domingo, 29 de enero de 2023

Autobiografía y otros escritos.- Benjamin Franklin (1706-1790)


Benjamin Franklin - Wikipedia, la enciclopedia libre
Autobiografía


    «En la ciudad vivía otro muchacho muy dado a los libros, llamado John Collins, con el que llegué a tener una amistad íntima. Con frecuencia discutíamos porque la controversia nos gustaba y deseábamos enfrentarnos uno a otro con nuestros argumentos, cosa que, por cierto, puede convertirse en una mala costumbre y hacer a los que la tienen muy desagradables, porque siempre llevan la contraria. Además de servir para agriar cualquier conversación, dicho hábito da ocasión a disgustos y tal vez enemistades, en lugar de reforzar la amistad. Adquirí esta mala costumbre leyendo los libros de mi padre sobre polémicas religiosas. Las personas de buen juicio, según luego he podido apreciar, rara vez caen en el vicio de discutir salvo los abogados, los universitarios o los que se han criado en Edimburgo. En una ocasión surgió entre Collins y yo una disputa a propósito de si había que instruir a las mujeres y fomentar su capacidad para el estudio. Según él, ello no procedía, y además las mujeres no valían para el estudio. Yo sostenía la teoría opuesta, quizá por aquello de llevar la contraria. Collins se mostraba más elocuente y encontraba fácilmente las palabras adecuadas y tengo para mí que a veces me vencía más por su elocuencia que por la solidez de sus razonamientos. Como nos separamos sin haber llegado a un acuerdo, yo me puse a escribir mis razonamientos, hice una copia en limpio y se la envié a mi contrincante. El contestó y yo volví a replicarle y así varias veces hasta que mi padre encontró por casualidad unas de aquellas cartas y las leyó. Sin entrar en el fondo de la cuestión, mi padre me comentó el estilo literario que yo empleaba, haciéndome notar la ventaja que yo tenía sobre mi antagonista en materia de ortografía y sintaxis (que eran fruto de mi experiencia como impresor), pero subrayándome también que en elegancia de expresión, en método y en perspicacia, yo era inferior, y me convenció de ello señalándome varios pasajes de las cartas. Me di cuenta de lo atinado de sus opiniones y, en consecuencia, me apliqué a mejorar mi estilo.
 Fue hacia esta época cuando cayó en mis manos un tomo del Spectator, el tercero para ser preciso. No había tenido la ocasión de leerlo, y cuando lo hice repetidas veces me pareció delicioso. Encontré su expresión excelente y deseé ser capaz de imitarla. En este empeño me fijé en algunos de sus ensayos, resumí en un papel, con poquísimas palabras, las ideas que se exponían en cada una de sus frases y lo guardé. Pasados unos días y sin consultar el original, intenté rehacer los ensayos de The Spectator a partir de mis resúmenes, completando éstos con cuantas palabras me parecían adecuadas para reconstruir su primitiva elegancia y amplitud. Luego cotejé mi trabajo con el original y corregí las faltas que había cometido. Me di cuenta de que me faltaba vocabulario o mayor presteza para recordar y utilizar las palabras idóneas. Pensé entonces que tal vez hubiera podido conseguir ambas cosas si hubiera seguido escribiendo versos, ya que el buscar palabras del mismo significado pero de longitud o sonido diferentes para encajarlas en el ritmo y en la rima correspondientes, me hubiera obligado a perseguir constantemente la variedad expresiva y a fijar en mi mente y dominar una gran multiplicidad de vocablos y giros. En consecuencia, tomé algunas de las narraciones del Spectator y las puse en verso para volverlas después a su prosa original, cuando había pasado tiempo y casi me había olvidado de ésta. Otras veces formaba un revoltijo con los resúmenes que había hecho y, transcurridas algunas semanas, procuraba restablecer el orden lógico que tenían en The Spectator, para luego proceder a reconstruir y completar las frases del ensayo original. Este método me valió mucho para la correcta ordenación de mis ideas, al proporcionarme la ocasión de comparar mi trabajo con el original y poder corregir mis fallos. En ocasiones incluso me hacía la ilusión de que había acertado a mejorarlo en algunos detalles de poca importancia, lo que me animaba a esperar que con el tiempo podría ser un buen escritor, cosa que ambicionaba sobremanera.
 Dedicaba a estos ejercicios y a leer las horas de la noche, acabado mi trabajo, o las de la madrugada, antes de empezarlo, así como los domingos, en que procuraba refugiarme en la imprenta, evitando en lo posible la asistencia al culto colectivo, al que mi padre me obligaba a ir cuando vivía con él. Aunque seguía pensando que tenía la obligación de asistir a él, me parecía justificado el no ir por falta de tiempo.
