jueves, 30 de abril de 2020

La suerte de Barry Lyndon.- William M. Thackeray (1811-1863)

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Capítulo VII.- El carro de leva. Episodios militares

  «No voy a ofreceros ninguna narración romántica de la Guerra de los Siete Años. A su término integraban el ejército prusiano, tan renombrado por su disciplinado valor, oficiales y suboficiales prusianos nativos, ello es verdad, mas en su mayor parte estaba compuesto por mercenarios o rehenes como yo mismo, de todas las naciones de Europa. Las deserciones a un lado y otro fueron ingentes. Antes de la guerra, sólo en mi regimiento (el de Bülow), se contaban no menos de 600 franceses, y según marchaban de Berlín para la campaña, uno de ellos, que tenía un viejo violín, tocó un aire francés y sus camaradas, más que caminar, casi danzaron al son y cantaron "Nous allons en France". Dos años después, a su regreso a Berlín, no quedaban más que seis de estos hombres, el resto o había huido o había caído en combate. La vida del soldado raso resultaba espantosa a cualquiera que no fuera hombre de férreo valor y resistencia. Había un cabo por cada tres hombres, que marchaba tras ellos y empleaba la vara sin compasión; hasta tal punto que se decía que en combate había una primera línea de soldados y una segunda de sargentos y cabos que los obligaban a avanzar. Muchos hombres se entregaban a los más espantosos actos de desesperación por causa de estas incesantes persecuciones y torturas, y en varios regimientos del ejército afloró una terrible práctica, que durante un tiempo fue motivo de gran alarma en el gobierno. Se instituyó una extraña y espantosa rutina de infanticidios. Los hombres acostumbraban a decir que la vida era insoportable, que el suicidio era un crimen y que con objeto de conjurarlo y para poner fin a sus insoportables sufrimientos no cabía mejor plan que matar a un niño pequeño, que al ser inocente tendría asegurado el cielo y, después, entregarse como culpable de asesinato. El propio rey, el héroe, sabio, y filósofo, el príncipe que siempre tenía la liberalidad en los labios, y que fingía sentir horror ante la pena capital, se sintió aterrado ante esta espantosa forma de protesta de los infelices a los que tenía secuestrados contra su monstruosa tiranía, y el único medio al que recurrió para remediar el mal fue dictar prohibición estricta de que dichos criminales fueran asistidos por  ningún eclesiástico, y así les negó todo consuelo religioso.
 Los castigos se sucedían de continuo. Todo oficial gozaba de libertad para infligirlos, y en tiempos de paz eran aún más crueles que en tiempos de guerra. Pues cuando llegó la paz, el rey abandonó a su suerte a aquellos oficiales que no eran nobles, sin importarle cuáles pudieran haber sido sus servicios. Llamaba a un capitán al frente de su compañía y decía: "No es noble, fuera con él." En cierto modo, le temíamos y nos intimidaba su presencia, cual bestias salvajes ante su guardián. He visto a los hombres más valientes del ejército llorar como niños al sentir los varazos; he visto a un pequeño abanderado de quince años hacer salir de su fila a un hombre de cincuenta, a un hombre que en cien batallas participara, y que hubo de presentar armas y permanecer firme ahogado por los sollozos y berridos, como un crío, mientras un joven miserable le azotaba en brazos y muslos. En un día de acción, este hombre demostraría con creces su