranquilidad y la calma inexorable con las que se describe mediante cifras y porcentajes una inaprensible realidad submarina. Como si ese mundo fuese estático, como si pudiese medirse.
 El sol brilla sobre las nervaduras de la mesa del escritorio. No tengo ni idea de dónde he puesto esos informes. Quizás aún estén en mi cartera. Me agacho, pero la cartera no está en su sitio, debajo del escritorio. A lo mejor Vera la puso en otro lugar cuando limpió la sala.
 Me levanto y voy a la cocina. Me detengo en el umbral. Me tiemblan las piernas. Un jersey blanco de lana con el cuello vuelto sobre el cual cae una larga melena rubia. Saludo a Vera con la mano. Me llevo el índice a los labios. Entonces ella se da la vuelta y afortunadamente consigo decir un "buenos días, señorita". ¿Cómo iba a ser Karen? ¡Qué estúpido soy! ¿De dónde me vienen estos pensamientos?
 Se pone en pie. Es sorprendentemente alta, tiene manos grandes y prácticas. Nada de anillos. Ligeramente ancha de caderas donde los tejanos se le ajustan en ceñidos pliegues.
 -Phil Taylor.
 Habla atropelladamente, como si yo la pusiese nerviosa. Por lo que entiendo, quiere alojarse un tiempo en nuestra casa. Asiento, con cordialidad.
 -Kitty y Fred no están -digo-, así que tienes toda la planta de arriba a tu disposición.
 -¿Kitty y Fred?
 -Mis hijos.
 Vera señala la caja de cartón con la compra que hay sobre la encimera.
 -Phil ya ha hecho la compra. Esta noche comeremos rosbif. La carne que más te gusta.
 Así que se llama Phil. Tiene un bonito pelo largo y rubio. Una frente ancha y ligeramente abombada. De pronto me acuerdo de lo que me traía a la cocina.
 -¿Has visto mi cartera por algún lado?
 -¿No está debajo del escritorio?
 -No, ahí no está.
 -Ahora te la buscaré.
 -¿Qué buscarás?
 -¡La cartera!
 Me doy la vuelta bruscamente, voy derecho hasta el cuarto de delante y me siento a la mesa con las manos a la cabeza. Hay algo que piensa dentro de mí y que de repente se detiene a medio camino. Empieza con otra cosa distinta y la interrumpe también. Como un coche al que se le parase el motor continuamente.
 Me levanto y empiezo a andar. Pongo el embrague, por así decirlo. Intento que las cosas arranquen. Robert se levanta despacio y con pereza, me sigue torpemente frotándose contra mis piernas. No es de extrañar que un perro quiera salir de paseo con un tiempo tan agradable. Me detengo y pego las rodillas contra las barras del radiador.
 En estas ramas peladas se oculta la primavera. Aves que dentro de poco regresarán sobrevolando el mar, venidas de todas las direcciones. Detrás del Datsun azul de Vera hay un Chevrolet verde hierba con la plancha izquierda abollada... chapa... bollo... carrocería... chisme... toque... salpicadura... chapa... señal.
 -¡Joder! -golpeo la ventana con los puños.
 -Señor Klein.
 Me doy la vuelta, enarco las cejas. ¿Quién es? ¿Cómo ha llegado esta joven aquí?
 -Kitty no está en casa. ¿O tal vez has venido por Fred? ¿Eres una amiga de mi hijo?
 -¿Qué le parece si usted y yo sacamos a pasear al perro?
 -¿Y Vera? (Qué asustada suena mi voz de pronto).
 -Le duele un poco la espalda.
 ¿Por qué seré siempre tan tímido?
 -No me acuerdo de cómo te llamas -digo-. Además, ¿no resulta un poco raro que un viejales como yo salga a pasear con una chica tan joven y tan guapa? ¿Eres una compañera del colegio de Kitty?
 -Me llamo Phil Taylor -dice-. Voy a quedarme una temporada a vivir con usted y con su esposa.
 -Vaya. Eso no lo sabía. Pero por mí no hay ningún problema. Me parece estupendo.»

