miércoles, 30 de septiembre de 2015

"Sostiene Pereira".- Antonio Tabucchi (1943-2012)


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 "El Padre António se sentó en un banco de la sacristía y Pereira se puso a su lado. Escúcheme, padre António, dijo Pereira, yo creo en Dios Padre omnipotente, recibo los sacramentos, observo los mandamientos e intento no pecar, aunque algunas veces no vaya a misa los domingos, pero no por falta de fe, es sólo por pereza, creo que soy un buen católico y respeto las enseñanzas de la Iglesia, pero ahora estoy algo confuso y además, por mucho que sea periodista, no estoy muy bien informado de lo que sucede en el mundo, ahora estoy un poco perplejo porque me parece que hay una gran polémica acerca de la postura de los escritores católicos franceses a propósito de la guerra civil española, me gustaría que usted me pusiese al corriente, padre António, porque usted sabe de estas cosas y yo quisiera saber cómo comportarme para no ser herético. ¿En qué mundo vives, Pereira?, exclamó el padre António. Bueno, intentó justificarse Pereira, es que he pasado una semana en Parede y además este verano no he comprado ningún periódico extranjero, y a través de los periódicos portugueses uno no consigue enterarse de mucho, las únicas novedades que conozco son los chismes de café.
 Sostiene Pereira que el padre António se levantó y se puso delante de él con una expresión que le pareció amenazadora. Escúchame, Pereira, el momento es grave y cada uno debe decidir por sí mismo, yo soy hombre de Iglesia y tengo que obedecer a la jerarquía, pero tú eres libre de tomar tus propias decisiones, aunque seas católico. Pues entonces explíquemelo todo, imploró Pereira, porque quisiera tomar mis propias decisiones, pero no estoy al corriente. El padre António se sonó la nariz, cruzó las manos sobre el pecho y preguntó: ¿Conoces el problema del clero vasco? No, no lo conozco, admitió Pereira. Todo empezó con el clero vasco, dijo el padre António, tras el bombardeo de Guernica el clero vasco, que está considerado como la gente más cristiana de España, se puso al lado de la república. El padre António se sonó la nariz como si estuviera conmovido y continuó: En la primavera del año pasado, dos ilustres escritores católicos franceses, François Mauriac y Jacques Maritain, publicaron un manifiesto en favor de los vascos. ¡Mauriac!, exclamó Pereira, ya decía yo que había que preparar una necrológica anticipada para Mauriac, es una persona espléndida, pero Monteiro Rossi no fue capaz de escribirla. ¿Quién es Monteiro Rossi?, preguntó el padre António. Es el ayudante al que contraté, respondió Pereira, pero no logra hacerme una necrológica de aquellos escritores católicos que han tomado una buena postura política. Pero, ¿por qué quieres dedicarle una necrológica?, preguntó el padre António, pobre Mauriac, déjalo en paz, todavía lo necesitamos, ¿por qué quieres que muera? Oh, no es eso lo que yo quiero, dijo Pereira, espero que viva hasta los cien años, pero imaginémonos que desaparece en cualquier momento, por lo menos en Portugal habría un periódico que le dedicaría un homenaje inmediato, y ese periódico sería el Lisboa, pero perdóneme, padre António, continúe. Bien, dijo el padre António, el problema se complicó con el Vaticano, que declaró que miles de religiosos españoles habían sido asesinados por los republicanos, que los católicos vascos eran "cristianos rojos" y que debían ser excolmugados, y así lo hizo, y a todo esto se añadió Claudel, el famoso Paul Claudel, también un escritor católico, que escribió una oda "Aux Martyrs Espagnols" como prólogo en verso a un mefítico opúsculo de propaganda de un agente nacionalista de París. Claudel, dijo Pereira, ¿Paul Claudel? El padre António se sonó nuevamente la nariz. El mismo, dijo, ¿cómo lo definirías, Pereira? Así, de pronto, no sabría, respondió Pereira, él también es católico, ha tomado un postura diferente, ha hecho su elección. Pero ¿cómo que de pronto no sabrías, Pereira? , exclamó el padre António, ese Claudel es un hijo de puta, eso es lo que es, y siento mucho decir estas palabras en un lugar sagrado, preferiría decírtelas en la calle. ¿Y después?, preguntó Pereira. Después, continuó el padre António, después las altas jerarquías del clero español, con el arzobispo de Toledo, el cardenal Gomá, a la cabeza, tomaron la decisión de mandar una carta abierta a todos los obispos del mudo, ¿comprendes, Pereira?, a los obispos de todo el mundo, como si los obispos de todo el mundo fueran unos fascistas como ellos, y dicen que miles de cristianos  en España han tomado las armas bajo su propia responsabilidad para salvar los principios de la religión. Sí, dijo Pereira, pero los mártires españoles, los religiosos asesinados... El padre António permaneció unos instantes en silencio y luego dijo: Quizá sean mártires, pero de todas formas era gente que conspiraba contra la república y, mira, la república además era constitucional, había sido votada por el pueblo, Franco dio un golpe de estado, es un bandido. ¿Y Bernanos?, preguntó Pereira, ¿qué tiene que ver Bernanos con todo esto?, él también es un escritor católico. Él es el único que conoce España de verdad, dijo el padre António, desde el treinta y cuatro hasta el año pasado estuvo en España, ha escrito sobre las masacres franquistas, el Vaticano no puede soportarlo porque es un verdadero testigo. Sabe, padre António, dijo Pereira, he pensado en publicar en la página cultural del Lisboa uno o dos capítulos del Journal d'un curé de campagne, ¿qué le parece la idea? Me parece una idea magnífica, respondió el padre António, pero no sé si te lo dejarán publicar, Bernanos no es muy querido en este país, no ha escrito cosas muy agradables sobre el batallón Viriato, el contingente militar portugués que ha ido a España a combatir junto a Franco, y ahora tendrás que disculparme, Pereira, pero tengo que marcharme al hospital, mis enfermos me esperan".
 

