11
«Mi madre no ha estado ni siquiera tres veces
en “Alleen”. Mi padre tal vez un poco más, con ocasión de alguna cacería de
patos.
Sienten una cólera sorda, una especie de
rencor contra mi capricho, contra esa necesidad mía de soledad. Nunca
comprenderán.
¡Si hubiese podido saber, cuando niño, el
abismo que llegaría a abrirse entre ellos y yo!
Mis padres me han juzgado siempre sombrío,
retraído, arisco. ¿Podría confesarles, me habría atrevido a decirles, a los diecisiete
años, el asco que me tenía a mí mismo, el pesimismo y la amargura de una
juventud que se había visto quebrada y vencida, que había conocido lo más sombrío
y lo más ignominioso de la existencia humana…? ¿Creer en la vida? ¿Con aquella
experiencia detrás de mí? ¿Con aquel sentimiento fatal de un vicio más fuerte
que yo? Esta es la gran desgracia de una juventud corrompida, condenada a la
duda, a la resignación.
¡Esta repugnancia a los contactos, a los
besos, a toda ternura exteriorizada para con los míos! Mi madre ha sufrido por
esta causa, aunque no se haya quejado nunca de ello.
“¿Emmanuel? ¡Oh, Emmanuel nunca besa a nadie!
No le va”.
Era cierto. No me iba. Jamás he sabido por qué.
Ahora creo comprenderlo. Por haberme visto obligado a conservar en secreto una
parte de mi existencia y de mis pensamientos, he adquirido el hábito de cierto
mutismo, de cierta cazurrería, casi… Y, sobre todo, ha surgido en mí un pudor
enfermizo, cierta repugnancia a las caricias, a los gestos tiernos, a los
contactos carnales, fuera del acto sexual. Seguramente porque tales gestos,
tales contactos, me recordaban precisamente ese acto sexual, desfigurado por mí
con la perversión, el vicio, lo prohibido, lo inmundo… Todo esto, desde luego,
de una forma casi inconsciente pero imponiéndome una incomodidad, una reserva,
una hurañía y una especie de pudor sentimental que yo mismo no acertaba a
explicarme. Las caricias torpes y vergonzosas habían acabado por mancillar,
profanar y hacer intolerable en mí toda idea de caricia. Cuando vi cómo mi
madre, poco a poco, cada día más se volvía hacia mis hermanas y mi hermano, sólo
yo sé lo que sufrí. Pero medí el alcance y la fuerza de mi envidia y ni aun así
me sentí capaz de aceptar aquellas ternuras.
¡Y esa vergüenza! ¡Qué golpe tan terrible les
asesté, sobre todo a mi padre, el día que se enteraron de lo que era su hijo
mayor! ¡Qué bofetón para mi padre!
¿Fue realmente el amor paterno lo que sufrió
en él? No lo creo. Yo creo que más que nada fue el orgullo.
Mi padre jamás ha intentado averiguar si, por
mi parte, esa aventura me ha hecho sufrir o no. Un día, tras una escena a propósito
de un empleado de la oficina, le escribí para intentar hacerle comprender un
poco la agonía que vivía su desdichado hijo y las luchas que debía sostener y
que, a pesar de mis caídas y mis extravíos, no dejaban de ser meritorias. Mi
padre no contestó a mi carta.
Nunca ha desaprovechado una ocasión para
echarme en cara mi condición…
-¡Imbécil! ¡Siempre serás un fracasado! ¡tendrás
que vivir siempre como una bestia! ¡Y sólo por tu culpa!
En cualquier momento, a bocajarro, le agrada
lanzarme una alusión precisa, que todos cuantos nos rodean pueden interpretar
acertadamente:
-¡Oh, tú eres un caso! ¡Con unas teorías como
las tuyas! ¿La vida? ¡Si apenas la conoces! ¡Para lo que has hecho de la tuya!
No, jamás me perdonará esa afrenta a su orgullo
de padre, ni tal vez el mal que le hecho obligándole a confesarse a sí mismo
que no había cumplido con su deber de padre al dejarme solo y sin guía, a esa
edad de la pubertad en que el destino acechaba en mí al futuro hombre.
