domingo, 31 de enero de 2016

"La hierba".- Claude Simon (1913-2015)

 
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"Vendieron la casa y los campos. Esos campos de avaras cosechas que había cultivado su padre, los vergeles, el bosquecito, el viñedo de la colina, de los que había sacado bastante sudor convertido en dinero para que él, que no sabía siquiera leer, pudiera hacer no sólo que sus hijos aprendieran a leer sino que ellos mismos, o mejor dicho, ellas mismas -las dos viejas solteronas, Eugénie y Marie-, aprendieran lo suficiente para a su vez poder enseñar a leer a otros niños (y con sus escasos salarios de maestras, cortando leña en el invierno, cosiendo sus vestidos -o mejor dicho, remendándolos, arreglándolos sin cesar, rehaciendo un traje nuevo con dos viejos, cada traje derivado de trajes anteriores, lo que hacía que un vestido presentara [cuellos, puños, cuerpo, cinturón o falda] una ingeniosa combinación de otros cuatro por lo menos, como esos escudos heráldicos cuyo valor se cuenta por el número de cuarteles, o también como los trajes de esos bailarines que recibían hace doscientos o trescientos años el privilegio de presentarse en la catedral de Sevilla durante la Semana Santa, mientras duraran los trajes que les habían otorgado y que, por lo tanto, no cambiaban nunca, transmitiéndose de generación en generación los preciosos harapos, cada vez más remendados, a medida que el tejido estaba más gastado, de modo que acababa por no subsistir del traje original más que esa abigarrada unión de pedazos, cada uno de ellos reemplazado a su vez, ya no vestidos, ya no los espléndidos trajes relucientes, sino la permanencia inmaterial de un minuto a través del tiempo irreversible- y, cuando el padre murió, encontrando tiempo, una vez terminadas las clases, para ir a cavar y limpiar los campos más próximos a la ciudad, resignándose con pena a arrendar los otros), con lo que ganaban, pues, las dos hermanas logrando educar al hermano, no sólo en el vulgar sentido de la palabra educar sino en su plena acepción, elevándolo, alzándolo literalmente de la condición de hijo de un vulgar campesino analfabeto, iletrado, no sólo a la de hombre educado sino a la de maestro (porque en eso se había especializado, y fue eso lo que enseñó más tarde en la Universidad) de esa lengua, de esas palabras que su propio padre nunca consiguió leer y, menos aún, escribir, que apenas podía balbucear y que él no sólo había conquistado, asimilado, sino que, como todos los conquistadores que hacen uso de sus conquistas, había desmembrado, despojado, vaciado de su misterio, ese poder terrorífico que poseen todas las cosas o personas desconocidas, sin antecedentes ni pasado, fruto aparente de una generación espontánea, misteriosa, casi sobrenatural, empeñándose en descubrir, pues, una ascendencia, una genealogía y, por lo tanto, en predecirles, en asignarles una inevitable degeneración, una senilidad, una muerte, como si al hacerlo y por una suerte de piadosa venganza filial, afirmara la invencible preeminencia del viejo analfabeto (de las generaciones de analfabetos con manos callosas, piernas pesadas, hablar lento, con riñones curvados sin reposo desde el comienzo del mundo hacia la tierra nutricia, repitiendo sin cesar los mismos gestos milenarios, taciturnos, secretos) sobre los instrumentos sutiles, pérfidos y efímeros de todo pensamiento, tan sutil, pérfido y efímero como ellos. Y a pesar de esto (a pesar de la insignificancia de sus sueldos de maestras, la insignificancia de lo que rentaban las tierras, la carga de ese hermano que educar, sus cuidados y austeros trajes con una nobleza de cuatro, ocho o dieciséis cuarteles) no satisfechas con conservar la inmensa mansión -ya medio en ruinas cuando la adquirieron- que la familia poseía en la ciudad, la reconstruyeron con una insistencia y paciencia de hormigas, casi enteramente, año tras año, por partes infinitesimales [...]"  

sábado, 30 de enero de 2016

"La llamada de la selva".- Jack London (1876-1916)


