lunes, 31 de octubre de 2016

"El último lector".- Ricardo Piglia (1940)


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1.-¿Qué es un lector?
Papeles rotos
 
 “Hay una foto donde se ve a Borges que intenta descifrar las letras de un libro que tiene pegado a la cara. Está en una de las galerías altas de la Biblioteca Nacional de la calle México, en cuclillas, la mirada contra la página abierta.
 Uno de los lectores más persuasivos que conocemos, del que podríamos imaginar que ha perdido la vista leyendo, intenta, a pesar de todo, continuar. Ésta podría ser la primera imagen del último lector, el que ha pasado la vida leyendo, el que ha quemado sus ojos en la luz de la lámpara. “Yo soy ahora un lector de páginas que mis ojos ya no ven.”
 Hay otros casos, y Borges los ha recordado como si fueran sus antepasados (Mármol, Groussac, Milton). Un lector es también el que lee mal, distorsiona, percibe confusamente. En la clínica del arte de leer, no siempre el que tiene mejor vista lee mejor.
 “El Aleph”, el objeto mágico del miope, el punto de luz donde todo el universo se desordena y se ordena según la posición del cuerpo, es un ejemplo de esta dinámica del ver y el descifrar. Los signos en la página, casi invisibles, se abren a universos múltiples. En Borges la lectura es un arte de la distancia y de la escala.
 Kafka veía la literatura del mismo modo. En una carta a Felice Bauer, define así la lectura de su primer libro: “Realmente hay en él un incurable desorden y es preciso acercarse mucho para ver algo” (la cursiva es mía).
 Primera cuestión: la lectura es un arte de la microscopía, de la perspectiva y del espacio (no sólo los pintores se ocupan de esas cosas). Segunda cuestión: la lectura es un asunto de óptica, de luz, una dimensión de la física.
 Joyce también sabía ver en mundos múltiples en el mapa mínimo del lenguaje. En una foto, se lo ve vestido como un dandy, un ojo tapado con un parche, leyendo con una lupa de gran aumento.
 El Finnegans Wake es un laboratorio que somete la lectura a su prueba más extrema. A medida que uno se acerca, esas líneas borrosas se convierten en letras y las letras se enciman y se mezclan, las palabras se transmutan, cambian, el texto es un río, un torrente múltiple, siempre en expansión. Leemos restos, trozos sueltos, fragmentos, la unidad del sentido es ilusoria.
 La primera representación espacial de este tipo de lectura ya está en Cervantes, bajo la forma de los papeles que levantaba de la calle. Ésa es la situación inicial de la novela, su presupuesto diríamos mejor. “Leía incluso los papeles rotos que encontraba en la calle”, se dice en el Quijote (I, 5).
  Podríamos ver allí la condición material del lector moderno: vive en un mundo de signos; está rodeado de palabras impresas (que, en el caso de Cervantes, la imprenta ha empezado a difundir poco tiempo antes); en el tumulto de la ciudad se detiene a levantar papeles tirados en la calle, quiere leerlos.
 Sólo que ahora, dice Joyce en el Finnegans Wake –es decir, en el otro extremo del arco imaginario que se abre con Don Quijote-, estos papeles rotos están perdidos en un basurero, picoteados por una gallina que escarba. Las palabras se mezclan, se embarran, son letras corridas, pero legibles todavía. Ya sabemos que en el Finnegans es una carta extraviada en un basural, un “tumulto de borrones y de manchas, de gritos y retorcimientos y fragmentos yuxtapuestos”. Shaum, el que lee y descifra en el texto de Joyce, está condenado a “escarbar por siempre jamás hasta que se le hunda la mollera y se le pierda la cabeza, el texto está destinado a ese lector ideal que sufre un insomnio ideal” (by that ideal reader suffering from an ideal insomnia).
 El lector adicto, el que no puede dejar de leer, y el lector insomne, el que está siempre despierto, son representaciones extremas de lo que significa leer un texto, personificaciones narrativas de la compleja presencia del lector en la literatura. Los llamaría lectores puros; para ellos la lectura no es sólo una práctica, sino una forma de vida.
 Muchas veces los textos han convertido al lector en un héroe trágico (y la tragedia tiene mucho que ver con leer mal), un empecinado que pierde la razón porque no quiere capitular en su intento de encontrar el sentido. Hay una larga relación entre droga y escritura pero pocos rastros de una posible relación entre droga y lectura, salvo en ciertas novelas (de Proust, de Arlt, de Flaubert) donde la lectura se convierte en una adicción que distorsiona la realidad, una enfermedad y un mal”. 

domingo, 30 de octubre de 2016

"El invierno de la corona".- José Luis Corral (1957)


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Zaragoza, febrero de 1386

 “El príncipe heredero y el Justicia de Aragón debatían la situación en el palacio que el Justicia se había construido en Zaragoza. Domingo Cerdán estaba orgulloso del cargo que ocupaba; desde que fuera promovido al oficio de defensor de los fueros aragoneses, Cerdán había dado al justiciazgo la notoriedad de la que había carecido en los últimos tiempos. Su cargo no tenía parangón en ningún otro de los reinos de la cristiandad; el Justicia era un oficio peculiar del reino de Aragón y los celosos aragoneses sabían que sus fueros se cumplirían siempre que hubiera un Justicia dispuesto a hacer prevalecer sus derechos por encima incluso de la voluntad del rey.
 -Mi puesto en la Corte no está siendo respetado por mi padre. Los aragoneses deben procurar que se cumplan sus leyes –dijo don Juan.
 -Don Pedro nunca ha tenido especial consideración hacia sus súbditos aragoneses. Pese a ser la cabeza de su Corona, Aragón ha sido muy mal tratado por su majestad, tal vez porque nunca olvidó la revuelta de la Unión y la humillación a la que estuvo a punto de ser sometido si hubiera sido derrotado en la batalla de Épila en el año anterior a la mortandad de la gran pestilencia.
 -Si el Rey sigue atropellando mis derechos de primogenitura no me quedará otro remedio que acogerme al derecho aragonés de manifestación ante vuestra Corte.
 -En ese caso yo, como Justicia de Aragón, estaré obligado a hacer salvaguardar todos vuestros derechos legítimos, incluida la herencia al reino de Aragón. No debéis preocuparos, si vuestro padre el rey se atreve a desposeeros de vuestra herencia, los aragoneses, amparados en nuestros fueros, os restituiremos cuanto el rey os quite. No os quepa duda: vos, don Juan, seréis el próximo rey de Aragón.
 -Así lo espero, pero mi padre el rey podría alterar su testamento. Ya sabéis que está encaprichado de tal modo de su esposa que le concede todos y cada uno de sus deseos y Sibila pretende sentar en el trono a un descendiente suyo.
 -En verdad que su majestad os acosa. Ayer mismo los jurados de Zaragoza recibieron una carta en la que don Pedro les ordena que persigan a todos sus enemigos. Les recuerda que él es el rey y señor y les conmina a obedecer so pena de duras represalias, pero por el momento no puede distraerse de sofocar la rebelión de vuestro cuñado el conde de Ampurias.
 -Sí, creyó que bastaría una semana para acabar con la revuelta y ya son varios los meses que está en campaña. Ahora es Bernardo, el hermano de la “Forciana”, quien dirige las operaciones militares. Mis agentes me han asegurado que nuevos señores provenzales y franceses ayudan al conde. El rey me ha conminado para que acuda en su ayuda, como hice cuando desbaraté a aquel ejército francés que quiso invadir Cataluña, pero he decidido no participar en esa guerra y mantenerme neutral. Esto me enemista todavía más con mi padre y le da argumentos a su esposa para que siga persiguiéndome, pero no puedo hacer otra cosa; el conde de Ampurias, además de mi cuñado, es mi amigo y mi aliado y en los momentos más difíciles siempre ha estado a mi lado. Yo no debo luchar contra mi padre, pero tampoco puedo hacerlo contra el conde. Además, como heredero de Aragón, no acepto que me dé órdenes el hermano de la reina.
 
Barcelona, marzo de 1386
 El rey don Pedro acababa de regresar de Gerona, donde había acudido en un rápido viaje de apenas una semana para decidir con los jurados de la ciudad y el cabildo cómo terminar la catedral. El proyecto original diseñaba una iglesia de triple cabecera y tres naves, pero un atrevido arquitecto había propuesto modificar esta traza y continuar desde el crucero con una sola nave, tan ancha como la suma de las tres originales y mucho más alta. Don Pedro había apostado por la iglesia de una sola nave y su decisión había sido aprobada pese a las dudas que planteaba la construcción de un edificio tan alto y tan ancho.
 La semana en Gerona fue para el rey un relajo extraordinario, pues sólo había hecho lo que más le gustaba: diseñar edificios, trazar nuevos proyectos urbanísticos, imaginar cómo serían los nuevos barrios, las nuevas iglesias, las fortificaciones y murallas. Discutir sobre arquitectura, debatir sobre historia y arte, conversar sobre astronomía y ciencias, eso era lo que don Pedro estimaba, más incluso que la propia política. Pero él había nacido para ser rey, rey contra el mismo destino,  un rey orgulloso de su condición, consciente de que debía salvaguardar su corona ante cualquier circunstancia.
 Aquellos últimos días de invierno la ciudad de Barcelona hervía en revueltas. Los tejedores de lana y los pelaires habían logrado que el rey los autorizara a reunirse y recaudar dinero por su cuenta, lo que iba en contra de la jurisdicción de los consellers. Con Asia Menor y Tierra Santa en manos de los turcos, los talleres textiles barceloneses tenían dificultades para encontrar tintes, lo que había supuesto una alteración de los precios y salarios. Sin la calidad de los tintes orientales, los mercaderes occidentales se habían visto obligados a buscar el tanino de Chíos para el color negro, el quermes y la orsella mediterráneos para el grana y el rojo y el pastel de Lombardía para el azul. Los cambios y las alteraciones económicas habían provocado un cataclismo en la relación entre el oro y la plata; así, mientras en Europa una libra de oro se cambiaba por diez y media de plata, en Cataluña hacían falta algo más de trece libras de plata para comprar una de oro. Todo ello había provocado serios desajustes en los que los más perjudicados eran los mercaderes y los artesanos que, ante su desesperada situación, estaban comenzando a organizarse para lograr alcanzar algunos puestos en la administración de la ciudad.
 Santa Pau había acompañado al rey en su viaje a Gerona y al regreso a Barcelona el Canciller lo esperaba ansioso.
 -Muchos problemas, Jerónimo, muchos problemas. La corona está al borde de la bancarrota y la ciudad de Barcelona todavía está peor”.

sábado, 29 de octubre de 2016

"Escenas y tipos matritenses".- Ramón de Mesonero Romanos (1803-1882)

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  Un realista contra los románticos

 "La necedad se pega", ha dicho un autor célebre. No es esto afirmar que lo que hoy se entiende por romanticismo sea necedad, sino que todas las cosas exageradas suelen degenerar en necias; y bajo este aspecto, la romanticomanía se pega también. Y no sólo se pega sino que, al revés de otras enfermedades contagiosas, que a medida que se transmiten pierden en grados de intensidad, ésta, por el contrario, adquiere en la inoculación tal desarrollo, que en lo que en su origen pudo ser sublime pasa a ser ridículo; lo que en unos fue destello de genio, en otros viene a ser un ramo de locura.
 Y he aquí por qué un muchacho que por los años de 1811 vivía en nuestra corte y su calle de la Reina, y era hijo del general francés Hugo y se llamaba Víctor, encontró el romanticismo donde menos podía esperarse, esto es, en el seminario de Nobles; y el picaruelo conoció lo que nosotros no habíamos sabido apreciar y teníamos enterrado hace dos siglos con Calderón; y luego regresó a París, extrayendo de entre nosotros esta primera materia, y la confeccionó a la francesa, y provisto como de costumbre con su patente de invención, abrió su almacén y dijo que él era el Mesías de la literatura, que venía a redimirla de la esclavitud de las reglas; y acudieron ansiosos los noveleros y la manada de imitadores (imitadores servum pecus, que dijo Horacio) se esforzaron en sobrepujarle y dejar atrás su exageración, y los poetas transmitieron el nuevo humor a los novelistas; éstos a los historiadores; éstos a los políticos; éstos a los demás hombres; éstos a todas las mujeres; y luego salió de Francia aquel virus ya bastardeado y corrió toda la Europa y vino, en fin, a España y llegó a Madrid (de donde había salido puro), y de una en otra pluma, de una en otra cabeza, vino a dar en la cabeza y en la pluma de mi sobrino, de aquel sobrino que ya en otro tiempo creo haber hablado a mis lectores; y tal llegó a sus manos que ni el mismo Víctor Hugo lo conociera, ni el Seminario de nobles tampoco.
 La primera aplicación que mi sobrino creyó deber hacer de adquisición tan importante fue a su propia física persona, esmerándose en poetizarla por medio del romanticismo aplicado al tocador.
 Porque -decía él- la fachada de un romántico debe ser gótica, ojival, piramidal y emblemática... Por de pronto eliminó el frac, por considerarle del tiempo de la decadencia, y aunque no del todo conforme con la levita, hubo de transigir con ella, como más análoga a la sensibilidad de la expresión. Luego suprimió el chaleco, por redundante; luego el cuello de la camisa, por inconexo; luego las cadenas y relojes; los botones y alfileres, por minuciosos y mecánicos; después los guantes, por embarazosos; luego las aguas de olor, los cepillos, el barniz de las botas y las navajas de afeitar, y otros mil adminículos que los que no alcanzamos la perfección romántica creemos indispensables y de todo rigor.
 Quedó, pues, reducido todo el atavío de su persona a un estrecho pantalón que designaba la musculatura pronunciada de aquellas piernas; una levitilla de menguada faldamenta, y abrochada tenazmente hasta la nuez de la garganta; un pañuelo negro descuidadamente añudado en torno de ésta, y un sombrero de misteriosa forma, fuertemente introducido hasta la ceja izquierda. Por debajo de él descolgábanse de entrambos lados de la cabeza dos guedejas de pelo negro y barnizado, que formando un bucle convexo se introducían por debajo de las orejas, haciendo desaparecer éstas de la vista del espectador; las patillas, la barba y el bigote, formando una continuación de aquella espesura, daban con dificultad permiso para blanquear a dos mejillas lívidas, dos labios mortecinos, una afilada nariz, dos ojos grandes, negros y de mirar sombrío; una frente triangular y fatídica. Tal era la vera efigies de mi sobrino y no hay que decir que tan uniforme tristura ofrecía no sé qué de siniestro e inanimado, de suerte que no pocas veces, cuando cruzado de brazos y la barba sumida en el pecho, se hallaba abismado en sus tétricas reflexiones, llegaba yo a dudar de si era el mismo o sólo su traje colgado de una percha; y acontecióme más de una ocasión el ir a hablarle por la espalda, creyendo verle de frente, o darle una palmada en el pecho, juzgando dársela en el lomo.
 Ya que vio romantizada su persona, toda su atención se convirtió a romantizar igualmente sus ideas, su carácter y sus estudios. Por de pronto me declaró rotundamente su resolución contraria a seguir ninguna de las carreras que le propuse, asegurándome que encontraba en su corazón algo de volcánico y sublime, incompatible con la exactitud matemática o con las fórmulas del foro; y después de largas disertaciones viene a sacar en consecuencia que la carrera que le parecía más análoga a sus circunstancias era la carrera de poeta, que según él es la que seguía derechita al templo de la inmortalidad.
 En busca de sublimes inspiraciones y con el objeto, sin duda, de formar su carácter tétrico y sepulcral, recorrió día y noche los cementerios y escuelas anatómicas; trabó amistosa relación con los enterradores y fisiólogos; aprendió el lenguaje de los búhos y de las lechuzas; encaramóse a las peñas escarpadas y se perdió en la espesura de los bosques; interrogó a las ruinas de los monasterios y de las ventas (que él tomaba por góticos castillos); examinó la ponzoñosa virtud de las plantas, e hizo experiencia en algunos animales del filo de su cuchilla y de los convulsos movimientos de la muerte. Trocó los libros que yo le recomendaba, los Cervantes, los Solís, los Quevedos, los Saavedra, los Moretos, Meléndez y Moratines, por los Hugos y Dumas, los Balzacs, los Sands y Souliés..."     
  

viernes, 28 de octubre de 2016

"Poesías".- Garcilaso de la Vega (1498-1536)


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 En tanto que de rosa y azucena

 "En tanto que de rosa y azucena
se muestra la color en vuestro gesto,
y que vuestro mirar ardiente, honesto,
enciende al corazón y lo refrena;

y en tanto que el cabello, que en la vena
del oro se escogió, con vuelo presto,
por el hermoso cuello blanco, enhiesto,
el viento mueve, esparce y desordena;

coged de vuestra alegre primavera
el dulce fruto, antes que el tiempo airado
cubra de nieve la hermosa cumbre.

Marchitará la rosa el viento helado,
todo lo mudará la edad ligera,
por no hacer mudanza en su costumbre.


Cuando me paro a contemplar mi estado

Cuando me paro a contemplar mi estado
y a ver los pasos por dó me ha traído,
hallo, según por do anduve perdido,
que a mayor mal pudiera haber llegado;

mas cuando del camino estoy olvidado,
a tanto mal no sé por dó he venido:
sé que me acabo, y más he yo sentido
ver acabar conmigo mi cuidado.

Yo acabaré, que me entregué sin arte
a quien sabrá perderme y acabarme,
si quisiere, y aun sabrá querello:

que pues mi voluntad puede matarme,
la suya, que no es tanto de mi parte,
pudiendo, ¿qué hará sino hacello?


Escrito está en mi alma vuestro gesto

 Escrito está en mi alma vuestro gesto
y cuanto yo escribir de vos deseo;
vos sola lo escribisteis, yo lo leo
tan solo, que aun de vos me guardo en esto.

En esto estoy y estaré siempre puesto;
que aunque no cabe en mí cuanto en vos veo,
de tanto bien lo que no entiendo creo,
tomando ya la fe por presupuesto.

Yo no nací sino para quereros;
mi alma os ha cortado a su medida:
por hábito del alma misma os quiero.

Cuanto tengo confieso yo deberos;
por vos nací, por vos tengo la vida,
por vos he de morir y por vos muero."

jueves, 27 de octubre de 2016

"La representación será la trampa".- Ferenc Molnár (1878-1952)


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 Acto primero

 "(Lujoso salón de invitados de un hermoso castillo al lado de la playa. Puertas a derecha e izquierda. Mobiliario de salón en medio del escenario: un sofá, una mesa y dos sillones. Grandes ventanas al fondo. Noche estrellada. El escenario está a oscuras. Cuando se levanta el telón, se oye  a unos hombres que conversan en voz alta tras la puerta de la izquierda. La puerta se abre y entran tres caballeros de esmoquin. Uno de ellos enciende la luz inmediatamente. Se dirigen hacia el centro en silencio y se sitúan alrededor de la mesa. Se sientan a la vez, Gál en el sillón de la izquierda, Turai en el de la derecha y Adám en el sofá del medio. Silencio muy largo, casi violento. Se estiran cómodamente. Silencio. Después):
 Gál: ¿Por qué estás tan pensativo?
 Turai: Estoy pensando en lo difícil que es comenzar la representación de una obra de teatro. Presentar a todos los personajes principales al inicio, cuando todo empieza.
 Adám: Me imagino que debe ser complicado.
 Turai: Es endiabladamente complicado. La obra de teatro empieza. El público se queda en silencio. Los actores salen al escenario y el tormento comienza. Es una eternidad; a veces pasa hasta un cuarto de hora antes de que el público averigüe quién es quién y qué hace ahí.
 Gál: ¡Sí que tienes una mente peculiar! ¿No puedes olvidarte de tu profesión ni siquiera por un momento?
 Turai: ¡Imposible!
 Gál: No pasa ni media hora sin que te pongas a hablar de teatro, actores u obras. Hay más cosas en el mundo.
 Turai: No las hay. Soy dramaturgo. Esa es mi maldición.
 Gál: No debes ser esclavo de tu profesión.
 Turai: Si no la dominas, eres su esclavo. No hay término medio. Créeme, no es fácil empezar bien una obra de teatro. Es uno de los problemas más arduos de la puesta en escena. Presentar a los personajes rápidamente. Fijémonos en esta escena de aquí, con nosotros tres. Tres caballeros de esmoquin. Supongamos que no suben al salón de este castillo señorial, sino a un escenario, justo cuando comienza la obra de teatro. Tendrían que hablar sobre toda una serie de temas sin interés hasta que pudiera saberse quiénes somos. ¿No sería mucho más fácil comenzar todo esto poniéndonos de pie y presentándonos a nosotros mismos? (Se levanta.) Buenas noches. Los tres estamos invitados en este castillo. Acabamos de llegar del comedor, donde hemos tomado una cena excelente y hemos bebido dos botellas de champán. Mi nombre es Sándor Turai, soy autor teatral, llevo escribiendo obras de teatro desde hace treinta años, ésa es mi profesión. Punto y final. Tu turno.
 Gál: (Se levanta.) Mi nombre es Gál, también soy autor teatral. También escribo obras de teatro en colaboración con este caballero, aquí presente. Somos una pareja famosa de autores teatrales. En todos los carteles de las buenas comedias y operetas se lee: escrita por Gál y Turai. Naturalmente, ésta es también mi profesión.
 Gál y Turai: (A la vez.) Y este joven...
 Adám: (Se levanta.) Este joven es, si me lo permiten, Albert  Adám, veinticinco años, compositor. Escribí la música de la última opereta de estos dos amables caballeros. Este es mi primer trabajo para el teatro. Estos dos ángeles veteranos me han descubierto y ahora, con su ayuda, me gustaría hacerme famoso. Gracias a ellos me han invitado a este castillo, gracias a ellos me han hecho el frac y el esmoquin. En otras palabras, por el momento, soy pobre y desconocido. Aparte de eso, soy huérfano y me crio mi abuela. Ella ya falleció. Estoy solo en el mundo. No tengo nombre ni fortuna.
 Turai: Pero eres joven.
 Gál: E inteligente.
 Adám: Y estoy enamorado de la solista.
 Turai: No debiste añadir eso. Los espectadores lo habrían averiguado de todas formas.  (Todos se sientan.) Y bien, ¿no sería esta la manera más sencilla de empezar una obra de teatro?
 Gál: Si nos permitiesen hacerlo, sería fácil escribir obras de teatro.
 Turai: Créeme, no es tan complicado. Piensa en todo ello como en...
 Gál: De acuerdo, de acuerdo, de acuerdo, no empieces a hablar de teatro otra vez. Estoy harto de ello. Ya hablaremos mañana, si quieres". 
     

miércoles, 26 de octubre de 2016

"El maestro de esgrima".- Arturo Pérez Reverte (1951)


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 "Marcelino Romero, el profesor de música, se apiadó del acosado don Lucas. Dejando de masticar su media tostada, hizo una candorosa observación sobre el casticismo y simpatía que, eso nadie podía negarlo, tenía la reina. Sonó la risita sardónica de Carreño mientras Agapito Cárceles cerraba sobre el pianista con clamorosa indignación.
 -¡Con casticismo no se gobiernan reinos, señor mío! –espetó-. Para eso es preciso tener patriotismo –mirada de soslayo a don Lucas- y vergüenza.
 -Vergüenza torera –remachó Carreño, frívolo.
Don Lucas golpeó el suelo con el bastón, impaciente ante tanto desafuero.
 -¡Qué fácil es condenar! –exclamó moviendo tristemente la cabeza-. ¡Qué fácil hacer leña del pobre árbol que se tambalea! Y, precisamente usted, don Agapito, que fue cura…
 -¡Alto ahí! –interrumpió el periodista-. ¡Eso dígalo en pretérito pluscuamperfecto!
 -Lo fue, lo fue aunque le pese –insistió don Lucas, encantado de haber tocado un punto que fastidiaba a su contertulio.
 Cárceles se llevó una mano al pecho y puso al cielo raso por testigo.
 -¡Reniego de la sotana que vestí en momentos de juvenil obcecación, negro símbolo del oscurantismo!
 Asintió gravemente Antonio Carreño, en mudo homenaje a tal alarde retórico. Don Lucas seguía a lo suyo:
 -Usted que fue cura, don Agapito, debe saber mejor que nadie una cosa: la caridad es la más excelsa de las virtudes cristianas. Hay que ser generoso y tener caridad cuando se enjuicia la figura histórica de nuestra soberana.
 -Su soberana de usted, don Lucas.
 -Llámela como quiera.
 -La llamo de todo: caprichosa, voluble, supersticiosa, inculta y otras cosas que me callo.
 -No estoy dispuesto a tolerar sus impertinencias.
 Los contertulios se vieron de nuevo en la obligación de pedir calma. Ni don Lucas ni Agapito Cárceles eran capaces de matar una mosca, pero todo aquello formaba parte de la liturgia repetida cada tarde.
 -Hemos de tener en cuenta –don Lucas se retorcía las guías del bigote, procurando no darse por enterado de la mirada socarrona que le dirigía Cárceles- el desgraciado matrimonio de nuestra soberana, a espaldas de todo atractivo físico, con don Francisco de Asís… Las desavenencias conyugales, que son del dominio público, facilitaron la actuación de camarillas cortesanas y políticos sin escrúpulos, favoritos y mangantes. Ésos, y no la pobre Señora, son los responsables de la triste situación que hoy vivimos.
 Cárceles ya se había contenido demasiado tiempo:
 -¡Vaya a contarle eso a los patriotas presos en África, a los deportados a Canarias o Filipinas, a los emigrados que pululan por Europa! –el periodista estrujaba La Nueva Iberia entre las manos, embargado de ira revolucionaria-. El actual gobierno de Su Majestad Cristianísima está haciendo buenos a los anteriores, lo que ya es decir bastante. ¿Es que no ve usted el panorama?... Hasta politicastros y espadones que no tienen una gota de sangre demócrata en sus venas han sido desterrados por el mero hecho de ser sospechosos, o de dudosa adhesión a la infame política de González Bravo. Pase revista, don Lucas. Pase revista: desde Prim a Olózaga, pasando por Cristino Martos y los demás. Ya ve que incluso la Unión Liberal, como acabamos de leer, pasó por el trágala en cuanto el viejo O’Donnell se fue a criar malvas. La causa de Isabel ya no tiene otro apoyo que las divididas y ruinosas fuerzas moderadas, que se tiran los trastos a la cabeza porque el poder se les escapa de las manos y ya no saben a qué santo encomendarse… Su monarquía de usted hace agua y aguas, don Lucas. Aguas menores… y mayores.
 -La verdad es que Prim está al caer –susurró confidencialmente Antonio Carreño, en un rasgo de originalidad que fue acogido con guasa por sus contertulios. Cárceles cambió la dirección de su impecable artillería.
 -Prim, como hace poco apuntaba nuestro amigo don Lucas, es un militar. Un miles más o menos gloriosus, pero miles al fin y al cabo. No me fío ni un pelo.
 -El conde de Reus es un liberal –protestó Carreño.
 Cárceles dio un puñetazo sobre el velador de mármol, estando a punto de derramar el café de las tazas.
 -¿Liberal? Permita que me ría, don Antonio. ¡Prim, un liberal…! Cualquier auténtico demócrata, cualquier patriota probado como el que suscribe, debe desconfiar por principio de lo que un militar tenga en la cabeza, y Prim no es una excepción. ¿Olvidan ustedes su pasado autoritario? ¿Sus ambiciones políticas?... En el fondo, por mucho que las circunstancias lo obliguen a conspirar entre nieblas británicas, cualquier general necesita tener a mano un rey de la baraja para seguir jugando a ser el caballo de espadas… A ver, señores. ¿Cuántos pronunciamientos hemos tenido en lo que va de siglo? ¿Y cuántos han sido para proclamar la república?... Ya lo ven. Nadie le regala graciosamente al pueblo lo que sólo el pueblo es capaz de exigir y conquistar. Caballeros, a mí Prim me da mala espina. Seguro de que, en cuanto llegue, se nos saca un rey de la manga. Ya lo dijo el gran Virgilio: Timeo Danaos et dona ferentis”.

martes, 25 de octubre de 2016

"Willenbrock".- Christoph Hein (1944)


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 "-¿Cómo andan las cosas en su país? En los periódicos sólo se leen malas noticias sobre la Madre Rusia. Si hay que creerles, todo Moscú es una cueva de ladrones. Drogas, mafias, prostitución, asesinatos, palizas, la verdad es que asusta. Da miedo viajar a su bella ciudad. Un clima así no es bueno para los negocios. ¡Y ahuyenta a los turistas!
 -Yo no hago caso de los periódicos, amigo. Los periodistas…, ya sabe, necesitan sangre. De eso viven. Y si hace falta son capaces de inventarse lo que el periódico quiere publicar. Con los zares pasaba lo mismo, y con Stalin, y hoy todo sigue igual. En el fondo, Moscú no ha cambiado. Los pobres son ahora más pobres y los ricos han mejorado un poco su situación, como en todas partes… Y la prostitución… bueno, eso tampoco está mucho peor que antes, sólo que ahora las chicas de Moscú son más feas. Por desgracia, ésa es la verdad. Las mejores putas rusas hacen la calle en Occidente. En Berlín, en París. Y con el ballet pasa lo mismo. ¡Por Dios! Si se me llenan los ojos de lágrimas cuando pienso en el Bolshói. Hoy siempre se consiguen entradas. Y hasta tienen que hacer propaganda para que la gente vaya. ¡Propaganda! ¡El Bolshói! ¿Dónde se ha visto? Eso sí es una auténtica tragedia rusa.
 Krylov cogió la botella y llenó el vaso de Willenbrock y el suyo, para brindar cordialmente con su “amigo alemán”.
 -La grande y orgullosa Rusia abastece de putas y bailarinas a la Europa occidental, y nosotros nos quedamos con lo que los europeos no quieren comprar. En mi época era diferente; quiero decir, Moscú era lo primero. Pero los que ahora nos gobiernan venden los mejor de Rusia. Ésos son los imbéciles, los verdaderos criminales. Si Moscú tiene hoy un problema con los gángsters y la mafia, es porque los gángsters y los mafiosos se han hecho políticos. No tenemos dirigentes formados y cultos como los que tenéis vosotros, los alemanes. A nosotros, lamentablemente, nos gobiernan unos bribones que sólo piensan en su bolsillo.
 Willenbrock soltó una carcajada.
 -Tiene usted una imagen demasiado hermosa de los alemanes, doctor Krylov. ¡Y yo que pensaba que nos conocía bien! Pero no se haga ilusiones con los políticos alemanes.
 Krylov era un antiguo colaborador del gobierno soviético que había trabajado en el Departamento para la Europa Occidental y visitado varias veces la República Federal. Despedido de la administración tras la disolución de la Unión Soviética, durante dos años se ganó la vida ayudando a empresas alemanas a establecer contactos comerciales y abrir sucursales en Rusia. Después se instaló por su cuenta, con una empresa inscrita en San Petersburgo, Munich y Milán que, según él, se dedicaba a la importación y exportación de nuevas tecnologías. En su primera visita, le había dado a Willenbrock una tarjeta que lo identificaba como director de Russian Venture Group, y le había explicado que su pequeña empresa prosperaba porque él podía allanar algunos caminos en la jungla de la burocracia rusa, lo que equivalía a decir que ayudaba al que lo necesitaba a atravesar el viejísimo pantanal ruso. Entre todas las puertas, él encontraba siempre la apropiada y, además, como aquel héroe de los cuentos populares, sabía cómo se abría. Eso era lo único que tenía para ofrecer y vender.
 -Y paciencia también tengo –había dicho-; la paciencia que vosotros, los europeos, habéis perdido y sin la cual es imposible hacer negocios en mi país. Yo vendo mi paciencia, y eso me permite vivir bastante bien.
 Willenbrock quedó impresionado con Krylov desde su primera visita. Le gustaba ese hombre decidido y seguro de sí mismo y, puesto que creía haber entendido que al ruso le interesaban también los vehículos de ocasión, enseguida le ofreció una ventajosa rebaja si le compraba más de uno. Krylov aceptó y desde entonces aparecía cada dos o tres meses y cada vez que venía le compraba varios coches que pagaba en el acto y al contado.
 -Rusia es grande sólo en la guerra –prosiguió Krylov- y bajo el yugo de un zar. El ruso no soporta la libertad. A nosotros nos marcó Asia, no Europa. Nosotros protegimos a Europa de los asiáticos y, haciéndolo, nos volvimos asiáticos. Nos sacrificamos por Europa, protegimos con nuestro cuerpo a Viena y París de los ataques de los mongoles. Y hemos tenido que pagar un precio muy alto que Europa no nos lo devolverá. Ahora hay que apalear a los rusos para que trabajen bien. No somos alemanes. A los alemanes les gusta trabajar y lo quieren todo perfecto.
 Sus cuatro acompañantes, sentados detrás de él, no abrieron la boca ni una sola vez, aunque parecían seguir la conversación muy atentos. Willenbrock no sabía si de verdad entendían el alemán, si los escuchaban o si sólo esperaban, disciplinados, hasta que su jefe les hiciera la señal de partir. Parecían reclutas que se esforzaban por adivinar cada orden antes de que se les impartiera, sin llamar jamás la atención. A lo mejor los azota, pensó Willenbrock.
 -Tiene usted una idea muy romántica de los alemanes, doctor Krylov. Y Rusia ya tuvo bastante mano dura. No sé si entonces su país era más feliz que ahora.
 -¿Feliz? ¿Qué quiere decir? Entonces había orden y pan y trabajo para todos. En mi país eso significa mucho y hoy, por lo menos, hemos aprendido a apreciarlo.
 -Sí, claro, pan y trabajo. Pero también había campos de confinamiento y dos o tres cosas más bastante desagradables, cosas que no estaban precisamente a la altura del siglo veinte. Stalin no fue ningún santo.
 -Fue seminarista y, ya se sabe, ésos tienden a querer redimir al mundo. Y hubo una guerra, no lo olvidemos. Para nosotros, Stalin fue como un arcángel, un enviado de Dios. El que aspira a ganar una guerra no puede apreciar demasiado la vida de un hombre. El camino de la victoria está empedrado de cadáveres y eso es algo que los europeos aprendieron con Hitler y Napoléon, con los grandes príncipes electores y con la Inquisición.
 -Doctor, el que lo escucha podría pensar que anhela usted una vuelta al pasado. Sin embargo, creo que también a usted le va hoy mucho mejor que en los tiempos en que trabajaba para el gobierno.
 -¿Mejor? Sí, seguro, si mejor quiere decir que hoy gano más dinero, muchísimo más dinero que antes, que hoy tengo varios coches y un par de casas y pisos de lujo en dos o tres ciudades. En aquellos tiempos ni siquiera me habría atrevido a soñar con algo así. Si quiere que le sea sincero, me va de fábula. Lo único que me entristece es lo que esos bandidos han hecho de Rusia. Un pueblo orgulloso convertido en una ruina política. No olvide que soy ruso, no europeo; soy ruso con todas las ridículas cualidades y la sensiblería bárbara que ya lamentó Pushkin. El orgullo humillado de mi patria es algo que me duele en carne propia. Para nosotros, es como el tratado de Versalles para vosotros los alemanes. Ahora esperamos a nuestro Hitler, que hará de nuestro Versalles papel mojado. Echemos otro trago, amigo”.

lunes, 24 de octubre de 2016

"Extraños en un tren".- Patricia Highsmith (1921-1995)


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 "-¿No puede marcharse de casa, si le apetece hacerlo?
Al principio pareció como si Bruno no hubiese entendido la pregunta, pero luego calmosamente respondió:
 -Claro que sí, pero es que me gusta estar con mi madre.
 “Y ella, a su vez, no se marcha a causa del dinero” –pensó Guy.
 -¿Un pitillo?
 Bruno lo cogió, sonriendo.
 -¿Sabe? La noche que se marchó de casa fue la primera vez que salía, puede que en diez años. Me pregunto adónde diablos iría. Estaba tan furioso que le hubiese matado, y él lo sabía. ¿Alguna vez ha tenido ganas de matar a alguien?
 -No.
 -Yo sí. A veces estoy seguro de que podría matar a mi padre.
 Bajó la mirada hacia el plato, sonriendo reflexivamente.
 -¿Sabe cuál es el hobby de mi padre? ¡Adivínelo!
 Guy no deseaba adivinar nada. Le había acometido un aburrimiento repentino, un deseo de estar solo.
 -Pues, ¡colecciona moldes para hacer galletas!
 Bruno se rió burlonamente.
 -¡En serio! Tal como se lo digo. Los tiene de todas clases… de Penssylvania, de Baviera, de Inglaterra, de Francia, una gran cantidad de Hungría. Los hay por toda la habitación. Sobre el escritorio tiene unos moldes para hacer animalitos de galleta… ¡enmarcados! ¿Sabe a qué me refiero? De ésas que comen los niños. Escribió al presidente de la compañía que los fabrica y le mandaron un juego completo. ¡La era de las máquinas!
 Bruno se rió, bajando la cabeza rápidamente.
 Guy le miraba fijamente. Bruno le estaba resultando más divertido de lo que él mismo se figuraba.
 -¿Los utiliza alguna vez?
 -¿Eh?
 -Que si alguna vez hace galletas.
 Bruno lanzó un alarido de risa. Se retorció para quitarse la chaqueta y la arrojó sobre una de las maletas. Durante unos instantes pareció demasiado excitado para poder hablar, entonces, calmándose repentinamente, comentó:
 -Mi madre siempre le está diciendo que se vaya con sus moldes y sus galletitas.
 Su rostro se cubrió de un sudor fino como una capa de aceite. Lanzó una sonrisa solícita hacia el otro lado de la mesa. […]
 -¿Le importa que le pregunte qué edad tiene?
 -Veintinueve.
 -Ah, ¿sí? Le hacía mayor. ¿Qué edad cree que tengo yo?
 Guy le examinó cortésmente.
 -Tal vez veinticuatro o veinticinco –contestó, tratando de halagarle porque, de hecho, parecía más joven.
 -Sí, así es. Veinticinco. ¿Lo dice en serio… que parezco tener veinticinco años con esta… esta cosa en medio de la cabeza?
 Bruno se mordió el labio inferior. En sus ojos brilló un destello de cautela y de pronto se tapó la frente con la mano, con gesto de intensa y amarga vergüenza. Se levantó de un salto, acercándose al espejo.
 -Quería cubrírmelo con algo.
 Guy dijo algo para tranquilizarle, pero Bruno siguió mirándose en el espejo desde varios ángulos, con ganas de atormentarse.
 -No podía ser un simple grano –exclamó nasalmente-. Tenía que ser un divieso… nacido de todo el odio que llevo dentro. ¡Es como una de las llagas de Job!
 -Oh, vamos –dijo Guy, riendo.
 -Empezó a salirme el lunes por la noche, después de la discusión. Y cada vez está peor. Apuesto a que me dejará una cicatriz.
 -No, no lo hará.
 -Le digo que sí. ¡Vaya modo de presentarme en Santa Fe!
 Se había sentado otra vez, apretando los puños, con una de sus piernas echada hacia atrás, como un personaje folletinesco. […]
 -En Santa Fe –dijo Bruno-, quiero de todo. Vino, mujeres, canciones, ¡ja!”

domingo, 23 de octubre de 2016

"Summa poética".- Nicolás Guillén (1902-1989)


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 El apellido (elegía familiar)
  I
 "Desde la escuela / y aun antes… Desde el alba, cuando apenas
Era una brizna yo de sueño y llanto, / desde entonces,
Me dijeron mi nombre. Un santo y seña / para poder hablar con las estrellas.
Tú te llamas, te llamarás… / Y luego me entregaron
Esto que veis escrito en mi tarjeta, / esto que pongo al pie de mis poemas:
Catorce letras / que llevo a cuestas por la calle,
Que siempre van conmigo a todas partes. / ¿Es mi nombre, estáis ciertos?
¿Tenéis todas mis señas? / ¿Ya conocéis mi sangre navegable,
Mi geografía llena de oscuros montes, / de hondos y amargos valles
Que no están en los mapas? / ¿Acaso visitasteis mis abismos,
Mis galerías subterráneas / con grandes piedras húmedas,
Islas sobresaliendo en negras charcas / y donde un puro chorro
Siento de antiguas aguas / caer desde mi alto corazón
Con fresco y hondo estrépito / en un lugar lleno de ardientes árboles,
Monos equilibristas, / loros legisladores y culebras?
¿Toda mi piel (debí decir) / toda mi piel viene de aquella estatua
De mármol español? ¿También mi voz de espanto, / el duro grito de mi garganta?                    
                                                                                                        [  ¿Vienen de allá
Todos mis huesos? ¿Mis raíces y las raíces /  de mis raíces y además
Estas ramas oscuras movidas por los sueños / y estas flores abiertas en mi frente
Y esta savia que amarga mi corteza? / ¿Estáis seguros?
¿No hay nada más que eso que habéis escrito, / que eso que habéis sellado
Con un sello de cólera? / (¡Oh, debí haber preguntado!)
Y bien, ahora os pregunto: / ¿no veis estos tambores en mis ojos?
¿No veis estos tambores tensos y golpeados / con dos lágrimas secas?
¿No tengo acaso / un abuelo nocturno
Con una gran marca negra / (más negra todavía que la piel)
Una gran marca hecha de un latigazo? / ¿No tengo pues
Un abuelo mandinga, congo, dahomeyano? / ¿Cómo se llama? ¡Oh, sí, decídmelo!
¿Andrés? ¿Francisco? ¿Amable? / ¿Cómo decís Andrés en congo?
¿Cómo habéis dicho siempre / Francisco en dahomeyano?
En mandinga, ¿cómo se dice Amable? / ¿O no? ¿Eran, pues, otros nombres?
¡El apellido, entonces! / ¿Sabéis mi otro apellido, el que me viene
De aquella tierra enorme, el apellido / sangriento y capturado, que pasó sobre el mar
Entre cadenas, que pasó entre cadenas sobre el mar? / ¡Ah, no podéis recordarlo!
Lo habéis disuelto en tinta inmemorial. / Lo habéis robado a un pobre negro indefenso.
Lo escondisteis, creyendo / que iba a bajar los ojos yo de la vergüenza.
¡Gracias! / ¡Os lo agradezco!
Gentiles gentes, thank you! / Merci!
Merci bien! / Merci beaucoup!
Pero no… ¿Podéis creerlo? No. / Yo estoy limpio.
Brilla mi voz como un metal recién pulido. / Mirad mi escudo: tiene un baobab,
Tiene un rinoceronte y una lanza. / Yo soy también el nieto,
Biznieto, / tataranieto de un esclavo.
(Que se avergüence el amo). / ¿Seré Yelofe?
¿Nicolás Yelofe, acaso? / ¿O Nicolás Bakongo?
¿Tal vez Guillén Banguila? / ¿O Kumbá?
¿Quizá Guillén Kumbá? / ¿O Kongué?
¿Pudiera ser Guillén Kongué? / ¡Oh, quién lo sabe!
¡Qué enigma entre las aguas!

Balada
Ay, venga paloma, venga / y cuénteme usted su pena.
-Pasar he visto a dos hombres / armados y con banderas;
El uno en caballo moro, / el otro en potranca negra.
Dejaran casa y mujer, / partieran a lueñes tierras;
El odio los acompaña, / la muerte en las manos llevan.
¿A dónde vais?, preguntéles, / y ambos a dos respondieran:
Vamos andando, paloma, / andando para la guerra.
Así dicen y después / con ocho pezuñas vuelan,
Vestidos de polvo y sol, / armados y con banderas,
El uno en caballo moro, / el otro en potranca negra.

Ay, venga, paloma, venga / y cuénteme usted su pena.
-Pasar he visto a dos viudas / como jamás antes viera,
Pues que de una misma lágrima / estatuas parecen hechas.
¿A dónde vais, mis señoras? / pregunté a las dos al verlas.
Vamos por nuestros maridos, / paloma, me respondieran.
De su partida y llegada / tenemos amargas nuevas;
Tendidos están y muertos, / muertos los dos en la hierba,
Gusanos ya sobre el vientre / y buitres en la cabeza,
Sin fuego las armas mudas / y sin aire las banderas;
Se espantó el caballo moro, / huyó la potranca negra.
Ay, venga, paloma, venga / y cuénteme usted su pena”.