[El fragmento pertenece a la edición en español de Plataforma editorial, en traducción de Marta Arguilé Bernal. ISBN: 978-84-96981-91-1.]
 

martes, 28 de agosto de 2018

El médico de Sefarad.- César Vidal (1958)


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Segunda parte: El libro de la ausencia de Sefarad
16.-Erets Israel

«Dice el Tenaj en el libro de los Meshalim que, en el curso de un pleito, aparece uno de los litigantes y expone su punto de vista y parece que tiene razón, pero luego comparece su adversario y al hablar provoca la sensación de que el cargado de justicia es él. Mi padre, que fue dayán en Qurduba, me confirmó repetidas veces lo veraz de esta afirmación. Al fin y a la postre, no todos ven la verdad de la misma manera e incluso no faltan los que pueden llegar a convencer a otros de que su postura es la más acertada, la más correcta, la más justa.
 Sin embargo, a pesar de que todo lo que he referido es cierto, de ahí no debe desprenderse que la verdad no exista o que todas las afirmaciones que escuchamos sean de valor semejante. En realidad, la verdad es algo tan sólido, recio y valioso como el más caro y puro de los diamantes. Buscarla constituye uno de los empleos más nobles que puedan darse a nuestra breve existencia, y aquél que la encuentra, por dura que pueda resultarle en un primer momento, ha descubierto una fuerza que lo libertará e infundirá una fuerza nueva en su vida. Precisamente porque la verdad existe, no todas las opiniones tienen la misma validez y nadie debería caer en el absurdo de pensar lo contrario.
 El que consume veneno en dosis suficientes, muere; el que no administra su capital y lo dilapida en francachelas, acabará pobre; el que no recuerda que tiene un Creador y que ante Él deberá comparecer algún día, habrá desaprovechado esta corta existencia de la peor manera posible. Todas esas son realidades que no admiten alternativa porque lo ponzoñoso nunca es bueno sino mortal, porque sólo se aumenta lo que no se gasta estúpidamente y sin seso y porque, salvo algún necio, no he visto jamás negar que después de esta vida existe otra, e incluso a algunos de los que así desvariaban  los he contemplado cambiando de opinión en su lecho de muerte.
 Al igual que el que escucha las instrucciones para montar mejor a caballo o pescar con aprovechamiento no se siente coaccionado sino agradecido por el conocimiento que se acaba de brindar, la verdad existe y esa innegable realidad no limita nuestra libertad. Por el contrario, nos permite dilucidar quién es el que verdaderamente tiene razón en un pleito e incluso vivir de la mejor manera. [...]

18.-Erets Israel
No deberíamos empeñarnos en dar a nuestros hijos más que aquello que dispuso el Creador. De nosotros reciben la vida y con ella el color de la piel, del cabello, de los ojos. Poco más tarde adquieren nuestra religión e incluso aprenden a hablar en nuestra propia lengua. Se espera que a ellos les entreguemos los bienes, pocos o muchos, que formen nuestro peculio personal. Incluso no resulta extraño que sigan nuestro oficio, trabajo o negocio siquiera porque es algo conocido en cuyo desempeño podemos ayudarlos. Es en este punto donde, generalmente, se puede empezar a romper el equilibrio de lo razonable, porque cabe la posibilidad de que pretendamos -quizá sin darnos cuenta de ello- que nuestros hijos nos sustituyan en el alcance de las metas con que hemos soñado durante años.
 No nos percatamos de ello, pero en ese momento los hijos dejan de ser individuos para convertirse en instrumentos, los instrumentos que nos permitirán de manera vicaria y sustitutoria llegar a los lugares donde nunca pudimos poner los pies. Ellos serán los que estudiarán aquello que no nos fue permitido estudiar, los que adquirirán aquello que resultó imposible adquirir, los que cosecharán los aplausos que nadie nos brindó. Cuando hemos llegado a ese punto, igual que sucede con la luna que mengua en el cielo, poco a poco el hijo deja de ser él mismo, transformado por nuestras ansias de ganarle a esta vida más bazas en otro yo.
 Al final, la mayoría de los padres no logra que su hijo sea un trasunto suyo por la sencilla razón de que se trata de un ser independiente que siente, padece y ama por su cuenta. Por añadidura, en ese proceso de retorcimiento de la voluntad no pocas veces el hijo se aparta de sus progenitores más de lo que hubiera sido normal. Siempre que pretendemos sobrepasar lo que ya quedó dispuesto por el Creador los resultados son, más tarde o más temprano, pésimos. [...]