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Capítulo I

 "Así era el perro Buck en el otoño de 1897, cuando multitud de individuos del mundo entero se sentían irresistiblemente atraídos hacia el norte por el descubrimiento que se había producido en Klondike. Pero Buck no leía los periódicos ni sabía que Manuel, uno de los ayudantes del jardinero, fuera un sujeto indeseable. Manuel tenía un vicio, le apasionaba la lotería china. y además jugaba confiando en un método, lo que le llevó a la ruina inevitable. Porque el jugar según un método requiere dinero y el salario de un ayudante de jardinero escasamente cubre las necesidades de una esposa y una numerosa prole.
 La memorable noche de la traición de Manuel, el juez se encontraba en una reunión de la Raisin Growers' Association* y los muchachos, atareados en la organización de un club deportivo. Nadie vio salir a Manuel con Buck y atravesar el huerto, y el animal supuso que era simplemente un paseo. Y nadie, aparte de un solitario individuo, les vio llegar al modesto apeadero conocido como College Park. Aquel sujeto habló con Manuel y hubo entre los dos un intercambio de monedas.
 -Podrías envolver la mercancía antes de entregarla -refunfuñó el desconocido y Manuel pasó una fuerte soga por el cuello de Buck, debajo del collar.
 -Si la retuerces lo dejarás sin aliento -dijo Manuel, y el desconocido afirmó con un gruñido.
Buck había aceptado la cuerda con serena dignidad. Era un acto insólito, pero él había aprendido a confiar en los hombres que conocía y a reconocerles una sabiduría superior a la suya. Pero cuando los extremos de la soga pasaron a manos del desconocido, soltó un gruñido amenazador. No había hecho más que dejar entrever su disgusto, convencido en su orgullo que una mera insinuación equivalía a una orden. Pero para su sorpresa, la soga se le tensó en torno al cuello y le cortó la respiración. Furioso, saltó hacia el hombre, quien lo interceptó a medio camino, lo aferró del cogote y, con un hábil movimiento, lo arrojó al suelo. A continuación, apretó con crueldad la soga, mientras Buck luchaba frenéticamente con la lengua fuera y un inútil jadeo de su gran pecho. Jamás en la vida lo habían tratado con tanta crueldad y nunca había experimentado un furor semejante. Pero las fuerzas le abandonaron, se le pusieron los ojos vidriosos y no se enteró siquiera de que, al detenerse el tren, los dos hombres lo arrojaban al interior del furgón de carga.
 Al volver en sí tuvo la vaga conciencia de que le dolía la lengua y de que estaba viajando en un vehículo que traqueteaba. El agudo y estridente silbato de la locomotora al acercarse a un cruce le reveló dónde estaba. Había viajado demasiadas veces con el juez, para no reconocer la sensación de estar en un furgón de carga. Abrió los ojos, y en ellos se reflejó la incontenible indignación de un monarca secuestrado. El hombre intentó cogerlo por el pescuezo pero Buck fue más rápido que él. Sus mandíbulas se cerraron sobre la mano y él no las aflojó hasta que, una vez más, perdió el sentido.
 -Le dan ataques -dijo el hombre, ocultando la mano herida ante la presencia del encargado del vagón, a quien había atraído el ruido del incidente-. Lo llevo a San Francisco. El amo lo manda a un veterinario que cree que podrá curarlo.
 Acerca del viaje de aquella noche habló el hombre con suma elocuencia en la trastienda de una taberna en el muelle de San Francisco.
 -No saco más que cincuenta por él -rezongó-; y no lo volvería a hacer por mil, a toca teja.
 Llevaba la mano envuelta en un pañuelo ensangrentado y tenía la pernera derecha del pantalón rasgada de la rodilla al tobillo.
 -¿Cuánto sacó el otro pasmado? -preguntó el tabernero.
 -Cien -fue la respuesta-. No habría aceptado ni un céntimo menos, así que...
 -Eso hace ciento cincuenta -calculó el tabernero-; y ése los vale, o yo no sé nada de perros". 
 
*Asociación de cultivadores de pasas

viernes, 29 de enero de 2016

"La naranja mecánica".- Anthony Burgess (1917-1993)