martes, 29 de septiembre de 2015

"Confesiones de un inglés comedor de opio".- Thomas de Quincey (1785-1859)


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Segunda parte.- Introducción a los tormentos del opio

 "Ahora, pues, volvía a ser feliz: tomaba sólo 1.000 gotas de láudano al día y ¿qué era eso? Una tardía primavera había aparecido para dar por terminada la estación de la juventud. Mi cerebro cumplía sus funciones con el mismo vigor de antaño; leí de nuevo a Kant, y de nuevo le entendí, o me figuré que le entendía. De nuevo mis sensaciones de placer se expandían hacia los que me rodeaban: y si cualquiera desde Oxford o Cambridge o cualquier otro sitio hubiera anunciado su visita a mi modesta casa, le habría brindado la más suntuosa bienvenida que un hombre tan pobre podía ofrecer. No habría otra cosa que pudiera depararle felicidad a un sabio, mas le habría invitado a tanto láudano como deseara, y en copa de oro. Y a propósito, ya que hablo de regalar láudano, recuerdo de esta época un pequeño incidente; lo menciono, aun siendo trivial, porque el lector habrá de topárselo nuevamente en mis sueños, sobre los que produjo un influjo más terrible de lo que pueda imaginarse. Cierto día un malayo llamó a mi puerta. No acierto a conjeturar qué asuntos tuviera que gestionar un malayo entre las montañas inglesas, pero es posible que se hallara de camino hacia un puerto de mar, distante unas cuarenta millas.
 La sirvienta que le abrió la puerta era una muchacha nacida y criada entre las montañas, que nunca había visto ropas asiáticas de ningún tipo. Su turbante, por tanto, le impresionó no poco, y como quiera que los conocimientos de inglés del visitante se correspondían exactamente con los que ella tenía de idioma malayo pareció abrirse un abismo infranqueable para toda comunicación de ideas, si es que alguna había en cualquiera de las partes. La joven, ante este dilema, recordando la reputada sabiduría de su patrón (y sin duda suponiendo mi dominio de todas las lenguas del planeta y quizá también de alguno de los idiomas lunares) vino hasta mí y me dio a entender que había una especie de demonio en la planta de abajo, que mi arte, según ella claramente imaginaba, podría exorcizar de la casa. No bajé de inmediato; mas cuando lo hice, el grupo que ante mí se presentó, formado por simple azar, aunque no muy elaborado, se apoderó de mi curiosidad y de mi fantasía como nunca lo hiciera ninguna de las actitudes esculturales que se exhiben en los ballets del Teatro de la Ópera, con toda su ostentosa complejidad. En una cocina rústica, con las paredes cubiertas por paneles de madera oscura que por la edad y el roce semejaba de roble, que más parecía vestíbulo solariego que cocina, se encontraba el malayo. Su turbante y sus pantalones anchos de blanco deslustrado se resaltaban contra el fondo oscuro. Se había acercado a la muchacha más de lo que a ella parecía agradarle, si bien su nativo espíritu intrépido y montaraz pugnaba con el sentimiento de mero asombro que su mirada revelaba al contemplar el tigre que tenía ante sí. No cabe imaginar escena más sorprendente que el hermoso rostro inglés de la muchacha, con su exquisita blancura y su porte altivo e independiente, en contraste con la piel cetrina y biliosa del malayo, que el aire marino había esmaltado y recubierto de caoba, sus ojos pequeños, fieros e inquietos, sus finos labios y sus reverencias y gestos serviles. [...] Mi conocimiento de las lenguas orientales no es notablemente profundo, pues en realidad se limita a dos palabras: el término árabe para cebada y el turco para opio (madjoon), que aprendí de Anastasio. Y como no disponía de un diccionario de malayo, ni tan siquiera del Mithridates de Adelung, que podría haberme proporcionado algunas palabras, me dirigí a él pronunciando algunos versos de la Ilíada, considerando que de los idiomas que domino, el griego era, por situación geográfica, el más cercano a una lengua oriental. Con muy devoto gesto de adoración me respondió en lo que supongo era malayo. De esta manera salvé mi reputación ante mis vecinos, pues el malayo no tenía modo de traicionar el secreto. Se mantuvo tendido sobre el suelo durante cerca de una hora y luego prosiguió su viaje. Al partir, le obsequié con un trozo de opio. En tanto orientalista, supuse que el opio le resultaría familiar, y la expresión de su rostro me convenció de que así era. Sin embargo, me quedé algo consternado cuando vi que de repente se llevó la mano a la boca (y por usar una frase escolar) se zampó el trozo entero, dividido en tres piezas, de un solo bocado. La cantidad bastaba para matar a tres soldados de caballería con sus caballos, y sentí cierta alarma por la pobre criatura, mas, ¿qué podía hacerse? Le había dado el opio por compasión de su vida solitaria, al recordar que si había viajado a pie a Londres, haría casi tres semanas que no intercambiaba palabra con ningún ser humano. No se me hubiera ocurrido violar las leyes de la hospitalidad ordenando que le obligaran a purgarse con un emético, pues habría creído espantado que nos disponíamos a sacrificarlo ante algún ídolo inglés. No: era claro que no había otro remedio; se marchó y durante varios días me sentí inquieto. Mas como nunca llegó a mis oídos que encontraran a ningún malayo muerto, me convencí de que estaba acostumbrado al opio, y de que seguramente se cumplió mi intención de prestarle ayuda al proporcionarle una noche de alivio entre los rigores de su vida errante".

