martes, 6 de abril de 2021

La máscara de carne.- Maxence van der Meersch (1907-1951)


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  «Mi madre no ha estado ni siquiera tres veces en “Alleen”. Mi padre tal vez un poco más, con ocasión de alguna cacería de patos.
 Sienten una cólera sorda, una especie de rencor contra mi capricho, contra esa necesidad mía de soledad. Nunca comprenderán.
 ¡Si hubiese podido saber, cuando niño, el abismo que llegaría a abrirse entre ellos y yo!
 Mis padres me han juzgado siempre sombrío, retraído, arisco. ¿Podría confesarles, me habría atrevido a decirles, a los diecisiete años, el asco que me tenía a mí mismo, el pesimismo y la amargura de una juventud que se había visto quebrada y vencida, que había conocido lo más sombrío y lo más ignominioso de la existencia humana…? ¿Creer en la vida? ¿Con aquella experiencia detrás de mí? ¿Con aquel sentimiento fatal de un vicio más fuerte que yo? Esta es la gran desgracia de una juventud corrompida, condenada a la duda, a la resignación.
 ¡Esta repugnancia a los contactos, a los besos, a toda ternura exteriorizada para con los míos! Mi madre ha sufrido por esta causa, aunque no se haya quejado nunca de ello.
 “¿Emmanuel? ¡Oh, Emmanuel nunca besa a nadie! No le va”.
 Era cierto. No me iba. Jamás he sabido por qué. Ahora creo comprenderlo. Por haberme visto obligado a conservar en secreto una parte de mi existencia y de mis pensamientos, he adquirido el hábito de cierto mutismo, de cierta cazurrería, casi… Y, sobre todo, ha surgido en mí un pudor enfermizo, cierta repugnancia a las caricias, a los gestos tiernos, a los contactos carnales, fuera del acto sexual. Seguramente porque tales gestos, tales contactos, me recordaban precisamente ese acto sexual, desfigurado por mí con la perversión, el vicio, lo prohibido, lo inmundo… Todo esto, desde luego, de una forma casi inconsciente pero imponiéndome una incomodidad, una reserva, una hurañía y una especie de pudor sentimental que yo mismo no acertaba a explicarme. Las caricias torpes y vergonzosas habían acabado por mancillar, profanar y hacer intolerable en mí toda idea de caricia. Cuando vi cómo mi madre, poco a poco, cada día más se volvía hacia mis hermanas y mi hermano, sólo yo sé lo que sufrí. Pero medí el alcance y la fuerza de mi envidia y ni aun así me sentí capaz de aceptar aquellas ternuras.
 ¡Y esa vergüenza! ¡Qué golpe tan terrible les asesté, sobre todo a mi padre, el día que se enteraron de lo que era su hijo mayor! ¡Qué bofetón para mi padre!
 ¿Fue realmente el amor paterno lo que sufrió en él? No lo creo. Yo creo que más que nada fue el orgullo.
 Mi padre jamás ha intentado averiguar si, por mi parte, esa aventura me ha hecho sufrir o no. Un día, tras una escena a propósito de un empleado de la oficina, le escribí para intentar hacerle comprender un poco la agonía que vivía su desdichado hijo y las luchas que debía sostener y que, a pesar de mis caídas y mis extravíos, no dejaban de ser meritorias. Mi padre no contestó a mi carta.
 Nunca ha desaprovechado una ocasión para echarme en cara mi condición…
 -¡Imbécil! ¡Siempre serás un fracasado! ¡tendrás que vivir siempre como una bestia! ¡Y sólo por tu culpa!
 En cualquier momento, a bocajarro, le agrada lanzarme una alusión precisa, que todos cuantos nos rodean pueden interpretar acertadamente:
 -¡Oh, tú eres un caso! ¡Con unas teorías como las tuyas! ¿La vida? ¡Si apenas la conoces! ¡Para lo que has hecho de la tuya!
 No, jamás me perdonará esa afrenta a su orgullo de padre, ni tal vez el mal que le hecho obligándole a confesarse a sí mismo que no había cumplido con su deber de padre al dejarme solo y sin guía, a esa edad de la pubertad en que el destino acechaba en mí al futuro hombre.
 Si yo fuese un libertino del tipo habitual, un mujeriego, un corruptor de muchachas, uno de esos hombres que siembran la tormenta y la desolación a su alrededor, pero cuyas calaveradas resonantes levantan, no se sabe por qué, la admiración indulgente del mundo, mi padre no me trataría igual que ahora y tampoco mi madre. Recuerdo la juventud agitada de Raúl, mi hermano. Raúl no se andaba con chiquitas… Sus aventuras proporcionaban materia a la crónica escandalosa del barrio. No recuerdo que a mi padre se le ocurriera jamás hacerle la más pequeña alusión al respecto. Mi hermano era mayor de edad. Su vida privada a nadie le importaba más que a sí mismo… Cuando más, mi padre se limitaba a sonreír si alguien le hablaba de ello. Estoy seguro de que si algo sentía era orgullo, un vago y absurdo orgullo, la satisfacción de ser al autor de de un calavera de cuidado… Pero, ¿acaso no es ésta la reacción más corriente en la mayoría de las familias? Hay crímenes que halagan la vanidad, que provocan la sonrisa… No, no son mis vicios ni mi pecado lo que ha hecho sufrir a mi padre, sino lo que ese vicio tiene de humillante. No es su amor lo que sangra, sino su orgullo. Cuando hiere nuestro orgullo, el hijo pródigo no es ya el preferido.
 ¿Y mi madre? Lo que pasa por su espíritu es infinitamente más complicado.
 En ella se oculta un ser viril y masculino, un hombre. ¡Es tan poco mujer! El trabajo, los negocios, nuestra empresa, las oficinas, el personal, la clientela, los proveedores, los Bancos, los vencimientos… he aquí su reino. Un hombre de negocios infatigable, emprendedor, autoritario. Eso es lo que es. Todo lo ha creado ella, es preciso reconocerlo. Cuanto somos socialmente, a ella se lo debemos. Fue la verdadera fundadora de la empresa. Y sigue dirigiéndola totalmente. En cambio, no recuerdo haberla visto cuidar a un enfermo, ocuparse de las labores domésticas, organizar el hogar. Deja tales cuidados a las criadas. Si alguno de nosotros contrae una enfermedad un poco larga, nos envía a la clínica. No hace mucho que me arrojó a la cabeza una camisa que le llevaba para que la remendara:
 -¡No creerás que voy a ocuparme de esto! ¡Arréglate con las criadas!
 Nunca entra en la cocina. Jamás se preocupa por la casa. Sólo interviene cuando se trata de comprar visillos, cortinas o telas para vestirnos. Y esto porque entiende mucho de tejidos y, sobre todo, porque siente una verdadera pasión por las telas de calidad, las lanas suaves y ligeras, y las sedas. De forma que esta solicitud aparente, en realidad, es una satisfacción, es también un egoísmo.
 No es muy aficionada a las efusiones. Es imperiosa y un tanto ruda. Quiere hacerlo y dirigirlo todo, lo mismo a las personas que a los asuntos de dinero. En el hogar ha ocupado siempre el primer sitio. Si alguno de nosotros, papá incluido, quiere utilizar el coche, acude inevitablemente a mamá:
 -¿Está libre el “Dodge”, mamá?
Resultado de imagen de la mascara de carne  Y mamá contesta “sí” o “no”, sin apelación posible. Recuerdo hechos minúsculos, pequeños detalles que parecen insignificantes y sin embargo son simbólicos. Cuando viene la costurera el primer lunes de cada mes para repasar la ropa, ante todo repasa la de mamá. No se sabe por qué; nadie se lo ha indicado, y sin embargo es así. Sin duda, la buena mujer ha sentido instintivamente que el dueño es mi madre. “Mamá-Yo”. Un día me atreví a llamarla así. Exasperada, me dio un cachete. Sin duda porque sabe que merecía el apodo. “¡Mamá-Yo!” ¡Aun en su amor por mí! Porque es cierto que me ama, pero por ella, no por mí.
