jueves, 31 de mayo de 2018

Noches áticas.- Aulo Gelio (c. 129 - c. 180)


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Libro I.- Capítulo III
Cómo el lacedemonio Quilón tomó una decisión contradictoria para la salvación de un amigo. Es preciso examinar con circunspección y escrupulosamente si en ocasiones hay que delinquir para favorecer a los amigos. Se incluyen también observaciones e información de lo que Teofrasto y Cicerón escribieron sobre el particular.

«1.-Está escrito en los libros de aquellos que narraron para el recuerdo la vida y las acciones de hombres ilustres que el lacedemonio Quilón, uno de los que forman el ínclito número de sabios, en sus últimos momentos de vida, cuando la muerte ya estaba próxima, a los amigos que estaban en torno a él les habló de este modo: 2.-"Mis palabras y mis actos en el discurrir de mi larga vida, en su mayoría no han sido censurables, tal vez incluso vosotros lo sabéis. 3.-También yo, al menos en el momento presente, no me engaño si digo que no he hecho nada que produzca tristeza a mi memoria, salvo una sola cosa, que no tengo claro si he obrado recta o torcidamente.
 4.-Fui juez, con otros dos, en un proceso capital de un amigo. La ley era que aquel hombre necesariamente había de ser condenado. Así pues, tenía que condenar a un amigo muy querido o cometer fraude de ley. 5.-Le di una y mil vueltas al asunto para tratar de poner remedio a un caso tan contradictorio. 6.-Lo que hice, en comparación con otras soluciones, me pareció bastante fácil de asumir. Yo mismo, en silencio, voté que se le condenara, yo, que al mismo tiempo persuadí a los que le juzgaban de que lo absolvieran. 7.-De este modo en un asunto de tanta importancia dejé a salvo mi deber como juez y como amigo. Pero de esta actuación me atormenta una cosa, que tengo el temor de si está exenta de perfidia y de culpa, porque al mismo tiempo y en el mismo hecho persuadí a los otros a que hicieran lo contrario de lo que estimé como mejor".
 8.-Aquí, pues, Quilón, un hombre de incuestionable sabiduría, tuvo dudas de hasta qué punto debería ir él contra la ley y el derecho para favorecer a un amigo y esta actuación atormentaba su alma en el fin mismo de  su vida. 9.-Y después, otros muchos filósofos, como figura escrito en sus obras, indagaron pormenorizadamente y con agudeza, valiéndome de sus propias palabras: "si es preciso ayudar a un amigo, al margen de la justicia, hasta qué punto y de qué manera". Estas palabras significan que ellos se preguntaron si en ocasiones debe actuarse contra la ley y la costumbre para favorecer a un amigo, y en qué casos y con qué límites.
 10.-Sobre esta cuestión, como he dicho, disienten otros mucho, principalmente Teofrasto, de manera muy cuidada, el más mesurado y sabio de los filósofos peripatéticos; y esta discusión se encuentra, si la memoria no me falla, en el libro primero de su tratado Sobre la amistad. 11.-Parece que Cicerón leyó este libro cuando a su vez también él escribió un libro con el mismo título. Y todo lo que consideró oportuno tomar de Teofrasto, puesto que su natural y su elocuencia así lo exigían, lo tomó y adaptó muy apropiada y convenientemente. 12.-Pero, como acabo de decir, trató de manera superficial y rápida ese pasaje del que se ha discutido mucho, el más difícil de todos y no expuso lo que Teofrasto escribió tras sesudas reflexiones y de manera clara; más bien al contrario, dejada de lado aquella meticulosidad y casi displicencia de la disputa, dedicó muy pocas palabras a la esencia misma del problema.
 13.-Por si alguien quiere reflexionar sobre el particular, he añadido las palabras de Cicerón: "A mi entender deben observarse estos límites; a saber, cuando las costumbres de los amigos son intachables, entonces debe haber entre ellos una completa comunión de todos lo bienes, pareceres y deseos, sin excepción alguna; es más, si sobreviene algún imprevisto por el que nos veamos impelidos a secundar los deseos menos justos de los amigos en que estén en juego su integridad o su prestigio, será preciso apartarse del camino para que no sobrevenga un gran deshonor. Y es que hay un límite hasta el que se puede llegar en consideración a la amistad". Y añade: "Cuando se trata de la vida o de la fama de un amigo, debemos apartarnos del camino recto para ayudarle en un deseo aunque sea injusto".
 14.-Pero no dice cómo debe ser ese desvío y cuál la separación para ayudarle, ni tampoco el grado de injusticia de lo que nuestro amigo quiere. 15.-Pero cuando un amigo se encuentra en peligros de esta guisa, si no me va a sobrevenir un gran deshonor, ¿qué me importa saber que debo apartarme del camino recto si no ilustra sobre qué considera él un gran deshonor y hasta qué punto es lícito apartarme del camino recto cuando así lo haga? Dice: "La indulgencia concedida a la amistad tiene un límite".
 16.-Esto es precisamente lo que nosotros debemos saber y lo que precisamente de ningún modo dicen los que podían enseñarnos, hasta qué punto puede ser uno indulgente para con la amistad. 17.-Aquel sabio Quilón, de quien acabo de hablar, se apartó del camino recto para salvar a un amigo. Pero veo hasta dónde llegó: dio un consejo falso para salvar a un amigo. 18.-Sin embargo, al final de su vida dudó si podía legalmente ser desaprobado y condenado. "Contra la patria -dijo Cicerón- y a favor de un amigo no deben tomarse las armas". 19.-Esto lo sabe todo el mundo  y antes incluso de nacer Teognis, como dice Lucilio. Pero yo pregunto y quiero saber cuándo puede hacerse algo a favor de un amigo, yendo en contra de la ley y de lo que está permitido, quedando a salvo, eso sí, la libertad y la paz; y cuándo puede uno apartarse del camino recto, como él mismo dice, qué y cuánto y en qué circunstancias, y de qué manera y hasta qué límites. 20.-El ilustre ateniense Pericles, hombre de talento sin par y revestido de todos los buenos conocimientos, en un caso especial, ciertamente, pero de manera diáfana expuso lo que pensaba. Al preguntarle un amigo por qué motivo y razón cometería perjurio, le respondió con estas palabras: "tenemos la obligación de ayudar a nuestros amigos, pero dejando de lado los dioses".
 21.-Teofrasto, por su parte, en el libro que cité diserta agudamente y con más precisión que Cicerón. 22.-Pero también él en su exposición no juzga de cada caso en particular ni con ejemplos precisos, sino que se vale de categorías genéricas y universales globalmente, más o menos de la siguiente manera: 23.-"Se puede asumir -dice- una pequeña infamia o deshonra si con ello podemos conseguir un gran favor para un  amigo. Se compensa y equilibra el leve daño del honor menoscabado con otro honor mayor y más sólido al ayudar a un amigo, y aquella mínima falta y, por así decirlo, laguna en la reputación, se repara con la protección de las ventajas logradas para el amigo. 24.-Y no debemos dejarnos conmover por las palabras porque no son comparables la honra de mi reputación y las ventajas de un amigo. Deben tenerse en consideración el peso y el valor, no la terminología ni la dignidad de las nociones. 25.-Pues cuando las ventajas de un amigo o nuestra honra radican en cosas iguales o muy parecidas, la honra ciertamente sí que importa; pero cuando las ventajas de un amigo son mucho mayores y el quebranto de nuestra honra en asuntos de poca importancia es mínimo, entonces, lo que es útil para el amigo tiene más peso que aquello que es honroso para nosotros, del mismo modo que una gran cantidad de bronce vale más que una laminilla de oro".
 He transcrito las palabras mismas de Teofrasto sobre el particular: 26.-"No es cierto que si una cosa es más valiosa que otra por su naturaleza, una parte cualquiera de la primera, comparada con cierta cantidad de la segunda, sea preferible. Pongo un ejemplo: si el oro es más valioso que el bronce, tal cantidad de oro, comparada con tal cantidad de bronce, no le ganará forzosamente, pero la cantidad y el tamaño sí importarán".
 27.-También el filósofo Favorino, con un cierto relajamiento y sin ser demasiado estricto con el peso de la justicia, definió con estos términos la complacencia de una graciosa concesión: "Lo que se llama 'gracia' entre los hombres es relajación del rigor en la necesidad".
 28.-Poco después el mismo Teofrasto disertó sobre el particular más o menos con estas palabras: "Unas consideraciones a veces venidas de fuera y otras necesidades suplementarias de las personas, las causas y el momento e incluso las circunstancias del mismo hecho, todo ello difícil de encerrar en un solo precepto, moderan, regulan y, por así decirlo, gobiernan estas cuestiones de pequeña y gran cantidad de cosas y todas las valoraciones sobre los deberes y unas veces las convierten en válidas y otras veces en nulas".
 29.-Esto y otras cosas similares dejó escrito Teofrasto con bastante cautela, escrupulosidad y cuidado, con más diligencia en el discernimiento y la discusión que radicalismo y confianza en ser categórico, porque ciertamente la variedad de los casos y circunstancias y la sutileza de las diferencias no permiten una regla rígida y perpetua que se aplique a cada caso, lo que yo había ya dicho.
 30.-Así pues, de Quilón, que dio pie a estas discusiones, son algunos consejos útiles y prudentes, pero sobre todo uno de bien conocida utilidad que encierra las dos pasiones más feroces, la del amor y la del odio, en una prudente moderación. "Debes amar -dice- con este límite, que tal vez la fortuna te haga odiar algún día; y del mismo modo, has de odiar con un límite, porque tal vez termines amando".»
 