lunes, 28 de septiembre de 2015

"Zibaldone de pensamientos".- Giacomo Leopardi (1798-1837)

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"Es también un triste resultado de la sociedad y la civilización humana el hecho de conocer con precisión nuestra edad y la de nuestros seres queridos, y saber exactamente que al cabo de determinados años concluirá de modo necesario mi juventud o la suya, etc., etc., que necesariamente envejeceré o envejecerán, moriré o morirán, porque, puesto que la vida humana no puede durar más que determinado tiempo, y conozco efectivamente la edad que tienen o que  tengo, veo con toda claridad que dentro de un tiempo preciso  ellos o yo no podremos seguir viviendo, o gozando de nuestra juventud, etc., etc. Tratemos de pensar en lo que significa no tener una idea precisa de la propia edad, que es lo natural, y que se observa aún con frecuencia entre las gentes del campo, y veremos cuánto disminuyen los males habituales e infaltables que el tiempo aporta a nuestra vida, porque desaparece esa previsión segura que determina el mal y lo anticipa en grandísima medida, al hacernos conscientes del momento en que necesariamente tendrán que acabarse tales y cuales ventajas de esta o aquella edad, de las que ahora gozo, etc. Cuando eso no existe, la idea confusa de nuestra inevitable decadencia y muerte ya no es capaz de entristecernos tanto, ni de disipar las ilusiones que en nuestras sucesivas edades nos consuelan. Y observemos cuán terrible es para un viejo de ochenta años, por ejemplo, el saber con seguridad que al cabo de diez años a lo sumo se habrá muerto, por lo que su situación es comparable con la de un condenado, y se reduce infinitamente ese gran don que nos ha hecho la naturaleza al ocultarnos la hora precisa de nuestra muerte, cuyo conocimiento exacto bastaría para paralizarnos de terror, y desalentarnos para toda nuestra vida. [...] (20 de enero de 1820) [...]