20.-Erets Israel
Como señala el Tenaj en el libro de Meshalim, la observación de los seres creados por Adonai constituye un verdadero pozo de sabiduría del que podemos beber continuamente. De las hormigas aprendemos la necesidad de trabajar y almacenar para los tiempos difíciles; de las abejas, lo imprescindible de un orden sistemático; de las serpientes, la imposibilidad de seguir ciertos rastros. Creo que, descontadas las diversas peculiaridades de cada especie, existen algunos aspectos que las unen y entre ellos destaca el instinto de conservación.
 Existe algo en nuestro interior que nos impulsa a seguir vivos, que nos llama a no dejarnos llevar por la desmoralización, que nos enseña con palabras no escritas que después de la tempestad viene la calma. A ese bendito don colocado por el Sumo Hacedor en todos nosotros se debe que la desgracia nos abata pero no siempre nos hunda, que la pérdida de un miembro importante no nos incapacite del todo sino que incluso nos impulse a luchar más, que la muerte de un ser querido no nos arrastre en pos suyo a la tumba. Por supuesto, me consta que existen excepciones y que no son pocos los que no pueden resistir la dureza del embate. Sin embargo, en nuestro interior algo nos dice que resistamos, que nos aferremos a la vida con uñas y dientes, que sigamos combatiendo porque aún no se ha dado la señal de que la lucha ha concluido, de que la canción ha llegado a sus últimas notas, de que la obra de teatro ha terminado.
 Solamente con la muerte perecen los pensamientos, los proyectos, los planes que albergaba el corazón humano, pero aun entonces, si uno conoció al Creador, ese paso no significa una desgracia sino el cambio a un lugar mucho mejor que cualquiera de los que hayamos transitado en este mundo. Hasta que llegue ese trance, hay que sobrevivir y hacerlo de la manera más digna.»
 
 [Los fragmentos pertenecen a la edición de Grupo editorial Random House Mondadori, 2006. ISBN: 84-9793-537-3 (vol. 562/2)]

lunes, 27 de agosto de 2018

Vasco Núñez de Balboa o El tesoro del Dabaibe.- Octavio Méndez Pereira (1887-1954)