osadía. Podría, entonces, ir mal abrochado, que nadie le ponía una mano encima; ahora bien, una vez vuelto el bruto de la pelea, le volvían a azotar hasta verle doblegado a la subordinación. Casi todos nosotros cedimos ante el maleficio, apenas pudo uno escapar de él. El oficial francés del que he hablado, al que cogieron cuando a mí, estaba en mi compañía y fue azotado como un perro. Coincidí con él en Versalles, transcurridos veinte años, y palideció y pareció enfermar cuando le hablé de los viejos tiempos: "¡Por amor de Dios! -me dijo-. No habléis de esa época; aún hoy me despierto temblando y llorando".
La suerte de Barry Lyndon de William M. Thackeray , y Marcos ... En cuanto a mí, tras un breve lapso de tiempo en el que he de confesar que probé, como mis camaradas, la vara, y una vez halladas las oportunidades de demostrar mi valentía y destreza como soldado, adopté las medidas que tomara en el ejército inglés para eludir cualquier otra suerte de degradación personal. Me colgué al cuello una bala, que no me esforcé por ocultar, y anuncié que habría de ser para el hombre o el oficial por cuya causa fuera yo castigado. Y algo había en mi carácter que indujo a mis superiores a creerme, pues aquella bala ya me había servido para matar a un coronel austriaco, y habría ido a dar en un prusiano con igual ausencia de remordimiento por mi parte. ¿Qué me importaban a mí sus disputas, o si el águila bajo el cual yo marchaba tenía una cabeza o dos? Me limité a decir: "Ningún hombre me hallará errando en mi deber; mas tampoco ningún hombre me pondrá jamás una mano encima." Y a esta máxima me atuve mientras permanecí en el servicio.
 No es mi propósito dar mayor cuenta de las batallas que acontecieron en el servicio prusiano que de las que sucedieron en el inglés. En ambos cumplí con mi deber, tan bien como cualquiera, y cuando mi bigote hubo adquirido una longitud aceptable, cosa que sucedió cuando tenía yo veinte años, no había soldado de mayor valor, viveza, belleza y, todo sea dicho, también maldad en el ejército prusiano. En mi formación había alcanzado la condición de una verdadera bestia de pelea; el día que entrábamos en acción, me mostraba fiero y feliz; fuera del campo de batalla, me entregaba al placer en lo posible, y para nada me andaba con remilgos respecto de su calidad o modo de procurarlo. Lo cierto es, empero, que había entre nuestros hombres un tono de sociedad bastante más elevado que entre los torpes patanes del ejército inglés, y nuestro servicio era, por lo general, tan estricto que poco tiempo nos quedaba para hacer de las nuestras. Soy de piel muy oscura y atezada, de ahí que mis compañeros me apodaran "El Negro Englander", "Schwartzer Englander" o "El Demonio Inglés". Si algún servicio había que realizar, por seguro tenía que a mí me sería encomendado. Recibí frecuentes gratificaciones pecuniarias, mas ningún ascenso; y fue al día siguiente de haber dado muerte al coronel austriaco (un enorme oficial del regimiento de lanceros con el que me medí yo solo y a pie) cuando mi coronel, el general Bülow, me hizo entrega de dos federicos de oro ante el regimiento con las siguientes palabras: "Te recompenso aquí hoy, mas me temo que el día menos pensado habré de ahorcarte". Me gasté el dinero, y también el que sustraje del cuerpo del coronel, hasta el último groschen, aquella noche con una jovial compañía, mas mientras duró la guerra, nunca faltó un dólar en mi bolsa.»
     
