lunes, 29 de febrero de 2016

"Mathnawi (o Masnavi)".- Yalal ad-Din Muhammad Rumi (1207-1273)


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"Cuatro monedas de oro

 Un hombre había dado a cuatro personas una moneda de oro a cada una.
 El primero dijo: ¡Vamos enseguida a comprar "engur" [uva]!
 El otro, que era árabe, dijo: ¡No, engur, no. Yo quiero "ineb" [uva]!
 El tercero, que era griego, exclamó: Yo habría preferido "istafil [uva]".
 El cuarto, un turco: Yo quiero "uzum [uva]".
 Estalló así una querella insensata entre los cuatro amigos. Discutían por ignorar la significación de lo que deseaba cada uno. Si hubiese estado allí un sabio, habría dicho: Con vuestro dinero, podéis satisfacer todos vuestro deseo. Para vosotros, cada palabra es una fuente de desacuerdo. Pero, para mí, cada palabra es una guía hacia la unión. Vosotros queréis todos "uva" sin saberlo.

 El gato y la carne

 Un hombre tenía una mujer de carácter desabrido, sucia y mentirosa, que derrochaba todo lo que su marido traía a la casa. Un día, este hombre, que era muy pobre, compró carne para obsequiar a sus invitados. Pero la mujer se la comió a escondidas, rociándola con un poco de vino. En el momento de la comida el hombre le dijo:
 -Los invitados están aquí. ¿Dónde están la carne y el pan? ¡Sirve a mis invitados!
 -El gato se ha comido toda la carne -respondió la mujer-. ¡Vuelve a comprar, si quieres!
 El hombre tomó entonces al gato y lo pesó en una balanza. Encontró que el animal pesaba cinco kilos. Exclamó:
 -¡Oh, mujer mentirosa! La carne que he comprado pesaba también cinco kilos. Si acabo de pesar el gato, ¿dónde está la carne? Pero si es la carne lo que acabo de pesar, entonces, ¿a dónde ha ido a parar el gato?

Palabras

 Un día, un mendigo en busca de pan dedicó una plegaria a un extranjero de paso que lo había socorrido:
 -¡Oh, Dios mío! -dijo-. Este hombre me ha dado pan. En recompensa, concédele volver a sus país sin dificultades.
 El extranjero replicó:
 -¡Ya he visto lo que tú llamas mi país! ¡Que Dios te dé a ti más bien la gracia de llegar al tuyo!
 Los hombres viles envilecen la palabra. E, incluso cuando sus palabras son elevadas, ellos las rebajan. Igual que los vestidos están cosidos para el cuerpo, lo mismo las palabras se pronuncian para los que las oyen. Si unos hombres de corazón vil participan en una reunión, ¡ay!, la palabra también resulta envilecida.

 Lógica

 Un día el sultán fue a la mezquita. Sus guardias le abrían paso, golpeando a la multitud con bastones. Golpeaban a la gente en la cabeza y desgarraban sus camisas. Un hombre no pudo escapar a tiempo y recibió así una decena de bastonazos. Se dirigió entonces al sultán:
 -¡No te ocupes de las torturas ocultas! ¡Mira mejor las torturas aparentes! Mira lo que haces para ir a la mezquita, es decir, para llevar a cabo una buena acción. ¿Quién puede decir de qué serías capaz el día en que decidieses cometer una mala acción?"

domingo, 28 de febrero de 2016

"Empresas y tribulaciones de Maqroll, el Gaviero".- Álvaro Mutis (1923-2013)


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 Ilona llega con la lluvia
 Cristóbal