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6
 "Pero cuando se encendieron las luces, este doctor Brodsky y también el doctor Branom estaban de pie frente a mí y el doctor Brodsky decía:
 -¿Qué decías acerca del pecado, eh?
 -Eso -dije, sintiéndome muy enfermo-. Usar de ese modo a Ludwig van. Él no le hizo daño a nadie. Beethoven no hizo más que escribir música -y entonces me sentí realmente enfermo y tuvieron que traerme un recipiente que tenía forma de riñón.
 -La música -dijo el doctor Brodsky, como hablándose a sí mismo-. ¿De modo que le gusta la música? No sé nada de música, excepto que intensifica bien las emociones. Bueno, bueno. ¿Qué opina doctor Branom?
 -No puede evitarlo -replicó el doctor Branom-. El hombre destruye lo que ama, como dijo el poeta-prisionero. Quizá hemos encontrado el factor personal de castigo. Esto seguramente complacerá al director.
 -Denme de beber -dije-. Por amor de Bogo.
 -Suéltenlo -ordenó el doctor Brodsky-. Tráiganle una jarra de agua helada.
 Así que los subvecos se lanzaron a cumplir las órdenes y poco después yo estaba piteando galones y más galones de agua, y era una felicidad, oh hermanos míos. El doctor Brodsky dijo:
 -Pareces un joven bastante inteligente. Además, se diría que tienes cierto gusto. El único inconveniente es esa inclinación a la violencia, ¿no es así? Violencia y robo, y el robo como forma de la violencia.
 Yo no goboré ni una sola palabra, hermanos. Todavía me sentía enfermo, aunque ahora un malenco mejor. Pero había sido un día espantoso.
 -Bien -continuó el doctor Brodsky-, ¿qué piensas de todo esto? Dime, ¿qué crees que te estamos haciendo?
 -Me hacen enfermar, me siento mal cada vez que veo esas sucias películas perversas. Aunque en realidad no es por las películas. Creo que si dejara de verlas no volvería a enfermarme.
 -Justo -dijo el doctor Brodsky-. Asociación, el método educativo más antiguo del mundo. ¿Y cuál es la verdadera causa de que te sientas mal?
 -Esas vesches grasñas y podridas que me han puesto en la golová y el ploto -repliqué-. Eso es.
 -Muy curioso -comentó el doctor Brodsky- ese dialecto de la tribu. ¿Sabe usted de dónde viene, Branom?
 -Fragmentos de una vieja jerga -dijo el doctor Branom, que ya no tenía un aire tan amistoso-. Algunas palabras gitanas. Pero la mayoría de las raíces son eslavas. Propaganda. Penetración subliminal.
 -Bien, bien, bien -dijo el doctor Brodsky, un poco impaciente, como si el asunto ya no le interesara-. Bien -repitió, volviéndose hacia mí-. No son los cables. Nada tiene que ver con los cables que te conectamos al cuerpo. Sólo sirven para medirte las reacciones. ¿De qué se trata, pues?
 Claro, entonces videé qué schuto besuño había sido, no dándome cuenta de que todo venía de las hipodérmicas en la ruca.
 -¡Oh! -criché-, oh, ahora lo video todo. Un truco sucio, vonoso y caloso. Una traición, sodos, y no me la harán otra vez.
 -Mejor que protestes ahora -dijo el doctor Brodsky-. Así lo aclararemos todo en seguida. Podríamos meterte en el cuerpo esta sustancia de Ludovico por distintos medios. Oralmente, por ejemplo. Pero el método subcutáneo es el mejor. Por favor, no te resistas. No tiene objeto. No nos vencerás.
 -Grasños brachnos -dije, medio lloriqueando. Y continué-: No me importa lo de la ultraviolencia y toda esa cala. Puedo aguantarlo. Pero no es justo meterse con la música. No es justo que me enferme cuando estoy slusando al hermoso Ludwig van y G.F. Händel y otros. Todo lo cual demuestra que ustedes son un perverso montón de sodos, y nunca los perdonaré.
 Pareció que los dos se quedaban pensativos. Luego, el doctor Brodsky observó:
 -Siempre es difícil poner límites. El mundo es uno y es una la vida. La actividad más dulce y celestial participa, en alguna medida, de la violencia; por ejemplo, el acto amoroso, o la música. Hemos de correr ciertos riesgos, muchacho. Tú elegiste.
 No entendí todos esos slovos, pero contesté:
 -No necesitamos seguir, señor. -Astuto, yo había cambiado un malenco el tono.- Ya me demostraron que toda esta dratsada y la ultraviolencia y el asesinato están mal, mal, terriblemente mal. Aprendí la lección, señores. Ahora comprendo lo que nunca había visto antes. Estoy curado, gracias a Dios. -Y levanté piadosamente los glasos al techo-.
 Pero los dos doctores menearon tristemente las golovás, y el doctor Brodsky dijo:
 -Todavía no estás curado. Falta mucho por hacer. Sólo cuando tu cuerpo reaccione pronta y violentamente a la violencia, como si estuviera frente a una víbora, sin ayuda nuestra, sin medicinas, entonces podremos..."

jueves, 28 de enero de 2016

"La Biblia".- Anónimo (900 a.C. - 100 d.C.)

 
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 Génesis.
 Tentación, caída y primera promesa de redención.