 [El fragmento pertenece a la edición en español de Ediciones Akal, en traducción de Jesús M. Nieto Ibáñez. ISBN: 978-84-460-2824-6.]

miércoles, 30 de mayo de 2018

El lugar de la geografía.- Tim Unwin (1955)


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Capítulo VIII: El lugar de la geografía
 8.3.1.-La educación geográfica

«La mayoría de aquéllos que dicen ser geógrafos profesionales se dedica a dar clases en las distintas etapas del sistema educativo. Es, por eso, extraordinario que se preste tan poca atención a la enseñanza de la geografía en los centros superiores (pero véase Gold et al., 1991). Es a través de la tarea docente como los geógrafos ejercen su mayor influencia en la sociedad; son relativamente escasos los legos que leen las publicaciones donde se recogen los resultados de la investigación geográfica, y los medios de comunicación, por ejemplo, dedican muy poco espacio al trabajo de los geógrafos. Lo que se enseña como asignatura de geografía en los niveles elemental, medio y superior, y la forma en que se imparte esta enseñanza, son pues absolutamente fundamentales para comprender la práctica social de la disciplina.
 La Escuela de Fráncfort nació parcialmente del malestar ante la creciente intervención política del gobierno alemán en la educación superior en los años veinte. Para Grünberg y sus colegas, el papel de la enseñanza superior era desafiar el equilibrio vigente entre el poder y la asignación de recursos. Estos sentimientos presentan considerables problemas a los geógrafos de la última década del siglo XX. En los últimos años de la década de 1980, se incrementó la intervención política en todos los niveles del sistema educativo en muchos países del mundo con objeto de aumentar la cantidad de conocimientos "útiles" que debían adquirir los estudiantes. Las universidades, escuelas, departamentos e individuos están siendo objeto, cada vez más, de "inspecciones académicas", en una época en que la "utilidad" se define, sobre todo, según unos criterios destinados a sustentar las relaciones sociales, políticas y económicas actuales. Los profesores que defienden abiertamente la adopción de una postura crítica con vistas a transformar esas relaciones precisamente, están abocados al conflicto con los requisitos de la supervivencia institucional.
 En la teoría crítica de Habermas, cabe destacar tres implicaciones principales relacionadas con la práctica docente. En primer lugar, sugiere que no existe el llamado mundo objetivo de hechos estructurados en forma de ley. Puesto que la mayoría de la enseñanza impartida se ocupa de transmitir ese tipo de hechos aceptados por todos, una geografía crítica supondría un cambio sustancial de orientación en la práctica docente. Gold et al. (1991, pág. 228) han comentado, por ejemplo, que "sospechamos que para muchos profesores de geografía en los centros superiores, el problema educativo más importante es el de especificar el contenido geográfico de los cursos". Para evitar que se cometa este error, los autores recomiendan que la enseñanza se centre más en los estudiantes y en "el desarrollo de los estudiantes como geógrafos e individuos" (Gold et al., 1991, pág. 228). Con este fin, defienden un aumento en los contactos entre profesorado y estudiantes, cooperación de los estudiantes, aprendizaje activo, reacciones rápidas, atención al tema del tiempo, transmisión de grandes expectativas, respeto por la diversidad de experiencias docentes, auto-evaluación, identificación clara de los objetivos y una práctica con contenido pedagógico. Estas diez directrices para una buena práctica docente alientan, en cierta medida, la adopción de una postura crítica en la enseñanza de la geografía, pero deben reposar en el reconocimiento fundamental de la construcción social de aquello que se acepta como hechos y en la necesidad de que los estudiantes pongan en tela de juicio la verdad de los hechos que se les presentan. La enseñanza superior no debe ocuparse de inculcar hechos aceptados, sino de capacitar a los estudiantes para que desarrollen sus propios enfoques críticos ante el mundo en que viven.
 En segundo lugar, la educación crítica es una cuestión de emancipación y no de conformismo. Se trata de dar a los estudiantes una oportunidad de descubrir sus propias verdades y sus propias maneras de cambiar las condiciones sociales y económicas vigentes. Se trata de hacer de la educación una experiencia fascinante y capacitadora, más que una tarea penosa que debe realizarse de acuerdo con unos principios formulados desde el exterior. La enseñanza crítica de la geografía tiene que superar el tedio que sienten muchos estudiantes ante las imposiciones en forma de clases, bibliografías, trabajos escritos y prácticos. Debe encontrarse el modo de que el aprendizaje se convierta en un deseo global de adquirir conocimientos emancipadores. Mediante la deshumanización de la experiencia educativa y su institucionalización como adquisición de verdades aceptadas, la mayoría de las sociedades ha tratado de sofocar este deseo.
 En tercer lugar, tras haber propugnado una enseñanza crítica y emancipadora, es posible volver al tema del contenido. La existencia de programaciones oficiales parece proporcionar directrices rígidas para el contenido de los cursos de geografía. Sin embargo, estas programaciones pueden interpretarse de muy diversas formas. Así, por ejemplo, al referirse a la introducción del Plan Nacional de Estudios en Geografía, Edwards (1991, pág. 1) ha sugerido que "es una base, no un límite"; Morgan (1991, pág. 2) ha comentado al respecto que "ofrece una base para la práctica correcta, pero no le insufla vida"; y Rawling (1991, pág. 2) sostiene que "corresponde a cada profesor y escuela moldear y adaptar la ley sobre geografía desde la perspectiva de la buena práctica de la educación geográfica". Las programaciones pueden interpretarse, por consiguiente, de muy diversas formas. No obstante, tal como se ha ilustrado en los capítulos anteriores, la geografía tiene la capacidad de ofrecer a personas de todas las edades la oportunidad de reflexionar sobre algunas de las cuestiones más importantes de la sociedad contemporánea, como el deterioro ambiental, el cambio climático, el desigual acceso a  los recursos, el hambre y la pobreza. Aunque la geografía siempre haya sido una disciplina muy vasta, tiene la responsabilidad exclusiva de ofrecer, en los niveles elemental y medio de enseñanza, una interpretación crítica de la ocupación humana de la Tierra y de las diferencias entre los lugares.»
 