   [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 2006, en traducción de Carmen Acuña Partal. ISBN: 84-376-2336-7.]

miércoles, 29 de abril de 2020

El americano impasible.- Graham Greene (1904-1991)

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Parte segunda
Capítulo II
1

  «Por lo menos una vez por año, los caodaístas celebraban un festival en la Santa Sede de Tanyin, que queda a unos ochenta kilómetros al noroeste de Saigón, para festejar tal año de Liberación, o de Conquista, o también algún festival budista, cristiano o de Confucio. El caodaísmo era siempre el capítulo favorito de mis explicaciones a los visitantes. El caodaísmo, invención de un empleado del Gobierno cochinchino, era una síntesis de estas tres religiones. La Santa Sede se encontraba en Tanyin. Un papa y mujeres cardenales. Profecías mediante planchuelas. San Víctor Hugo, Cristo y Buda que desde el techo de la catedral contemplaban una fantasía disneyana de Oriente, dragones y serpientes en tecnicolor. Los recién llegados siempre se quedaban encantados con la descripción. ¿Cómo explicarles la miseria de toda esta religión: el ejército privado de veinticinco mil soldados, armado de cañoncitos hechos con los caños de escape de los automóviles viejos, aliados de los franceses que ante el menor momento de peligro se volvían neutrales? Para dichos festejos, que contribuían a mantener tranquilos a los campesinos, el papa invitaba a los miembros del Gobierno (que asistían si los caodaístas tenían alguna influencia en ese momento), al Cuerpo diplomático (que mandaba algunos subsecretarios con sus esposas o hijas), y el comandante en jefe francés, que delegaba en algún general relegado a las oficinas el honor de representarlo.
 Por la carretera a Tanyin fluía un rápido río de coches del Estado Mayor y del Cuerpo diplomático, y en las secciones más expuestas del camino los legionarios montaban guardia junto a los arrozales. Era siempre un día de ansiedad para el Alto Mando francés y quizá de esperanza para los caodaístas, porque ¿qué podía dar más énfasis con menos dolor a su lealtad, que la matanza de unos cuantos huéspedes importantes fuera de su propio territorio?
 Cada mil metros se alzaba sobre los arrozales sin ondulaciones una torrecita de vigilancia, de barro, como un signo de admiración, y cada diez kilómetros había un fuerte más grande defendido por un pelotón de legionarios, marroquíes y senegaleses. Como los vehículos al llegar a Nueva York, los coches mantenían todos la misma velocidad y, como al llegar a Nueva York, uno tenía una sensación de impaciencia contenida, de tanto observar el coche de delante y el de atrás en el espejito. Todos querían llegar a Tanyin, ver el espectáculo y volver lo más rápido posible; el toque de queda era a las siete.
 Uno pasaba de los arrozales controlados por los franceses a los arrozales de los Joa Jaos y de allí a los arrozales de los caodaístas, que generalmente estaban en guerra con lo Joa Jaos; solamente cambiaban las banderas en las torres de vigilancia. Niñitos desnudos pasaban montados sobre sobre los búfalos que vadeaban los campos inundados con el agua a la altura de los genitales; donde la cosecha dorada ya había sido recogida, los campesinos, con sus sombreros como mejillones, aventaban el arroz contra pequeños graneros curvos de bambú trenzado. Los coches pasaban rápidamente junto a ellos, como pertenecientes a otro mundo.
Una plaga de espías: EL AMERICANO IMPASIBLE, de Graham Greene ... Ya comenzaban a verse en todas las aldeas las iglesias de los caodaístas, llamando la atención de los forasteros, con sus fachadas de estuco rosado y celeste, y un gran ojo de Dios sobre la puerta. Las banderas se multiplicaban; grupos numerosos de campesinos avanzaban por la carretera; ya nos acercábamos a la Santa Sede. A lo lejos, la montaña sagrada se alzaba como una galera verde sobre Tanyin; allí vivía fortificado el general Thé, el jefe de Estado Mayor disidente que recientemente había hecho saber su decisión de luchar tanto contra los franceses como contra el Vietmin. Los caodaístas no hacían ninguna tentativa para capturarlo, aunque había secuestrado a un cardenal, pero corría el rumor de que lo había hecho con la aprobación tácita del papa.
 Siempre parecía hacer más calor en Tanyin que en cualquier otro lugar del sur del Delta; quizá fuera la ausencia de agua, quizá fuera la sensación de ceremonias interminables que hacían sudar a los demás, sudar con las tropas en posición de firmes durante los largos discursos en una lengua que no comprendían, sudar por el papa en sus pesadas vestiduras chinescas. Solamente las mujeres cardenales, con sus pantalones de seda blanca, al lado de los sacerdotes con casco de corcho, daban una impresión de frescura en medio de ese resplandor; la hora del cóctel en la azotea del "Majestic", bajo el viento del río de Saigón, parecía un sueño imposible y lejano.
 Después del desfile entrevisté al delegado del papa. No esperaba enterarme de nada nuevo por su mediación: en efecto, no me enteré de nada; ya era una convención de ambas partes. Le pregunté por el general Thé.
 -Un hombre precipitado -dijo, cambiando de tema.
 Comenzó con su discursito de siempre, sin recordar que ya se lo había oído años antes; se asemejaba al disco que yo mismo hacía oír a los recién llegados: el caodaísmo era una síntesis de religiones..., la mejor de todas las religiones..., habían mandado misioneros a Los Ángeles..., los secretos de la Gran Pirámide. Llevaba puesto una larga sotana blanca y fumaba en cadena. Había en él algo astuto y corrompido; la palabra "amor" a parecía a menudo en sus labios. Yo estaba seguro de que él sabía que todos nosotros estábamos allí para reírnos de su movimiento; nuestro aire de respeto era tan corrompido como su falsa jerarquía, pero nosotros éramos menos astutos. Nuestra hipocresía no nos reportaba ningún provecho; ni siquiera un aliado digno de confianza y, en cambio, la de ellos les conseguía armas, provisiones, hasta dinero constante.
 -Muchas gracias, Su Eminencia.
 Me levanté para irme. Me acompañó hasta la puerta, esparciendo cenizas de cigarrillo.
 -Que Dios bendiga vuestro trabajo -dijo untuosamente-. Recordad que Dios ama la verdad.
 -¿Qué verdad? -le pregunté.
 -En la religión caodaísta todas las verdades se reconcilian, y la verdad es amor.
 Llevaba en un dedo un gran anillo y me tendió la mano; supongo que esperaba que yo la besara, pero no soy un diplomático.»
 
  [El texto pertenece a la edición en español de Plaza & Janés, 1965, en versión de J. R. Wilcock. Depósito legal: B. 3564-1965.]

martes, 28 de abril de 2020

La décima sinfonía.- Pedro Zarraluki (1954)

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Unas palabras con Isabel Clara Eugenia.-La inauguración del Ictíneo.-Discusión con las zagalas.-La Vieja y Confucio.-Pego a Arrrjj.-La piedra filosofal.-Pesadilla.

«No me dejes, tengo que contarte muchas cosas, cuando vayas al bar de la Sílfide pide que te den los rompecabezas de Confucio, Confucio es mi hijo, y ha inventado un sistema para ordenar las cosas, a base de agruparlas y buscar sus posibles combinaciones, del que salen rompecabezas fabulosos, sólo sirve para esto y me iré poniendo nervioso, cada vez tendré más ganas de pegarla, pantera asquerosa, la empujaré hacia la cama y ella reirá y abrirá los brazos, pantera asquerosa, me sacaré el cinturón y le daré una vez, para probarla, y ella me mirará un momento, sólo un momento como para decir sí, ya entiendo, estaba equivocada, ¿sabes?, pensaba otra cosa, y se ovillará como un pájaro acorralado, no sabe ni quitarse los pantalones, y cuando habla se le pega la lengua al paladar y no le salen las palabras, Confucio es así, un genio a su manera, todo el mundo es un genio a su manera, y no dirá nada, ni siquiera un sollozo, la espalda hecha un mapa cuando me deje caer sobre la cama, agotado, mira lo que has hecho, esta tarde no podré cantar, ni mañana, ni durante un tiempo, pero supongo que tendrás tus motivos aunque yo no sabía nada, no sabía nada y tampoco hay para tanto, pobre sapo, debes tener problemas, si quieres puedes pegarme otra vez pero me hace daño, bueno, me voy, no te olvides de pedir los pasatiempos de Confucio y la Vieja se marcha con un trotecillo licencioso, la volvería a pegar, me levantaré sin decir nada y saldré de la casa, siempre me paso, he de aprender a controlarme para no desgastar energías pero es que la hubiera vuelto a pegar y el hombrecillo saca  un papel con la orden del día, último quehacer, Alsa: ¿bruja o científica? Visitarla.
 Ahorcado sobre la puerta, un antiguo pergamino enmarcado escupe latinismos: obscurum per oscurius, ignotum per ignotius, lo oscuro por lo más oscuro, lo desconocido por lo más desconocido. Alsa aparta la cortina sobre la que un bordado en plata reproduce a Mercurio como el anima mundi, de pie sobre el sol y la luna, y el sapo no puede evitar un estremecimiento al introducirse en la barraca y contemplar aquel maremágnum de retortas y crisoles, botes con polvos de plata y de cobre, sulfuro de arsénico, azufre y mercurio, bilis de toro y zumo de calidonia, grabados simbólicos de los cuatro estadios alquímicos, el arbor philosophica con las doce operaciones del proceso de transformación, la salamandra que se devora a sí misma en el agua que también es el fuego, Adán como prima materia con un enorme falo ramificado en forma de árbol, estantes putrefactos que soportan las obras de Ostano, de Zósimo, de Jamblico, Olimpiodoro y Khalid ibn Yazid, el "Corpus Hermeticum", la "Gebrina Sphinx" y las de Bacon, de Llull y de Arnaldo de Vilanova junto a la "Theorica" de Paracelso, el horno cósmico, apoltronado en el centro de la choza como un hipopótamo moribundo, y Alsa se ríe en silencio y le dice no te impresiones, estamos solos, no hay espíritus ni demonios porque no soy maga, soy alquimista, mira, y alcanza un bote con la mano y dice que es alcohol, lo destilé por casualidad buscando el elixir de la juventud y me sirve para