 "Pero la serpiente, la más astuta de cuantas bestias del campo hiciera Yahvé Dios, dijo a la mujer: "¿Conque os ha mandado Dios que no comáis de los árboles todos del paraíso?" Y respondió la mujer a la serpiente: "Del fruto de los árboles del paraíso comemos, pero del fruto del que está en medio del paraíso nos ha dicho Dios: "No comáis de él, ni lo toquéis siquiera, no vayáis a morir". Y dijo la serpiente a la mujer: "No, no moriréis; es que sabe Dios que el día que de él comáis se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal". Vio, pues, la mujer que el árbol era bueno para comerse, hermoso a la vista y deseable para alcanzar por él la sabiduría, y tomó de su fruto y comió y dio también de él a su marido, que también con ella comió. Abriéronse los ojos de ambos, y viendo que estaban desnudos cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos ceñidores. Oyeron a Yahvé Dios que se paseaba por el jardín al fresco del día, y se escondieron de Yahvé Dios el hombre y su mujer, en medio de la arboleda del jardín.  Pero llamó Yahvé Dios al hombre, diciendo: "¿Dónde estás?". Y éste contestó: "Te he oído en el jardín y temeroso porque estaba desnudo, me escondí". "¿Y quién, le dijo, te ha hecho saber que estabas desnudo? ¡Es que has comido del árbol del que te prohibí comer?" Y dijo el hombre: "La mujer que me diste por compañera me dio de él y comí". Dijo, pues, Yahvé Dios a la mujer: "¿Por qué has hecho eso?" Y contestó la mujer: "La serpiente me engañó y comí". Dijo luego Yahvé Dios a la serpiente: "Por haber hecho esto, maldita serás entre todos los ganados y entre todas las bestias del campo. Te arrastrarás sobre tu pecho y comerás el polvo todo el tiempo de tu vida. Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer y entre tu linaje y el suyo; éste te aplastará la cabeza y tú le acecharás el calcañal". A la mujer le dijo: "Multiplicaré los trabajos de tus preñeces. Parirás con dolor los hijos y buscarás con ardor a tu marido, que te dominará". Al hombre le dijo: "Por haber escuchado a tu mujer, comiendo del árbol del que te prohibí comer, diciéndote no comas de él: por ti será maldita la tierra; con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida; te dará espinas y abrojos y comerás de las hierbas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella has sido tomado, ya que polvo eres y al polvo volverás".
 El hombre llamó Eva a su mujer por ser la madre de todos los vivientes. Hízoles Yahvé Dios al hombre y su mujer túnicas de pieles y los vistió.
 Díjose Yahvé Dios: "He ahí al hombre hecho como uno de nosotros, conocedor del bien y del mal; que no vaya ahora a tender su mano al árbol de la vida y, comiendo de él, viva para siempre". Y le arrojó Yahvé Dios del jardín del Edén a labrar la tierra de que había sido tomado. Expulsó al hombre y puso delante del jardín del Edén un querubín que blandía flameante espada para guardar el camino del árbol de la vida".  

miércoles, 27 de enero de 2016

"La posadera".- Carlo Goldoni (1707-1792)


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Acto primero. Escena I
(Sala de una posada. El marqués de Forlipópolis y el conde de Albaflorida.)

 Marqués: Entre vos y yo hay cierta diferencia.
 Conde: En la posada tanto vale vuestro dinero como el mío.
 Marqués: Pero si la posadera me otorga ciertos privilegios, es porque los merezco más que vos.
 Conde: ¿Por qué motivo?
 Marqués: Porque yo soy el marqués de Forlipópolis.
 Conde: Y yo, el conde de Albaflorida.
 Marqués: ¡Ya, conde! Condado comprado.
 Conde: Yo he comprado el condado como vos habéis vendido el marquesado.
 Marqués: Bueno, basta; yo soy quien soy, y se me debe respeto.
 Conde: ¿Y quién os está faltando al respeto? Sois vos quien, hablando con demasiada libertad...
 Marqués: Yo estoy en esta posada porque amo a la posadera. Todos lo saben, y todos han de respetar a una joven que me gusta.
 Conde: ¡Ah, ésta sí que es buena! ¿Acaso pretendéis impedirme que corteje a Mirandolina? ¿Por qué creéis que estoy en Florencia? ¿Por qué imagináis que estoy en esta posada?
 Marqués: Bueno. No conseguiréis nada.
 Conde: ¿Yo no, y vos sí?
 Marqués: Yo sí, y vos no. Mirandolina necesita mi protección.
 Conde: Lo que Mirandolina necesita es dinero, no protección.
 Marqués: ¿Dinero?... Eso no me falta.
 Conde: Yo gasto un cequí al día, señor marqués, y la regalo continuamente.
 Marqués: Pues yo lo que hago no lo digo.
 Conde: Vos no lo decís, pero se sabe.
 Marqués: No se sabe todo.
 Conde: Sí, querido señor marqués, se sabe. Los criados lo dicen. Tres reales al día.
[...]

