domingo, 26 de noviembre de 2023

Hadas, brujas y hombres lobo en la Edad Media.- Claude Lecouteux (1943)

Claude Lecouteux – José J. de Olañeta, Editor
Anexos

III.-El proceso al hombre lobo (enero de 1691, Jürgensburg, Livonia)

 «Nos parece útil dar la traducción de este documento desconocido en nuestro país, pues presenta un múltiple interés: vemos a los jueces enviscados en sus preguntas rutinarias, que tienden a medirlo todo con el rasero del cristianismo; constatamos su incapacidad para comprender una mentalidad que no es la suya; descubrimos que algunos hombres lobo son los defensores de la sociedad. Hay sobre todo la aculturación casi completa de los antiguos datos referentes al Doble, bien documentados todavía en el caso de los Benandanti: ya no se trata de cuerpos en letargia, y la metamorfosis es sustituida por un traje de lobo. También encontramos las indicaciones del momento: el día de Santa Lucía, bien conocido en el mundo germánico por el paso del Cortejo salvaje y por el recrudecimiento de la actividad de los espíritus; el día de San Juan, fiesta del solsticio, una de las dos “puertas” (januae) del año, aunque no sepamos aquí si se trata del San Juan de verano (24 de junio) o del de invierno (27 de diciembre), y el día de Pentecostés, gran fiesta de la renovación primaveral.
 Traducimos las partes más importantes de las actas del proceso, tomándonos la única libertad de restablecer el diálogo, mientras que el escribano lo consignó todo en tercera persona. Se respeta la grafía de los nombres propios y sus variantes. Algunas dificultades léxicas se superan en función del sentido general. Seegen significa a la vez “bendición, suerte” y “fertilidad”; zauberer, “mago” y “brujo”; blüthe, “floración, flor, semilla”.
 In Puncto Licantropía y otros Actos prohibidos y nefastos. Jueces presentes: el Sr. asesor Bengt Johan Ackerstaff, sustituto del juez provincial. El Sr. asesor Gabriel Berger.
 Como Peter, posadero de Kaltenbrun, ha sonreído tras haber prestado juramento, se le pregunta la razón. Responsio: Veo que mi compadre, el viejo Thies, también tiene que jurar. Quaestio: ¿Y por qué no habría de prestar juramento como tú y prestar testimonio sobre el vuelo ahora en la iglesia? R.: Todo el mundo sabe que es amigo del diablo y que es un hombre lobo. ¿Cómo puede jurar si no niega haberlo sido durante largos años?
 Tras oír a los otros testigos, ad dandum testimonium, se reprocharon estos cargos al viejo Thies, que simplemente reconoció haber sido antaño hombre lobo, pero que ya no lo era desde hacía diez años; declaró además que ya lo habían interrogado sobre eso en Nitau, en la época en que todavía eran jueces el señor barón de Crohnstern y los señores Rosenthal y Caulich, cuando, por aquel entonces, Skeistan, campesino de Lemburg hoy difunto, le había partido la nariz porque el declarante había traído del infierno las semillas de trigo que el tal Skeistan había arrojado allí para evitar que creciese el trigo. Los jueces arriba mencionados no le habían hecho nada, se habían burlado de él y lo habían dejado libre porque Skeistan no se había presentado.
 Entonces, antes de seguir cualquier interrogatorio, se informaron de si Thies se encontraba en posesión de todos sus sentidos y de toda su razón y si no había estado loco, o si no lo seguía estando, a lo cual, además de aquellos que conocían bien a Thies, respondió el señor Bengt Johan Ackerstaff, en representación del juez provincial, diciendo que Thies había vivido antaño en sus tierras y había estado a su servicio varios años, que nunca había carecido de sentido común, que nunca había negado lo que era y que, como los jueces de aquella época no le habían hecho nada, Thies había sido hombre lobo tanto más libremente y que los campesinos lo habían tomado casi por un ídolo.
 Ipse ad baec quaerebatur: ¿Cuándo y en qué lugar te golpeó Skeis-tan y con qué? R.: En el infierno, con un mango de escoba del que colgaban colas de caballo. El juez que presidía la sesión dio fe de que en aquella época Thies había tenido destrozada la nariz. Q: ¿Cómo fue el declarante al infierno y dónde se encuentra éste? R.: Los hombres lobo van a pie, con el aspecto de lobos; el infierno está en el extremo del lago llamado Puer Esser, en el pantano que hay junto a Limburg, a una media milla de Klingenberg, dominio del señor sustituto del presidente. Allí hay espléndidas mansiones y guardianes que golpean violentamente a los que quieren llevarse las semillas de trigo y el trigo llevados a aquel lugar por los brujos. Las semillas se conservan en una bolsa (?) y el trigo en otra.
 Q: ¿Qué aspecto teníais cuando os transformasteis en hombres lobo? R.: Teníamos una piel de lobo que simplemente nos poníamos encima. Un campesino de Marienburg, venido de Riga, me trajo una que luego di a un campesino de Alla, hace ya algunos años.
 Preguntado, Thies no quiso decir sus nombres y cuando se indagó specialius, varió (en sus declaraciones), diciendo que se iban a los matorrales, se quitaban las ropas habituales, se transformaban inmediatamente en hombres lobo y deambulaban como lobos, despedazando los caballos y el ganado que encontraban. Pero el declarante nunca despedazó animales grandes, tan sólo corderos, cabritos, cochinillos, etc. De todos modos, en la región de Seegewold, había un individuo muy destacado, ahora ya muerto, llamado Tyrummen —el declarante no era nada comparado con él porque el diablo da más poder a uno que a otro—, y aquel individuo se dedicaba al ganado crecido si lo encontraba, a los cerdos de engorde, se los llevaba de las granjas y los devoraba en compañía suya. A menudo eran veinte o treinta a la vez los que se llevaban un montón [de animales], luego comían en los caminos y asaban [sus presas].