 Todo debe venir de ella. Le agrada vernos dichosos. Pero nuestra dicha debe emanar de ella. Dinero, bienestar, vestidos, regalos, favores… todo debe dárnoslo ella. Sufre y se encocora si algo nos viene de otras personas. ¡Mis motocicletas, que han sido mi pasión…! ¡Al menos he tenido media docena de ellas! Pero he tenido que arreglármelas para conseguir que ella me las ofreciera. Ese pequeño bungalow, mi precioso refugio… He logrado construírmelo, pero para ello ha sido preciso que el padre Tiennot, que fue quien concibió esa afortunada idea, viniera a Ostende a ver a mis padres y preparar astutamente a mi madre para que pareciese que el proyecto era idea de ésta. En esta condición, mamá se avino, con placer incluso, a anticiparme las pocas decenas de miles de francos que me hacían falta. ¡Y esta manía se trasluce incluso en los más pequeños detalles, en los vestidos, en las golosinas! En casa todos sabemos que los primeros espárragos, las primeras fresas, las primeras cerezas de la temporada, debe comprarlas mamá, debe traerlas a casa al volver del despacho. Mi padre, mis hermanas y yo nos abstenemos tácitamente de comprarlas, hasta que mi madre nos ha “dado la sorpresa”. Si ella lo olvida, tanto peor; no hay más remedio que aguardar. Las cerezas nuevas, si nos la ha comprado ella, serán sosas y terriblemente caras. Un paseo, una excursión en familia cuyos detalles no hayan sido prefijados por ella, dese la fecha hasta las paradas, no la complacerá, será inevitablemente un fracaso. A lo largo de todo el viaje se mostrará desagradable. Lanzará amargas alusiones a la comida demasiado retrasada, al mal camino, al mal restaurante, al mal tiempo, al gasto inútil, al dinero derrochado… Y ella ni siquiera sabe que tras estas observaciones que quieren a la vez no herir y herir, hay en el fondo perfectamente visible y evidente para mí la contrariedad de que hayamos organizado algo sin su concurso, de que ese viaje, ese placer, esa pequeña fiesta, no se la debamos a ella.
 […]
 Un amor que todo lo acapara, que lo quiere todo; que no acepta ninguna alegría, ninguna dicha que no proceda de ella; que aún al darse se busca a sí misma: que, en el fondo, no es más que egoísmo. “Mamá-yo”.
 A mamá mi sufrimiento le duele solamente porque le hace sufrir a ella. Y sufre porque no me ve feliz. Pero esta pena, que en un ser como el padre Tiennot se traduce en compasión, en ternura, en deseos de socorrerme, de aliviarme, en ella se traduce en rencor y casi en odio. ¡Qué vergüenza, a veces, en presencia de un amigo, de una visita, de un forastero, viéndola estallar bruscamente, a propósito de una nadería, de un vaso que he cambiado de lugar, de un diario que he dejado caer al suelo!
 -¡Nos estás fastidiando! ¡Nadie te pide tu opinión! A tu edad, es ridículo que sigas viviendo aquí. ¡Hace ya diez años que deberías haber formado un hogar propio!
 Durante mucho tiempo tales escenas han sido más dolorosas para mí que una puñalada en pleno pecho. Poco a poco, he ido observando que casi siempre se producen después de alguna conversación por medio de la cual acabamos de enterarnos de que tal o cual se ha casado, o se ha marchado al extranjero en plan de negocios, o de un modo u otro ha adelantado un paso en la vida. Y he comprendido que era su manera de aliviar su pesar, su sufrimiento por mí, que me hallo perdido en ese camino que a ninguna parte conduce.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Plaza&Janés, 1966, en traducción de Ramón Hernández, pp. 99-105. Depósito legal: B-81.608-1966.]

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