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 Toda la filosofía es por completo inactiva, y un pueblo de filósofos perfectos no sería capaz de llevar a cabo acción alguna. En este sentido sostengo que la filosofía nunca ha provocado, ni ha podido provocar, revolución alguna, o cambio o empresa, etc., pública o privada; más aún, por su propia naturaleza ha tenido que suprimirlos, como entre los romanos, los griegos, etc. La semifilosofía, en cambio, es compatible con la acción y puede incluso provocarla. Así, la filosofía habrá podido provocar inmediata o mediatamente la revolución en Francia, en España, etc., porque la multitud, y el común de los hombres, incluso los hombres instruidos, nunca ha sido en Francia ni en ninguna otra parte perfectamente filósofa, sino sólo a medias. Pues bien, la semifilosofía es madre de errores, y ella misma es errónea; no es pura verdad ni razón, pues ésta no podría provocar alteración alguna. Y esos errores semifilosóficos pueden ser vitales sobre todo cuando sustituyen a otros errores debido a su peculiar carácter humillante, como los que se derivan de una ignorancia barbárica, y ya no natural; pueden ser incluso contrarios a los dictámenes y a las creencias de la naturaleza, ya sea ésta primitiva o se encuentre reducida a estado social, etc. Así pues, los errores de la semifilosofía pueden servir para curar errores más antivitales, aunque en definitiva también éstos deriven de la filosofía, es decir de la corrupción provocada por el exceso de civilización, que siempre es inseparable del correspondiente exceso de las luces, del que incluso en gran parte deriva. Y en efecto la semifilosofía es el motor del poco de vida y movimiento que hoy existe en el pueblo. Miserable motor, porque, aunque se trate de un error, y no sea perfectamente racional, no está basado en la naturaleza, como los errores y motores de la vida antigua, o infantil, o salvaje, etc.: sino, por el contrario, en definitiva, en la razón, en el saber, en creencias o conocimientos no naturales y contrarios a la naturaleza: y es más imperfectamente racional y verdadera, que irracional y falsa. De forma que también tiende a la razón, y por tanto a la muerte, a la destrucción, y a la inacción. Y más tarde o más temprano alcanza esa meta, porque tal es su esencia, al contrario de los errores naturales. Y la acción presente sólo puede ser efímera, y acabará en la inacción, dada la naturaleza finita de todo impulso, de todo cambio provocado en las naciones por principios y fuentes filosóficos, es decir por principios de razón y no de naturaleza inherente sustancial y originariamente al hombre. Por lo demás, la semifilosofía, no ya la filosofía perfecta, provocaba o permitía que subsistiera el amor a la patria y las acciones que de éste se derivan, en Catón, en Cicerón, en Tácito, Lucano, Trasea Peto, Helvidio Prisco, así como en los otros antiguos filósofos y patriotas al mismo tiempo. Por lo demás, se sabe bien cuáles fueron los efectos de los progresos y perfeccionamientos de la filosofía entre los romanos.

 Observad, además, que el movimiento y el fervor que hoy provoca la semifilosofía va perdiendo permanentemente, y por fuerza, instigadores y promotores, etc. , a medida que con la experiencia, etc., éstos se van perfeccionando en la filosofía, y dejan de ser semifilósofos para ser, o llegar a ser poco a poco, filósofos. (17 de enero de 1821)  [...]

 

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 El efecto más claro, y casi la suma de los efectos que el conocimiento y la experiencia de los hombres produce en un hombre de espíritu selecto y elevado consiste, sin duda alguna, en que éste se vuelve sumamente indulgente ante cualquier debilidad, pequeñez, tontería, ignorancia, estupidez, maldad, vicio y defecto de los otros, tanto natural como adquirido, y por grande y excesivo que resulte; mientras que antes de ese conocimiento era por demás severo ante esas cosas; y también se vuelve muy propenso a apreciar y alabar la menor virtud y los méritos más ínfimos, que antes de dicha experiencia solía despreciar, pasar por alto, considerarlos indignos de alabanza, y casi confundirlos o no distinguirlos de las imperfecciones; en suma, se vuelve muy propenso a valorar, y suele hacerlo, al tiempo que pierde casi todo hábito y tendencia a despreciar y pasar por alto, como si se hubiera olvidado de esas cosas, o sea todo lo contrario de antes. Tan escaso es el valor de los hombres. Y de ello puede deducirse y juzgar exactamente cuánto valen realmente los hombres y cuánto hay de verdadera virtud en ellos. (28 de septiembre de 1823)".

domingo, 27 de septiembre de 2015

"El rumor del oleaje".- Yukio Mishima (1925-1970)

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Capítulo 7

 "Llegó el día en que Hiroshi, el hermano de Shinji, tenía que ir de excursión con la escuela. Durante seis días recorrerían la zona de Osaka y Kyoto, y pasarían cinco noches fuera de casa. De este modo los jóvenes de Utajima, que hasta entonces nunca habían estado fuera de la isla, verían por primera vez el ancho mundo con sus propios ojos y realizarían un veloz aprendizaje. También los escolares de una generación anterior habían cruzado en barco a la isla principal y contemplado con los ojos como platos el primer ómnibus tirado por caballos que habían visto jamás y que les hacía gritar: "¡Mirad, mirad, un perrazo tirando de un retrete!".

 Los niños de la isla adquirían sus primeras nociones del mundo exterior mediante las imágenes y textos de sus libros escolares más que por experiencia directa. Era muy difícil para ellos concebir, por la pura fuerza de la imaginación, cosas como los tranvías, los edificios altos, las películas, el metro. Pero una vez habían visto la realidad, una vez desaparecida la sorpresa de la novedad, percibían claramente lo inútil que había sido tratar de imaginar esas cosas, hasta el punto de que, al final de una larga vida en la isla, ya no recordarían la existencia de los tranvías que iban y venían estrepitosamente por las calles de la ciudad.

 Antes de cada excursión, en el santuario de Yashiro hacían un buen negocio con la venta de talismanes. En su vida cotidiana, las mujeres de la isla se exponían con toda naturalidad a los peligros y la muerte que acechan en el mar, pero cuando se trataba de excursiones a las ciudades gigantescas que ellas ni siquiera habían visto, las madres tenían la sensación de que sus hijos emprendían grandes aventuras que desafiaban a la muerte.