 "Siempre he pensado que a estos períodos de catastrófica secuencia de infortunios no hay que darles un sentido trascendente de fatalidad metafísica. Nunca he creído en eso que las gentes llaman mala suerte, vista como una condición establecida por los hados sin que podamos tener injerencia en su mudanza u orientación. Pienso que se trata de un cierto orden, exterior, ajeno a nosotros, que imprime un ritmo adverso a nuestras decisiones y a nuestros actos, pero que en nada debe afectar nuestra relación con el mundo y sus criaturas. Cuando una de esas rachas se ensaña sobre mí, sigo disfrutando la compañía de mis compañeros del bar, la complicidad de amigas de ocasión, el diálogo con las sabias y reposadas madames de las casas de citas y compartiendo con algunos entendidos y muy estimados amigos, dispersos por algunos rincones del planeta, la especulación sobre el destino de las grandes dinastías de Occidente, signado a menudo por esas uniones fatales hechas con evidentes fines políticos y que cambian luego toda la historia durante varios siglos. En Puerto Rico, por ejemplo, sigo meditando con un muy querido y más que eminente historiador, sobre las consecuencias del matrimonio de María de Borgoña con Maximiliano de Austria. El perderse por tales laberintos, que pueden parecer a los neófitos una ocupación estéril, me parece mucho más práctico y con los pies en la tierra que embestir a topes, como un borrego, contra circunstancias extrañas a nosotros que se conjuran para complicarnos el lado puramente utilitario de nuestra vida que es, sin duda, el más irreal e inasible dada su elemental  e irremediable idiotez. Para esas especulaciones dinásticas nada más propicio, al menos en mi caso, que el bochorno ardiente del trópico que suele aguzar mis sentidos y mi inteligencia hasta los límites de lo visionario y delirante. Es entonces cuando el calor y la humedad se conjuran para establecer una noche con ambiente de caldera y llega el sueño, como una guillotina aterciopelada y piadosa, que nos deja a la orilla de olvidadas regiones de la infancia o de oscuros rincones de la historia, poblados por figuras que vivimos como fraternas presencias inefables. Cuántas veces, en esas semanas anteriores a la llegada a Cristóbal, volvió a visitarme el sueño recurrente en el que participo como consejero militar y político de un paleólogo alto, moreno y de una delgadez de asceta, que reina en Nicea. Todo se cumple con una deliciosa y eficaz parsimonia. La feliz conclusión de empresas guerreras y la firma de arduos tratados suceden dentro de un orden que podría calificarse de intemporal y platónico, hermano del que se instala a un tiempo en el centro de mi ser y en la dorada plenitud del pequeño imperio a orillas del mar de Mármara. De allí que, cuando mis asuntos de la diaria rutina toman un sesgo adverso, como era el caso entonces en el Hansa Stern, en mi interior persisten, intactas, mi disposición y simpatía por los seres que pueblan la historia y por el mundo que se ofrece al alcance de mis sentidos. Es más, a medida que los escollos prácticos se multiplican, más generosamente se ensancha el territorio y el disfrute de esos dones que tejen la trama esencial de mi vida.
 Tan mal llegaron a estar las cosas que Cornelius, en un aparte confidencial que tuvo conmigo en el segundo cuarto de guardia de la noche, cuando navegábamos rumbo a Martinica para recoger unas familias hindúes que iban a trabajar a Guayana, me confesó alarmado: "Wito está pagando el combustible con cheques sin fondos. Usted sabe que con la Esso no hay bromas. Cuando lleguemos a Aruba para cargar diésel, nos van a caer encima. Estamos al final de la soga, Gaviero, yo se lo digo, al final de la soga". No se cumplieron las predicciones del contramaestre. Es decir, se cumplieron sólo en parte. En efecto, en Aruba le esperaban a Wito dos cheques que no habían podido cobrar por falta de fondos. Logró cubrirlos con dinero que, como arte de magia, consiguió en un plazo de tres horas después de la penosa escena en la planta de abastecimiento de la Esso".      

sábado, 27 de febrero de 2016

"Escuadra hacia la muerte".- Alfonso Sastre (1926)


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Parte primera

 "Andrés: Estamos (Con un escalofrío.) a cinco kilómetros de nuestra vanguardia, solos en este bosque. No creo que sea para tomarlo a broma. A mí me parece un castigo terrible. No tenemos otra misión que hacer estallar un campo de minas y morir, para que los buenos chicos de la primera línea se enteren y se dispongan a la defensa. Pero a nosotros, ¿qué nos importará ya esa defensa? Nosotros ya estaremos muertos.
 Pedro: Ya está bien, ¿no? Pareces un pájaro de mal agüero.
 Andrés: Si es la verdad, Pedro... Es la verdad... ¿Qué quieres que haga? ¿Qué me ponga a cantar? Es imposible cerrar los ojos. Yo... yo tengo miedo... Ten en cuenta que... yo no he entrado en fuego aún... Va a ser la primera vez... y la última. No me puedo figurar lo que es un combate. Y... ¡es horrible!
 Pedro: Un combate no es nada. Lo peor ya lo has pasado.
 Andrés: ¿Qué es... lo peor?
 Pedro: El campamento. La instrucción. Seis, siete horas marchando bajo el sol, cuando el sargento no tiene compasión de ti, ¡un! ¡dos!, ¡un! ¡dos!, y tú sólo pides tumbarte boca arriba como una bestia reventada. Pero no hay piedad. Izquierda, derecha, desplegarse, ¡un! ¡dos! Paso ligero, ¡un! ¡dos!, ¡un! ¡dos Lo peor es eso. Largas marchas sin sentido. Caminos que no van a ninguna parte.
 Andrés: (Lentamente.) Para mí lo peor es esta larga espera.
 Pedro: Cuatro días no es una larga espera, y ya no puedes soportarlo... Figúrate si esto dura días y días... A mí me parece que hay que reservarse, tener ánimo... por ahora... Ya veremos...
 Andrés: (Nervioso.) ¿No decían que la ofensiva era inminente? Yo ya me había hecho a la idea de morir, y no me importaba. "Nos liquidan y se acabó". Pero aquí parece que no hay guerra... El silencio... Sabemos que enfrente, detrás de los árboles, hay miles de soldados armados hasta los dientes y dispuestos a saltar sobre nosotros. ¿Quién sabe si ya nos han localizado y nos están perdonando la vida? Nos tienen bien seguros y se ríen de nosotros. Eso es lo que pasa, ¡cazados en la ratonera! Y queremos escuchar algo... y sólo hay el silencio... Es posible que meses y meses. ¿Quién podrá resistirlo?
 Javier: (Con voz grave.) Dicen que son feroces y crueles... pero no sabemos hasta qué punto... se nos escapa... Y eso que se nos escapa es lo que da más miedo. Sabemos que su mente está dispuesta de otra forma... y eso nos inquieta, porque no podemos medirlos, reducirlos a objetos, dominarlos en nuestra imaginación... sabemos que creen fanáticamente en su fuerza y en su verdad... Sabemos que nos creen corrompidos, enfermos, incapaces del más pequeño movimiento de fe y de esperanza. Vienen a extirparnos, a quemar nuestras raíces... Son capaces de todo. Pero, ¿de qué son capaces? ¿De qué? Si lo supiéramos puede que tuviéramos miedo... pero es que yo no tengo miedo... es como angustia. No es lo peor morir en el combate... Lo que me aterra ahora es sobrevivir... caer prisionero... porque no puedo imaginarme cómo me matarían...
 Andrés: Sí, es verdad. Comprendo lo que quieres decir. Si tuviéramos enfrente soldados franceses... o alemanes... todo sería muy distinto. Los conocemos. Hemos visto sus películas. Hemos leído sus libros. Sabemos un poco de su idioma. Es distinto.
 Javier: Es terrible esta gente... este país... Estamos muy lejos...
 Pedro: Lejos, ¿de qué?
 Javier: No sé... lejos...
 (Un silencio. Pedro, que ha mirado su reloj, se está poniendo el capote y el correaje. Coge el fusil.)
 Pedro: Hasta luego".