Si yo fuese un libertino del tipo habitual, un
mujeriego, un corruptor de muchachas, uno de esos hombres que siembran la
tormenta y la desolación a su alrededor, pero cuyas calaveradas resonantes
levantan, no se sabe por qué, la admiración indulgente del mundo, mi padre no
me trataría igual que ahora y tampoco mi madre. Recuerdo la juventud agitada de
Raúl, mi hermano. Raúl no se andaba con chiquitas… Sus aventuras proporcionaban
materia a la crónica escandalosa del barrio. No recuerdo que a mi padre se le
ocurriera jamás hacerle la más pequeña alusión al respecto. Mi hermano era
mayor de edad. Su vida privada a nadie le importaba más que a sí mismo… Cuando
más, mi padre se limitaba a sonreír si alguien le hablaba de ello. Estoy seguro
de que si algo sentía era orgullo, un vago y absurdo orgullo, la satisfacción
de ser al autor de de un calavera de cuidado… Pero, ¿acaso no es ésta la reacción
más corriente en la mayoría de las familias? Hay crímenes que halagan la
vanidad, que provocan la sonrisa… No, no son mis vicios ni mi pecado lo que ha
hecho sufrir a mi padre, sino lo que ese vicio tiene de humillante. No es su
amor lo que sangra, sino su orgullo. Cuando hiere nuestro orgullo, el hijo pródigo
no es ya el preferido.
¿Y mi madre? Lo que pasa por su espíritu es
infinitamente más complicado.
En ella se oculta un ser viril y masculino, un
hombre. ¡Es tan poco mujer! El trabajo, los negocios, nuestra empresa, las
oficinas, el personal, la clientela, los proveedores, los Bancos, los
vencimientos… he aquí su reino. Un hombre de negocios infatigable, emprendedor,
autoritario. Eso es lo que es. Todo lo ha creado ella, es preciso reconocerlo. Cuanto
somos socialmente, a ella se lo debemos. Fue la verdadera fundadora de la
empresa. Y sigue dirigiéndola totalmente. En cambio, no recuerdo haberla visto
cuidar a un enfermo, ocuparse de las labores domésticas, organizar el hogar. Deja
tales cuidados a las criadas. Si alguno de nosotros contrae una enfermedad un
poco larga, nos envía a la clínica. No hace mucho que me arrojó a la cabeza una
camisa que le llevaba para que la remendara:
-¡No creerás que voy a ocuparme de esto! ¡Arréglate
con las criadas!
Nunca entra en la cocina. Jamás se preocupa
por la casa. Sólo interviene cuando se trata de comprar visillos, cortinas o
telas para vestirnos. Y esto porque entiende mucho de tejidos y, sobre todo, porque
siente una verdadera pasión por las telas de calidad, las lanas suaves y
ligeras, y las sedas. De forma que esta solicitud aparente, en realidad, es una
satisfacción, es también un egoísmo.
No es muy aficionada a las efusiones. Es
imperiosa y un tanto ruda. Quiere hacerlo y dirigirlo todo, lo mismo a las
personas que a los asuntos de dinero. En el hogar ha ocupado siempre el primer
sitio. Si alguno de nosotros, papá incluido, quiere utilizar el coche, acude
inevitablemente a mamá:
-¿Está libre el “Dodge”, mamá?
Y mamá contesta “sí” o “no”, sin apelación
posible. Recuerdo hechos minúsculos, pequeños detalles que parecen
insignificantes y sin embargo son simbólicos. Cuando viene la costurera el
primer lunes de cada mes para repasar la ropa, ante todo repasa la de mamá. No
se sabe por qué; nadie se lo ha indicado, y sin embargo es así. Sin duda, la
buena mujer ha sentido instintivamente que el dueño es mi madre. “Mamá-Yo”. Un día
me atreví a llamarla así. Exasperada, me dio un cachete. Sin duda porque sabe
que merecía el apodo. “¡Mamá-Yo!” ¡Aun en su amor por mí! Porque es cierto que
me ama, pero por ella, no por mí.