 Q: ¿Cómo hacíais fuego y con qué? R.: Tomábamos el fuego en las granjas, y de los calderos, y nos hacíamos espetones con madera, quemábamos los pelos; no comíamos carne cruda. Q: ¿Participó a menudo el declarante en tales banquetes? R.: Sí, por supuesto. Q: ¿Qué hacían con los animales pequeños que cogían? R.: También los devorábamos. Q: Dado que os habíais transformado en lobos, ¿por qué no os comíais la carne cruda, como hacen los lobos? R.: No tenemos la costumbre. Nos la comemos asada, como hombres. Q: ¿Cómo la sujetabais, puesto que, según declaras, teníais cabeza y patas de lobo con las que no podíais sujetar un cuchillo ni preparar un espetón ni llevar a cabo los demás trabajos necesarios? R.: No teníamos necesidad de cuchillos, desgarrábamos la carne a dentelladas y fijábamos los pedazos de carne sobre trozos de madera, si encontrábamos, y cuando nos la comíamos éramos otra vez como hombres, pero, al hacerlo, no empleábamos pan. Cogíamos sal en las granjas, cuando nos íbamos. Q: ¿Os saciabais completamente y el diablo comía con vosotros? (Prius affirmat, posterior negat). R.: Los brujos comían en el infierno con el diablo, cosa que no se permitía a los hombres lobo, que entraban rápidamente, se apoderaban de algo y emprendían la huida con su botín, porque, si los cogían, los guardianes enviados por el diablo nos pegaban ferozmente con grandes azotes de hierro, que ellos llamaban vergas, y nos echaban del infierno como perros, porque el diablo, pro idiomate Lettico Ne eretz, no podía soportarnos.
 Q: Puesto que el diablo no podía sufriros, ¿por qué os transformabais en hombres lobo e ibais al infierno? R.: Porque queríamos traer del infierno lo que los brujos se habían llevado allí, ganado, trigo y otras semillas; porque yo y los demás habíamos tardado en hacerlo cierto año y no llegamos al infierno cuando las puertas todavía estaban abiertas, no pudimos traernos las semillas y el trigo cogidos por los brujos y hubo mala cosecha. Pero este año, yo y los otros hemos actuado a tiempo y hemos hecho lo que debíamos.
 Según eso, el declarante trajo personalmente del infierno tanta cebada, avena y centeno como podía llevar encima, y por lo tanto tuvimos excelentes cosechas, aunque más de avena que de centeno.
 Q: ¿Cuándo sucedió eso? R.: Antes de Navidad, la noche de Santa Lucía. Q: ¿Cuántas veces por año os reunís en el infierno? R.: Generalmente tres veces: las noches de Pentecostés, de San Juan y de Santa Lucía. Por lo que se refiere a las dos primeras veces, no siempre, pero sobre todo las noches en que el trigo está maduro, porque en ese momento los brujos lo toman enseguida y se lo llevan al infierno, y los hombres lobo se ponen manos a la obra para traerlo de nuevo. Q: ¿Con quién estabas la última noche de Santa Lucía? R.: Con gente venida de muchos pueblos, de la región de Rodenpei y de la de Sunszel; los conocíamos y les preguntábamos el nombre, porque había allí tropas diferentes. Skeis-tan Rein, hijo del hombre antes citado, había formado parte de una de ellas antes que yo, pero no lo he visto últimamente e ignoro la causa.
 Preguntado sobre los de Jürgensburg, Thies respondió que debían de formar parte de otra compañía, pues no había ninguno en la suya.
 Q: ¿Cómo puede decir el declarante que durante la última noche de Santa Lucía trajeron del infierno la buena cosecha de aquel año, que se habían llevado los brujos, si el trigo aún no está maduro y por tanto no se ha podido recoger? R.: Los brujos tienen su propio momento, y el diablo siembra mucho antes. Los brujos toman un poco, se lo llevan al infierno, y los hombres lobo lo traen de nuevo. Nuestra semilla ya no crece más, y lo mismo ocurre con los árboles frutales —también los hay en el infierno— y los peces. En Navidad, en el infierno, todos los trigos están ya completamente verdes, así como los árboles. Puesto que la última noche de Santa Lucía conseguimos traer una buena parte de los peces robados por los brujos, se puede estar seguro de que este año habrá buena pesca. Los brujos toman las semillas futuras y se las llevan al infierno, pero éstas no pueden crecer tanto como las que se siembran y crecen en el infierno.
 Q: ¿Habéis encontrado, cada vez que ibais al infierno, edificios que están allí permanentemente? Affirmat. Q: ¿Habéis podido ver gente que viviera alrededor? R.: Ese lugar no está en la tierra, sino debajo, y la entrada está protegida por una puerta que nadie puede encontrar si no forma parte de él. Q: ¿Hay mujeres y muchachas entre los hombres lobo, y alemanes? R.: Hay mujeres, pero no se admiten muchachas, porque si no, se convertirían en Puicken [¿variedad de demonios?] o en dragones, serían embrujadas y harían desaparecer la abundancia de leche y mantequilla. No hay alemanes en nuestra compañía; tienen un infierno particular.
 Q: ¿Qué sucede con los hombres lobo cuando mueren? R.: Son enterrados como los demás hombres, y sus almas suben al cielo. El diablo se lleva las de los brujos. Q: ¿Asiste el declarante a la iglesia, escucha con recogimiento la palabra divina, reza con celo y comulga? —Negat, no hace nada de eso—. Q: ¿Cómo puede ir a Dios tu alma si no lo sirves a él, sino al diablo, no vas a la iglesia ni para confesarte, y no comulgas, como tú mismo reconoces? R.: Los hombres lobo no sirven al diablo, pues le quitan lo que le llevan los brujos, por eso el diablo los odia, no los soporta y hace que los echen como perros, a golpes de azote de hierro. Los brujos sirven al diablo y cumplen su voluntad, por eso le pertenecen en cuerpo y alma. Todo lo que hacen los hombres lobo es por el bien de los hombres, y si ellos no existiesen ni robasen al diablo las promesas de cosecha, ya no quedaría nadie en el mundo.
 Y Thies confirmó esto mediante juramento, agregando que, el año pasado, los hombres lobo rusos llegaron antes y habían conseguido la bendición de su país (ihres landes seegen). Por eso creció allí tan bien el grano, al contrario que en nuestro país, porque nosotros llegamos demasiado tarde. Pero este año nos hemos adelantado a los rusos y tendremos un año fértil y bueno para el lino. ¿Por qué no va a aceptar Dios mi alma sólo porque no voy a la iglesia y no comulgo? Cuando era joven no me dijeron nada de eso, no me instruyeron. Yo no hago ningún mal.