 La madre de Hiroshi le había comprado dos huevos, un manjar caro en la isla, y le había preparado un almuerzo a base de huevos fritos excesivamente salados. Y en el fondo de la talega, donde el chico tardaría en encontrarlo, había metido fruta y caramelos.

 Únicamente el día en que los escolares partían de viaje, el transbordador de la isla, el Kamikaze-maru, zarpaba de la isla a la una de la tarde, una hora muy distinta de la habitual. Tiempo atrás el testarudo veterano que capitaneaba aquel lanchón trepidante de algo menos de veinte toneladas se había negado a zarpar a una hora distinta de la oficialmente establecida, cuyo incumplimiento consideraba una abominación. Pero entonces llegó el año en que su propio hijo fue de excursión, y el hombre comprendió por fin a qué se referían las autoridades escolares cuando decían que los niños despilfarrarían su dinero si el barco llegaba a Toba mucho antes de que partiera el tren, y aceptó a regañadientes el horario que le indicaban.

 La cabina del pasaje y la cubierta del Kamikaze-maru estaban llenas a rebosar de escolares, talegas y cantimploras colgadas del pecho. A los maestros que acompañaban a los muchachos les aterraba el enjambre de madres reunidas en el espigón. En Utajima, la posición de un maestro dependía del talante de las madres. Fueron ellas quienes cierta vez tacharon de comunista a uno de ellos y le obligaron a marcharse de la isla, mientras que otro, popular entre las madres, incluso dejó embarazada a una de las maestras, y aun así promovieron su ascenso y llegó a ocupar el cargo de subdirector.

 Comenzaba la tarde de un auténtico día primaveral y, mientras el barco zarpaba, cada madre pronunciaba a gritos el nombre de su hijo. Los muchachos, con el barboquejo de su gorra estudiantil bajo el mentón, aguardaron hasta que estuvieron seguros de que ya no podían verles desde la orilla y entonces se pusieron a gritar, alegres y divertidos:

 -¡Adiós, estúpida!... ¡Hurra! ¡Al diablo contigo, vieja oca!

 El barco, atestado de jóvenes con negros uniformes estudiantiles, emitió hacia la costa los reflejos de la luz que incidía en las insignias metálicas de las gorras y los botones bruñidos, hasta que se internó mar adentro...

 Cuando la madre de Hiroshi estuvo de regreso, sentada en las esteras de paja de su casa, sumida en la penumbra y en un profundo silencio incluso a plena luz del día, se echó a llorar, pensando en el día en que finalmente sus dos hijos la dejarían para siempre y se harían a la mar".

sábado, 26 de septiembre de 2015

"Ágata ojo de gato".- José Manuel Caballero Bonald (1926)


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XIX
 
 "No supo ocultar Pedro Lambert un sobresalto que ya debió sentir al prever la identidad de aquellos inusitados visitantes, pero medio se repuso para darles su más ficticia bienvenida, qué agradable sorpresa ni imaginarme que era usted después de tanto tiempo, apoyando en unas gesticulantes salutaciones lo que en ningún caso era verdad, ¿y qué le trae de bueno por estos pagos? Vamos de camino aquí mi sobrina y yo un viaje de negocios o digamos que de tanteo, aclaró Cayetano Taronjí, el caso es que no nos pareció ni medio bien pasar de largo sin saludarle, a lo que añadió la sobrina que qué menos y que había que ver lo regiamente instalado que estaba. Pedro Lambert se encogió de hombros y ya iba a preguntar, por decir algo, que cómo habían dado con su paradero, cuando el visitante pronunció estas sibilinas palabras mientras paseaba la vista por el recibidor: se conoce que la bisutería ha dado para mucho. ¿Perdón?, dijo el supuesto beneficiario de la bisutería. No nada que donde hay de oro de oro hay, sentenció Cayetano Taronjí riéndose grotescamente de lo que creó una ocurrencia afortunada.