  [El fragmento pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, en traducción de Jerónima García Bonafé. ISBN: 84-376-1383-3.]
 

martes, 29 de mayo de 2018

Cumandá o un drama entre salvajes.- Juan León Mera (1832-1894)


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VI. Años antes

«En ese mismo día aconteció el alzamiento de los indios de Guamote y Columbe, que se despeñaron en sangrientas atrocidades, conservadas hasta hoy con espanto en la memoria de nuestros pueblos.
 Ya muy avanzada la tarde, llegó a Riobamba la noticia del suceso. Orozco que penetró al punto el peligro de su familia, montó a caballo y voló a su hacienda. La noche le sorprendió en medio camino. Un mozo que venía del lugar de la sublevación le dice que varias casas de campo se hallan ardiendo incendiadas por los indios, quienes además no han dejado un blanco con vida. Don José Domingo despedaza los ijares del caballo, que hace los postreros esfuerzos, pero que al empezar una cuesta cae muerto de fatiga. No importa: el temor de llegar tarde, el deseo de volar, la ansiedad, le prestan alas y corona la subida. Observa que se elevan al cielo, de distintas partes, espesas columnas de humo entre las que relumbran millares de chispas. Avanza un poco más; pónese al principio del declivio de una loma... ¡Qué horrible espectáculo! Todas las casas de la llanura inferior están envueltas en llamas. ¿Y la suya? ¡Dios santos! ¿Y la suya? ¡Allí está y arde también! Al ruido que hace el incendio se mezclan los feroces alaridos de los sublevados y el ronco y pavoroso son del caracol que ha servido para convocarlos y que ahora los anima a la venganza y al exterminio. Orozco, sin embargo, no teme la muerte que pueden darle los indios y echa a correr; salva cercados, salta zanjas, atraviesa sementeras y está en el linde de su hacienda, y al cabo, delante de la casa que acaba de ser consumida por las llamas. ¡Qué abandono! ¡Qué silencio! Sólo se ven las últimas lenguas de fuego que se desprenden de entre las paredes ennegrecidas y las brasas que las rodean. ¿Dónde está la gente de la hacienda? ¿Dónde los indios enemigos? D. José Domingo grita desesperado; da vueltas en torno de la hoguera, llama a su esposa, a sus hijos, a sus criados y nadie le responde. ¡Todos han huido o han muerto!...
 Entretanto, los sublevados contemplan desde una altura la obra de su saña infernal y repiten los gritos de salvaje alegría, las carcajadas y los juramentos contra la raza blanca que desearían barrer del suelo que fue de sus mayores. Orozco repite, asimismo, sus voces angustiosas:
 -¡Carmen! ¡Carmen! ¡Hijos! ¡Hijos míos!
 Y de este modo, clamando, torna a correr aquí y acullá sin saber qué hacer ni aun qué pensar. Ocúrresele un pensamiento, el de ir en pos de los indios, pues quizá tienen presa a su familia: ¿por qué han de haber matado a su Carmen, a su virtuosa Carmen, ni menos a sus inocentes hijos? Va a poner por obra su idea; da algunos pasos... Mas asoma al cabo una criada, temblando de pies a cabeza; está lela y muda: es la personificación del espanto.
 [...] A la aurora siguiente ya no es difícil apartar los escombros y las cenizas. De entre ellos sacan un tronco humano negro y deforme, medio envuelto en retazos de tela que el fuego no había quemado del todo. ¡Ese desfigurado cadáver fue la virtuosa y bella Carmen! Orozco se echa desesperado sobre él, le ajusta a su corazón y queda sin sentido. El paroxismo que le dura largo tiempo le evita mirar la conclusión de la escena en que se van desenterrando, de entre la ceniza y los carbones, humeantes todavía, los restos de los infelices niños. Casi los ha consumido el fuego; no se puede distinguir a ninguno. Julia, como la más tierna, ha sido devorada sin duda completamente por las llamas y no ha quedado reliquia ninguna de su cuerpecito...
 Con frecuencia hacían los indios estos levantamientos contra los de la raza conquistadora y, frecuentemente, asimismo, la culpa estaba de parte de los segundos, por lo inhumano de su proceder con los primeros. En 1790 la cobranza del diezmo de las hortalizas, antes no acostumbrada y por primera vez entonces dispuesta por el Gobierno, fue el pretexto que los indios de Guamote y Columbe tomaron para derramar el odio y venganza que no cabían en sus pechos y acabar con cuantos españoles pudiesen haber a las manos.
 D. José Domino Orozco, cierto, no era mal hombre; pero, no obstante, hacía cosas propias de muy malo. Esto parecerá inconcebible a quien no ha penetrado alguna vez en el corazón humano para admirarse de cuántas anomalías y absurdos es capaz. Arraigada profundamente, en europeos y criollos, la costumbre de tratar a los aborígenes como a gente destinada a la humillación, la esclavitud y los tormentos, los colonos de más buenas entrañas no creían faltar a los deberes de la caridad y de la civilización con oprimirlos y martirizarlos. ¡Ah, y cuanto más duros e incurables son los males que proceden de un bueno engañado que los provenientes del perverso! Orozco, el buen Orozco, no estaba libre de la tacha de cruel tirano de los indios. Notábanse en él dos hombres de todo en todo opuestos: el excelente esposo y tierno padre, el honrado ciudadano y cumplido caballero y hasta el piadoso católico, por una parte, y por otra el inhumano y casi feroz heredero de los instintos de Carvajal y Ampudia, figuras semidiabólicas en la historia de la conquista. Caracteres de esta laya eran comunes en la época de la colonia y aun en días de vivos no escasean: el hombre bueno formado por los principios cristianos y por la tradición de la nobleza española, se halla contrariado y casi ofuscado por completo por el hombre malo, obra de las injustas ideas de la conquista, de sus crueldades y del hábito que se estableció entre los sojuzgadores de andar siempre vibrando el látigo sobre los vencidos, cargándoles de cadenas, arrebatándoles con la libertad los bienes de fortuna, y hollando y aniquilando cuanto en ellos quedaba de honor, virtud y hasta de afectos racionales. Si las razas blanca y mestiza han obtenido inmensos beneficios de la independencia, no así la indígena: para las primeras el sol de la libertad va ascendiendo al cenit, aunque frecuentemente oscurecido por negras nubes; para la última comienza apenas a rayar la aurora.
 La venganza de los indios no podía, pues, dejar desadvertido a D. José Domingo en el memorado levantamiento; y como ella venda siempre los ojos de quienes la invocan, la atroz conspiración envolvió a los inocentes con los culpados y los hirió con la misma cuchilla: Carmen y sus hijos fueron, por tanto, sacrificados en las aras que debieron empaparse en la sangre de Orozco.
 Muchos indios jornaleros de la hacienda de éste tomaron parte activa en el alzamiento, y entre todos se distinguió el joven Tubón, a quien movían las recientes desgracias y fieros ultrajes que sufriera de parte de su amo. Una corta falta del viejo padre de aquél fue castigada con numerosos azotes y muchos días de cepo; el hijo salió en su defensa, y tan buena acción le atrajo una pena no menos fuerte; la anciana madre lloró por el hijo y por el esposo y la recompensa de sus lágrimas fue abrirle las espaldas con el rebenque. Los tres, juntamente, quisieron dejar el servicio de amo tan cruel e injusto y acudieron a la justicia civil, ante la cual se sinceró D. José Domino, y apareció impecable como un ángel. No así los indios, que habían cometido el grave delito de quejarse contra el amo, el cual, para castigarlos, vendió a un obrajero la deuda que, por salarios adelantados, habían contraído los Tubones. Quien en aquellos tiempos nombraba una hacienda de obraje nombraba el infierno de los indios; y en ese infierno fueron arrojados el viejo Tubón, su esposa e hijo. La pobre mujer sucumbió muy pronto a las fatigas de un trabajo a que no estaba acostumbrada y al espantoso maltrato de los capataces. El látigo, el perpetuo encierro y el hambre acabaron poco después con el anciano: un día le hallaron muerto con la cardadera en la mano. El hijo, que pudo resistir a beneficio de la corta edad, salió de su prisión a los muchos años por convenio celebrado entre su antiguo amo y el dueño del obraje, y cargado, además de su primera deuda, con la del padre difunto; pero repleto también de odio mortal contra el blanco autor de sus infortunios y ansioso de vengarse.»
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 1998. ISBN: 84-376-1627-1.]