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XX.-Los indios y Balboa

«Cuando acabó de rezar el padre Vera, empezó a contar a los españoles, por ver si faltaba alguno. Aunque compasivo y caritativo con los indios, éstos le preocupaban menos, como que no conocían a Dios y no eran de la misma raza superior europea. 
 Iban llegando los pobres indios, uno tras de otro, en larga fila, silenciosos, abrumados bajo el peso de la carga y sin proferir una queja. Sentados sobre sus propias corvas, así esperaban inmóviles, el alma cerrada, nuevas instrucciones del jefe para la marcha o el descanso. Todos ellos consideraban a Balboa como a un ser superior. Lo veían siempre el primero abriendo paso con el hacha o la espada, el primero cuando había que atravesar un torrente o un abismo sobre el tronco de un árbol o echándose a nado; el primero cuando había que curar a un herido o infundirle ánimos a un desalentado. Para él no había diferencias de razas; para él no había tampoco peligros, fatigas ni hambres ni enfermedades ni desfallecimientos. Los espejismos del Mar del Sur lo atraían, sin duda, como el ojo fijo de una inmensa serpiente enroscada en un abismo. "Su brazo -como reconoce Quintana- era el más firme; su lanza la más fuerte; su flecha, la más inteligente y de mayor poder. Iguales a las dotes de su cuerpo eran las de su espíritu, siempre activo, de una penetración suma y de una tenacidad y constancia incontrastables...; todos se daban el parabién de la superioridad que en él reconocían."
 Ordenó ahora Balboa hacer un alto y acampar en este montículo desnudo de malezas. Por primera vez iban a pasar una noche sin los peligros de la selva espesa. Por precaución, sin embargo, se encendieron las hogueras contra las fieras y se montó la guardia acostumbrada, mientras se preparaba la comida y se acostaban a dormir.
 Apenas llegados habían cazado los indios, con ayuda de los perros, un venado de gran cornamenta, varios osos hormigueros, iguanas y conejos muletos, que ahora se aprestaban para asar casi con todas las entrañas.
 Era preciosa para los españoles esta conmovedora devoción y eficaz ayuda de los nativos, conocedores de todos los secretos de la selva. Eran ellos los que sacaban fuego frotando dos leños especiales de fácil combustión o sacando chispas de un pedernal que siempre llevaban consigo; eran ellos los que, cuando se abrasaban de sed los cristianos, y no era posible dar con un riachuelo o una fuente, sabían sacar agua fresca del árbol de la leche o de una caña que crece alrededor de los troncos de algunos árboles, o sabían treparse en las palmas para bajar el coco providencial, lleno de líquido sabroso y alimento nutritivo; eran ellos los que, en medio de las tinieblas, se colocaban animosos en la avanzada con un tronco de leño fosforescente en la espalda que brillaba como faro misterioso o en el laberinto de los bosques; eran ellos los que, golpeando el tronco sonoro de ciertos árboles, se comunicaban con otros indios de la selva como por telégrafo inalámbrico; eran ellos, en fin, los que conocían las cortezas o las hojas de las plantas que estancan la sangre o calman la sed y el hambre, o curan las fiebres y alivian los dolores de estómago; las hierbas que evitan la infección o la gangrena, refrescan las heridas, sirven de antídoto contra las picadas o mordeduras venenosas.
 ¡Cómo no había de tratarlos Balboa con cariño; cómo no había de oponerse, siempre que ello fuera posible, a usar de la fuerza contra ellos!
 Infatigables andarines, sin comer, sin beber, con sólo un puñado de hojas o de maíz en la chuspa, cuando descansaban de las jornadas o de los combates se convertían en unos contemplativos no igualados. Almas de abismo en sus vidas aquietadas, fijos los sentidos en la madre naturaleza, todo servía para llenarlos de misterio, para meterlos en lo huraño de sus espíritus medrosos. La fuerza y la dirección del viento, el retumbo del trueno que dilataba su eco quejumbroso en las serranías, el golpe luminoso del rayo, la Luna que se envuelve en sombras a mitad de su marcha, el ojo fijo de la lechuza, todo tenía para ellos un significado oculto y llenaba su alma de temores y presentimientos. Lo sufrían todo, mansos, resignados -hambre, sed, fatiga, palos, hasta la muerte-, y nadie les oía quejarse si no era rimando su esfuerzo con un canto monótono o por medio de sus flautas de cañas o huesos, que decían sus cuitas a los muertos, los antepasados soñadores y sufridos como ellos. Para éstos eran sus lágrimas ocultas, para éstos todas sus penas y sacrificios, para ellos su amor permanente, concretado en el culto de las momias y las tumbas. ¡La muerte! Ella, ella sola podía librarlos de la esclavitud y podía darles la dicha y el descanso que ahora buscaban inútilmente.»

 [El texto pertenece a la edición de la editorial Espasa-Calpe, 1975. ISBN: 84-239-0166-1.]

domingo, 26 de agosto de 2018

Las hijas bien educadas.- María Atocha Ossorio y Gallardo (1876-?)