 Hubo un silencio del que parecían chorrear goterones de fango, y ¿quieren tomar algo se les apetece un refresco?, propuso Pedro Lambert cambiando con escasa habilidad de tema. Gracias ya hemos venido refrescados y con la que nos va a caer luego encima, respondió con un bufón rebrote de la risa el visitante, pero lo que sí nos gustaría vea es recordar viejos tiempos usted ya sabe por dónde voy. Tiempos de oscuridad en que la ceniza era cama y alimento, recitó confusa y hebraicamente la sobrina. Dígame, dijo Pedro Lambert, adivinando de qué tiempos se trataba, no se me ocurre en qué puedo servirle. Cayetano Taronjí se apretó los lagrimales entre el pulgar y el índice antes de explicar que lo que pretendía, vayamos al grano, era llegar a un acuerdo o cosa parecida, no es que venga en son de discordias eso que quede claro, ya que habida cuenta de los inapreciables servicios que le prestara en su día al señor, seguro que lo recuerda muy bien, y pudiendo corroborar sobre el terreno (dejó vagar otra vez los avarientos ojillos por la habitación) las muy visibles prosperidades alcanzadas, había creído justo solicitar alguna adicional forma de gratitud, ¿me explico? Eso dijo con gangosa morosidad el visitante, y se explica estupendamente pero ¿qué pasaría si yo lo mando mudarse de negociado ahora mismo?, replicó Pedro Lambert juntando las manos en un ademán rogatorio de lo más improcedente. Pero Cayetano Taronjí no se dio por ofendido y manifestó con una placidez no menos impropia, que al señor no le convenía para nada sacar las cosas de quicio, ¿a qué conduce discutir vamos a ver si ni siquiera hemos hablado de condiciones? Ya, se limitó a decir Pedro Lambert, y prosiguió el otro mientras se rebañaba con el dorso de la mano el sudor de la frente: usted sabe de sobra que la operación de las alhajas no estaba dentro de la ley o sea que era lo que se dice ilegal y que yo por supuesto me arriesgué tanto o más que el señor ¿me sigue? Pedro Lambert, que seguía efectivamente el discurso incluso con más luces de las precisas, espantó una moscarda antes de reiterarle a su interlocutor que qué quería, que lo soltase sin más circunloquios. ¿Me permite aceptarle ahora el refresco?, solicitó Cayetano Taronjí y ratificó la sobrina con la cabeza, si bien el anfitrión no dio muestras de haber oído, o prefirió no darlas, porque volvió a reiterar con un más subido tono de voz que tenía muchas cosas que hacer, que le explicara de una vez por todas el motivo o los regateos de aquella visita. Vayamos por partes, dijo el terco emplazado, lo único que intento hacerle saber es que no le interesa ni mucho ni poco que se aireen ciertas cosas y empiecen a averiguar de dónde sacó todas aquellas piezas de museo además que a alguna ya le andan siguiendo la pista usted me entiende. Escúcheme un momento pare el carro, cortó Pedro Lambert ocultando tras la espalda unas manos que no empuñaban ningún arma homicida, a mí me importa una soberana mierda que se pregone lo que sea ni me entero conque ahí tienen la puerta me hacen el favor. Cálmese creo que no me ha interpretado bien, aleó aún el visitante con invariable flema, yo no vengo a exigirle nada ni a intentar en absoluto ninguna clase de chantaje no me conoce es que ni ocurrírseme. Eso, confirmó la sobrina, ensayando una expresión de sed que alteró la disposición de sus pecas y añadiendo enseguida que si era verdad lo del refresco. Pero el tío, después de mirarla indulgentemente, continuó puntualizando que sólo se había atrevido a concertar aquella entrevista porque necesitaba juntar algún dinero, un caso de fuerza mayor, no pretendiendo otra ayuda en ese sentido que la de la respetuosa solicitud de una pista. ¿Una pista? inquirió Pedro Lambert sustituyendo la cólera por la expectación, no lo entiendo a ver si me lo cuenta. Déjeme que le diga, acabó plantear Cayetano Taronjí, yo me voy a callar como un muerto o sea que una tumba propiamente dicha a cambio de que usted me indique el sitio donde encontró las joyas hasta ahí llego. Se quedó un momento pensativo Pedro Lambert y declaró al fin, no sin titubeos, que veía difícil satisfacer al peticionario en ese punto, de veras que lo siento, ya que las piezas en cuestión no habían salido sino del patrimonio de su difunto padre, que en gloria esté, mostrándose luego como muy ufano de la brillante verosimilitud de su evasiva. Eso no es cierto usted lo sabe pero creo que ya no tenemos más que hablar, decidió Cayetano Taronjí, una lástima que no nos hayamos entendido".

viernes, 25 de septiembre de 2015

"El enfermo imaginario".- Moliére (1622-1673)