Todo debe venir de ella. Le agrada vernos
dichosos. Pero nuestra dicha debe emanar de ella. Dinero, bienestar, vestidos,
regalos, favores… todo debe dárnoslo ella. Sufre y se encocora si algo nos
viene de otras personas. ¡Mis motocicletas, que han sido mi pasión…! ¡Al menos
he tenido media docena de ellas! Pero he tenido que arreglármelas para
conseguir que ella me las ofreciera. Ese pequeño bungalow, mi precioso refugio… He logrado construírmelo, pero para
ello ha sido preciso que el padre Tiennot, que fue quien concibió esa
afortunada idea, viniera a Ostende a ver a mis padres y preparar astutamente a
mi madre para que pareciese que el proyecto era idea de ésta. En esta condición,
mamá se avino, con placer incluso, a anticiparme las pocas decenas de miles de
francos que me hacían falta. ¡Y esta manía se trasluce incluso en los más
pequeños detalles, en los vestidos, en las golosinas! En casa todos sabemos que
los primeros espárragos, las primeras fresas, las primeras cerezas de la
temporada, debe comprarlas mamá, debe traerlas a casa al volver del despacho. Mi
padre, mis hermanas y yo nos abstenemos tácitamente de comprarlas, hasta que mi
madre nos ha “dado la sorpresa”. Si ella lo olvida, tanto peor; no hay más
remedio que aguardar. Las cerezas nuevas, si nos la ha comprado ella, serán
sosas y terriblemente caras. Un paseo, una excursión en familia cuyos detalles
no hayan sido prefijados por ella, dese la fecha hasta las paradas, no la
complacerá, será inevitablemente un fracaso. A lo largo de todo el viaje se
mostrará desagradable. Lanzará amargas alusiones a la comida demasiado
retrasada, al mal camino, al mal restaurante, al mal tiempo, al gasto inútil,
al dinero derrochado… Y ella ni siquiera sabe que tras estas observaciones que
quieren a la vez no herir y herir, hay en el fondo perfectamente visible y evidente
para mí la contrariedad de que hayamos organizado algo sin su concurso, de que
ese viaje, ese placer, esa pequeña fiesta, no se la debamos a ella.
[…]
Un amor que todo lo acapara, que lo quiere
todo; que no acepta ninguna alegría, ninguna dicha que no proceda de ella; que
aún al darse se busca a sí misma: que, en el fondo, no es más que egoísmo. “Mamá-yo”.
A mamá mi sufrimiento le duele solamente porque
le hace sufrir a ella. Y sufre porque no me ve feliz. Pero esta pena, que en un
ser como el padre Tiennot se traduce en compasión, en ternura, en deseos de
socorrerme, de aliviarme, en ella se traduce en rencor y casi en odio. ¡Qué
vergüenza, a veces, en presencia de un amigo, de una visita, de un forastero, viéndola
estallar bruscamente, a propósito de una nadería, de un vaso que he cambiado de
lugar, de un diario que he dejado caer al suelo!
-¡Nos estás fastidiando! ¡Nadie te pide tu
opinión! A tu edad, es ridículo que sigas viviendo aquí. ¡Hace ya diez años que
deberías haber formado un hogar propio!
Durante mucho tiempo tales escenas han sido más
dolorosas para mí que una puñalada en pleno pecho. Poco a poco, he ido
observando que casi siempre se producen después de alguna conversación por
medio de la cual acabamos de enterarnos de que tal o cual se ha casado, o se ha
marchado al extranjero en plan de negocios, o de un modo u otro ha adelantado
un paso en la vida. Y he comprendido que era su manera de aliviar su pesar, su
sufrimiento por mí, que me hallo perdido en ese camino que a ninguna parte
conduce.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Plaza&Janés, 1966,
en traducción de Ramón Hernández, pp. 99-105. Depósito legal: B-81.608-1966.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: