El coño de las desconocidas
«Esos coños son siempre los mejores,
porque nunca han sido vistos por nuestros ojos, que tropiezan con la muralla de
las faldas o los pantalones vaqueros, tan desastrosamente prolíficos entre la
juventud. Los coños de las desconocidas se cruzan con nosotros en la calle y
nos hipnotizan con su presencia apenas susurrada y nos llaman y nos hacen
seguir su rastro, cambiando la dirección de nuestro paseo y haciéndonos llegar
tarde a nuestro destino. Los coños de las desconocidas dejan a su paso una
estela de carne incógnita, de continente que hay que colonizar, pero cómo. A
veces nos hacemos los encontradizos y abordamos a esas mujeres que se cruzan
con nosotros en la calle, esas mujeres de belleza displicente que ni siquiera
se dignan responder a nuestro saludo, apremiadas por la cita con su novio o la
misa de once a la que acuden solícitas. Yo he perseguido estos coños contra
viento y marea, acompañándolos hasta ese parque donde los espera el hombre al
que pertenecen, que suele ser un hombre decepcionante y sin alicientes, incapaz
de saborear los goces que ese coño promete, y también los he seguido hasta la
penumbra de las iglesias y me he sentado a su vera, en un escaño con
reclinatorio, y he comulgado una comunión sacrílega en su compañía y he fingido
un tropiezo a la salida de la iglesia para tocar el latido de su carne,
purificada por las bendiciones sacerdotales. Pero después de estas
persecuciones clandestinas viene el regreso a casa, un regreso envilecido por
el fracaso, encanallado por la renuncia inevitable. Y en casa me aguarda mi
esposa, a quien amo entrañablemente, pero cuyo coño, de tan archisabido, sufre
del agravio comparativo que implica el recuerdo. Porque a esas mujeres
desconocidas e inalcanzables, nunca –ay- dejamos de recordarlas, lo cual
constituye un ejercicio masoquista de la memoria.
[…]
El coño de las batutsis
Mi
cuñado Josemari, misionero de la orden jesuita, está a punto de colgar los
hábitos y quedarse a vivir en el poblado batutsi que sus superiores le ordenaron
evangelizar. Josemari es un vascote bueno, optimista, de manazas de leñador y
sintaxis desastrosa; entró en el seminario a una edad muy temprana, niño aún, y
salió ordenado a los veintiún años, con ese entusiasmo apostólico que sólo se
cura después de una temporadita en el África negra, enseñando el catecismo por
fronteras hostiles, paupérrimas y millonarias de moscas. A Josemari lo
destinaron a un poblado de batutsis, la única tribu que permanece indemne al
acoso de la civilización, una tribu de guerreros altos, herméticos, milenarios,
que la Gran Bretaña quiso utilizar como mercenarios y Hollywood como figurantes
en sus películas. Al poblado batutsi llegó mi cuñado, tras un viaje en jeep por la sabana, con proyectos de
escuela, enfermería y enseñanza de la fe católica, pero pronto tuvo que
desistir ante el desinterés que mostraban los guerreros por la alfabetización y
el misterio de la Santísima Trinidad. Josemari se quedaba en el poblado, con
las mujeres, como un Hércules agasajado por las amazonas, mientras los
guerreros salían a cazar. Las batutsis (no sé si debido a una ley genética o a
sus hábitos alimenticios) son mujeres como gacelas, de una belleza filiforme,
discreta y veloz que ni siquiera su negritud entorpece. Las mujeres batutsis,
al igual que las gacelas, tienen unos ojos redondos e infinitamente tristes,
como de vidrio ahumado, y un cuerpo lleno de aristas, preparado para la carrera
y el amor a la sombra de un boabad. Las mujeres batutsis, depositarias de
misterios ancestrales que se remontan a la aurora del mundo, son mujeres
calladas, concienzudas en el sexo y austeras en el trance del orgasmo. A
Josemari le turbaba mucho verlas pasearse por el poblado, vestidas sólo de
ajorcas y collares, con los senos efébicos al aire y el coño como una
protuberancia y así fue como terminó enamorándose de una de ellas. Josemari me
cuenta en sus cartas que el coño de las batutsis, como el de las gacelas, tiene
desolladuras y zonas en carne viva, y me pondera la amplitud de sus labios, la
presencia oscilante del clítoris (más alargado que en las europeas) y la
predisposición de las mujeres batutsis a ser penetradas por atrás, lo que
vulgarmente se denomina “a cuatro patas”, y según la nomenclatura más finolis
coito a tergo. Las mujeres batutsis,
lingotes negros en mitad de la selva, se dejan querer a cuatro patas y lo
que para las europeas es signo de
sumisión al macho, para ellas es distintivo de superioridad, pues reciben
placer sin malgastar energías, mientras los guerreros entran y salen de su
cuerpo.