viernes, 26 de febrero de 2016

"Respuesta de la poetisa a la muy ilustre Sor Filotea de la Cruz".- Sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695)


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 "Prosiguiendo en la narración de mi inclinación, de que os quiero dar entera noticia, digo que no había cumplido los tres años de mi edad cuando enviando mi madre a una hermana mía, mayor que yo, a que se enseñase a leer en una de las que llaman Amigas, me llevó a mí tras ella el cariño y la travesura; y viendo que la daban lección, me encendí yo de manera en el deseo de saber leer que, engañando a mi parecer a la maestra, la dije que mi madre ordenaba me diese lección. Ella no lo creyó, porque no era creíble pero, por complacer al donaire, me la dio. Proseguí yo en ir y ella prosiguió en enseñarme, ya no de burlas porque la desengañó la experiencia; y supe leer en tan breve tiempo que ya sabía cuando lo supo mi madre, a quien la maestra lo ocultó por darle el gusto por entero y recibir el galardón por junto; y yo lo callé, creyendo que me azotarían por haberlo hecho sin orden. Aún vive la que me enseñó (Dios la guarde) y puede testificarlo.
 Acuérdome que en estos tiempos, siendo mi golosina la que es ordinaria en aquella edad, me abstenía de comer queso porque oí decir que hacía rudos, y podía conmigo más el deseo de saber que el de comer, siendo éste tan poderoso en los niños. Teniendo yo después como seis o siete años, y sabiendo ya leer y escribir, con todas las otras habilidades de labores y costuras que desprenden las mujeres, oí decir que había Universidad y Escuelas en que se estudiaban las ciencias, en Méjico; y apenas lo oí cuando empecé a matar a mi madre con constantes e importunos ruegos sobre que, mudándome el traje, me enviase a Méjico, en casa de unos deudos que tenía para estudiar y cursar la Universidad; ella no lo quiso hacer, e hizo muy bien, pero yo despiqué el deseo en leer muchos libros varios que tenía mi abuelo, sin que bastasen castigos ni reprensiones a estorbarlo; de manera que cuando vine a Méjico se admiraban no tanto del ingenio cuanto de la memoria y noticias que tenía en edad que parecía que apenas había tenido tiempo para aprender a hablar.
 Empecé a deprender gramática, en que creo no llegaron a veinte las lecciones que tomé; y era tan intenso mi cuidado, que siendo así que en las mujeres -y más en tan florida juventud- es tan apreciable el adorno natural del cabello, yo me cortaba de él cuatro o seis dedos, midiendo hasta dónde llegaba antes, e imponiéndome ley de que si cuando volviese a crecer hasta allí no sabía tal o tal cosa que me había propuesto deprender en tanto que crecía, me lo había de volver a cortar en pena de la rudeza. Sucedía así que él crecía y yo no sabía lo propuesto, porque el pelo crecía aprisa y yo aprendía despacio, y con efecto le cortaba en pena de la rudeza: que no me parecía razón que estuviese vestida de cabellos cabeza que estaba tan desnuda de noticias, que era más apetecible adorno. Entréme religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias hablo, no de las formales) muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir en materia de la seguridad que deseaba de mi salvación; a cuyo primer respeto (como al fin más importante) cedieron y sujetaron la cerviz todas las impertinencillas de mi genio; que eran de querer vivir sola; de no querer tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros. Esto me hizo vacilar algo en la determinación, hasta que alumbrándome personas doctas de que era tentación, la vencí con el favor divino, y tomé el estado que tan indignadamente tengo. Pensé yo que huía de mí misma pero, ¡miserable de mí!, trájeme a mí conmigo y traje mi mayor enemigo en esta inclinación, que no sé determinar si por prenda o castigo me dio el Cielo, pues de apagarse o embarazarse con tanto ejercicio que la religión tiene, reventaba como pólvora, y se verificaba en mí el privatio est causa appetitus.
 Volví (mal dije, pues nunca cesé); proseguí, digo, a la estudiosa tarea (que para mí era descanso en todos los ratos que sobraban a mi obligación) de leer y más leer, de estudiar y más estudiar, sin más maestro que los mismos libros. Ya se ve cuán duro es estudiar en aquellos caracteres sin alma, careciendo de la voz viva y explicación del maestro; pues todo este trabajo sufría yo muy gustosa por amor de las letras". 