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Escena tercera
 
 "Argán: Pero seamos un poco razonables. ¿Vos, entonces, no creéis en la medicina?
 Beraldo: No, hermano, y no veo que haya que creer en ella para estar sano.
 Argán: ¡Cómo! ¿No admitís como cierto algo universalmente aceptado y reverenciado en todas las épocas?
 Beraldo: Lejos de admitirlo como cierto, lo considero, dicho sea entre nosotros, una de las mayores locuras acaecidas a los hombres, y, desde una perspectiva filosófica, no encuentro mascarada mayor. Nada hay más ridículo que un hombre queriéndose ocupar de la curación de otro.
 Argan: ¿Por qué no aceptáis, hermano, que un hombre pueda curar a otro?
 Beraldo: En virtud de que los dispositivos de nuestra maquinaria, hermano, son hasta aquí misterios de los que el hombre no sabe ni jota, pues la naturaleza nos ha puesto ante los ojos una venda demasiado gruesa como para que veamos algo.
 Argán: ¿A vuestro juicio, entonces, los médicos no saben nada?
 Beraldo: Por descontado, hermano. Se saben la mayoría de las bondades más hermosas, saben hablar en buen latín y conocen las denominaciones de las enfermedades en griego, así como su clasificación y su definición; pero de curar, lo que se dice curar, no saben nada.
 Argán: Mas siempre habrá que convenir en que, de dicha materia, saben más que los demás.
 Beraldo: Saben, hermano, lo que os he dicho, lo cual no cura demasiado, y toda la excelencia de su arte consiste en un pomposo galimatías, en una cháchara capciosa que os va dando palabras como razones y promesas como efectos.
 Argán: Pero hay personas tan capaces y sensatas como vos, hermano, y, sin embargo, seguimos viendo cómo, en la enfermedad, todos recurren a los médicos.
 Beraldo: Eso es un signo de la debilidad humana y no de la verdad de su arte.
 Argán: Mas es menester que los médicos crean en la bondad de su arte, ya que se lo aplican a ellos mismos.
 Beraldo: Los hay que están en el mismo error que el público del que se aprovechan, y los hay que se aprovechan a sabiendas. El señor Purgón ese, por poner un ejemplo, no tiene ni pizca de picardía; es un médico, médico, de los pies a la cabeza, un hombre que cree en sus reglas más que en cualquier demostración matemática, y que consideraría un crimen pretender revisarlas; un hombre que no estima que haya nada oscuro en la medicina ni nada dudoso ni nada renuente, y que, con una impetuosa prevención, una inquebrantable confianza y un sentido común y una razón brutales, va derrochando purgas y sangrías, sin sopesar nada. No hay que malquistarse con él, por lo que os pueda hacer; os despachará con la mejor buena fe, y, matándoos, no estará haciendo más que lo que hace con su mujer o sus hijos, o incluso lo que haría consigo mismo en caso de necesidad.
 Argán: Le tenéis ojeriza desde antiguo, hermano. Pero, bueno, vayamos al grano. ¿Qué hacer, entonces, cuando se cae enfermo?
 Beraldo: Nada, hermano.
 Argán: ¿Nada?
 Beraldo: Nada. Simplemente permanecer en reposo. Cuando la dejamos actuar, la naturaleza por sí sola va saliendo poco a poco del desorden en que ha caído. Quien lo estropea todo es nuestra inquietud, nuestra impaciencia, y casi todos los hombres mueren de sus remedios y no de sus enfermedades.
 Argán: Pero habrá que convenir, hermano, que a la naturaleza se la puede ayudar con determinadas cosas.
 Beraldo: Por Dios, hermano, se trata de meras ilusiones con las que nos gusta alimentarnos, pues toda la vida se nos han estado colando a los hombres hermosas fantasías que acabamos creyéndonos porque nos halagan y resultaría deseable que fueran verdaderas. Cuando un médico os habla de auxiliar, socorrer, aliviar a la naturaleza, quitarle lo que le perjudica y añadirle lo que le falta, restablecerle y devolverle la plena disponibilidad de sus funciones, cuando os habla de rectificar la sangre, atemperar las entrañas y el cerebro, desinflar el bazo, acomodar el pecho, reparar el hígado, fortalecer el corazón, restablecer y conservar la temperatura orgánica, y dice tener secretos para alargar la vida por mucho tiempo, os está contando la novela de la medicina. Pero cuando volvéis a la realidad y a la experiencia, de eso no halláis nada, y os ocurre como en esos sueños bonitos de los que, al despertar, solamente os queda el mal sabor de haberlos creído.
 Argán: O sea, que toda la ciencia universal está contenida en vuestra cabeza, y pretendéis saber más que todos los grandes médicos de nuestro siglo.
 Beraldo: Según sea de palabra o de obra, esos grandes médicos vuestros presentan dos tipos de personalidad: oyéndolos hablar, los más capaces del mundo; viéndoles actuar, los más inútiles de los hombres.
 Argán: ¡Hombre! Por lo que veo, sois un gran doctor, pero ya me gustaría a mí que estuviera aquí algún señor de esos para que rebatiera vuestros argumentos y os tapara la boca".

jueves, 24 de septiembre de 2015

"Vida de Pedro Saputo".- Braulio Foz (1791-1865)

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Capítulo VII.- De cómo Pedro Saputo dio cuenta de su viaje de la vuelta a España
 

 "Restituido a su casa, no le dejaban vivir preguntándole de su gran viaje; y por satisfacer a todos a la vez hizo pregonar que acudiesen a la plaza; acudieron, y desde el balcón dijo:

 -Si todo lo que he visto y me ha sucedido hubiera de referiros circunstanciadamente, en un mes no acabaría. Pero algunas cosas particulares las iré contando a los amigos, y ellos las contarán a otros, y así las sabréis todos. Otras no las diré ni a ellos ni a nadie, porque no pedí licencia par publicallas y el mundo es muy mal pensado.