Escena IV
El Caballero de Rocatallada, desde su habitación, y los mismos

 Caballero: Amigos, ¿qué alboroto es éste? ¿Hay algún desacuerdo entre vuestras mercedes?
 Conde: Discutíamos sobre una cuestión muy interesante.
 Marqués: (Irónico.) El conde discute conmigo sobre el valor de la nobleza.
 Conde: Yo no le quito mérito a la nobleza, pero sostengo que, para darse caprichos, lo que hace falta es dinero.
 Caballero: A decir verdad, querido marqués...
 Marqués: Ea, hablaremos de otra cosa.
 Caballero: ¿Cómo habéis llegado a esa discusión?
 Conde: Por el motivo más tonto del mundo.
 Marqués: ¡Sí, eso! El conde lo ridiculiza todo.
 Conde: El señor marqués ama a la posadera. Yo la amo aún más que él. Él pretende que le corresponda como tributo a su nobleza. Yo lo espero como recompensa a mis atenciones. ¿No os parece que la cuestión es ridícula?
 Marqués: Es que hay que ver con qué interés la protejo yo.
 Conde: (Al Caballero.) Él la protege y yo gasto.
 Caballero: La verdad es que no se puede discutir por un motivo que menos lo merezca".  

martes, 26 de enero de 2016

"La segunda guerra mundial".- Winston Churchill (1874-1965)


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Prólogo

 "En esta obra he adoptado, dentro de lo posible, el sistema que empleara Defoe en sus "Memorias de un caballero", en las que el autor teje el relato y el examen de grandes acontecimientos militares y políticos, sobre el cañamazo de las experiencias personales de un individuo. Yo soy quizá el único hombre que ha conocido los dos máximos cataclismos de la Historia desde los altos puestos de mando. Y si bien es cierto que en la primera guerra mundial desempeñé cargos de responsabilidad aunque de carácter subalterno, durante la segunda gran contienda con Alemania fui por espacio de más de cinco años jefe del Gobierno de Su Majestad. Ahora escribo, por consiguiente, desde un punto de vista diferente, y con mayor autoridad de lo que me fue posible hacerlo en mis anteriores libros.
 Casi todo mi trabajo oficial lo despaché dictando a los secretarios. De este modo expedí, durante la época en que fui primer ministro, informes, disposiciones, telegramas personales y minutas que forman un total aproximado de un millón de palabras. Tales documentos, formulados día tras día bajo la presión de los hechos y con los elementos de juicio disponibles en el momento de redactarlos, han de mostrar, sin duda, muchas deficiencias al ser examinados aisladamente. Agrupados dan, empero, una idea clara de los tremendos acontecimientos, tal como los veía en el momento de producirse, quien tenía sobre sus hombros la responsabilidad principal de las decisiones relativas a la guerra y a la política del Imperio británico y de los Dominios.
 Dudo que exista o haya existido jamás semejante dietario, por decirlo así, de la dirección de la guerra y la administración pública. No pretendo darle el nombre de historia, porque esto incumbe a otra generación. Pero sí me atrevo a afirmar que es una contribución a la historia que habrá de prestar un servicio a los hombres de mañana.
 Estos treinta años de actuación abarcan y expresan el esfuerzo intenso de mi vida, y me ilusiona la idea de que se me juzgue a través de ellos. Me he mantenido fiel a mi norma de no criticar nunca "a posteriori" ninguna medida de guerra o de política, a menos que con anterioridad hubiese yo expuesto, pública o formalmente, mi opinión o advertencia sobre el particular. Desde luego, a la luz de la realidad subsiguiente, he suavizado muchos de los rigores de la controversia contemporánea.
 Me ha dolido tener que dar cuenta de semejantes desacuerdos con muchas personas a quienes quise o respeté; pero sería grave error no exponer a la consideración del futuro las lecciones del pasado. Que nadie menosprecie a los hombres dignos y bienintencionados cuyos actos se reseñan en estas páginas, sin antes hacer examen de la propia conciencia, sin pasar revista a la forma en que ha cumplido sus deberes públicos y sin aplicar las enseñanzas del pasado a su conducta futura.
 No pretendo en modo alguno que todo el mundo esté conforme con lo que digo y mucho menos aún que goce del favor popular lo que estoy escribiendo. Me limito a aportar mi testimonio de acuerdo con los elementos de que dispongo. He tomado todas las precauciones posibles para comprobar cada uno de los hechos que cito. Con todo, la publicación de los documentos requisados u otro género de revelaciones, hacen salir constantemente a la luz muchas cosas que pueden dar un aspecto distinto a las conclusiones por mí formuladas. Por esto es de suma importancia conocer las auténticas notas contemporáneas de los hechos y las opiniones expresadas, cuando todo eran tinieblas.
 Cierto día el presidente Roosevelt me dijo que estaba solicitando públicamente sugestiones acerca de cómo debería llamarse la segunda gran conflagración mundial. Yo le respondí sin titubear: "La Guerra Innecesaria". Nunca ha habido una guerra más fácil de evitar que ésta que acaba de hacer naufragar las cosas que en el mundo dejara a flote la contienda anterior.
 La inmensa tragedia humana llega a su culminación con el hecho de que después de todos los esfuerzos y sacrificios de cientos de millones de seres y tras las dos victorias sucesivas de la causa justa, no hemos encontrado aún la Paz o la Seguridad y nos hallamos, por el contrario, bajo la amenaza de peligros todavía mayores que los que hemos superado".  