jueves, 25 de febrero de 2016

"Guillermo Tell".- Friedrich Schiller (1759-1805)


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Acto III
Escena I

 "Patio delante de la casa de Guillermo Tell. Tell trabajando de carpintero. Hedwigia ocupada en una labor. Walther y Guillermo juegan en el fondo del teatro con una pequeña ballesta.
Walter: (Canta.) Con su arco y sus flechas, por montañas y por valles, va el cazador apenas amanece. "Como el buitre en los aires reina el cazador libremente en los barrancos y en las montañas. Suyo es el espacio que alcanza su flecha; cuanto vuela y cuanto se arrastra, todo es suyo". (Se dirige hacia su padre, saltando.) Se me ha roto la cuerda; recomponla, padre...
 Tell: No; el buen cazador se auxilia a sí mismo. (Los niños se van.)
 Hedwigia: Temprano empiezan nuestros hijos a tirar la ballesta.
 Tell: Temprano ha de empezar a aprender quien quiera ser maestro en el arte.
 Hedwigia: Dios quiera que no lo sean jamás.
 Tell: Bueno es que lo sepan todo... quien se aventure a vivir en el mundo, debe aprestarse al ataque y a la defensa.
 Hedwigia: ¿Ninguno de los míos se quedará a vivir tranquilo en casa?
 Tell: Mujer, yo no puedo variar; no he nacido para pastor, necesito correr constantemente tras fugitivo fin y sólo me siento vivir cuando arriesgo diariamente la vida.
 Hedwigia: Y no piensas en la ansiedad de tu esposa que espera desolada tu vuelta. Me atemoriza lo que refieren tus criados de vuestras arriesgadas excursiones. Cada vez que me dejas, late mi corazón temeroso de que no vuelvas. Ora te imagino extraviado en medio de las montañas de hielo, saltando de roca en roca; ora persiguiendo a la gamuza que, con súbita vuelta, te arrastra al abismo. Otras veces te veo sepultado bajo un formidable alud, o resbalando sobre el hielo hasta caer en un precipicio espantoso. ¡Ay, que la muerte amenaza al cazador de los Alpes de mil modos distintos! Triste ocupación la que así os trae, con riesgo de vuestra vida, al borde del abismo.
 Tell: Quien sabe mirar en torno con sangre fría y confía en Dios, y es fuerte y ágil, burla fácilmente el peligro y evita los tropiezos. La montaña no asusta al que ha nacido en ella. (Terminado su trabajo deja las herramientas.) ¡Ah, me parece que hay puerta para rato...! ¿Ves? Para nada necesito al carpintero, gracias a mi hacha. (Toma su sombrero.)
 Hedwigia: ¿A dónde vas?
 Tell: A Altdorf, a casa de mi padre.
 Hedwigia: ¿No traes entre manos algún proyecto arriesgado? ¡Confiésalo!
 Tell: ¿De dónde sacas tú?
 Hedwigia: Algo se trama contra los bailes. Ha habido una reunión en Rutli, lo sé, y tú formas también parte de la liga.
 Tell: No, no me encontraba allí; pero no he de ser sordo a la voz de la patria, si me llama.
 Hedwigia: Han de elegir para ti el puesto de más peligro; como siempre... te cabrá en suerte lo más arduo.
 Tell: A cada cual según sus medios.
 Hedwigia: Durante la tempestad condujiste a un hombre de Unterwald por el lago y milagro es que hayas vuelto. ¿Pero no piensas nunca en tu esposa y en tus hijos?
 Tell: ¡Ah, cara esposa! ¿No pensaba en vosotros cuando devolvía un padre a sus hijos?
 Hedwigia: ¡Navegar por el lago en día de borrasca...! Eso no es confiar en Dios, es tentar a la Providencia.
 Tell: Quien mucho piensa, poco hace.
 Hedwigia: Ah, sí; eres bueno, eres compasivo; a todos haces beneficios, pero si tú necesitaras algo, nadie te ayudaría.
 Tell: Dios quiera que no necesite ayuda. (Toma su ballesta y sus flechas.)"  