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La lectura en alta voz

«Nunca ha llegado la difusión de los conocimientos que constituyen la instrucción de la juventud, al grado a que ha llegado hoy. Aunque no con la intensidad que en otras naciones, en España se enseña hoy a las jóvenes una porción de conocimientos con que antes no soñaban. Hoy se las enseña a escribir bastante bien, a cantar con gusto, a dibujar muy pasablemente. Las jóvenes de todas condiciones salen de la mayor parte de las escuelas sabiendo coser, planchar, hacer labores de aguja, etc., etc.
 Claro está que esto me parece muy bien: cuantas más artes útiles se les enseñe a las jóvenes, cuantos más menesteres de los que luego han de serles necesarios o coadyuvantes para la vida social aprendan las hijas de familia mejor podrán cumplir después su cometido de fundar y dirigir hogares nuevos.
 Pero hay un arte, un ramo que, no sé por qué razón, ha sido y es muy descuidado, no debiéndolo ser. Me refiero al arte de leer en alta voz.
 Es muy frecuente encontrar en las reuniones, en las tertulias a que concurrimos, jóvenes que cantan con gusto y hasta con arte, que tocan el piano admirablemente o que lucen otra habilidad cualquiera; pero es bastante raro encontrar ni en estos ni en otros sitios, un buen lector o una buena lectora.
 ¿Y por qué esta preterición? ¿No es la lectura de un buen escrito, de una hermosa poesía, tan agradable, por lo menos, como el canto de una romanza o la interpretación de un selecto trozo de música? Y sin concretarnos a la vida que pudiéramos llamar exterior, a la vida de sociedad, ¿no es una ocupación llena de atractivo la lectura en familia de cualquier interesante libro de instrucción o aun cuando sea de simple recreo? ¿No puede ser frecuentísimo el caso de que nos veamos obligados en sociedad a leer en alta voz, no precisamente libros ni poesías, sino un documento cualquiera, una carta o un trabajo literario, por ejemplo?
 Lo mismo cuando una joven lee en sociedad, que cuando lo hace para amenizar la velada en su casa, ¿no es un placer ver que se la escucha con gusto, porque su dicción es pura, elegante y natural? Si es una madre la que, para instruir o entretener a sus hijos, les lee un libro, bien sea instructivo, bien de recreo, ¿no es necesario que sepa dar a su lectura todo el atractivo posible, a fin de cautivar la atención del minúsculo auditorio?
 Casi todo el mundo, sea cual fuere la posición que ocupe, debería saber leer en alta voz.
¿Cómo—me preguntaréis,—cómo debe hacerse para adquirir este arte de leer bien? No es fácil, en los límites estrechos de este capítulo, daros todas las reglas necesarias para ello, pero he aquí algunas de las más importantes.
 Es preciso, ante todo, frasear bien, es decir, pronunciar de un modo claro y armonioso, dando a cada letra y a cada sílaba la debida fuerza y la correspondiente acentuación. Es preciso también saber respirar o tomar aliento en el momento oportuno, sin que el oyente lo note.
 Debe procurarse siempre dominar el sentido de lo que se lee, entenderlo bien, a fin de no alterar el sentido, de no unir lo que debe ir separado, ni separar lo que debe ir unido; en una palabra, se debe puntuar mientras se lee, o lo que es lo mismo, marcar, en la justa medida, el intervalo o separación entre las palabras, los períodos, las frases y los incisos de las frases. Tal silencio indica punto, tal otro, más corto, coma; tal acento que se da a la voz, una interrogación; tal otro, una admiración.
 Débese tener también el sentimiento de lo que se lee, a fin de dar a las palabras que se vayan pronunciando el tono y la expresión convenientes, y comunicar así a los que nos escuchan la impresión adecuada a lo que leemos.
 Es preciso no precipitar la lectura, a fin de que quede tiempo de hacerse cargo del encadenamiento de los conceptos, ni hacerla tan lenta, que pueda llegar a cansar o aburrir a los oyentes; débese medir el movimiento de la dicción como se mide el del canto, según la importancia y la ligereza del asunto y según la impresión que se quiera producir.
 Es absolutamente necesario evitar tres defectos: la vacilación, la monotonía y el énfasis. Es imposible leer bien sin haber adquirido las cualidades de seguridad, variedad en los tonos, sencillez y naturalidad.
 Leed como si hablaseis. Cuando se habla con alguien, nadie tiene necesidad de ir pensando en la entonación que le conviene adquirir, puesto que ésta se va adaptando inconscientemente a lo que se dice. No hay nadie que al hablar infle innecesariamente la voz, ni adopte falsas entonaciones o un acento monótono. Claro está que a veces hablamos con una rapidez que no siempre conviene a la lectura, pero en esto, como en todo, el mejor maestro ha de ser el buen sentido.
 En todos los casos, y como regla que debéis tener muy presente, porque os ahorrará incurrir en la mayor parte de los defectos que quedan enunciados, seguid el siguiente consejo: Procurad, al leer, que vuestra vista vaya siempre por delante de vuestra voz; es decir, que al pronunciar vosotras una frase, ya esté vuestra vista entretenida en leer la frase siguiente.
 Otro consejo, también muy importante. Si tenéis ocasión de oír a quien hable o lea bien, hacedlo. Fijaos atentamente en el tono, en la forma, en el modo de leer o de hablar que tenga el orador a quien escucháis. Esta lección práctica os servirá más que todos los preceptos.
 El arte de la lectura—dice Ernesto Legouvé,—es más conveniente todavía a las mujeres que a los hombres. Tienen ellas por don de la naturaleza una flexibilidad en los órganos y una facilidad de imitación que se adapta maravillosamente a todas las artes de la interpretación y, por consiguiente, al de la lectura. Y ahora añado que este talento que en los hombres es un instrumento de trabajo, un medio de éxito profesional, puede enlazarse para las mujeres a las más dulces ocupaciones domésticas, a sus más preciados deberes de familia. Ellas son hijas, madres, hermanas, esposas... Más de una ha visto o verá a su lado a un padre anciano enfermo, a una madre agobiada por el dolor, a un hijo en cama. El padre no puede ya leer: su vista no se lo permite; la madre no quiere, porque el estado de su ánimo no se lo consiente; el niño quisiera leer, pero no sabe. ¡Qué dulce alegría para la mujer que puede, por medio de algunas lecturas bien hechas, aliviar al que sufre, consolar al que llora, distraer al que se hastía! En nombre, pues, de los más dulces sentimientos, les diré : “Aprended a leer en alta voz y procurad así adquirir una habilidad que puede llegar a convertirse en una virtud”.»
 