lunes, 28 de mayo de 2018

Los complejos y el inconsciente.- Carl Gustav Jung (1875-1961)


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Libro primero. Exposición
2.-Reconquista de la conciencia

«En el dominio psicológico siempre he sentido una extremada dificultad en comunicar a mi auditorio cosas asequibles al gran público. Ya tropezaba con esta dificultad cuando, siendo un joven médico, me encontraba en el asilo de alienados. En efecto, todo psiquiatra descubre, con asombro, que su opinión sobre la salud mental y sus trastornos no es tenida por competente y que la gente común pretende saber mucho más que él sobre esta materia. El enfermo, le dicen, todavía no se sube por las paredes, sabe dónde se encuentra, reconoce a sus parientes, ni siquiera ha olvidado su nombre; no está, pues, seriamente afectado, sino sólo un poco triste o un poco exaltado, y la idea del psiquiatra de que su enfermo padece tal o cual enfermedad no es más que un profundo error.
 Esta frecuente constatación se ha extendido ya al dominio psicológico. Aquí las cosas son todavía mucho peor, pues todo el mundo pretende con gran seguridad que la psicología es precisamente lo que él conoce mejor. "Psicología" es siempre, para el que acaba de llegar, su psicología (que él es el único en conocer), cualquiera que sea la psicología a secas existente. Por instinto, todo hombre supone que su constitución psíquica, por personal que sea, pertenece a la "condición humana" y que cada uno, dentro del conjunto, es semejante a los demás, es decir, a él mismo. El hombre espera esta semejanza de su mujer; la mujer, del hombre; los padres, de los hijos; los hijos, de los padres, etc. Es como si cada uno mantuviera con su mundo interior las relaciones más inmediatas, íntimas y pertinentes, y como si el alma personal representara al alma de toda la humanidad, de suerte que no hubiera obstáculo en conferir, por generalización, un valor universal a lo que se encuentra en sí mismo. El sujeto es presa de un asombro sin límites, se siente entristecido, asustado e incluso exasperado cada vez que esta regla no se confirma manifiestamente, es decir, cada vez que descubre que otro ser es realmente otro. Las diversidades psíquicas no despiertan por lo general el interés que se concede a simples curiosidades más o menos atractivas; se las siente más bien como penosas y casi insoportables o incluso como intolerables, falsas y condenables. Un comportamiento que difiere de una manera manifiesta de la norma general y admitida produce el efecto de una perturbación introducida en el orden del mundo, es como un error que debe ser reparado lo antes posible, como una falta que es un deber denunciar y reprimir. Hay, incluso, como es sabido, importantes tareas psicológicas cuyo principio supone la similitud en todo lugar y en todo tiempo del alma; hay motivos, pues, para explicarla -cualesquiera que sean las circunstancias- desde un solo punto de vista. La monotonía aplastante, postulada por semejantes teorías, está contradicha por la diversidad individual, que en el dominio psíquico llega a lo infinito. No obstante, prescindiendo de estas variaciones individuales, una de las teorías a las que aludo explica principalmente la fenomenología psíquica por la biología del instinto sexual (Freud), mientras que otra (Adler) se basa en la no menos conocida voluntad de poder. Esta contradicción conduce a ambas teorías a encerrarse en su principio inicial y a pretender que fuera de ella no hay salvación. Cada una de ellas niega el fundamento de la otra, y uno se pregunta en vano, a primera vista, cuál de las dos es la verdadera. Por mucho que los sostenedores de los dos partidos se esfuercen recíprocamente por ignorarse, su actitud no basta para eliminar la contradicción. La clave del enigma es, sin embargo, de una simplicidad desconcertante: cada una de estas dos teorías tiene razón en su sentido, al describir una psicología conforme a la de sus partidarios. Es, libremente ilustrada, la célebre frase del Fausto: "Te pareces al espíritu que concibes".
 Pero volvamos a ese prejuicio, por así decirlo, inexpugnable del sentido común, de que todo en los demás es igual que en uno mismo. Aunque, en general, se concede sin dificultad la diversidad de las almas humanas, no por ello se olvida perpetuamente en la práctica que "el otro" es, en realidad, otro ser, cuyos sentimientos, pensamientos, percepciones y deseos son diferentes de los nuestros. Hay incluso teorías científicas, como hemos visto, que llegan hasta suponer que a todos nos aprieta el zapato en el mismo sitio. Junto a estas querellas intestinas entre concepciones psicológicas (divertidas, en último término), hay numerosos postulados de igualdad, plenos de consecuencias sociales y políticas que olvidan, con gran ligereza, la existencia de las almas individuales.
 En lugar de irritarme en vano ante semejante estrechez de puntos de vista, me he extrañado de su existencia y me he dedicado a buscar los motivos a los que se puede achacar. Esta manera de considerar el problema me ha conducido a estudiar la psicología de los pueblos primitivos. En efecto, desde hacía mucho tiempo me sorprendió ver que lo que inclina las más de las veces al hombre hacia el prejuicio de igualdad de estructura psicológica y de identidad es, en parte, cierta ingenuidad. En la humanidad primitiva este prejuicio se extiende, en efecto, no sólo a todos los hombres, son también a las cosas de la naturaleza, a los animales, a las plantas, a los ríos, a las montañas, etc. Todo posee algo de psicología humana, hasta los árboles y las piedras, que están dotados de palabra. Y al igual que entre los humanos hay algunos que se apartan manifiestamente de la norma común y que pasarán por ser magos, hechiceros, jefes de clanes o medicine-men, así también entre los animales habrá coyotes-médicos, pájaros-médicos, lobos-hechiceros, etc. títulos honoríficos que sólo se confieren a un animal si se comporta de forma inusitada, contraviniendo el prejuicio tácito de la igualdad. Este prejuicio es manifiestamente una supervivencia poderosa de un estado de espíritu primitivo que se basa, en el fondo, en una diferenciación insuficiente de la conciencia individual. La conciencia individual o conciencia del yo es una conquista tardía de la evolución. Su forma original es una simple conciencia de grupo, todavía tan rudimentaria en ciertas tribus contemporáneas que ni siquiera se dan un nombre propio que las distinga de las poblaciones vecinas. Así he encontrado en África oriental una pequeña tribu que se llamaba a sí misma "la gente que está aquí". Esta primitiva conciencia del grupo se perpetúa en la conciencia familiar moderna; es frecuente encontrar familias en las que sería difícil caracterizar a sus miembros de otra forma que mediante su apellido, lo que, por otra parte, no parece afectar mucho a los interesados.»
 