 Se le prodigaron explicaciones con gran celo y finalmente se le hizo comprender.
Claude Lecouteux – José J. de Olañeta, Editor Q: ¿No es hacer mal robar ganado al prójimo, como has reconocido, y transformar imaginativamente la imagen de Dios, el hombre, en lobo? ¿Y faltar al juramento hecho en el momento del bautismo a Cristo tu Salvador, a saber, renunciar a Satanás, a sus obras y a sus pompas? ¿Y olvidar a Dios, cometer pecados muy prohibidos, que disgustan y ofuscan a los demás hombres? ¿Y no ir a la iglesia, donde, gracias a los sermones y a los sacerdotes, podrías alcanzar el conocimiento de Dios y servirlo? ¡Prefieres precipitarte camino del infierno cuando nuestro pastor pasa por las granjas y exhorta a rezar, a asistir asiduamente a la iglesia y a dejarse instruir! R.: He causado poco daño al ganado. Los demás han causado mucho más que yo. Es verdad que el señor pastor pasa por las granjas, instruye a la gente y reza con los que allí están. También yo repetía con ellos lo que decía el señor pastor, pero resultó que no pudo venir más. Y ahora que soy viejo, tengo que aprender todo eso.
 Q: ¿Qué edad tienes y dónde naciste? R.: Cuando los suecos tomaron Riga (1691) yo ya sabía rastrillar y labrar. Nací en Curlandia. Q: Puesto que la última noche de Santa Lucía fuiste otra vez al infierno, ¿por qué has pretendido que habías cedido tu condición de hombre lobo a un campesino de Allá hace tiempo? R.: No he dicho la verdad porque ya no tengo fuerza y soy viejo, pero ahora lo haré. Q: ¿Qué provecho has sacado de ser hombre lobo? Todo el mundo sabe que mendigas y no tienes ningún bien. R.: ¡Ninguno! Un individuo de Marienburg me convirtió en hombre lobo bebiendo a mi salud, y a partir de entonces tuve que comportarme como hombre lobo. Q: ¿Reciben los hombres lobo un signo del diablo para que pueda reconocerlos? R.: (Negat). Marca a los brujos, los trata y los alimenta de cabezas de caballos muertos, sapos, serpientes y otras alimañas. Q: Puesto que eres viejo y careces de medios, debes de pensar cada día en la muerte: entonces, ¿quieres morir como hombre lobo? R.: No, antes de morir le pasaré mi condición de hombre lobo a otro, si es que puedo. Q: ¿Cómo lo vas a hacer? R.: Haré como me lo hicieron a mí: brindaré a la salud de alguno, soplaré tres veces en el vaso, diciendo: “Que te ocurra lo que me ocurrió”. Si el otro toma el vaso, ya no seré hombre lobo, y estaré liberado. Q: ¿No crees que eso también es un pecado y una ilusión diabólica, y que no puedes darle eso a nadie, salvo a aquel que, como tú, no sabe nada de Dios y siente inclinación a ello? R.: Es verdad que no puedo convertir en hombre lobo a nadie en contra de su voluntad. Pero muchos, al ver que soy viejo y estoy incapacitado, me han pedido que les pase mi condición de hombre lobo. Q: ¿Quién te lo ha pedido? R.: Están lejos de aquí, unos, en los dominios del señor juez, otros, en Sunszel, y no puedo decir los nombres. Q: Puesto que dices que hay grandes perros feroces cerca del infierno, cuando tú y otros os habíais transformado en hombres lobo y teníais el aspecto de los lobos, ¿os atacaban los perros, y os alcanzaban los tiradores? R.: Podíamos escapar fácilmente de los perros, pero los tiradores podían alcanzarnos. Los perros del infierno no nos hacían nada. Q: Según has dicho, Tyrummen, de Seegewold, entraba en las granjas de los campesinos y se llevaba cerdos de engorde; estas granjas no carecen de perros: ¿no fue atacado y mordido por ellos? R.: ¡Si los perros se diesen cuenta! Cuando eso ocurría, los hombres lobo corrían mucho más deprisa que ellos y los perros no podían alcanzarlos. Tyrummen era muy malo y causaba mucho daño a la gente. Por eso Dios lo hizo morir joven. Q: ¿Qué fue de su alma? R.: Ignoro si la tomó Dios o la tomó el diablo. Q: ¿Qué hacíais de las semillas de trigo y de árboles y de todo cuanto le quitabais al diablo? R.: Las lanzábamos al aire, y caía la bendición sobre la tierra, sobre ricos y pobres.
 En este punto, volvieron a amonestarlo y lo persuadieron de que todo eso no eran más que ilusiones y engaño diabólico, cosa que él mismo podía ver, por ejemplo, en el hecho de que la gente que de aquel modo perdía ganado y cerdos de engorde no dejarían de hacer investigaciones y terminarían encontrando el rastro, sobre todo de los cerdos, allí donde éstos habían sido asados y devorados.
 R.: No robábamos cerca [de las granjas], sino lejos, ¿quién hubiera podido descubrirnos? Q: ¿Cómo puede ser que uno de esos cerdos grandes y gordos, y grandes animales con cuernos puedan ser llevados por un lobo a veinte o treinta millas, o más, por entre zarzas y eriales, e incluso fuera de Estonia como dices? ¿Ves como todo eso no son más que falsas imaginaciones, engaño diabólico e ilusión? R.: Es la verdad. Tyrummen de Seegewold partía a veces toda una semana. Yo esperaba con mi compañía en los matorrales y, cuando había traído un cerdo bien gordo, nos lo comíamos juntos. Entretanto, comíamos liebres y otros animales salvajes que capturábamos en los matorrales. Ahora ya no tengo fuerza para ir tan lejos y capturar y traer algo. Puedo tener tanto pescado como quiero, aunque no puedan tenerlo los otros, pues tengo un don particular para eso. Q: ¿No tienes intención de volverte a Dios antes de la muerte, de dejarte instruir sobre Su voluntad y Su ser, de renunciar a esas prácticas diabólicas, de arrepentirte de tus pecados y salvar así tu alma de la condenación eterna y de las penas del infierno?
 R.: (Thies no quiso responder francamente) ¿Quién sabe adónde irá mi alma? Soy viejo, ¿qué puedo entender yo de estas cosas?
 Finalmente, muy presionado, afirmó estar dispuesto a abandonar todo aquello y volverse hacia Dios.