 
 [El texto pertenece a la edición digital de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.]

sábado, 25 de agosto de 2018

La mentalidad maya. Textos literarios.- Anónimo (2000 a. C. - 1700)

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Textos de origen lacandón
Ante un eclipse de sol
«Oh, Señor, el más excelente, no permitas que este fuego desaparezca. Sal fuera, al calor, después cumpliré contigo, oh Señor, el más excelente. Mira, sal, ven al calor, yo, aunque pobre, veo al más excelente. Está oprimido. No me he equivocado. No me relaciono con nadie, oh Señor, yo no me relaciono con nadie, ni con los míos, oh Señor. [...]

Ofrenda de las primicias de la cosecha de fríjoles a los braseros de los dioses
 He aquí los primeros fríjoles. Te los doy, ¡oh Señor! Yo los comeré. [...]

Una ofrenda de posol ofrecida en el fuego
 Mi ofrenda de posol es para ti, ¡Padre! Frente a ti vierto, sirvo de nuevo en tu boca, para tu bienestar, para que vengas y divinices a mis hijos, para que desciendas. Detén tu paso para beber mi ofrenda, que es para ti. Mi ofrenda es para ti, ¡Padre!, a ti te la doy para que la ofrezcas al padre. Mi ofrenda es para ti, ¡Padre!, frente a ti la ofrezco nuevamente para ti, para ti, para tu felicidad. Toma la ofrenda, es para ti. Tómala, es para ti, es regalo para ti. Toma la ofrenda de nuevo, para tu felicidad, para que alegres a mis hijos. Toma la ofrenda para que me alegres. Yo, solo, te hago sacrificio. [...]

Las hojas de palma eran sostenidas sobre el humo de incienso ardiente
 Frente a ti inhalo tu humo, por eso estoy bien. Yo gozo de la vida. Yo te sacrifico. Que no me muerda la serpiente, que no me muerda el tigre. Por eso estoy bien. Que no haya dolor. Que no haya fiebre. Que no aprisione el dolor al espíritu de mis hijos. Que no aprisione la fiebre al espíritu de mis hijos, ni al espíritu de mis hijos ni al de mi mujer.

 Plegaria por un niño pequeño, con hojas de palma purificadas por el humo del incienso
 Guarda a mi hijo, mi Señor, que no tenga dolor, que no tenga fiebre. Que no lo aprisione el dolor en los pies. No lo castigues con fiebre en los pies. No castigues a mi hijo con mordeduras de serpiente. No lo castigues con la muerte. Mi hijo juega, se divierte. Cuando crezca, él te hará ofrenda de posol, él te dará ofrenda de copal. Cuando crezca, te dará tortillas. Cuando crezca, te dará papel. Cuando crezca, te hará sacrificio. [...]

Tonada semirritual para la fermentación de la bebida sagrada
 La corteza [del balch'é] pasa por mis manos, la corteza [del balch'é] pasa por mis pies. Yo soy el que oficio primero. Yo soy el que ayuda a oficiar. Yo soy el que le da calor. Yo soy el que lo hace hervir. Yo soy el que hace hervir. Yo soy el que oficio primero. Yo soy el que lo mueve con cuchara. Yo lo mezclo. Yo soy el que lo oficio después. Lo curaré con chile verde, eso quita, hace buenas las penas. Lo curaré con chile verde y me pondré bueno, me hará mentir [en la embriaguez]. [...]