[El extracto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, en traducción de Jesús López Pacheco. ISBN: 84-206-3935-4.]

domingo, 27 de mayo de 2018

¿No oyes el canto de la paloma?.- Avelino Hernández (1944-2003)


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Una taberna

«Todo el día pedaleamos.
 Y al final de la jornada advertimos que andaban ya a acostarse las últimas torcaces de la arboleda; se habían descolgado hasta el crepúsculo murciélagos torpes; y empezaba a crujir el canto de los alacranes en la noche que se anunciaba, cuando dimos vista al caserío de Mahide.
 Paramos en la fuente; estábamos cansados; íbamos a beber. Pero nos llegó a tiempo el consejo de un anciano sentado al sereno bajo el emparrado de la puerta de la casa.
 -Algo mejor tendrán en la cantina; digo yo...
 Le sobraba razón y le obedecimos.
 La cantina es oscura. La cantina es pequeña. La cantina es vieja. La cantina es oscura, pequeña y vieja.
 Hay una bombilla pobre que da para que los recién entrados vislumbren un mostrador de tablas y vasares de madera. Está vacío. Un tronco antiguo apenas desbastado circunda las paredes y están sentados en él algunos hombres. Beben cerveza y vino.
 Hay, colgado en el techo de tablas, algo de todo: escobas, calderos, hoces, bacaladas, alpargatas de esparto, cántaros de Moveros, cacharros de Jamuz, botijos de Portillo, embutidos, guadañas, azuelas, cuerdas, ristras de pimientos, velas, ajos...
 Y hay alguien que está hablando cuando entramos, pero que se calla.
 Los viajeros han saludado. Han preguntado si se pueden sentar en la mesa.
 -¡Qué hacer!
 Han pedido si tienen vino;  si tienen pan; si tienen chorizo, jamón, queso y unas latas.
 -Ama, ¡sácales algo a estos señores!
 La cantinera es amable y no es vieja, pero tiene la cara trabajada; de la vida, y posiblemente, de alguna enfermedad. Ha puesto platos de loza limpísimos y servilletas impecables. Y nos ha deseado que aproveche.
 -Ese jamón es canela -oímos que comenta un parroquiano rompiendo la expectación y el silencio cuando hemos empezado nosotros a romper el hambre y hemos ofrecido si gustan a los presentes.
 -Ese jamón antes no se comía más que el día que se abrazan los curas -prosigue el informante. (Es decir, el día 8 de septiembre en Mahíde, el primer domingo de octubre en Pobladura y el segundo en La Torre, que era cuando se juntaban los tres pueblos en procesión y se abrazaban los clérigos al encontrarse las comitivas que encabezaban).
 Los viajeros han requerido mayor información sobre dicha costumbre. Han preguntado por otras. Han explicado el cómo y el porqué de su venir allí. Han oído algo que si se dice de la historia del pueblo. Han querido saber que cuántos quedan; que qué tal este año la cosecha. Han ido saludando a algún vecino más que ha entrado. Han contestado a preguntas sobre sus quehaceres respectivos en las tierras de procedencia. Han respondido que no, que no conocen al hijo del Julián que está de maestro en Zamora. Y han dado cuenta a satisfacción de todo lo servido y de unas lonchas más de jamón y de queso que les ha repuesto el ama mientras hablaban.
 Han pedido más vino y cacahuetes, ahora para todos. Y están oyendo que continúa diciéndoles:
 -Pues yo tengo ochenta y dos años. Y aunque no se lo vayan a creer, tengo que decirles que soy nieto de un señor cura.
 -¡Que san Genaro el de León le conserve el humor, abuelo!
 -Ya pueden creerle ustedes, que no les miente, no -tercia el tabernero.
 -Cuando estábamos en el frente -continúa el autobiografiado- allá por la parte de Gandesa, de noche los rojos nos gritaban con un altoparlante: ¡facciosos, hijos de cura!
 Así que una noche ya cogí yo y salté: ¡pues es verdad! ¿Y qué pasa? No hijo, nieto  es lo que soy yo  de un señor cura.
 Porque es el caso que mi reverendo abuelo tenía, como entonces solía ser, ama y mandadera. El ama para el servicio en general dentro de la casa y la mandadera para los recados y avisos mayormente.
 La picó la rana al ama, como suele decirse. Y lo cual que, como nunca salía de casa, nadie lo supo.
 Cuando le parió un curilla, el señor presbítero -¡a las claras, vaya, mi abuelo!- lo dispuso todo y una noche, en la mula de andar a parroquias, salió a llevar madre y criatura al Hospital de Echadizos en Benavente.
 Allí lo inscribió así en el libro de registro, tal como de mozo lo vide yo: "Frutos de las Delicias". Mi padre. Yo soy Raimundo de las Delicias Fernández.
 -¡Vaya pájaro!
 -¿Quién, yo? ¡De las derechas, siempre!
 -Que no, Raimundo, tranquilo; que lo dicen por el cura -promedió un convecino.
 Pero ya no estuvo tranquilo más Raimundo. No volvió a hablar. Y al poco rato, mientras la charla proseguía, se levantó, se ajustó la boina, cogió la cachava y salió, diciendo secamente buenas noches.
 Hemos de confesar, llegados a este punto, que aquello nos contrarió sinceramente. Le habíamos asignado al señor Raimundo su papel en la narración que seguirá. Pero, como es bien sabido, los personajes que crea, a veces, se le van de la mano al creador. Posiblemente no deberíamos haber introducido nunca en este relato la frase que fue interpretada como una alusión y que removió sin duda los recuerdos, los demonios y los temores viejos en el alma del abuelo que habíamos inventado. Pero, una vez escrita, ya fue incontrolable su reacción. Así pues, habremos de continuar ahora la escena que iniciamos poniendo las informaciones, los comentarios, los dichos y los hechos da igual en qué labios de un colectivo anónimo.
 -La guerra, a lo que se ve, debió de ser muy dura por aquí.
 -Sí, hubo lo suyo, sí. A los hombres se los llevaron al frente; eso fue cosa del cura de Valdeurces. Otros se echaron a la raya, como El Tremendo.
 -El cura fue caporal de la Falange por esta parte. Llevaba la recluta, mayormente y el paso de munición desde Portugal. Iba con mulas por las truchas que tienen los del contrabando. Siempre llevaba dos pistolas cargadas debajo de la sotana y hasta cuando celebraba las dejaba a mano encima del altar. Una vez echó a tiros del pueblo al señor obispo porque vino a decirle que no veía bien que le hicieran comandante en Salamanca.
 -¿Y El Tremendo?
 -El Tremendo era distinto. El Tremendo era una buena persona. Le decían así porque, por el sueldo de un día, cuando lo del ferrocarril, removía de los terraplenes las piedras que no podían arrastrar las parejas de bueyes.
 -Levantaba de tierra dos sacos de 100 kilos, uno con cada brazo, por apuesta para comer. Eso lo vi yo de chico en el mercado de Nuez.
 -Dijeron que se metió a la raya porque...
 -La raya se refiere a Portugal, ¿no?
 -Sí, en el monte frontero de allí enfrente del pueblo... Porque no sé si dicen que mató a tiros a alguna mujer que no le quería; y le andaba buscando la justicia. Pero él ni mataba ni hacía mal a nadie, sólo para comer y muchas barrabasadas que les hacía a los guardias del contrabando. Al final se le juntaron otros y se oyó decir que si le había entregado por dinero alguno de los suyos cuando estaba durmiendo, igual que cuentan del caudillo aquel pastor de por aquí cuando vinieron los romanos. Y es que ya se sabe que el que tiene un amigo tiene una moneda falsa. El secreto es uno.
 -De todas maneras, ¡qué malas son las guerras! ¡Tenían que acabar con todas y no dejar ni una en la humanidad, mecagüen el último tornillo que sostiene en su sitio al firmamento! -sentenció alguien desde el fondo de la penumbra.
 Cuando dejamos la cantina era ya noche cerrada. Llegaba hasta nosotros desde el silencio el cantar de la fuente cayendo en el pilón. Y más distante, el murmullo alborotado de las ranas  en el río. Cantaba el autillo en la olmeda y se oía que daban las horas en el reloj de la torre de algún pueblo en torno.»
 