 Sabed, pues, amigos y compatricios míos, que en todas partes he encontrado hombres agudos, y hombres tontos; de éstos más que de aquéllos; hombres que creerán lo que se dice a los niños, que el cielo es de cebolla y que los comulgaríades con más que ruedas de molino. Lo cual os digo para que veáis con qué razón podrán decir por esos pueblos vecinos que sois los más tontos del mundo. ¡Cuántos lo son más que vosotros!, porque aunque es verdad que fuisteis al llano de Violada a cavar aquellos hoyos buscando tesoros escondidos, pero eso lo han hecho y lo hacen muchos otros que se tienen por muy agudos, y encuentran lo mismo que vosotros, que es la tierra fresca y la frente sudada. Pero ninguno de Almudévar ha ido a verme dar el salto de Alcolea, porque ya os figurasteis que era chanza, cuando han ido muchos doctores de la universidad de Huesca, y aun colegiales de Santiago y de San Vicente, algunos canónigos, muchos caballeros y damas principales, y todas las cinco pes de la copla. De Barbastro, pues, no digo nada; fueron de tres partes las dos, siendo los que con más largas narices quedaron viendo volar el águila de mi gabán desde la Ripa. Y nombrándoos a Huesca y Barbastro, no hay para qué hacer mención de Fraga, Monzón, Binéfar, Tamarite y toda la Literaill, Graus, Benabarre, Fonz, Estadilla, Sariñena, Ayerbe, Loharre, Bolea, ni los pueblos de la Hoya, que fueron más que al jubileo del año santo; como igualmente del Semontano y Sobrarbe. Conque bien podéis consolaros y no teneros por más tontos que otros, porque no lo sois, como estáis oyendo.

  Pues, en cuanto a mi viaje habéis de saber que he recorrido el Principado de Cataluña, el reino de Valencia, los cuatro de Andalucía y las Castillas; y he venido a ver en suma lo que vosotros veis sin moveros de casa, fuera de los ríos, montes, ciudades y otras cosas que al fin poco más o menos también son como las que vosotros tenéis vistas de lejos o de cerca. Asimismo en todas partes el sol sale por la mañana y se pone por la tarde, y siempre la luna alumbra de noche y a las doce es mediodía si no es en la corte, que mediodía es a las cuatro de la tarde, y media noche es a la seis de la mañana. Porque en las tierras que es de día cuando aquí de noche, invierno cuando verano, y verano cuando invierno, yo no he estado, porque hay que andar mucho al frente o a la espalda, a la derecha o a la izquierda.

 De las costumbres de los Pueblos hay mucho que decir. Pero mirad; que lleven la ropilla más o menos larga, enagüillas en vez de calzones, montera o gorra en vez de sombrero; que almuercen higos y pasas, o migas y sopas de aceite, y merienden gazpacho o bien pan y queso; a la postre hombres y mujeres son todos y todos lo mismo que vosotros se matan por ellas y por los dineros; y en todas partes hay ricos y pobres, y el más tonto es el alcalde y el más ciego el que los lleva. Por lo demás en Cataluña me vi un poco apuradillo; en Valencia me fue bien; y en Andalucía gané lo que quise, y dije e hice lo que quise, y todo lo creyeron y todo lo daban por bien, remitiéndome las pruebas. En Cataluña vi comerciantes y marinos; en Valencia artistas, volatines y gaiteros; en Andalucía comadres y matones más hembras aún que las comadres. En Castilla son las gentes de un modo que parece que agora salgan del huevo y que no hayan abierto los ojos.

 En cuanto a mi gusto, iría a Castilla por necesidad, a Andalucía por curiosidad, en Barcelona viviría tres meses, en Valencia un año, y en Zaragoza toda la vida. Y eso que Valencia es un mundo abreviado, porque el que ha visto todo el mundo y el que sólo ha visto Valencia, lo mismo han visto el uno que el otro, y aún más quizá el segundo que el primero.

 Comenzó en esto a llover un poco, y dijo: -El tiempo no quiere que concluya mi relación, la cual sin embargo os hago sólo por mayor, como he dicho, y estaba muy adelante. Una cosa quiero que tengáis entendida sobre todo; y es que, adonde quiera que voy, procuro dar honra a mi patria. Porque os hago saber que en mi corazón hay dos grandes amores, el de mi buena madre y el vuestro, acordándome de lo mucho que por ella y por mí habéis hecho desde mi nacimiento.

 ¡Viva Pedro Saputo!, gritó el pueblo: ¡Viva nuestro hijo y vecino! ¡Viva la gloria de Almudévar! Y se dispersó la multitud alabando y bendiciendo a Dios, que tanto saber y tanta virtud había dado al hijo de la Pupila."