Josemari, como digo, se enamoró de una mujer
batutsi, larga y por supuesto analfabeta, de la cual, a veces, me manda una
fotografía. Antes de hacerla su esposa, Josemari tendrá que pasar con éxito una
serie de pruebas iniciáticas: pelearse con un cocodrilo, derrotar en la carrera
al guerrero batutsi más rápido del poblado y escupirle a un zulú en el
entrecejo (los zulúes son adversarios seculares de los batutsis). Mucho me temo
que Josemari perecerá en alguna de estas rigurosísimas pruebas. Así, por lo menos,
ya no tendré que descifrar sus cartas de desastrosa sintaxis.
[…]
El coño de la comanche
En
la Universidad de Princetown conocí a una comanche auténtica, sin mezcolanza de
sangres espurias, hija y nieta y biznieta de indios que le hicieron la puñeta al
séptimo de caballería y que, de vez en cuando, se fumaban un petardazo de
marihuana, con la disculpa de desenterrar la pipa de la paz (¿o lo que se
desenterraba era el hacha de guerra?). Ojos-que-miran-entre-la-lluvia, se
llamaba aquella comanche, Majachi en su dialecto tribal. Majachi era esbelta
como una pipa, afilada como un hacha, y tenía unos ojos de un azul lluvioso (de
ahí el nombre), anacrónicos en mitad del cobre de su rostro. Majachi estudiaba
en Princetown Historia de los Estados Unidos de América, que es una nación sin
pasado ni dinastías monárquicas ni escritores barrocos. Majachi llevaba sobre
sus espaldas de tierra ocre el árbol genealógico de la nación comanche, y se
cachondeaba de la Historia de los Estados Unidos, que sólo duraba dos siglos.
Con Majachi coincidía yo en el desprecio por los yanquis, y luego, además,
coincidía también los fines de semana en la cama de su pensión. Mjachi había
convertido el cuarto de su pensión en una especie de tipi, a pesar de las
paredes cuadriláteras, con altares a Manitú, rescoldo de hogueras y olor de
bisontes desollados.
-Es que tengo morriña de la reserva, ¿sabes?
Los comanches, como los gallegos, incluyen la
palabra “morriña” en su vocabulario, y son también proclives a padecerla, según
comprobé con Majachi. Los comanches, como los gallegos, hablan un dialecto
(perdón, un idioma) llorón, eufónico y sentimentaloide. Majachi me recitaba
letanías en comanche, y hacía señales de humo con los rescoldos de la hoguera,
para comunicarse con Manitú a través de los rascacielos (la dueña de la pensión
se endemoniaba con la humareda), y, mientras yo le iba desabotonando los
pantalones con flecos. Majachi, en lugar de bragas, usaba un taparrabos de
cuero con chapas repujadas. Majachi danzaba en torno al fuego (se había
sujetado el pelo con una cinta), sin coreografías ni pasos de baile, por el
mero gusto de danzar. A contraluz, tenía un cuerpo seco, buen conductor de la
electricidad, como un pedazo de cobre tostado por el sol de Monument Valley. Yo
le levantaba las dos piezas del taparrabos y le besaba el coño y el culo, el
culo y el coño, ese tótem reversible. El coño de Majachi, la comanche, era un
coño calvo (a las naciones indias no les crece la barba ni tampoco el vello
púbico), más bien raquítico, apenas una ranura para meter monedas de cincuenta
centavos. El coño de Majachi, la comanche, estaba curtido en mil y una
cabalgadas por el celuloide épico de John Ford. El coño de Majachi, la
comanche, apenas admitía visitas masculinas,
salvo que fuesen superficiales y más por frotamiento que por penetración, así
que yo frotaba mi miembro en el coño hípico de Majachi, la comanche, y miraba
sus ojos empañados de lluvia, su frente surcada por una cinta, su boca bruja y
numerosa de letanías. El coño de Majachi, la comanche, coño de potrilla o quizá
de poney, se derramaba en orgasmos de
un caudal excesivo para su tamaño, con los que apagábamos los rescoldos de la
hoguera. Así, a oscuras, escondidos de Manitú, desenterrábamos la marihuana y
fumábamos en paz, rememorando a John Wayne en She wore a yellow ribbon.»
[Los fragmentos pertenecen a la edición en español de editorial Valdemar, 1997. ISBN: 84-7702-130-9.]
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