miércoles, 24 de febrero de 2016

"La vida: instrucciones de uso".- Georges Perec (1936-1982)


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 Capítulo XLIX
 Escaleras, 7

 "En dos ocasiones se enfrentaron en conflicto abierto la gente de arriba y la de abajo: la primera, cuando Olivier Gratiolet pidió a los copropietarios que votaran por la prolongación de la alfombra hasta los pisos séptimo y octavo, al otro lado de la puerta acristalada. Lo apoyó el administrador, para el que la alfombra en la escalera eran cien francos más por mes y cuarto. Pero la mayoría de copropietarios, que declaraban legal la operación, exigían que fuera costeada por los propietarios de las dos últimas plantas exclusivamente y no por la comunidad entera. Lo cual no le interesaba lo más mínimo al administrador, que hubiera tenido que pagar la alfombra casi él solo, y se las arregló para echar tierra al asunto.
 La segunda vez fue por la repartición del correo. La actual portera, la señora Nochère, con ser una bellísima persona, está llena de prejuicios de clase, y la separación marcada por la famosa puerta acristalada no es ficticia, ni mucho menos, para ella: les sube las cartas a los que viven más acá de la puerta; los demás tienen que ir a buscárselas a la portería; éstas fueron las instrucciones que dio Juste Gratiolet a la señora Araña, y que transmitió ésta a la señora Claveau, la cual las transmitió a su vez a la señora Nochère. Hutting, y con más virulencia aún, los Plassaert exigieron la derogación de aquella medida discriminatoria e infamante y la comunidad no tuvo más remedio que inclinarse, para no dar la impresión de sancionar una práctica heredada del siglo XIX. Pero la señora Nochère no quiso saber nada y, conminada por el administrador a llevar el correo a todos los pisos sin distinción, presentó un certificado médico, extendido por el propio doctor Dinteville, confirmando que el estado de sus piernas le impedía subir escaleras. El proceder de la señora Nochère, en este asunto, se debió sobre todo a su odio a los Plassaert y a Hutting; pues sube el correo hasta cuando no hay ascensor (lo cual ocurre con frecuencia) y es raro que pase un día sin visitar a la señora Orlowska, a Valène o a la señorita Crespi, aprovechando la ocasión para llevarles el correo.
 Las consecuencias prácticas de todo esto son mínimas, excepto para la propia portera, que ya sabe que no podrá contra con buenos aguinaldos de Hutting y de los Plassaert. Es una de esas divisiones a partir de las cuales se organiza la vida de una escalera, una fuente de pequeñísimas tensiones, de microconflictos, de peleas; todo ello forma parte de las controversias, violentas a veces, que sacuden las reuniones de copropietarios, como las que surgen a propósito de las macetas de la señora Rèol o de la motocicleta de David Marcia (¿tenía o no tenía derecho a guardarla en el cobertizo contiguo al patinillo de los cubos de la basura? Ya no se plantea el problema pero, para tratar de resolverlo, se consultó inútilmente con media docena de gestores por lo menos) o de la desastrosa afición a la música del retrasado mental que vive en el segundo derecha al fondo del patio y que, en ciertas épocas indeterminadas y durante períodos de duración imprevisible, sufriría síndrome de abstinencia si no oyera treinta y siete veces seguidas, de preferencia entre las doce de la noche y las tres de la madrugada, Heili Heilo, Lili Marlene y otras joyas de la música hitleriana. 
 Existen otras divisiones más discretas todavía, casi insospechables. los antiguos y los nuevos, por ejemplo, cuya distribución depende de motivos imponderables: Rorschash, que compró sus pisos en 1960, es de los "antiguos" mientras que Berger, que llegó menos de un año más tarde, es de los "nuevos"; además Berger se instaló enseguida, mientras que Rorschash estuvo haciendo obras más de año y medio; o el bando Altamont y el bando Beaumont; o la actitud de la gente durante la última guerra; de los cuatro que quedan en la escalera y que tenían entonces la edad suficiente para tomar partido, sólo uno intervino activamente en la Resistencia, Olivier Gratiolet, que hizo funcionar una imprenta clandestina en su sótano y guardó durante casi un año debajo de la cama una ametralladora desmontada, americana, que había traído él mismo en piezas sueltas en un capazo de hacer la compra. Véra de Beaumont, en cambio, hacía alarde de sus opiniones proalemanas y en más de una ocasión se la vio acompañada de prusianos muy acicalados y de alta graduación; los otros dos, la señorita Crespi y Valéne, fueron más bien indiferentes".