(Texto original en O. Höfler, Kultische Geheimbünde der Germanen, Frankfurt, 1934, p. 345-351).»

  [El texto pertenece a la edición en español de José J. de Olañeta editor, 2005, en traducción de Plácido de Prada, pp. 166-171. ISBN: 978-84-9716-066-7.]

domingo, 19 de noviembre de 2023

La línea de la belleza.- Alan Hollinghurst (1954)


Alan Hollinghurst - Literature
“¿De quién eres la bella pertenencia? (1986)

8

  «—Ya sabes que voy a sacar esa revista, papá —dijo Wani.
 —Ah… bueno —dijo Bertrand, con un resoplido—. Sí, una revista puede estar bien. ¡Pero hay una enorme diferencia, hijo mío, entre dirigir una revista y que tu puñetera cara aparezca en una de ellas!
 —No será una de esas —dijo Wani, a caballo entre el enfado y los buenos modales.
 —De acuerdo, pero entonces no se venderá.
 —Va a ser una revista de arte: fotografía de gran calidad, lo mismo que el papel y la impresión; todo género de cosas extraordinarias y exóticas, edificios, extrañas esculturas indias. —Buceó mentalmente en la lista que Nick le había confeccionado—. Miniaturas. De todo.
 Nick pensó que incluso con su resaca habría hecho mejor la propaganda, pero había algo conmovedor y revelador en la labia de Wani.
 —¿Y quién se supone que va a comprar todo eso?
 Wani se encogió de hombros y extendió las manos.
 —Será preciosa.
 Nick intercaló la nota olvidada.
 —La gente querrá coleccionar la revista igual que querría coleccionar las cosas que aparecen en sus páginas.
 Bertrand tardó un momento en ver si esto era un disparate o no. Después dijo:
 —Todo ese rollo de la gran calidad suena a un montón de dinero. Así que tendréis que cobrar diez o quince libras por la revista.
 Bebió un sorbo irritado de su vaso de agua.
 —Anuncios de máxima calidad. Ya sabes, Gucci, Cartier… Mercedes —dijo Wani, buscando nombres mucho más relumbrantes que Watteau o Borromini—. Hoy día la gente quiere artículos de lujo. Ahí está el dinero.
 —Así que tenéis ya un nombre para esa puñeta.
 —Sí, la vamos a llamar Ojiva, como la empresa —dijo Wani, con franqueza. Bertrand frunció sus labios regordetes.
 —“¡Oh, jiba!”, ¿no es eso? —dijo, de mal humor, pero complacido por haber hecho un chiste—. Tendréis que repetírmelo porque nadie ha oído hablar nunca de esa puñetera “ojiva”.
 —A mí me ha parecido oír “orgía” —dijo Martine.
 —¡Orgía! —exclamó Bertrand.
 Wani miró al otro lado de la mesa, y como aquel nombre nunca oído había sido idea original suya, Nick dijo:
 —Verá, es una curvatura doble, como la que se ve en una ventana o una cúpula.
 Hizo con las manos en el aire la forma de la mitad de un reloj de arena y Monique, en ese momento, en uno de sus esporádicos gestos de connivencia, trazó la misma figura que Nick y le sonrió como si le hiciera una zalema.
 —Primero hacia un lado y después hacia el otro —dijo.
 —Exacto. Procede de… bueno, de Oriente Próximo, de hecho, y se ve en la arquitectura inglesa desde el siglo catorce en adelante. Es como la línea de la belleza de Hogarth —dijo Nick, con una creciente sensación de necedad—, salvo en que hay dos, claro está… Supongo que la línea de la belleza es una especie de principio inspirador, ¿no?…
 Miró alrededor y, con un gesto expresivo, abatió la mano. Quizá este principio no estuviese allí.
 Bertrand posó el cuchillo y el tenedor y esbozó una sonrisa desinflada. Pareció saborear su ironía de antemano, así como la incertidumbre, las educadas sonrisas de anticipación en la cara de los presentes.
 —Escucha, um… Nick, yo vine a este país hace casi veinte años, en 1967, cuando no era una puñetera buena época en el Líbano, dicho sea de paso, sólo para ver las oportunidades que había en el famoso Londres marchoso de los sesenta. Así que miro alrededor, lo que molaba entonces eran los supermercados que empezaban a abrir, ya sabes, el autoservicio, sírvase usted mismo… vosotros estáis acostumbrados a eso, seguramente entráis en uno todos los puñeteros días: ¡pero entonces!…
 Nick reconoció con una sonrisa tonta y obediente lo acostumbrado que estaba. No sabía seguro si la conversación sobre la Ojiva había terminado o si le estaban obsequiando con una extensa digresión aleccionadora. Dijo, con frialdad:
 —No, ya veo que… ha sido toda una revolución.
 Al igual que otros egotistas, Bertrand se limitó a lanzar una mirada fugaz y dubitativa a la posibilidad de una ironía dirigida hacia su persona y, de todos modos, la pisoteó.
 —¡Pues claro! Una puñetera revolución.
 Se volvió para indicar al viejo criado que escanciase más vino a los demás y observó con un aire de ejercitada paciencia cómo el borgoña caía en las copas de cristal tallado.
 —Verás, yo empecé con una frutería, allá en Finchley. —Meneó el otro brazo, con cariño por aquel lugar y época lejanos—. La compré, traje en avión los cítricos, que por cierto eran producto propio, los cultivábamos, no teníamos que comprar a ningún otro puñetero comerciante. Líbano, un gran sitio para cultivar frutas. ¿Sabes todo lo que ha llegado de Líbano en los últimos veinte años? Fruta y cerebro, fruta y talento. Nadie con una pizca de cerebro o de talento quiere quedarse en el puñetero país.
 —Um, se refiere a la guerra civil.
 Se había propuesto empollarse los veinte años más recientes de historia libanesa, pero Wani se mostró evasivo y dolorido cuando se lo mencionó, y he aquí que el tema surgía ahora. No quería corroborar el duro juicio de su anfitrión sobre su país natal, que era en sí mismo un campo minado.
 —Una bomba nos tiró la casa abajo —dijo Monique, como si no esperase ser oída.
 —Oh, qué horrible —dijo Nick, agradecido de que sonase otra voz en el comedor.
 —Sí, fue muy terrible —dijo ella.
 —Como dice la madre de Antoine —dijo Bertrand—, nuestra casa familiar quedó prácticamente destruida.
 —¿Era una casa antigua? —preguntó Nick a Monique.
 —Sí, bastante antigua. No tanto como esta, claro… —dijo, y tuvo un pequeño escalofrío, como si Lowndes Square datase de la Edad Media—. Tenemos muchas fotografías…
 —Oh, me encantaría verlas —dijo Nick—. Me interesan esas cosas.
 —Total, que en 1969 abrí el primer Mira Mart allí arriba, en Finchley —dijo Bertrand—. Sigue donde estaba, puedes ir a verlo cuando quieras. ¿Sabes cuál es el secreto?