hacer colonia, lo mezclo con hierbas aromáticas y se lo doy a Isabel Clara Eugenia para sus combinados, y le enseña el horno, Mira, es el uterus del filius philosophorum, un horno hermético completamente redondo para imitar el cosmos esférico, puesto que las influencias astrales son imprescindibles para el éxito de la operación, y se sube a una escalera en la oscuridad del laboratorio para alcanzar una cajita de marfil, mira, la abre con sumo cuidado y muestra unos polvos de color azafrán, toda una vida trabajando para conseguirlo, un año entero manteniendo el horno encendido a base de carbón y de estiércol seco, el ennegrecimiento de la materia que luego será blanca, verde, amarilla y roja por fin, la quintaesencia, la piedra filosofal que nos da el oro para los ladrillos del teatro, sí, el teatro que diseñó Sisebuto Sinsal y que se levantará en la playa, a horcajadas sobre el mar, todo de oro y el escenario de mármol negro, en brillante erección sobre las olas, será precioso, mira, voy a hacer un ladrillo, y le muestra la retorta del horno donde se funde un bloque de plomo, cubre con cera los polvos y los echa en su interior, dentro de hora y media el plomo se habrá transformado en un precioso bloque de oro para la columnata del teatro, don Canuto probó mi oro siete veces con antimonio, y no perdió nada de su peso, es tan bueno como el de la Gallina, irá bien para base, tiene que ser fuerte, ¿sabes?, lo dice Sisebuto, muy fuerte para aguantar la potencia de las olas, para que no se lo lleve la resaca, para poder estar donde va a estar, y se le llamará "Teatro Oceánico", y el tiempo y el mar en acción conjunta lo recubrirán de corales y tallos frescos de algas cosechadas por las corrientes submarinas, de fósiles de trilobites, escamas de todos los peces y esqueletos de monstruos solitarios, y entre toda esta coraza marina saltarán como gotas de luz los reflejos del oro, y Alsa agarra al sapo por el brazo y le arrastra por detrás del horno hacia una puertecita disimulada entre los cachivaches y lo empuja a un almacén donde se apilan centenares de bloques, fabulosas pilas apagadas en la oscuridad del recinto, falta mucho aún, pero aquí está la base de lo que será el teatro, los cimientos y la plataforma, y le saca a empujones del almacén y le dice mientras esperamos podemos dar un paseo.
Decima sinfonia: Amazon.es: Zarraluki, Pedro: Libros Un grupo de niños atraviesa la calle de las Aguas y rueda por la ladera hacia el río, perseguidos por Heriberto sofocado, Heriberto largo y flaco como una estaca, el pelo a lo Artaud y las manos huesudas, vacilante, siempre igual, Alsa lo detiene y Heriberto buenos días, Alsa, siempre igual, corriendo detrás de esa manada, arrastrando el pellejo y los huesos por la aldea, incontenible expresión de desaliento en la mirada y un rictus siniestro en la boca, todos los poetas no son iguales pero Heriberto es igual a todos los poetas, una especie de común denominador, un ejemplo clásico. Los niños lo llaman don Insólito y a Heriberto le gusta porque le gusta ser raro, buenos días, Alsa, vamos a representar cuentos y por eso van tan alocados, si ves a los siete enanos diles que ya estamos allí, dijeron que vendrían para enseñarles a hacer piruetas, suerte de ellos que aún pueden hacer piruetas, tan diferentes de mí, triste y cansado, "que ni sé cuándo es de día ni cuándo las noches son". Y con un gesto vago se despide y se aleja por el sendero hacia el río.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Argos Vergara, 1979. ISBN: 84-7017-793-1.]