martes, 23 de febrero de 2016

"El príncipe y el mendigo".- Mark Twain (1835-1910)


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 Capítulo VII: La primera comida regia de Tom

 "Poco después de la una de la tarde, Tom se sometió resignado a la prueba de que le vistieran para comer. Hallose cubierto de ropas tan finas como antes, pero todo distinto, todo cambiado, desde la golilla hasta las medias. Fue conducido con mucha pompa a un aposento espacioso y adornado, donde estaba ya la mesa puesta para una persona. El servicio era todo de oro macizo, embellecido con dibujos que lo hacían casi de valor incalculable, puesto que eran obra de Benvenuto. La estancia se hallaba medio llena de nobles servidores. Un capellán bendijo la mesa y Tom se disponía a empezar, porque el hambre en él era orgánica, cuando fue interrumpido por milord el conde de Berkeley, el cual le prendió una servilleta al cuello, porque el elevado cargo de mastelero del Príncipe de Gales era hereditario en la familia de aquel noble. Presente estaba el copero de Tom y se anticipó a todas sus tentativas de servirse vino. También se hallaba presente el catador de Su Alteza el Príncipe de Gales, listo para probar, en cuanto se le pidiera, cualquier platillo sospechoso, corriendo el riesgo de envenenarse. En aquella época no era ya sino un apéndice decorativo y rara vez se veía llamado a ejercitar su función; pero tiempos hubo, no muchas generaciones atrás, en que el oficio de catador tenía sus peligros y no era un honor muy deseable. Parece raro que no utilizasen un perro o un villano pero todas las cosas de la realeza son extrañas. Allí estaba milord D'Arcy, primer paje de cámara, para hacer sabe Dios qué; pero allí estaba y eso basta. El lord primer despensero se hallaba también presente y se mantenía detrás de la silla de Tom, vigilando la ceremonia, a las órdenes del lord gran mayordomo y el lord cocinero jefe, que estaban cerca. Además de éstos contaba Tom con trescientos ochenta y cuatro criados pero, por supuesto, no estaban todos ellos en el aposento, ni la cuarta parte, ni Tom tenía noticias de que existieran.
 Todos los presentes habían sido bien advertidos a su tiempo de recordar que el príncipe había perdido temporalmente la razón y de tener cuidado de no mostrar sorpresa ante sus desvaríos. Estos "desvaríos" pronto se exhibieron ante ellos pero sólo excitaron su compasión y su pesar, no sus burlas. Era para ellos una gran aflicción ver al amado príncipe en tan lastimoso estado.
 El pobre Tom comía casi siempre con los dedos, pero nadie sonrió por esto ni pareció darse cuenta. Inspeccionó su servilleta con curiosidad y profundo interés, porque era una pieza de hermoso y delicadísimo género, y dijo ingenuamente:
 -Llévatela, te lo ruego, para que no la manche por distracción.
 El mantelero hereditario se la llevó con reverente actitud y sin una sola palabra o protesta de ninguna suerte.
 Examinó Tom con interés los nabos y la lechuga y preguntó qué eran y si eran para comer, porque apenas recientemente se habían empezado a cultivar en Inglaterra, en vez de importarlos de Holanda como lujo. Se contestó a su pregunta con grave respeto y sin manifestar sorpresa. [...]  Prosiguió esta situación y Tom empezó a dar muestras de creciente desazón. Miró suplicante, primero a uno y después al otro de los lores que le rodeaban y las lágrimas vinieron a sus ojos. Avanzaron con la ansiedad pintada en sus rostros y le rogaron los enterara de su apuro. Tom dijo con verdadera angustia:
 -Solicito vuestra indulgencia, pero la nariz me pica mucho. ¿Cuál es el uso y la costumbre en este caso? Contestad pronto, os lo ruego, porque apenas puedo soportarlo poco más.
 Nadie sonrió; todos se quedaron absolutamente perplejos y se miraron  unos a otros con gran aflicción, pidiéndose consejo. ¡Mirad!, esto era un atolladero y no había nada en la historia inglesa que dijera cómo salir de él. No se hallaba presente el maestro de ceremonias; no había nadie que se sintiera seguro para aventurarse en aquel inexplorado mar ni para arriesgarse a intentar resolver este solemne problema. ¡Cielos! No había rascador hereditario. [...] Finalmente, la naturaleza derribó las barreras de la etiqueta: Tom elevó en su interior una plegaria de perdón por si obraba mal, y trajo consuelo a los afligidos corazones de sus cortesanos rascándose la nariz por sí mismo". 

lunes, 22 de febrero de 2016

"La guerra de las Galias".- Julio César (100 a.C. - 44 a.C.)