 —Um…
La línea de la belleza - Hollinghurst, Alan - 978-84-339-7087-9 ...  —Es lo que yo vi, lo que veías en Londres en aquel entonces… hace veinte años. Había supermercados y había tiendas de barrio, tiendas de comestibles que llevaban abiertas cientos de años. ¿Y qué hago yo entonces? Junto las dos cosas, supermercado y comestibles y hago el minimercado, con todo el catálogo de cosas que venden en Tesco o cualquier otro puñetero sitio, pero sin perder el aire de tienda de comestibles, de tienda del barrio. —Levantó su copa y bebió, como brindando por su propia inventiva—. Y sabes el otro secreto, por supuesto.
 —¡Oh!… Pues…
 —Los horarios.
 —Los horarios, sí…
 —Abrir temprano y cerrar tarde, que venga gente antes del trabajo y después del trabajo, no sólo las puñeteras buenas amas de casa que salen a comprar un paquete de cigarrillos y a dar palique.
 Nick no sabía bien si aquel tono especial era el que Bertrand empleaba para hablar con un idiota o si su simplicidad reflejaba la visión que tenía de los negocios. Dijo, críticamente:
 —Pero hay algunos que no son así, ¿no? El de Notting Hill, por ejemplo, adonde siempre vamos. Es grandioso.
 Se encogió de hombros, con embotado respeto.
 —Bueno, ¡ahora estás hablando de las secciones de alimentos! Son dos puñetas totalmente distintas: los Mira Mart y los Mira Food Halls… Estos últimos son para los puñeteros ricos, los barrios pijos. Hay uno aquí a la vuelta. Ya sabes de dónde salen.
 —De Harrods —dijo Wani.
 Bertrand le lanzó una mirada rápida y ceñuda.
 —Naturalmente. ¡Es la madre de todas las puñeteras secciones alimenticias del mundo entero!
 —A mí me encanta ir a la de Harrods —dijo Monique—, a ver los grandes… homards
 —Los bogavantes —musitó Wani, sin mirarla, como si fuese una función aceptada la de servir de intérprete a su madre.
 —¡Oh, ya lo sé! —dijo Martine, con una sonrisa de rebeldía pusilánime. Nick las vio visitando Harrods a menudo, seguramente se pasaban allí días enteros, estaba a la vuelta de la esquina pero era otro mundo de posibilidades para quien pudiera permitírselas.
 Bertrand les concedió cinco segundos pacientes, como un maestro estricto pero imparcial, y dijo:
 —Así que ahora, Nick, tengo treinta y ocho establecimientos Mira Food por todo el país. Tengo uno en Harrogate, acabo de abrir otro en Altrincham; y más de ochocientos puñeteros Mira Marts. —Adoptó de pronto una actitud muy cordial; casi se encogió de hombros también ante la fácil inmensidad de su emporio—. Una gran historia, ¿no?
 —Increíble. Es muy amable por su parte contarme una historia que debe de conocer tan bien —dijo Nick, poniendo una cara especialmente solemne. Vio el brillante letrero anaranjado del Mira Food de Notting Hill, por donde se dejaba ver a veces el mismo Gerald, con una cesta y una expresión avergonzada, como si todo el mundo le reconociera, a comprar paté y bombones suizos. Y vio el Mira Mart de la esquina en Barwick, con sus productos más tristes en expositores inclinados, lejanos parientes pobres de los obeliscos de Knightsbridge, y el denso olor rancio de una tienda de techo bajo donde se vende todo junto. El emblema de la cadena, por supuesto, era una naranja coronada por dos hojas verdes. Miró a Wani, que más que comer comisqueaba (la coca le quitaba el apetito) con una cara totalmente inexpresiva. Tenía los ojos clavados en el plato o en el reluciente barniz rojo que había justo más allá del plato; podría haber dado la impresión de que escuchaba meditabundo a su padre, pero Nick sabía que se había refugiado en un universo que su padre nunca había imaginado. La sumisión a la tiranía de Bertrand era el precio de su libertad. También el tío Emile miraba hacia abajo, como absolutamente aplastado por la iniciativa y el éxito de su cuñado; Nick, por su parte, comprendió enseguida el encanto de escaparse a Harrods con las mujeres.
 Bertrand llegó a decir entonces:
  —Todo eso será tuyo algún día, hijo mío.
  —¡Ah, mi pobre niño! —protestó Monique.
  —Ya sé. Ya sé —dijo Bertrand, molesto, y después esbozó una sonrisita algo espantosa—. Ese día está todavía muy lejos, desde luego. Que haga sus revistas y películas. Que aprenda a hacer negocios.
  —Gracias, papá —dijo Wani, pero su sonrisa fue para su madre y su mirada, breve pero elocuente, cuando la sonrisa se apagó, para Nick. Estaba en su salsa con el comportamiento de su padre, su fanfarroneo incuestionado, pero permitir que un amigo lo presenciase mostraba una confianza especial en ese amigo. Wani rara vez se ruborizaba o denotaba alguna clase de vergüenza, aparte de la reprimenda que se murmuraba a sí mismo cuando ofrecía un asiento a una señora o confesaba su ignorancia sobre alguna nimiedad. Nick absorbió su mirada y el calor secreto de lo que comunicaba.
 —No, no —dijo Bertrand, con un tic rápido de la barbilla, como si alguien le hubiese criticado injustamente—. Wani es dueño de todos sus actos. Por el momento no parece que le interesen las frutas y verduras. Bien. —Extendió las manos—. Tampoco parece interesarle casarse con esta puñetera preciosidad de novia. Pero esperaremos cómodamente a que pase el tiempo, ¿eh, Wani?
 Y se rio para su coleto de su propia franqueza, como si así suavizara el efecto, aunque en realidad lo señalaba y lo intensificaba.
 —Primero vamos a ganar un montón de dinero —dijo Wani—. Ya verás.
 Bertrand dirigió a Nick una mirada de conspirador.
 —¿Pero sabes cuál es el gran, el simple secreto para hacer dinero? ¿El más auténtico y…?
 Nick depositó la servilleta con suavidad en la mesa y murmuró:
 —Lo siento muchísimo… Tengo que…
 Empujó hacia atrás la silla y se preguntó si aquello no sería incluso más maleducado en Beirut que allí.
 —¿Eh…? Ah, la puñetera débil vejiga —dijo Bertrand, como si lo esperase—. Igual que mi hijo.
 Nick estaba dispuesto a aceptar cualquier acusación que le permitiese salir del comedor; y Wani, con una expresión tediosa, casi impaciente, se levantó también y dijo:
 —Te indicaré dónde es.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2006, en traducción de Jaime Zulaika, pp. 194-200. ISBN: 978-84-339-7087-9.]