lunes, 25 de enero de 2016

"Ellos".- Amado Nervo (1870-1919)

 
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La libertad

 "Ramírez sale de su casa con dirección al taller.  El airecillo fresco le picotea el rostro y le tonifica los nervios.  El día se muestra despejado, la luz del sol invade en oleadas de oro las calles, bruñe los edificios y transfigura la nieve de las montañas lejanas.
 Ramírez se siente feliz de vivir y experimenta esa alegre necesidad de trabajo que es propia de hombres sanos.  En llegando al taller, continuará la talla de un mueble estilo Luis XV en el que ha puesto sus complacencias. Se trata de un respaldo de nogal, coronado por un casco, con una gran cimera, rodeada de motivos más vagos, de volutas en que la molicie de las curvas alardea de toda su gracia; de rizos, de ondulaciones mil, donde la imaginación puede poner los contornos de cuantas figuras sueñe.
 Ramírez está en paz con la vida, con la sociedad, consigo mismo, y contento de su fuerza y de su inteligencia.  Ramírez es un optimista.
 Todo contribuye, por lo demás, a que Ramírez sea un optimista. En el hogar, modesto, pero confortable y limpio, ha saboreado la gran taza de café con leche que las manos activas y cordiales de la esposa joven, alegre, le han servido, en la pequeña alcoba llena de gorjeos de dos amorcillos morenos que juegan aún en la cama.
 Gana un buen jornal. El patrón lo quiere. Con las economías que su mujer, solícita y previsora, reúne, Ramírez acabará por abrir un taller. Educará bien a sus hijos y les dejará un honorable patrimonio. La moral en acción, ¿no es eso?
 Cuando Ramírez llega a esta parte de su pensamiento, empieza a percibir voces nutridas, cantos de vivos compases, gritos, y recuerda que numerosos obreros de diferentes fábricas han decidido declararse en huelga, por lo de siempre: aumento de jornal, disminución de horas de trabajo o ambas cosas a la vez.
 A él le hablaron de organizar un grupo, de tomar la palabra en una manifestación, de influir en el ánimo de los oficiales que trabajaban con él, para que todos, absolutamente todos, acudiesen al llamamiento de sus compañeros, y él rehusó secamente.
 -Yo no tengo de qué quejarme -respondió.
 La masa de obreros, entre tanto, se aproximaba y, al distinguir a Ramírez, la intensidad de sus voces aumentó: primero le llamaron "tránsfuga". Luego, "traidor".
 Una delegación se aproximó enseguida a él y lo invitó, con palabras en que apuntaban tonos de amenaza, a que se uniese a ellos.
 El jefe de la delegación, uno de los huelguistas más influyentes, le indicó que debía hacerlo.
 -¿Debo? ¿Por qué? -preguntó Ramírez.
 -Por solidaridad -respondió el jefe, dignándose discutir con él.
 -Yo no estoy de acuerdo con vosotros -insinuó Ramírez-. Yo estoy satisfecho de mi situación actual. Necesito trabajar y trabajaré.
 -No trabajarás-dijo el otro-, porque estás obligado a solidarizarte con nosotros.
 -Yo no puedo -replicó Ramírez- solidarizarme con gentes que piensan de diferente manera que yo.
 -Hay, sin embargo, deberes mutuos.
 -Nunca serán más grandes que los que yo tengo para con mi mujer y para con mis hijos.
 -Nosotros trabajamos por la justicia y por la libertad.
 -Pues empezad por ser justos conmigo: empezad por respetar mi libertad, la libertad de un obrero que quiere trabajar.
 -Es que, trabajando, ayudas a la tiranía del Capital.
 -Y no trabajando me someto a otra tiranía peor: la vuestra, la de la huelga. Ahora bien, entre las dos tiranías, prefiero la de uno a la de muchos, la que yo elijo a aquélla que se me impone.
 -La huelga es un derecho.
 -Pero no un deber.
 -Si no estás con nosotros, estás contra nosotros.
 -Ni lo uno ni lo otro. Luchad por obtener lo que os plazca, no me opongo; pero, puesto que reclamáis derechos, empezad por respetar uno indiscutible, el que yo tengo de hacer lo que me plazca, mi derecho al trabajo.
 -No trabajarás.
 -Sí, trabajaré. Es preciso que mi mujer y mis hijos coman. Holgad vosotros, si así os conviene.
 -Primero son tus compañeros.
 -Primero son mi mujer y mis hijos.
 -No trabajarás.
 En esto los gritos recomienzan: ¡Muera la Tiranía! ¡Viva la Libertad!"