  [El extracto pertenece a la edición en español de Prames, 1999. ISBN: 84-95116-13-8.]
 

sábado, 26 de mayo de 2018

El peso de las sombras.- Ángeles Caso (1959)


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VII

«Y entonces llegaron  el fuego y la muerte. Enloquecieron los hombres y saltó por los aires el jinete sobre el caballo rojo, teñida de sangre la espada, manaron sangre los ríos, se empapó de sangre la tierra, el mar sólo fue una mancha de sangre viscosa y maloliente y lloró sangre la luna y el cielo se hizo negro y rojo de espanto y de sangre... Entonces llegó la Guerra.
 Durante años se había hablado de ella. En los salones, los hombres hacían corrillos cuchicheando de cosas graves -amenazas y pruebas, abusos y debilidades-, y pronunciando con énfasis palabras grandes: Patria, Revancha, Comercio, Intereses, Tratados, Ententes... Las damas, entretanto, se estremecían de excitación, imaginando peligros inciertos, que ellas afrontarían con valentía, soledades que se convertirían en rápidas e inolvidables aventuras, perpetuos desfiles de hombres victoriosos, que regresarían a casa embellecidos por el riesgo y la dureza, ansiosos de placer y disfrute, y a los que ellas recibirían como a héroes, deslumbradas, rendidas a sus pies, dispuestas a todas las ternuras y los excesos...
 Aquel 28 de junio de 1914, cuando se supo que el heredero del Imperio de Austria-Hungría había muerto en Sarajevo, a manos de terroristas serbios, muchos se lanzaron a las calles, presintiendo que ésa sería la mecha definitiva que encendería el inmenso fuego y clamaban a gritos el fin de Alemania y de su cómplice austríaco, enredando las manos en tripas imaginarias de futuros enemigos, que morderían el polvo de Europa y se arrastrarían pidiendo clemencia ante Francia, Gran Bretaña y Rusia, liberadoras de yugos de déspotas, de invasores de tierras forasteras, de metomentodos en asuntos ajenos...
 En París avanzaba el calor, y nadie parecía decidirse a iniciar las vacaciones. Incluso los que ya habían partido regresaron de pronto de las costas, ansiosos de noticias y sucesos. Los corros de los salones se hicieron más densos y en ellos se susurraba ahora, para luego alzar las voces de pronto, en súbitos arrebatos de furor, y volver a murmurar secretos de estado, movimientos estratégicos de los ejércitos, precavidas o arriesgadas operaciones financieras... Entre las señoras cundió la palidez, y hasta pareció que se hubiesen puesto de acuerdo para adelantarse a la imprescindible sobriedad de los tiempos venideros, simplificando las ropas, menos brillantes y adornadas, y los sombreros, que menguaron de pronto de tamaño, y el ornato de las joyas, que desaparecieron en cajas fuertes y oscuros e inalcanzables refugios, en previsión de saqueos y atrocidades.
 A mediados de julio, cuando la guerra parecía ya inevitable, Mariana recibió una nota de su marido -a punto de partir hacia algún lugar de la frontera con Alemania-, invitándola a encontrarse en las Acacias, para despedirse. Hacía tiempo que no se veían a solas y aquel encuentro le producía tal inquietud, que pensó pedirle a Felicia que la acompañase. Pero después empezó a pensar que un hombre que desea decir adiós a su esposa, antes de marchar a una guerra segura, donde quizá le espera la muerte, ansía tal vez dar prueba del cariño que nunca mostró, pedir perdón por las humillaciones del pasado, admitir los errores, planear un futuro para el regreso, juntos y queriéndose... Se sintió nerviosa y llena de esperanza, como una jovencita que acude al encuentro donde tal vez le sea prometido amor eterno, perenne matrimonio, y trató de estar hermosa para él, de arreglarse con el cuidado de otro tiempo: se puso uno de los vestidos que Marcel habría elegido en el pasado, cuando decidía y opinaba sobre cada uno de sus gestos, ropa sobria y cerrada. -"Me repugnan esas mujeres que creen exhibir como bellezas lo que no es más que necesidad, órganos imprescindibles para su función maternal", solía decir, mostrando su desprecio por los escotes-, y se hizo un moño bajo y tirante, pues así le gustaba a él que se recogiera el cabello. Y se fue a las Acacias a media tarde, sola, temblándole las piernas como a un cervatillo recién nacido... Pero Marcel se limitó a saludarla sin sonrisas, sin hacer ningún comentario sobre su aspecto:
 -¿Qué tal estás?
 -Muy bien, gracias. ¿Y tú?
 -Bien, bien...
 El aire de la guerra parecía favorecer a su marido. A pesar de la gravedad del rostro, se le había puesto en la mirada un brillo de excitación y Mariana lo vio más joven, como aureolado por la perspectiva de las futuras batallas, del sonido cercano de los fusiles y las bombas, de la lucha de los pies contra el barro y las rocas, del sudor de los caballos y los hombres, y los gritos de fuerza y victoria, y los aullidos del enemigo, y las columnas de humo, y el ondear de las banderas en el territorio conquistado, sobre los muertos ajenos, de todo aquel heroísmo y esfuerzo y honor con el que había soñado durante años, mientras hablaba de recuperar las tierras robadas por el zorro en la última guerra, tan lejana que ya nadie recordaba el dolor y los muertos, sólo la humillación de la derrota, la imagen del rey prusiano convirtiéndose en emperador de los alemanes allí, en su propio país abatido, el gesto de triunfo con el que había establecido las fronteras que ahora estallarían en mil pedazos, borrando de la superficie de la tierra aquel gran poder impío y ladrón.
 -Dentro de algunas semanas estaremos en guerra. Es seguro. Sólo esperamos el movimiento de Austria para lanzarnos contra ellos y despedazarlos.
 La voz sonaba como un clarín victorioso, como un redoble enérgico de tambor y la boca se estiraba hacia un lado, en aquel amago de sonrisa que tanto le había gustado siempre a Mariana, quien no supo si su grito fue de deseo o de angustia.
 -¡Dios mío...! ¡Qué terrible...!
 Marcel seguía hablando, excitado, condecorado ya en su imaginación con cien medallas que llevaría sobre el pecho igual que cien soles que iluminando la patria, perdida sin él.
 -Será una guerra corta. Sólo unas semanas, quizá algunos meses y habremos aplastado al dragón. La próxima Navidad va a ser inolvidable en la historia de Francia...
 Y siguió hablando de batallas, estrategias, armamentos, aliados, políticas, frentes... Mariana se sentía empequeñecer, notaba cómo se le encogía el estómago y se le apretaba algo en el cráneo, la vieja diadema de hierro retorciendo sus huesos. ¿Era de eso de lo que quería hablarle, de la guerra, del triunfo...? Creyó que no iba a ser capaz de soportar el dolor de cabeza. Las ojeras azules se le oscurecieron. ni una palabra sobre ellos, ni un gesto de afecto, ni una leve muestra de arrepentimiento... Una vez más, había esperado en vano.
 Marcel miró de pronto el reloj.
 -Debo irme. Me esperan en el Ministerio.»
 