 Cumplidos los dieciséis años, tuve ocasión de dar con un libro escrito por un tal Tryon, en el que se recomendaba una dieta vegetariana y decidí adoptarla. Mi hermano aún no se había casado y vivía de pensión, en compañía de sus aprendices, con una familia. El que yo me negara a comer carne causaba molestias y ello me valió no pocas críticas. Me familiaricé con algunas recetas del vegetariano Tryon, las de las patatas y el arroz cocidos, por ejemplo; las de los puddings rápidos y algunas otras, y terminé por decirle a mi hermano que si me daba la mitad de lo que pagaba a la semana por mi pensión, yo viviría por mi cuenta. Aceptó de buen grado y yo me encontré con que podía ahorrar la mitad de lo que me daba y comprar más libros. Aparte de ello, encontré en esto otra ventaja: al irse mi hermano y los demás a comer, yo podía quedarme solo en la imprenta, hacer mi frugal colación (que no consistía sino en una galleta o una rebanada de pan, unas pocas uvas pasas, un pastel y un vaso de agua), y dedicarme al  estudio hasta que ellos volvieran. Aquella frugalidad contribuyó a que mis progresos en el saber fueran más rápidos, pues sabido es que la claridad de mente y la prontitud de asimilación intelectual son, por lo general, compañeras de la templanza en comer y beber. Ocurrió, por ejemplo, que alguien me puso en vergüenza por lo poco que yo sabía de cuentas, asignatura en la que, por cierto, me suspendieron dos veces cuando estaba en la escuela, y ante ello, me puse a estudiar la aritmética de Cocker y, sin ayuda de nadie, me la aprendí de cabo a rabo con gran facilidad. Leí también un libro de Seller y Sturny sobre navegación y me familiaricé algo con la geometría sin llegar a profundizar en esta ciencia. Leí también la obra de Locke On Human Understanding y El arte de pensar, de los filósofos de Port Royal.
Autobiografía y otros escritos: Amazon.es: FRANKLIN, BENJAMIN ... Mientras continuaba con mi propósito de mejorar mi lenguaje, encontré un libro de lengua inglesa (creo que era de Greenwood), en el que se insertaban al final dos apéndices con los rudimentos del arte de la lógica y la retórica, el primero de los cuales concluía con un debate siguiendo el método socrático. Poco después leí los Recuerdos memorables de Sócrates, escritos por Jenofonte, donde se recogen numerosos ejemplos de dicho método. Me entusiasmó y decidí adoptarlo. Abandoné mi forma de argumentar obstinada y positivista y llena de seguridades y me transformé en un humilde buscador de la verdad. Tras leer a Shaftessbury y Collins, las dudas que ya tenía acerca de algunos aspectos doctrinales de nuestra religión se extendieron a otros campos y llegué a la conclusión de que este método era el más seguro para mí y que ponía en graves aprietos a aquellos contra quienes lo utilizaba. Así pues, me complacía en practicarlo de continuo, llegando a adquirir cierta maestría en obligar a gentes incluso de mayor talento que yo, a reconocer y admitir cosas cuyo alcance no sospechaban y a ponerlas en situaciones de las que no les resultaba fácil salir, con lo que me apunté triunfos que ni yo ni mis argumentos merecían siempre. Utilicé este método durante algunos años y lo abandoné después paulatinamente, conservando sólo un cierto hábito de expresarme con frases de modesta timidez, evitando utilizar, si preveía discusión, términos demasiado categóricos tales como “ciertamente” o “indudablemente”. Prefería expresarme con frases tales como “pienso o entiendo que tal cosa es así o de tal forma”, o “me parece”, o “en mi opinión”, o “si no me equivoco”. Tal costumbre, pienso, me ha ayudado mucho a inculcar a los demás mis propias opiniones o a persuadirlos a que adoptaran ideas o actitudes que en ocasiones me he dedicado a propagar.
 Y puesto que los objetivos de la conversación consisten al fin y al cabo en informar o ser informado, en agradar o en persuadir, creo que los hombres sensatos y de recto juicio no deben mermar su capacidad de hacer el bien, adoptando una postura dogmática que suele disgustar a los interlocutores, crear oposición y contrariar los fines aludidos del don de la palabra. De hecho, si se trata de instruir a los demás, toda forma apriorística o contundente de manifestar lo que sentimos puede provocar oposición y poner en guardia a los demás contra nosotros. Si uno busca aprender y perfeccionarse con los conocimientos de los demás, es importante no aparecer uno mismo como anclado en prejuicios. Los hombres sensatos y modestos que no son partidarios de discutir no se sentirán animados a sacarnos de nuestros errores. Con esta disposición dogmática, rara vez se contenta al auditorio y menos aún se le persuade de que nos enseñe lo que sabe. Pope observa con acierto:

     Los hombres deben ser enseñados sin notarlo
     e instruirles en lo que ignoran como si
     se tratara de cosas que han olvidado.

  Pope recomienda asimismo:
    Hablar, por muy seguro que se esté, con humildad.

 Y podía haber completado esta frase con otra que utiliza, creo que con menos propiedad, en otro contexto:
    “Pues la falta de modestia es falta de sentido”.

 Si me pregunta por qué lo de la menor propiedad, les diré que los versos eran:
    “Las palabras inmodestas no admiten defensa, pues la falta de modestia es falta de sentido”.

  Pues bien: ¿no es la “falta de sentido” (si alguno es tan desafortunado de no poseerlo) cierta apología de su falta de modestia? Por ello pienso que la expresión correcta debería ser:
    “Las palabras inmodestas sólo pueden disculparse teniendo en cuenta que la falta de inmodestia no es sino falta de sentido”.

   Pero dejemos esto para gente más sabia que yo.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Editora Nacional, 1982, en traducción de Luis López Guerra, pp. 142-150. ISBN: 978-8427605848.]

domingo, 22 de enero de 2023

El templo de las mujeres.- Vlady Kociancich (1941-2022)


Kociancich, Vlady - Escritores.org - Recursos para escritores
La imaginación de las mujeres

3

  «¡Qué sería del mundo sin la imaginación de las mujeres! —exclamó con inusitada vehemencia el señor Jones—. Madres, hermanas, amigas, amantes, nuestras musas secretas. Sin la inspiración de las mujeres, los hombres no contarían historias. Contarían hechos. La imaginación masculina propiamente dicha es panfletaria o periodística. Sabe, yo amo la pasión por el detalle de la imaginación femenina. Esas pequeñas cosas que hacen que un hecho real, la clase de hechos que uno lee en los diarios sin ninguna emoción, levante vuelo y se convierta en una buena historia. Amo esa obsesión de las mujeres. Les debo mi éxito de contador de historias.
  —Un reconocimiento humillante para las mujeres, señor Jones. No sé si lo haría muy feliz que una mujer le diga que usted es su musa. Y es una idea mezquina de la imaginación de los hombres. Les debo mi éxito de dibujante de mujeres maravillosas.
  Touché —sonríe y levanta su copa de vino.
  ¿Y qué sería de mí en Santorini sin las conversaciones con Jones?
  Qué hubiera hecho sola, en el cuarto inclinado del Adelphi, esperando que pase la noche, sola con miedo de volverme loca o de estar loca, recordando a la madre de Harula, la borra del café. Tratando de olvidar los pormenores, esas pequeñas cosas que no encuentran lugar, no se acomodan, flotan como luciérnagas que desaparecen del jardín de las imaginaciones en la primera luz del día.
  Si no fuera por la cita en Kamari, por la llegada inconveniente de Kostas, ya estaría en Atenas. Quiero estar en Atenas, para volverme a Buenos Aires. Si no fuera por Jones…
  Me gusta el señor Jones. Es inteligente, es divertido, es generoso. Me ha sacado del encierro del Adelphi para comer juntos en el César.
  El César está en lo alto del pueblito, no muy lejos del Kastro, en la calle de los orfebres, donde hay joyerías diminutas, casas blancas muy bajas y enmarcadas por el murallón, con una vidriera y una puerta. Bijouterie para turistas, dorada en todos los matices de moda: oro viejo, oro blanco, oro rojo.
  —¿Ha visto qué hermosas alhajas en esas joyerías tan modestas? Son extraordinariamente buenas —dijo Jones—. Y obscenamente caras.
  —No sea ingenuo. Son extraordinariamente, obscenamente falsas. Le apuesto que ya las hacen en Taiwan. Tengo experiencia en imitaciones.
  —Tomo la apuesta. Si cuando terminamos de cenar, hay una joyería abierta, vamos a visitarla. Yo no tengo experiencia. Tengo curiosidad.
  Pero ya hemos olvidado, en la mesa del César, las joyerías y la apuesta.
  La luz de las velas, el vino que no debí tomar, la presencia de Jones, la conversación en un idioma que no arrastra como el castellano a fondos pantanosos, ese inglés que se desliza livianamente sobre la intimidad, que resume, razona e ironiza, me ha empujado a contarle la sesión en la casita de Harula. Para que entienda mi angustia, aun sabiendo que voy a arrepentirme, también hablo de las Santamarina y de las plegarias de Dodo. Hablo de la muerte que se adelanta en el hotel de la Rue Bayard.
  Y Jones, tal como lo esperaba, como lo deseaba, cambia de tema y habla de la imaginación de las mujeres.
  Después, tan de Jones, el señor Jones empieza otro cuento de lluvia.

*
   —Es sobre una mujer. Una mujer que a fuerza de vivir en condiciones más o menos extrañas, termina por creer que es extraña. Tiene razones. Siempre hay razones para creer que uno es extraño. Buenas razones, también. El mundo aporta lo suyo. Luego están las mujeres que la rodean. Mujeres que odian las estadísticas. Una buena razón, son odiosas. Ella ha nacido en una casa con el padre ausente, un hecho que comparte con millones de criaturas. Pero las mujeres de su casa toman ese hecho como una tragedia personal. La casa está junto a un cementerio y ella es impresionable. Debe serlo, es sensible. La casa grande junto al cementerio, la madre y las mujeres jóvenes enterradas en el cementerio. ¿Un destino? No se le ocurre pensar que en todo pueblo chico hay casas grandes junto a un cementerio, que en esas casas viven niños que tienen parientes enterrados en el cementerio. No se le ocurre porque las mujeres de su casa no la dejan. Sin embargo, hasta ahora se había defendido bastante bien de la superstición, como se ha defendido de la pobreza y de la ignorancia. Juega con la idea de un don. Todos jugamos a tener un don mágico cuando la vida es dura. Y la de ella fue dura, así que juega con la idea de la salvación gracias a un don misterioso, mientras rechaza el juego en sí, y se enfrenta a la vida como viene. Pero su abuela, que la ha criado, espera un agradecimiento que esté a la altura de sus fantasías, le prohíbe detenerse a pensar cuánto trabaja, cuántas horas de pruebas, cuánto esfuerzo hay en esa aparentemente milagrosa habilidad con que dibuja, que la mujer mayor llama don pero que no es ni más ni menos que talento. Ni más, ni menos.
El templo de las mujeres (Andanzas): Amazon.es: Kociancich, Vlady ... A la luz de las velas, el señor Jones parece otro hombre. Ha dejado caer los absolutamente y completamente de su vocabulario, el lastre del humor ingenioso, de la civilidad codificada. Todavía es un hombre que elige las palabras, pero con cierto cansancio, con cierta pesadumbre por tener que elegirlas.
  —Y luego, están los ojos. Qué buena presa. Qué buena trampa. Qué buena historia. El gran detalle, la matriz de toda posible aventura sobrenatural. El signo. En el cielo o en la tierra. Ella lo tiene en el cuerpo. ¿Una fatalidad? ¿La marca de la suerte o de la desgracia? Ella elige la suerte. Se cree afortunada. Y lo es, pero no por el signo, que llevará a disgusto como cualquier persona normal. Es afortunada porque le gusta vivir y la vida nunca es mezquina con sus admiradores.
  —La vida —dice Jones pensativo, dudando—. La vida sí es extraña. Pero no mágica. Es tan poco mágica. A veces uno desearía que lo fuera.
  —¿Eso es lo que piensa de mí? ¿Que soy una buena presa para las fantasías? ¿Una inspiradora de imaginaciones ajenas? ¿Una mujer perfectamente hueca, señor Jones?
  El señor Jones me mira a los ojos antes de contestar.
  —Pienso que es una mujer extraordinaria. Pienso que su imaginación también es extraordinaria y que le ha dado el mejor de los usos. La ha volcado donde debe estar, en ese vacío que su tutora llama el don. Pero también pienso que tiene mala suerte.
  Me toma una mano, la pone entre las suyas, la acaricia como para darle calor.
  —Qué mala suerte haber venido a Santorini.
  —Sí. Con este tiempo, fuera de temporada, con mi imaginación…
  —Hablaba de mi suerte —dijo Jones—. Maldita sea.»

     [El texto pertenece a la edición en español de  Tusquets Editores, 1996, pp. 119-121. ISBN: 978-8472237926.]

domingo, 15 de enero de 2023

El hombre del traje gris.- Sloan Wilson (1920-2003)

Wilson, Sloan - LIBROS DEL ASTEROIDE
19


 «Eran las nueve de la mañana del martes. El juez Saúl Bernstein, un hombre pequeño y regordete con un gran lunar en la mejilla izquierda, subía las escaleras hasta el tercer piso de Whitelock, el segundo edificio en cuanto a dimensiones de la población de South Bay. Resollando un poco, penetró en la desnuda estancia con suelo de linóleo que le servía de oficina y sonrió a su secretaria, una muchacha delgada que se encorvaba sobre la máquina de escribir.
   —Buenos días, Sally —le dijo—. ¿Cómo se encuentra hoy?
   Las manos de la chica dejaron de revolotear sobre el teclado.
 —Muy bien, señor juez —respondió, levantando la vista agradecida—. El resfriado se me ha pasado casi por completo.
   Bernstein se sentó detrás de su maltratada mesa de pino en el ángulo de la habitación y echó una mirada al correo de la mañana, que la secretaria le había abierto. La carta que estaba encima de todo solicitaba una entrevista para el próximo sábado o para cualquier noche, si no le representaba demasiada molestia. "Desearía hablarle sobre el traspaso de los bienes de la difunta Mrs. Plorence Rath —decía—. Me han informado también de que acaso usted pudiera aconsejarme respecto a la posibilidad de dividir, en su tiempo, el terreno en lotes de un acre..." La carta mencionaba el testamento que le había enviado Sims y terminaba agradeciendo todas las indicaciones que él pudiera ofrecer. La firmaba: "Thomas R. Rath".
   Bemstein terminaba apenas de leerla, cuando sonó el teléfono de su despacho. Contestó la secretaria, sirviéndose de una extensión que iba hasta su mesa. Luego le dijo:
   —Es para usted, señor juez. No quiere dar su nombre.
   —Diga —llamó Bernstein, al aparato. Por un momento no obtuvo otra respuesta que el murmullo del receptor. —¡Diga! —repitió.
   —¡Quiero hablar con el juez! —respondió una voz fuerte.
   —Aquí el juez Bernstein. ¿Quién llama?
   —¿Es usted el juez que entiende de testamentos? —preguntó la voz.
   —Sí, soy el juez del Tribunal de Homologación—contestó Bernstein, vivamente—. ¿Su nombre, por favor?
   —Me llamo Schultz, Eüward Schultz —dijo la voz—. Y he de presentar una reclamación...
   Bernstein escuchó a Schultz largo rato. Cuando hubo colgado, cogió la carta de Tom y la releyó. Empezaba a dolerle el estómago, como le sucedía siempre al ver que tendría que arbitrar una contienda.
  "Thomas Rath, el nieto de Florence Rath", pensó. Saúl Bernstein recordaba bien a Florence Rath. Hacía más de treinta años que la vio por primera vez, cuando sus padres —los del juez— se trasladaron de su vivienda de Broocklyn para abrir una charcutería en South Bay. Era un establecimiento pequeñito, nada parecido a aquellos de los que Florence Rath era cliente, excepto los domingos, que era el único que permanecía abierto. En domingo, Florence Rath telefoneaba frecuentemente a la tienda para pedir un jarrito de queso o un bote de anchoas, encargando que se lo llevaran a casa, distante más de seis millas de la tienda. Una y otra vez, Saúl Bernstein había subido en bicicleta la empinada carretera de la colina, con sus dos pronunciadas curvas junto a los salientes de la peña, para entregar un bote de aceitunas, u otro artículo semejante, que dejaba unos cinco centavos de ganancia, y a menudo los criados que cogían el paquetito ni se ocupaban de que se le diese propina.
  Saúl Bernstein recordaba muchas cosas de Florence Rath. En una ocasión, entró en la tienda de sus padres. Fue en 1931, cuando la depresión llegó a su punto crítico, y cuando su padre estuvo a punto de abandonar la tienda e irse a buscar trabajo a Nueva York. Por razones de economía, habían apagado la calefacción. Los padres de Bernstein permanecían tras el mostrador llevando gruesos abrigos, bufandas y guantes y dándose palmadas a la espalda para entrar en calor. La tienda se volvió húmeda, oliendo a moho, y se rompieron algunos jarros al helarse su contenido. Por aquellos días, Saúl Bernstein no pasaba muchos ratos en la tienda, puesto que sus padres se empeñaban en que él y sus dos hermanos permanecieran todo el tiempo posible en el Instituto, donde gozaban de buena calefacción, pero aquel domingo precisamente, cuando entró Florence Rath, su madre guardaba cama en el cuartito del piso y su padre la cuidaba, de modo que Saúl servía en la tienda. Mientras aguardaba que le trajera una cajita de almendras y avellanas, Florence Rath, que llevaba un largo abrigo de pieles, quejóse.
—¿Por qué no calientan este establecimiento? ¿Se han propuesto quizá que los clientes se queden congelados?
—No, señora —respondió él. Y se creyó en la obligación de añadir—: Se nos rompió la caldera; ahora la están arreglando.
  Saúl Bernstein tenía buena memoria. Recordaba que cuando era un joven abogado salido de la Universidad no hacía más de un año, un ferretero fue a verle y le encargó el cobro del importe de unos útiles para el jardín, de elevado precio, que, según dijo, Mrs. Rath le había comprado, pero no pagaba. Aquello fue en la época en que él se pasaba los días sentado en su diminuto despacho, aguardando a que se oyeran en el pasillo las pisadas de los posibles clientes y tratando de olvidar los consejos de su mejores amigos, que le decían que había de irse a ejercer en Nueva York, porque en una escondida población de Connecticut, notable por sus prejuicios contra los judíos, no había sitio para un joven abogado de su raza. El ferretero que reclamaba contra Mrs. Rath fue su primer cliente, por la sencilla razón de que todos los demás abogados de la localidad se negaron a hacerse cargo del asunto. Bernstein aceptó, contentísimo, ardiendo en justa indignación contra la ricachona de la cumbre del montículo que compraba géneros a un pobre comerciante y se negaba a pagarlos. A punto estuvo de subir a la colina a paso de carga, para afearle su conducta, pero su cautela innata le detuvo, y en vez de hacerlo así, púsose a indagar por la ciudad, descubriendo que Mrs. Rath tenía fama de pagar las facturas en seguida de recibirlas, y que las herramientas aquellas las había comprado un jardinero de la señora, a quien ésta había despedido dos días antes de que tuviera lugar la compra. Y, en consecuencia, Bernstein comunicó el caso a la policía, la cual obligó al jardinero a pagar, al mismo tiempo que él se daba cuenta de que su primer caso le había enseñado una lección: a investigar los hechos a fondo.
  De todo esto hacia mucho tiempo. Desde entonces, y a despecho de las predicciones de sus mejores amigos, Saúl Bernstein se había abierto paso en la ciudad de South Bay. Había reunido una fortuna razonable, era respetado y hubiera sido feliz de no mediar un inconveniente: detestaba la justicia casi tanto como detestaba la violencia o la crueldad, fuese de la clase que fuere.
  Esto lo descubrió en 1940, cuando le nombraron juez del Tribunal Municipal. Uno de los primeros que comparecieron ante él fue un conductor de camión que se había embriagado y había lanzado el vehículo contra un árbol. Era un hombre de unos cuarenta años, cara colorada y ojos azules y tristes, que apeló a su misericordia, explicando que para conservar el empleo tenía que conservar el carnet de chofer, cuyo carnet le sería retirado si le condenaban por conducir en estado de embriaguez; y allí, de pie en el juzgado, adoptando un aire de dignidad ofendida, dijo que tenía la mujer encinta y que no quería perder el empleo.
El hombre del traje gris - LIBROS DEL ASTEROIDE —Pero ésta es su segunda infracción —le replicó Bernstein—. Según los antecedentes, hace dos años le condenaron por conducir bajo la influencia del alcohol.
 —¡Por esto no pueden condenarme ahora! —repuso el hombre con desesperación—. ¡Ya no me devolverían el permiso nunca más!
  Y siguió pidiendo clemencia. Pero Bernstein tenía la misión de hacer justicia y la hizo, sintiendo un vivo dolor en el estómago, y el chofer se marchó con una expresión desesperada, de desamparo absoluto en su rubicunda faz.
  No es cosa demasiado agradable para un juez descubrir que detesta el administrar justicia, por lo cual Bernstein no quiso, dar crédito al descubrimiento que acababa de realizar hasta después de mucho tiempo. No tuvo que enfrentarse con la realidad hasta 1948, cuando pudo elegir entre ser nombrado juez de Homologación en South Bay, o pasar a un tribunal de mayor categoría. Le asaltó la tentación de marcharse de allí, porque a pesar de su reciente encumbramiento, a su mujer no la habían invitado a formar parte de ninguno de los clubs femeninos de la ciudad, pero se había pronunciado en otro sentido por dos razones: una de ellas era que le sacaba de quicio la idea de juzgar casos en los que hubiera que dictar sentencias de largos años de cárcel, y hasta la muerte, y otra, que se había formado la teoría de que un juez únicamente puede soportar el ejercicio de su cargo cuando puede fundarse tanto en un perfecto conocimiento de los litigantes como de la Ley. Le causaba horror sentenciar a personas de las cuales no supiera casi nada. En South Bay, donde prácticamente conocía a todo el mundo y disponía de tiempo sobrado que dedicar a cada caso, podía demorar sus decisiones hasta haber reunido la información más completa. Rara era la vez que tuviera que administrar justicia a desconocidos.
   Así, pues, Bemstein eligió continuar en South Bay como juez del Tribunal de Homologación, que entendía mucho más frecuentemente en la legalidad de los documentos que de la suerte de las personas. Y, con gran asombro por su parte, se convirtió en una verdadera potencia, puesto que la gente se dio cuenta de que, odiando como odiaba la administración de justicia, la administraba extremadamente bien, por lo cual solicitaba su intervención en querellas que no tenían nada que ver con el Tribunal Testamentario, y cuando, después de demorarlo todo lo posible, daba su parecer, éste pesaba más que el de otra persona alguna de la ciudad. Ni a éste ni a su esposa les invitaban con frecuencia a comidas o a reuniones, pero casi siempre le designaban como moderador en las asambleas municipales, y en toda ocasión, pública o privada, en que fuera menester una persona imparcial; y pocas personas sabían cómo le dolía el estómago, cuando levantaba la regordeta mano y decía:
  —Sí, sí, lo comprendo; pero examinemos ahora el punto de vista de la otra parte...
  En este momento, mientras releía la carta recibida de Tom Bath y recordaba la conversación que acababa de sostener por teléfono con Edward Schultz, el dolor que sentía en el estómago acentuábase por momentos. Las disputas sobre testamentos siempre resultaban penosas, casi tanto como los casos de divorcio. En ellas cada una de las partes sacaba a relucir lo peor de su personalidad; Bemstein lo sabía por experiencia. Superficialmente, el caso que se le ofrecía ahora era muy sencillo: un rico heredero intentaba arrebatar lo suyo a un criado fiel y anciano. Bemstein había descubierto que, generalmente, las cosas resultaban como parecían a primera vista, pero no siempre. Y se preguntaba qué aspecto tendría Tom; sería probablemente uno de aquellos empleados que trabajaban en Nueva York, que hacían las compras en pantalón corto de fantasía y fumando un cigarrillo con una boquilla desmesuradamente larga. El juez se dijo que a la difunta mistress Rath le correspondía muy bien tener nietos de este tipo. Y ese Edward Schultz, que hablando por teléfono parecía un poco chiflado, ¿qué clase de individuo sería? ¿A cuál de los dos contrincantes daría gusto la Justicia?»
  
    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Libros del Asteroide, 2009, en traducción de Baldomero Porta Gou, pp. 158-162. ISBN: 978-8492663019.]