domingo, 12 de noviembre de 2023

Un dulce par de senos.- Giuseppina Torregrossa (1956)


Giuseppina Torregrossa: Libri e biografia di Giuseppina Torregrossa
Lu cuntu (El relato)

IV

  «La devoción de Luisa por santa Ágata nació la noche en que Gaetano le desabrochó la blusa y empezó a atormentarle los pechos por primera vez. El placer fue tan agudo que alcanzó el éxtasis. La sensación de bienestar que siguió le pareció obra de Dios, a través de la Santuzza, que protege los senos de las mujeres. Por eso Luisa se había consagrado a santa Ágata y se encomendaba siempre a ella para que se los conservase enteros y hermosos toda la vida. Su marido, a quien el solo pensamiento de aquel pecho generoso regalaba erecciones fuera de lo común, compartía su sentimiento religioso.
 Luisa, en agradecimiento, empezó a elaborar en el horno de su marido los dulces de la Santuzza. Al cabo de poco tiempo, la fama de aquellas exquisiteces se extendió por toda la provincia catanesa y la gente de los pueblos vecinos —Riposto, Zafferana Etnea, Nicosia— iba todos los 5 de febrero al horno del malpasoto a comprar las mejores minne de santa Ágata de toda la Sicilia oriental.
 Luisa amasaba rápidamente la harina con sus dedos regordetes, tamizaba la ricota, mezclaba la crema, preparaba pequeños, redondos y perfumados pastelillos. Durante la cocción se esparcía por el aire un olor a vainilla que cosquilleaba la nariz de Gaetano, él volvía a la carga y hacía otro intento de aproximación a su mujer, pero esta lo mantenía a raya. Una vez cocidos, los pastelillos eran recubiertos de glasa blanca y, por último, adornados con la guinda roja.
 Una vez contentada la santa, con la conciencia tranquila de quien ha cumplido con su deber, Luisa hacía ademán de volver a casa con las manos pringosas, algunos mechones de pelo sobre los ojos que apartaba soplando hacia arriba, el rostro enrojecido por el cansancio y los ojos bajos; pero una mirada de reojo era suficiente para provocar a su marido, que buscaba la menor excusa para embalarse, ponerle las manos encima y hacer el amor sin tantas formalidades, tal como se le ocurría.
 A ella ese apasionamiento le gustaba mucho, pero le daba un poco de vergüenza encontrárselo encima mientras estaban en el horno, y además, la preocupación de que un cliente entrara en el establecimiento de improviso y los pillara al uno encima de la otra, él con los pantalones bajados y la respiración jadeante, ella inclinada hacia delante y sometida, le impedía dar libre curso a sus instintos. Sin embargo, a despecho del pudor, acababa siempre dando satisfacción a su marido antes de subir a casa. “Mejor desvergonzada que cornuda”, decía para justificar a sus propios ojos tanto descaro.
  