 
 [El fragmento pertenece a la edición en español de Editorial Planeta. ISBN: 84-08-03550-9.]
 
 

viernes, 25 de mayo de 2018

Relecciones sobre los indios y el derecho de guerra.- Francisco de Vitoria (1492-1546)


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Cuarta parte
Relección segunda de los indios o del derecho de guerra de los españoles en los bárbaros 

«Dado que la posesión y ocupación de las provincias de aquellos bárbaros que llamamos indios parece poderse defender fundamentalmente con el derecho de la guerra, me ha parecido conveniente -después de haber tratado en la relección primera de los títulos que los españoles pueden alegar sobre aquellas provincias- agregar una breve discusión acerca de este derecho, a fin de complementar la relección anterior.
 Mas, urgidos por la premura del tiempo, no podríamos tratar aquí de todas las cosas que en relación a esta materia podrían discutirse; no he podido dejar correr la pluma cuanto la amplitud y dignidad del asunto requerirían, sino cuanto lo permite la brevedad del tiempo de que disponemos. Por lo cual únicamente consignaré las proposiciones principales de esta materia, indicando en forma muy breve sus pruebas y absteniéndome de resolver las muchas dudas que en esta discusión pueden presentarse.
 Trataré, pues, cuatro cuestiones principales. Primero: Si en absoluto es lícito a los cristianos hacer la guerra. Segundo: En quién reside la autoridad para declarar y hacer la guerra. Tercero: Cuáles pueden y deben ser las causas de una guerra justa. Y cuarto: Qué cosas pueden hacerse contra los enemigos en una guerra justa.
 Un argumento.- En cuanto a lo primero, pudiera parecer que las guerras están completamente prohibidas a los cristianos, ya que éstos tienen vedado defenderse, según dice San Pablo, en el pasaje que reza: No os defendáis, carísimos, sino dad lugar a la ira (Ep. a los Romanos, 12). También según lo que dice el Señor en el Evangelio: Si alguno te hiriere en la mejilla derecha, preséntale también la izquierda, porque yo os mando no resistir al mal (San Mateo, 5). Y en otro lugar de San Mateo (26, 52): Todo el que tomare la espada, por la espada perecerá. Y se advierte que no basta responder que todas estas cosas no son de precepto, sino de consejo, porque sería ya un inconveniente bien grande que todas las guerras emprendidas por los cristianos fueran hechas contra el consejo del Señor.
 Pero en contra de este argumento está la opinión de todos los doctores y el uso constante de la Iglesia.
 Doctrina de Lutero.-Para mayor explicación de esta cuestión es de señalar que si bien entre los católicos hay suficiente conformidad acerca de ella, Lutero, que no dejó nada sin contaminar, niega que los cristianos puedan lícitamente empuñar las armas contra los turcos, fundándose en los pasajes de la Escritura anteriormente citados y en que si los turcos invaden la cristiandad es porque ésa es la voluntad de Dios, a la cual no es lícito resistir. Pero en esto no pudo, como lo consiguió con otros dogmas suyos, imponer su autoridad a los alemanes, que son hombres nacidos para las armas. Tertuliano mismo parece que no rechaza esta opinión, ya que en su libro De Corona militis, discute si es plenamente licita la milicia a los cristianos, inclinándose en cierto modo a la opinión que sostiene que les está prohibida y recordando que ni siquiera el pleitear les es lícito.
 l.-Pero, dejando de lado ajenas opiniones, yo respondo a la cuestión con esta sola conclusión : Es lícito a los cristianos militar y hacer la guerra.
 Esta conclusión es de San Agustín, quien la sostiene en muchos lugares; entre ellos Contra Faustum, libro LXXXIII de las Quoestiones, en el De verbis Domini, en el libro II Contra Manichaeum, en el sermón sobre el hijo del Centurión y en la Epístola ad Bonifacium, donde la trata por extenso.
 Se prueba esta conclusión, de la manera que lo hace San Agustín, con las palabras de San Juan Bautista a los soldados: No hagáis extorsiones a nadie ni le hagáis injuria (San Lucas, 3, 14). De donde .se deduce, dice San Agustín, que si la religión cristiana proscribiera totalmente las guerras, se les hubiera aconsejado en el Evangelio, a los que pedían consejo para su salvación, que abandonasen las armas y se abstuviesen por completo de la milicia. Sin embargo, no se les dice esto, sino: No maltratéis a nadie y contentaos con vuestras pagas.
 En segundo lugar, se prueba por las razones que da Santo Tomás (Secunda Secundae, cuestión 40, art. 1º): Es lícito tomar la espada y usar las armas contra los malhechores del país y los ciudadanos sediciosos, según aquello de San Pablo: No en vano ciñe el príncipe la espada, porque es ministro de Dios y vengador encargado de castigar a todo el que obra mal (Ep. a los Romanos, 13). Por consiguiente,  también es lícito usar de la espada y de las armas contra los enemigos exteriores. Por esto se ha dicho a los príncipes en el Salmo: Arrancad al pobre y liberad al desvalido de las manos del pecador.
 Tercero: La guerra fue lícita en la ley natural, como consta en Abraham que peleó contra cuatro reyes (Génesis, 14). Y lo mismo en la ley escrita, en la cual tenemos el ejemplo de David y los Macabeos. Por otra parte, la ley evangélica no prohíbe nada que sea lícito por ley natural, como elegantemente enseña Santo Tomás en la Prima Secundae, cuestión 107, art. último; por lo cual es llamada ley de libertad (Santiago, 1ª y 2ª). Luego, lo que era lícito en las leyes natural y escrita, no deja de serlo en la ley evangélica.