Purificación por el fuego del copal
 ¡Que se rompa! ¡Que se quiebre! Yo te quemo. ¡Vive! ¡Despierta! No duermas, ¡trabaja! Yo soy el que te despierta a la vida. Yo soy el que te eleva a la vida, dentro del recipiente. Yo soy el que te reanima. Yo soy el que te despierta a la vida. Yo soy el que te eleva a la vida. Yo soy el que construye tus huesos. Yo soy el que construye tu cabeza. Yo soy el que construye tus pulmones. Soy el que te construye, tu hacedor. Para ti, esta bebida sagrada. Para ti, esta ofrenda de balch'é. Yo soy el que te eleva a la vida. ¡Despierta! ¡Vive!     

 Ofrenda a los dioses, de papel de corteza de árbol de artesanía
 Hélo aquí. Acepta mi papel. Con él te envuelvo la cabeza, de nuevo, para tu felicidad. Es para ti, para que cuides a mis hijos. Cuando ellos crezcan, mis hijos te harán sacrificio. Acepta el papel, es para ti, ofrécelo al padre. Con él te envuelvo la cabeza, para que cuides a mi esposa, que hace posol, que hace tortillas. [...]

 Agua sagrada sobre el fuego en nombre de los dioses
 Agua sagrada vierto y sirvo en tu boca. Te estoy dando agua sagrada otra vez para tu bienestar, es para ti, ofrécela al padre. Agua sagrada vierto y sirvo para ti, en tu boca, es para ti, para ti, ven y mira. Desciende, mira. Frente a ti cumplo con agua sagrada, que vierto y sirvo en tu boca. Es para ti, para que la bebas de nuevo para tu bienestar. Agua sagrada te doy en la boca, de nuevo, para tu bienestar. Anímense, hijos míos. Agua sagrada te doy. Anímate, esposa mía. Agua sagrada te doy de nuevo en la boca para tu bienestar. Me animo. Yo, solo, te hago sacrificio.»

 [Los fragmentos pertenecen a la edición en español de Editora Nacional, en edición de José Vila Selma. ISBN: 84-276-0554-4.]

viernes, 24 de agosto de 2018

Al amigo que no me salvó la vida.- Hervé Guibert (1955-1991)