 V

 En el mes de mayo de no sé qué año, una mañana que estaba rezando la novena a la Virgen, Luisa, al tocarse el pecho izquierdo a la altura del corazón, se dio cuenta de que algo no iba bien. Alrededor del pezón, la piel estaba dura y rugosa. Se miró en el espejo.
 —¡Vaya por Dios! —murmuró a media voz.
 Sobre la areola se veía un bultito redondo, duro, del tamaño de un cacahuete y de color rojo oscuro, que parecía un segundo pezón. “Esperemos que Gaetano no se dé cuenta, pensó, alarmada. A ver si voy a darle asco y deja de hacerme el amor.”
 Una semana después el nódulo seguía allí y no quería irse. Entre las sábanas, Luisa hacía contorsiones para que su marido no se diera cuenta de nada. Se desabrochaba siempre la blusa por el lado sano, se apresuraba a tenderle el pecho bueno, hasta se había cambiado de sitio en la cama, así Gaetano tenía al alcance de la mano el pecho apropiado. Luego el cacahuete se convirtió en una avellana, y al cabo de unos meses, en una nuez. Luisa fue a ver a la comadrona del pueblo.
 —Tía Marì, tiene que darme un remedio para la teta.
 —¿Es que todavía amamantas a la nena? ¿No es ya demasiado mayor?
 —No, tía Marì, es que me he visto una cosa que antes no tenía.
 —¡Ay, mira que eres tiquismiquis! ¿Se puede saber cuánto tiempo pasas mirándote las tetas?
 —Tía Marì, no se lo tome a risa. Creo que se ha hecho más grande, y Gaetano les tiene bastante apego a mis tetas. Pero él no debe enterarse de nada, que si le da asco es capaz de irse de putas.
 —¡Pues sí que estás asustada!
 —No, tía Marì, no estoy asustada por las tetas, pero Gaetano me las toca de una forma que las piernas se me ponen flojas, luego me sube todo un calor por dentro, y al final me deja contenta y satisfecha. Por eso, si no le importa, quisiera conservarlas en buen estado un poco más.
 —¡Vaya, vaya, a la mujer del malpasoto le gusta que le toquen las tetas!
 —Tía Marì, usted haga su trabajo de comadrona calladita, que en este caso una palabra es poco y dos son demasiado. ¿No tiene algo para curarme las tetas?
 —¿Qué pasa? ¿Te ofendes? Está bien, vamos a dejarlo. Tómate una cucharada de semillas de lino por la mañana y otra por la noche. Y cuando haya luna llena, maja en el mortero aceite, canela, flor de azafrán, hojas de menta y una guindilla. Póntelo en la teta enferma y en la buena también, reza un avemaría a santa Ágata, y dentro de un mes tendrás la teta nueva y tu marido te dará satisfacción.
 Luisa tuvo un buen trajín entre tomar semillas de lino y embadurnarse con el ungüento a escondidas de Gaetano, quien, a causa de esas rarezas, se había vuelto receloso y desconfiado.
 “¡A ver si va a resultar que, a fuerza de amamantar a esa puta, le ha tomado tanto gusto a ese placer que ahora ya no quiere saber nada de mí!”, se repetía el malpasoto. Por eso, ofendido en su orgullo masculino, casi le había cogido antipatía a la pequeña Ágata, a quien había considerado desde su nacimiento una especie de rival en el amor.
 Después de seis meses de aquellas maniobras y aquellos subterfugios, a Luisa se le agrietó la piel del seno enfermo, empezó a salirle una gota de sangre de vez en cuando, luego dos gotas, luego fue un goteo continuo. Manchaba las blusas a pesar de que se ponía una venda muy apretada alrededor del pecho. El 5 de febrero tuvo que tirar los dulces que había preparado para la fiesta de santa Ágata. Los pastelillos salieron feos, no subieron, se agarraron, la glasa era de un color amarillento en vez de blanco inmaculado y se desprendía en trocitos que caían en el plato y se quedaban pegados. Las guindas colgaban estrábicas hacia uno u otro lado. Los lugareños se quedaron con un palmo de narices y para el malpasoto aquello fue un mal presagio.