 Y esto que no puede ponerse en duda, tratándose de la guerra defensiva, puesto que es lícito repeler la fuerza con la fuerza (Digesto, De justitia et jure, Ley Vim vi), se prueba en cuarto lugar con respecto a la guerra ofensiva, en la cual no sólo se defienden o se reclaman las cosas, sino que además se pide satisfacción de una injuria recibida. Esto se demuestra con la autorizada opinión de San Agustín (83 Quaestionum), y también por lo que se dice en el canon Dominus (Decreto, 2, 23, 2): Las guerras justas suelen definirse diciendo que son aquellas que se hacen para vengar las injurias, cuando hay que luchar contra un pueblo o ciudad que omitió el castigar lo que injustamente hicieron sus súbditos o el devolver lo que se quitó injustamente.
 Y se prueba, además, en quinto lugar, respecto a la guerra ofensiva, considerando que no se podría hacer cumplidamente la guerra defensiva si no se pudiera realizar la vindicta  en los enemigos que hicieron la injuria o intentaron hacerla; pues, de lo contrario, tales enemigos se harían más audaces para repetir sus invasiones, ya que el miedo del castigo no les retraería de repetir la injuria.
 Se prueba en sexto lugar, considerando que el fin de la guerra es la paz y la seguridad de la república, como dice San Agustín en el libro De verbis Domini y en la Epístola ad Bonifacium, y no podría haber esta seguridad si, con el temor de la guerra, no se contuviera a los enemigos de realizar injurias. Además sería completamente inicua la situación en la guerra si, invadiendo los enemigos la república sin justicia alguna, solamente fuese lícito rechazarlos para que no pasasen adelante y no se pudiese perseguirlos para castigarlos.
 Se prueba, en séptimo lugar, porque esto conviene al fin y bien de todo el orbe. Porque el orbe no gozaría de felicidad y se vería sumido en la más pésima de las condiciones, si los tiranos, los ladrones y los raptores pudiesen impunemente hacer toda clase de injurias y oprimir a los buenos e inocentes, sin que fuese lícito a estos últimos concertarse para repeler sus agresiones.
 En octavo y último lugar, se prueba reflexionando que si en materias de moral un argumento principalísimo es la autoridad y el ejemplo de los santos y de los varones justos, son muy numerosos entre ellos los que no sólo defendieron su patria y sus haciendas con guerras defensivas, sino que también vengaron con la ofensiva las injurias realizadas o intentadas por los enemigos. Tal cosa consta de Jonatás y Simón (1 de los Macabeos, 9), los cuales vengaron la muerte de su hermano Juan en los hijos de Jambro. Y en la Iglesia cristiana son notorios los actos de Constantino el Grande, Teodosio el Grande y otros esclarecidos y cristianísimos emperadores, que hicieron muchas guerras de ambos géneros, teniendo en sus consejos a santísimos y doctísimos obispos.
 2.-Cuestión segunda principal. La segunda cuestión consiste en establecer en quién reside la autoridad de declarar y hacer la guerra.
 3.-Para lo cual asentaremos esta primera proposición: Cualquiera, aunque sea un simple particular puede tomar a su cargo y hacer la guerra defensiva. Esto resulta evidente, porque es lícito repeler la fuerza con la fuerza y, por consiguiente, cualquiera puede hacer una guerra de este género sin necesidad de la autorización de nadie, no sólo para la defensa de su persona, sino también para la de sus cosas y bienes.
 4.-Pero acerca de esta conclusión ocurre una duda, esto es, si aquel que se ve acometido por un ladrón o por un enemigo, puede repeler la agresión hiriéndole, en el caso de poder evitarla por la fuga.
 El Arzobispo responde que no, porque no existiría la moderación propia de una defensa inculpada, ya que cada uno está obligado a defenderse en la medida de lo posible con el menor detrimento del atacante. Por consiguiente, si para resistir hubiera de matar o de herir gravemente al agresor, y, por otra parte, pudiera librarse de él huyendo, parece que estaría obligado a hacerlo. Pero el Panormitano, en el capítulo Olim, título De restitutione spoliatorum (Decretales, 2, 13, 12), hace una distinción. Si el agredido, por el hecho de huir, hubiese de sufrir grave deshonra, no estaría obligado a hacerlo y podría repeler la agresión hiriendo al adversario. Pero si no hubiese de sufrir mengua alguna de su honra o fama, como acontecería a un monje o plebeyo atacado por un gran señor, o por un hombre muy fuerte, en este caso estaría más bien obligado a huir. Bartolo, comentando la Ley I del Digesto, título De Poenis (XLVIII, 19, 1), y la Ley Furem, título De Sicariis (Digesto, XLVIII, 8, 9), opina indistintamente que es lícito defenderse y que no hay obligación de huir, porque la fuga es una afrenta. Ley ltem apud Labeonem, Digesto, De iniuriis (XLVII, 10, 15). Pues siendo lícito resistir con las armas para defender los bienes propios (como consta en el citado capítulo Olim, y en el capítulo Dilecto, título De sententia excomunicatione, en el Sexto, 11, 5), mucho más lo será para repeler un agravio corporal, notoriamente más grave que la pérdida de las cosas (Ley In servorum, título De Poenis, D. XLVIII  19, 10). Y esta opinión puede seguirse con suficiente seguridad, y mucho más considerando que el derecho civil la sostiene, como se ve por la mencionada Ley Furem. Nadie peca cuando cuenta con la autorización de la ley, pues las leyes dan derecho en el fuero de la conciencia. De donde se infiere que, aun cuando por el derecho natural no fuera lícito matar para defender sus cosas, parece que lo sería por el derecho civil, y así (con tal de evitar el escándalo) no sólo es lícito efectuarlo al seglar, sino también al clérigo y al religioso.
 5.-Segunda proposición . Cualquier república tiene autoridad para declarar y hacer la guerra. Para probar esta proposición, es preciso notar la diferencia que existe, en cuanto a esto, entre una persona privada y la república.»
 
 [El fragmento pertenece a la edición en español de Espasa Calpe. ISBN: 84-239-0618-3.]