domingo, 24 de enero de 2016

"Fahrenheit 451".- Ray Bradbury (1920-2012)


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Era estupendo quemar

 "Montag se sintió a gusto y cómodo.
 -¿Por qué no estás en la escuela? Cada día te encuentro vagabundeando por ahí.
 -¡Oh, no me echan en falta! -contestó ella-. Creen que soy insociable. No me adapto. Es muy extraño. En el fondo, soy muy sociable. Todo depende de lo que se entienda por sociable, ¿no? Para mí representa hablar de cosas como éstas. -Hizo sonar unas nueces que habían caído del árbol del patio-. O comentar lo extraño que es el mundo. Estar con la gente es agradable. Pero no considero que sea sociable reunir a un grupo de gente y, después, no dejar que hable. Una hora de clase TV, una hora de baloncesto, de pelota base o de carreras, otra hora de transcripción o de reproducción de imágenes, y más deportes. Pero ha de saber que nunca hacemos preguntas o, por lo menos, la mayoría no las hace; no hacen más que lanzarte las respuestas, ¡zas!, ¡zas!, y nosotros sentados allí durante otras cuatro horas de clase cinematográfica. Esto no tiene nada que ver con la sociabilidad. Hay muchas chimeneas y mucha agua que mana por ellas y todos nos decimos es vino, cuando no lo es. Nos fatigan tanto que al terminar el día sólo somos capaces de acostarnos, ir a un Parque de Atracciones para empujar a la gente, romper cristales en el Rompedor de Ventanas o triturar automóviles en el Aplastacoches, con la gran bola de acero. Al salir en automóvil y recorrer las calles, intentando comprobar cuán cerca de los faroles es posible detenerte o quién es el último que salta del vehículo antes de que se estrelle. Supongo que soy todo lo que dicen de mí, desde luego. No tengo ningún amigo. Esto debe demostrar que soy anormal. Pero todos aquéllos a quienes conozco andan gritando o bailando por ahí como locos, o golpeándose mutuamente. ¿Se ha dado cuenta de cómo, en la actualidad, la gente se zahiere entre sí?
 -Hablas como una vieja.
 -A veces, lo soy. Temo a los jóvenes de mi edad. Se matan mutuamente. ¿Siempre ha sido así? Mi tío dice que no. Sólo en el último año, seis de mis compañeros han muerto por disparo. Otros diez han muerto en accidente de automóvil. Les temo, y ellos no me quieren por este motivo. Mi tío dice que su abuelo recordaba cuando los niños no se mataban entre sí. Pero de eso hace mucho, cuando todo era distinto. Mi tío dice que creían en la responsabilidad. Ha de saber que yo soy responsable. Años atrás, cuando lo merecía, me azotaban. Y hago a mano todas las compras de la casa, y también la limpieza. Pero por encima de todo -prosiguió diciendo Clarisse-, me gusta observar a la gente. A veces me paso el día entero en el "Metro", y los contemplo y los escucho. Sólo deseo saber qué son, qué desean y adónde van. A veces, incluso voy a los parques de atracciones y monto en los coche cohetes cuando recorren los arrabales de la ciudad a media noche y la Policía no se mete con ellos con tal de que estén asegurados. Con tal de que todos tengan un seguro de diez mil, todos contentos. A veces me deslizo a hurtadillas, y escucho en el "Metro". O en las cafeterías. Y, ¿sabe qué?
 -¿Qué?
 -La gente no habla de nada.
 -¡Oh, de algo hablarán!
 -No, de nada. Citan una serie de automóviles, de ropa o de piscinas, y dicen que es estupendo. Pero todos dicen lo mismo y nadie tiene una idea original. En los cafés, la mayoría de las veces funcionan las máquinas de chistes, siempre los mismos, o la pared musical encendida y todas las combinaciones coloreadas y bajan, pero sólo se trata de colores y de dibujo abstracto. Y en los museos... ¿Ha estado en ellos? Todo es abstracto. Es lo único que hay ahora. Mi tío dice que antes era distinto. Mucho tiempo atrás los cuadros, algunas veces, decían algo, o incluso representaban personas.
 -Tu tío dice, tu tío dice... Tu tío debe ser un hombre notable.
 -Lo es. Sí que lo es. Bueno, he de marcharme. Adiós, Mr. Montag".     