DULCE PAR DE SENOS - UN: Amazon.es: TORREGROSSA, GIUSEPPINA ... Mi bisabuela redobló las plegarias y metió por medio también a santa Lucía y santa Cristina. Encendió cirios, rezó todas las noches el rosario y hasta la oración a santa Rita, la patrona de los imposibles. En junio, un año después de la aparición del bultito, empezó la comezón, un prurito incontenible en todo el cuerpo que le quitó el sueño. “Será por las habas”, pensaba Luisa, pero fuera por lo que fuera, se rascaba hasta despellejarse cuando su marido dormía o estaba fuera de casa.
 Después del verano empezó a toser y a tener fiebre. El cuello, la axila y el brazo del lado del pecho enfermo se le hincharon. Luisa ya no tenía fuerzas para levantarse de la cama. El panadero era ignorante, pero de joven había tenido el don de la premonición, la gente le pagaba por sus profecías, y desde hacía ya meses sentía que la desgracia se cernía sobre su familia. Intuía que se avecinaba una mala noticia, que su mujer le ocultaba algo, pero ¿qué? Ella se negaba a responder a sus preguntas. Gaetano amaba tanto a las mujeres que normalmente no le resultaba difícil descubrir sus secretos más íntimos, pero su mujer no le hacía ninguna confidencia.
 Una mañana, exasperado por aquel muro de silencio, amenazó con dejarla diciendo que se sentía un extraño en su propia casa; entonces Luisa, entre lágrimas, le enseñó el pecho y Gaetano comprendió. La cogió en brazos como a una niña, la acarició, la lavó con gran delicadeza, le puso el vestido reservado para las grandes ocasiones y dijo que quería llevarla al mejor doctor de la zona, un tal Francesco Durante, de Letojanni.
 Luisa, con las pocas fuerzas que le quedaban, arremetió contra él:
 —¿Qué dices? ¿Durante? ¡Ni hablar! ¡Antes muerta!
 —¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿No es bueno?
 —¡Es un monstruo! Es amigo íntimo de Francesco Crispi, el que detuvo los movimientos de Caltavuturo con sangre, el que hizo que mataran a mi hermano Giacomo. ¿Quieres ver cómo me mata a mí también?
 —Pero ¿qué dices? —Gaetano intentaba hacerla entrar en razón—. ¡Es el mejor doctor de Sicilia y puede que del continente!
 —Y vete tú a saber cuántas perras te saca...
 Pero esta vez Gaetano se mantuvo en sus trece, los pechos de su mujer eran sagrados y él habría empeñado hasta el último mueble de la casa, incluidos los colchones, con tal de que la curasen.
 Entraron en la consulta del doctor llorando y salieron desesperados. El médico, con todo el sadismo de que son capaces los cirujanos, habló claro, no les ahorró a los pobrecillos ningún detalle ni les dio esperanzas. Luisa estaba condenada, la enfermedad no le dejaba ninguna posibilidad de salvación y sólo se libraría de ella “... con los pies por delante. Hay que operar, quitar el pecho, los músculos y quizá también el brazo, limpiar, cauterizar... Pero no garantizo nada”.
 Luisa y Gaetano volvieron a casa en un estado de postración profunda, se pusieron a rezar a la santa, hicieron votos, promesas.
 Mi bisabuela se fue con el año nuevo, dejando en la casa un hedor terrible a coles y brócolis que la tía María había aconsejado que comiera mañana, tarde y noche para combatir la enfermedad. Mujer y marido habían obedecido, porque cualquier cosa parecía mejor que perder aquel precioso tesoro que los había unido en una relación profunda, sólida, indisoluble.
 Luisa perdió la vida a causa de una misteriosa enfermedad que había empezado en un pecho y le había devorado en poco tiempo el resto del cuerpo, las fuerzas, la energía secreta de la existencia. Gaetano pensó que se ahogaba en el mar de la desesperación, pero aprendió casi enseguida a nadar, porque Ágata, su hija, los necesitaba a él y su trabajo para hacerse maestra de escuela primaria... Además, el muerto al hoyo y el vivo al bollo.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Maeva, 2011, en traducción de Teresa Clavel, pp. 25-28. ISBN: 8415120060.]