lunes, 27 de agosto de 2018

Vasco Núñez de Balboa o El tesoro del Dabaibe.- Octavio Méndez Pereira (1887-1954)


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XX.-Los indios y Balboa

«Cuando acabó de rezar el padre Vera, empezó a contar a los españoles, por ver si faltaba alguno. Aunque compasivo y caritativo con los indios, éstos le preocupaban menos, como que no conocían a Dios y no eran de la misma raza superior europea. 
 Iban llegando los pobres indios, uno tras de otro, en larga fila, silenciosos, abrumados bajo el peso de la carga y sin proferir una queja. Sentados sobre sus propias corvas, así esperaban inmóviles, el alma cerrada, nuevas instrucciones del jefe para la marcha o el descanso. Todos ellos consideraban a Balboa como a un ser superior. Lo veían siempre el primero abriendo paso con el hacha o la espada, el primero cuando había que atravesar un torrente o un abismo sobre el tronco de un árbol o echándose a nado; el primero cuando había que curar a un herido o infundirle ánimos a un desalentado. Para él no había diferencias de razas; para él no había tampoco peligros, fatigas ni hambres ni enfermedades ni desfallecimientos. Los espejismos del Mar del Sur lo atraían, sin duda, como el ojo fijo de una inmensa serpiente enroscada en un abismo. "Su brazo -como reconoce Quintana- era el más firme; su lanza la más fuerte; su flecha, la más inteligente y de mayor poder. Iguales a las dotes de su cuerpo eran las de su espíritu, siempre activo, de una penetración suma y de una tenacidad y constancia incontrastables...; todos se daban el parabién de la superioridad que en él reconocían."
 Ordenó ahora Balboa hacer un alto y acampar en este montículo desnudo de malezas. Por primera vez iban a pasar una noche sin los peligros de la selva espesa. Por precaución, sin embargo, se encendieron las hogueras contra las fieras y se montó la guardia acostumbrada, mientras se preparaba la comida y se acostaban a dormir.
 Apenas llegados habían cazado los indios, con ayuda de los perros, un venado de gran cornamenta, varios osos hormigueros, iguanas y conejos muletos, que ahora se aprestaban para asar casi con todas las entrañas.
 Era preciosa para los españoles esta conmovedora devoción y eficaz ayuda de los nativos, conocedores de todos los secretos de la selva. Eran ellos los que sacaban fuego frotando dos leños especiales de fácil combustión o sacando chispas de un pedernal que siempre llevaban consigo; eran ellos los que, cuando se abrasaban de sed los cristianos, y no era posible dar con un riachuelo o una fuente, sabían sacar agua fresca del árbol de la leche o de una caña que crece alrededor de los troncos de algunos árboles, o sabían treparse en las palmas para bajar el coco providencial, lleno de líquido sabroso y alimento nutritivo; eran ellos los que, en medio de las tinieblas, se colocaban animosos en la avanzada con un tronco de leño fosforescente en la espalda que brillaba como faro misterioso o en el laberinto de los bosques; eran ellos los que, golpeando el tronco sonoro de ciertos árboles, se comunicaban con otros indios de la selva como por telégrafo inalámbrico; eran ellos, en fin, los que conocían las cortezas o las hojas de las plantas que estancan la sangre o calman la sed y el hambre, o curan las fiebres y alivian los dolores de estómago; las hierbas que evitan la infección o la gangrena, refrescan las heridas, sirven de antídoto contra las picadas o mordeduras venenosas.
 ¡Cómo no había de tratarlos Balboa con cariño; cómo no había de oponerse, siempre que ello fuera posible, a usar de la fuerza contra ellos!
 Infatigables andarines, sin comer, sin beber, con sólo un puñado de hojas o de maíz en la chuspa, cuando descansaban de las jornadas o de los combates se convertían en unos contemplativos no igualados. Almas de abismo en sus vidas aquietadas, fijos los sentidos en la madre naturaleza, todo servía para llenarlos de misterio, para meterlos en lo huraño de sus espíritus medrosos. La fuerza y la dirección del viento, el retumbo del trueno que dilataba su eco quejumbroso en las serranías, el golpe luminoso del rayo, la Luna que se envuelve en sombras a mitad de su marcha, el ojo fijo de la lechuza, todo tenía para ellos un significado oculto y llenaba su alma de temores y presentimientos. Lo sufrían todo, mansos, resignados -hambre, sed, fatiga, palos, hasta la muerte-, y nadie les oía quejarse si no era rimando su esfuerzo con un canto monótono o por medio de sus flautas de cañas o huesos, que decían sus cuitas a los muertos, los antepasados soñadores y sufridos como ellos. Para éstos eran sus lágrimas ocultas, para éstos todas sus penas y sacrificios, para ellos su amor permanente, concretado en el culto de las momias y las tumbas. ¡La muerte! Ella, ella sola podía librarlos de la esclavitud y podía darles la dicha y el descanso que ahora buscaban inútilmente.»

 [El texto pertenece a la edición de la editorial Espasa-Calpe, 1975. ISBN: 84-239-0166-1.]

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