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«1.- Durante tres meses tuve el SIDA. O, más exactamente, creí durante tres meses que me hallaba condenado por esa enfermedad mortal que se llama SIDA. Pero no eran imaginaciones mías, lo padecía realmente, lo probaba el test, que había dado positivo, al igual que los análisis que habían demostrado que en mi sangre se iniciaba un proceso de destrucción. Mas, al cabo de tres meses, una casualidad extraordinaria me hizo creer, estar casi seguro de que podría evitar esa enfermedad considerada aún por todo el mundo como incurable. De la misma manera que no había dicho a nadie, salvo a mis amigos -que puedo contar con los dedos de una sola mano-, que estaba desahuciado, no le dije a nadie, excepto a esos escasos amigos, que iba a salvarme, que yo iba a ser, gracias a esa casualidad extraordinaria, uno de los primeros supervivientes en el mundo de esa enfermedad inexorable.
 2.-Hoy, día en que comienzo este libro, el 26 de diciembre de 1988, en Roma, adonde he venido solo contra viento y marea, huyendo de ese puñado de amigos que, inquietos por mi salud moral, han intentado convencerme de no hacerlo, hoy, día festivo en que todo está cerrado y en que cada transeúnte es un extranjero, en Roma, lugar donde compruebo definitivamente que no amo a los seres humanos, y donde, dispuesto a todo para huir de ellos como de la peste, no sé con quién ni dónde comer, varios meses después de esos tres meses durante los cuales, plenamente consciente, estaba seguro de hallarme condenado, y de los meses siguientes en los que creí, gracias a esa casualidad extraordinaria, haberme librado de esa condena, hoy, entre la duda y la lucidez, oscilando entre el desaliento y la esperanza extremos, no sé tampoco a qué atenerme sobre nada respecto de esas cuestiones cruciales, de esa alternancia entre la condena y el restablecimiento, ignorando si esa promesa de salvación es una trampa que se me ha tendido, como una emboscada, para calmarme, o si se trata realmente de una historia de ciencia ficción en la que yo sería uno de los protagonistas; no sé si es ridículamente humano creer en esa gracia y en ese milagro. Entreveo la arquitectura de este nuevo libro que he retenido en mí durante estas últimas semanas, pero ignoro cuál será su desarrollo completo, puedo imaginar varios finales, todos los cuales dependen por el momento de la premonición o del deseo, mas el conjunto de su verdad permanece oculto para mí; me digo que este libro sólo tiene su razón de ser en ese margen de incertidumbre que es común a todos los enfermos del mundo.
 3.-Estoy solo aquí y hay personas que se compadecen de mí, que se inquietan por mi salud, que piensan que me estoy maltratando, esos amigos que pueden contarse con los dedos de una mano según Eugénie me llaman regularmente con compasión, a mí que acabo de descubrir que no amo a los seres humanos, no, decididamente no les amo, les odio más bien, lo cual lo explicaría todo, ese odio tenaz que he sentido desde siempre. Comienzo un nuevo libro para tener un compañero, un interlocutor, alguien con quien comer y dormir, al lado del cual soñar y tener pesadillas, el único amigo que en estos momentos puedo soportar. Mi libro, mi compañero, al principio, en su premeditación, tan riguroso, ha comenzado ya a hacer de mí lo que le da la gana, aunque aparentemente sea yo el amo absoluto de esta navegación aproximativa. Un diablo se ha deslizado en mis bodegas: T. B. He dejado de leerlo para interrumpir el envenenamiento. Se dice que cada nueva contaminación del virus del SIDA a través de un fluido, la sangre, el esperma o las lágrimas, vuelve a atacar al enfermo ya contaminado, quizá se afirme eso para evitar que el daño se agrave.
[...]
 5.-Sentí acercarse la muerte en el espejo, en mi mirada en el espejo, mucho antes de que se instalara realmente en mi cuerpo. ¿Arrojaba ya esa muerte por mi mirada a los ojos de los demás? No le dije a todo el mundo que estaba enfermo. Hasta entonces, hasta el momento de comenzar el libro, no se lo había dicho a todo el mundo. Me hubiera gustado haber tenido, como Muzil, la fuerza, el orgullo inaudito, y la generosidad también, de no decírselo a nadie, para que las amistades pudiesen vivir libres como el aire y despreocupadas y eternas. Pero ¿qué hacer cuando se está agotado y la enfermedad llega incluso a amenazar la amistad? Por un lado están los amigos a los que se lo dije: Jules, David, Gustave y Berthe; hubiera querido no decírselo a Edwige, pero sentí desde el primer día que comimos juntos en silencio y mintiendo que ello la alejaba de una manera horrible de mí y que, si no tomaba con ella de inmediato el partido de la verdad, luego sería irremediablemente demasiado tarde, así que se lo dije, para continuar siendo sincero con ella; a Bill debí decírselo por no tener más remedio y me pareció que perdía en ese instante toda libertad y todo control sobre mi enfermedad; y también se lo dije a Suzanne, porque es tan vieja que ya no tiene miedo de nada, porque nunca ha amado a nadie salvo a un perro por el que lloró el día en que lo mandó a la perrera, Suzanne que tiene noventa y tres años y cuyo potencial de vida igualaba yo con esa confesión, que su memoria podía hacer también irreal o borrar en cualquier momento, Suzanne que era capaz de olvidar inmediatamente algo tan tremendo. No se lo dije a Eugénie, estoy comiendo con ella en La Closerie, ¿lo ve ella en mis ojos? Me aburro cada vez más con ella. Me da la impresión de no tener relaciones interesantes más que con las personas que conocen mi estado; alrededor de esa noticia todo se ha vuelto nulo para mí, se ha desmoronado, carece de valor y de sabor, en los lugares donde la amistad no trata de ella cada día, donde mi rechazo me abandona. Confesárselo a mis padres sería como exponerme a que el mundo entero me cagase en el mismo momento en la jeta, como que me cagasen en la jeta todos los mediocres de la tierra, como dejar que mi jeta fuese machacada por su mierda infecta. Mi preocupación principal en todo este asunto es morir lo más lejos posible de la mirada de mis padres.»
 
 [El texto pertenece a la edición en español de la editorial Círculo de Lectores, en traducción de Rafael Panizo. ISBN: 84-226-3978-5.]