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 Libro primero.
 XXX

 "Despedida la junta, volvieron a César los mismos personajes de antes y le pidieron les permitiese conferenciar con él a solas de cosas en que se interesaba su vida y la de todos. Otorgada también la demanda, echaronsele todos llorando a los pies, y le protestan "que no tenían menos empeño y solicitud sobre que no se publicasen las cosas que iban a confiarle, que sobre conseguir lo que pretendían; previniendo que al más leve indicio incurrirían en penas atrocísimas". Tomóles la palabra Diviciaco, y dijo "estar la Galia toda dividida en dos bandos: que del uno eran cabeza los eduos, del otro los alvernos. Que habiendo disputado muchos años obstinadamente la primacía, vino a suceder que los alvernos, unidos con los secuanos, llamaron en su socorro algunas gentes de la Germania; de donde al principio pasaron el Rin con quince mil hombres. Mas después que, sin embargo, de ser tan fieros y bárbaros, se aficionaron al clima, a la cultura y conveniencias de los galos, transmigraron muchos más hasta el punto que al presente sube su número en la Galia a ciento veinte mil. Con éstos han peleado los eduos y sus parciales de poder a poder repetidas veces; y siendo vencidos, se hallan en gran miseria con la pérdida de toda la nobleza, de todo el Senado, de toda la caballería. Abatidos en fin con sucesos tan desastrados los que antes, así por su valentía como por el arrimo y amistad del Pueblo Romano, eran los más poderosos de la Galia, se han visto reducidos a dar en prendas a los secuanos las personas más calificadas de su nación, empeñándose con juramento a no pedir jamás su recobro, y mucho menos implorar el auxilio del Pueblo Romano, ni tampoco sacudir el impuesto yugo de perpetua sujeción y servidumbre. Que de todos los eduos él era el único a quien nunca pudieron reducir a jurar o dar sus hijos en rehenes; que huyendo por esta razón de su patria, fue a Roma a solicitar socorro del Senado; como quien solo ni estaba ligado con juramento ni con otra prenda. Con todo esto, ha cabido peor suerte a los vencedores secuanos que a los eduos vencidos; pues que Ariovisto, rey de los germanos, avecinándose allí, había ocupado la tercera parte de su país, el más pingüe de toda la Galia; y ahora les mandaba evacuar otra tercera parte, dando por razón que pocos meses ha le han llegado veinticuatro mil harudes, a quien es forzoso preparar alojamiento. Así que dentro de pocos años todos vendrán a ser desterrados de la Galia y los germanos a pasar el Rin; pues no tiene que ver el terreno de la Galia con el de Germania, ni nuestro trato con el suyo. Sobre todo Ariovisto, después de la completa victoria que consiguió de los galos en la batalla de Amagetobria, ejerce un imperio tiránico, exigiendo en parias los hijos de la primera nobleza; y si éstos se desmandan en algo que no sea conforme a su antojo, los trata con la más cruel inhumanidad. Es un hombre bárbaro, iracundo, temerario; no se puede aguantar ya su despotismo. Si César y los romanos no ponen remedio, todos los galos se verán forzados a dejar, como los helvecios, su patria, e ir a domiciliarse en otras regiones distantes de los germanos, y probar fortuna sea la que fuere. Y si las cosas aquí dichas llegan a noticia de Ariovisto, tomará la más cruel venganza de todos los rehenes que tiene en su poder. César es quien, o con su autoridad y el terror de su ejército, o por la victoria recién ganada, o en nombre del Pueblo Romano, puede intimidar a los germanos, para que no pase ya más gente los límites del Rin, y librar a toda la Galia de la tiranía de Ariovisto.

XXXI

 Apenas cesó de hablar Diviciaco, todos los presentes empezaron con sollozos a implorar el auxilio de César, quien reparó que los secuanos entre todos eran los únicos que a nada contestaban de lo que hacían los demás, sino que tristes y cabizbajos miraban al suelo. Admirado César de esta singularidad, les preguntó la causa. Nada respondían ellos, poseídos siempre de la misma tristeza  y obstinados en callar. Repitiendo muchas veces la misma pregunta, sin poderles sacar una palabra, respondió por ellos el mismo Diviciaco: "Aquí se ve cuánto más lastimosa y acerba es la desventura de los secuanos que la de los otros; pues solos ellos ni aun en secreto osan quejarse ni pedir ayuda, temblando de la crueldad de Ariovisto ausente como si le tuvieran delante; y es que los demás pueden a lo menos hallar modo de huir; mas éstos, con haberle recibido en sus tierras y puesto en sus manos todas las ciudades, no pueden menos de quedar expuestos a todo el rigor de su tiranía".  

domingo, 21 de febrero de 2016

"Herzog".- Saul Bellow (1915-2015)