sábado, 23 de enero de 2016

"Cantar de Roldán".- Anónimo (siglo XI)

 
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Carlomagno derrota a los sarracenos a orillas del Ebro
 
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 "El emperador hace sonar sus clarines y luego el barón cabalga con su gran hueste. Han encontrado las huellas de los de España; emprenden la persecución, todos con el mismo intento. Cuando el rey ve que declina el atardecer, desmonta el rey en la hierba verde de un prado, se postra en tierra y ruega a Nuestro Señor que por él haga parar el sol, retrasar la noche y prolongar el día. He aquí que un ángel que suele hablar con él le ha ordenado al punto: "Carlos, cabalga, que no te falta la claridad. Dios sabe que has perdido la flor de Francia. Te puedes vengar de la gente criminosa." A estas palabras el emperador ha montado.
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 Dios obró un milagro muy grande por Carlomagno, pues el sol se quedó quieto. Los paganos huyen; bien los francos los persiguen. Los van alcanzando en Val Tenebrosa; hacia Zaragoza los persiguen atacando y los van matando a pleno golpe y les copan las vías y los caminos mayores. Queda ante ellos el río Ebro: es muy profundo, terrible y rápido, y en él no hay barca, galeaza ni chalana. Los paganos invocan a uno de sus dioses, Tervagán, y luego se precipitan dentro [del río], pero no tienen salvación. Los que llevan armadura son los más pesados; cayeron al fondo algunos de ellos; los demás van flotando a la deriva, y los más afortunados han bebido tanto que se han ahogado en terrible afán. Los franceses gritan: "¡Malogrado Roldán!"
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 Cuando Carlos ve que todos los paganos han muerto, unos por las armas y la mayoría ahogados, y que sus caballeros tienen gran botín, el gallardo rey echa pie a tierra, se postra y da gracias a Dios. Cuando se levanta, el sol se ha puesto. Dijo el emperador: "Tiempo es de acampar; es tarde para volver a Roncesvalles. Nuestros caballos están cansados y rendidos: quitadles las sillas, los frenos que llevan en la cabeza y dejadlos refrescar por estos prados". Responden los francos: "Señor, decís bien."
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 El emperador ha establecido su campamento. Los franceses desmontan en la tierra desierta. Han quitado a los caballos las sillas y los frenos dorados sacan de bajo sus cabezas; les entregan los prados, donde hay mucha hierba fresca: no les pueden prestar otro cuidado. El que está muy cansado se duerme en el suelo. Aquella noche no apostaron centinelas.
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 El emperador se ha acostado en un prado; el barón deja en la cabecera su gran azcona; aquella noche no quiere desarmarse. Lleva puesta su blanca loriga jalde, enlazado su yelmo gemado de oro y ceñida a Joyosa, de la cual nunca hubo par y que muda de reflejos treinta veces al día. Mucho podríamos hablar de la lanza con la que Nuestro Señor fue herido en la cruz. Carlos, por la gracia de Dios, posee su hierro y lo hizo engastar en la dorada empuñadura. Por este honor y por esta bondad la espada recibió el nombre de Joyosa. Los barones franceses no lo deben olvidar: por ella tienen por enseña gritar Monjoya, y por ello ninguna gente puede oponérseles.

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 Clara es la noche y resplandeciente la luna. Carlos se acuesta, pero siente dolor por Roldán y fuerte pesadumbre por Oliveros y por los doce pares y la francesa gente que ha dejado muertos ensangrentados en Roncesvalles. No puede evitar llorar y lamentarlos y ruega a Dios que sea protector de sus almas. El rey está cansado, pues la pena es muy grande, y se ha dormido: no puede más. Los francos se duermen ahora por todos los prados; no hay caballo que pueda mantenerse en pie: el que quiere hierba, la come echado. Mucho ha aprendido el que bien conoce afanes".