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 "Madeleine llevaba un vestido azul claro y el cabello le caía suelto por detrás. La palabra propia para descifrar su actitud era dominante. Al entrar, había venido repiqueteando los tacones de modo claramente audible en el bullicio de la sala. Herzog le miró fijamente los ojos azules, su perfil bizantino, los labios pequeños y la barbilla que presionaba sobre la carne de debajo. Estaba muy colorada, lo cual era en ella señal de que su conciencia funcionaba activamente. A él le pareció descubrir en el rostro de su ex mujer un incipiente embastecimiento. Ojalá no se equivocase. En efecto, deseaba que algo de la bastedad y grosería de Gersbach se le "pegase" a ella. ¿Por qué no podía ser esto posible? Y observó también que, sin duda alguna, a Madeleine se le había puesto más ancho el trasero. Se imaginó que los apretones y los sobos de él eran la causa de ello. Era un fenómeno conyugal natural... o, más bien, erótico.
 -Señora, ¿es éste el padre de la niña?
 Madeleine seguía negándose a reconocer su presencia.
 -Sí -dijo, por fin-. Me divorcié de él. No hace mucho tiempo.
 -¿Vive él en Massachusetts?
 -No sé dónde vive. No es asunto mío.
 A Herzog le producía admiración la perfección del dominio de sí misma que tenía Madeleine. Nunca vacilaba. Cuando había recogido el recipiente de cartón de la leche supo enseguida dónde tenía que tirarlo a pesar de que sólo llevaba un momento allí. Ni un instante de duda. Y seguro que ya habría hecho un inventario completo de los objetos que había en la mesa del sargento incluyendo los rublos y, por supuesto, la pistola. Nunca la había visto pero pudo identificar enseguida las llaves por la anilla del llavero y se habría dado cuenta de que la pistola pertenecía a Herzog. ¡Éste conocía tan bien sus modales, su estilo patricio, el tic de la nariz, la alocada mirada clara y orgullosa! Al interrogarla el sargento, Moses, incapaz de contener sus asociaciones de ideas se preguntó si aún seguiría emanando de ella aquel olor a secreciones femeninas... la íntima suciedad que la caracterizaba. Nunca volvería a ejercer su poder sobre él aquella agridulce fragancia de ella, sus llameantes ojos azules, sus punzantes miradas, ni la boquita siempre dispuesta al placer. Sin embargo, sólo con mirarla, le entraba dolor de cabeza. Le latía rápida, aunque regularmente, el pulso en las sienes, como los émbolos de una máquina. La estaba viendo con una claridad intensa: la suavidad de sus pechos, muy a la vista por el descote cuadrado del vestido, la finura de las piernas, el matiz indio de la piel de éstas. La cara, sobre todo la frente, la tenía demasiado tirante para su gusto. Y en ella radicaba todo el peso de su severidad. Tenía lo que los franceses llaman le front bombé. Lo que se desarrollaba tras ella era absolutamente indescifrable. ¿Lo ves, Moses? No nos conocemos el uno al otro. Incluso aquel Gersbach, llamémosle como queramos, charlatán, psicópata, con sus ojos ardientes y sus bastas mejillas, también es incognoscible. Y, por lo visto, a mí tampoco me conocen. Pero cuando a un hombre se le hacen toda clase de trastadas, los malvados que lo fastidian dan por cierto que conocen muy bien a ese hombre. Cuando me dejan tirado como una basura es porque creen conocerme a fondo. ¡Estos dos me conocían! Y estoy de acuerdo con Spinoza (espero que no le molestará) en que pedirle lo imposible a cualquier ser humano, ejercer el poder donde no puede ser ejercido, es tiranía. Perdónenme, por tanto, señora y caballero, pero me niego a aceptar el concepto que tienen ustedes de mí. Ah, esta Madeleine es una extraña persona capaz de ser tan orgullosa pero, a la vez, tan poco limpia -tan hermosa y, al mismo tiempo, desfigurada por la rabia-, una mente tan mezclada de diamante puro y de basto cristal... Pero, en fin, tenéis que dejarme a un lado... excepto en lo que se refiere a June. Por lo demás, estoy dispuesto a dejarles a ustedes el campo libre en cuanto pueda retirarme. Adiós a todos.
 -En fin, ¿la trata a usted mal? -Herzog que, a la vez que pensaba en sus cosas había estado oyendo, como lejana música de fondo, lo que decía el sargento, le oyó ahora claramente hacer esta pregunta. Entonces le dijo secamente a Madeleine:
 -Por favor, ten cuidado con lo que dices. No tengamos más dificultades de lo inevitable.
 Ella no le hizo caso.
 -Sí, me ha fastidiado mucho.
 -¿Le ha amenazado a usted? -preguntó el sargento.
Herzog esperaba, tenso, la respuesta de ella. Por otra parte, no debía temer pues ella había de ser prudente por la pensión que le pasaba y Madeleine era una mujer de mucho sentido práctico, muy astuta".