jueves, 30 de septiembre de 2021

La tentación de la inocencia.- Pascal Bruckner (1948)


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El hombre menguante


 «Llamo inocencia a esa enfermedad del individualismo que consiste en tratar de escapar a las consecuencias de los propios actos, a ese intento de gozar de los beneficios de la libertad sin sufrir ninguno de sus inconvenientes. Se expande en dos direcciones, el infantilismo y la victimización, dos maneras de huir de la dificultad de ser, dos estrategias de la irresponsabilidad bienaventurada. En la primera, hay que comprender la inocencia como parodia de la despreocupación y de la ignorancia de los años de juventud; culmina en la figura del inmaduro perpetuo. En la segunda, es sinónimo de angelismo, significa la falta de culpabilidad, la incapacidad de cometer el mal y se encarna en la figura del mártir autoproclamado.
 ¿Qué es el infantilismo? No sólo la necesidad de protección, legítima en sí, sino la transferencia al seno de la edad adulta de los atributos y de los privilegios del niño. Puesto que éste es en Occidente desde hace un siglo nuestro nuevo ídolo, nuestro pequeño dios doméstico, aquel al que todo le está permitido sin contrapartida, conforma –por lo menos en nuestra fantasía- ese modelo de humanidad que nos gustaría reproducir en todas las etapas de la vida. Así pues, el infantilismo combina una exigencia de seguridad con una avidez sin límites, manifiesta el deseo de ser sustentado sin verse sometido a la más mínima obligación. Si se impone con tanta fuerza, si tiñe el conjunto de nuestras vidas con su tonalidad particular, es porque dispone en nuestras sociedades de dos aliados objetivos que lo alimentan y lo segregan continuamente, el consumismo y la diversión, fundamentados ambos sobre el principio de la sorpresa permanente y de la satisfacción ilimitada. El lema de esta “infantofilia” (que no hay que confundir con una preocupación real por la infancia) podría resumirse en esta fórmula: ¡No renunciarás a nada!
 En cuanto a la victimización, es esa tendencia del ciudadano mimado del “paraíso capitalista” a concebirse según el mismo modelo de los pueblos perseguidos, sobre todo en una época en la que la crisis mina nuestra confianza en las bondades del sistema. En un libro dedicado a la mala conciencia occidental, definí antaño el tercermundismo como la atribución de todos los males de las jóvenes naciones del Sur a las antiguas metrópolis coloniales. Para que el Tercer Mundo fuera inocente, era necesario que Occidente fuera absolutamente culpable, transformado en enemigo del género humano. Y a algunos occidentales, sobre todo en la izquierda, les gustaba flagelarse, experimentando un goce particular describiéndose como los peores. Desde entonces el tercermundismo como movimiento político ha decaído: ¿cómo prever que iba a resucitar entre nosotros a título de mentalidad, y que iba a propagarse con tanta velocidad entre las clases medias? Ya nadie está dispuesto a ser considerado responsable, todo el mundo aspira a pasar por desgraciado, aunque no esté pasando por ningún trance particular.
 Lo que es válido para el individuo a título privado es válido para las minorías y los países en el mundo entero. Durante siglos los hombres lucharon para ampliar la idea de humanidad, con el propósito de incluir en la gran familia común las razas, las etnias, las categorías perseguidas o reducidas a la esclavitud: indios, negros, judíos, mujeres, niños, etc. Esta ascensión a la dignidad de las poblaciones despreciadas o sometidas está lejos de haber concluido; tal vez no llegue a estarlo nunca. Pero paralelamente a esta inmensa labor de civilización, si la civilización en efecto es la constitución progresiva del género humano como un todo, toma cuerpo un proceso basado en la fragmentación y la división: grupos enteros, incluso naciones, reclaman ahora, en nombre de su infortunio, un trato particular. Nada hay comparable, ni en las causas ni en los efectos, entre los gemidos del gran adulto pueril de los países ricos, la histeria miserabilista de determinadas asociaciones (feministas o machistas), la estrategia asesina de Estados o de grupos terroristas (como Serbia o los islamistas) que esgrimen el estandarte del mártir para asesinar con total impunidad y saciar su voluntad de poder. Todos a su nivel, sin embargo, se consideran víctimas a las que se debe reparación, excepciones marcadas por el estigma milagroso del sufrimiento.  
Resultado de imagen de pascal bruckner la tentacion d ela inocencia Aunque a veces se solapen, el infantilismo y la victimización no se confunden. Se distinguen uno de otra como lo leve se distingue de lo grave, lo insignificante de lo importante. Consagran, no obstante, esa paradoja del individuo contemporáneo pendiente hasta la exageración de su independencia pero que al mismo tiempo reclama cuidados y asistencia, que combina la doble figura del disidente y del bebé y habla el doble lenguaje del no conformismo y de la exigencia insaciable. Y así como el niño, por su débil constitución, dispone de unos derechos que perderá al crecer, la víctima, por su sufrimiento, merece consuelo y compensación. Hacerse el niño cuando se es adulto, el necesitado cuando se es próspero, es en ambos casos buscar ventajas inmerecidas, colocar a los demás en estado de deudores respecto a uno mismo. ¿Es preciso añadir que estas dos patologías de la modernidad no son en ningún modo fatalidades sino tendencias, y que es lícito soñar con otros modos de ser más auténticos? Pero la flaqueza y el miedo son inherentes a la libertad. El individuo occidental es naturalmente un ser herido que paga el insensato orgullo de pretender ser él mismo con una precariedad esencial. Y nuestras sociedades, al haber abolido las ayudas de la tradición y relativizado las creencias, obligan por decirlo de algún modo a sus miembros a buscar refugio, en caso de adversidad, en las conductas mágicas, los sustitutos fáciles, la queja recurrente.
 ¿Por qué es escandaloso simular el infortunio cuando no nos está afectando nada en particular? Porque se usurpa entonces el lugar de los auténticos desheredados. Y éstos no reclaman derogaciones ni prerrogativas, sino sencillamente el derecho a ser hombres y mujeres como los demás. En eso estriba toda la diferencia. Los pseudodesesperados quieren distinguirse, reclaman favores para no ser confundidos con la humanidad corriente; los otros reclaman justicia para convertirse sencillamente en humanos. Por eso mismo hay tantos criminales que se ponen la máscara del torturado con el fin de perpetrar sus crímenes con la absoluta buena conciencia de ser unos canallas inocentes.
 Por último, esa exaltación del réprobo, de la cual sabemos desde Nietzsche que es el patrimonio del cristianismo, culpable en su opinión de haber divinizado a la víctima, esa consideración para con el débil, que él llama la moral de los esclavos, y que nosotros llamamos humanismo, puede degenerar a su vez en perversión cuando se transforma en amor de la indigencia por la indigencia, en la ideología caritativa, en victimización universal en la que no hay más que afligidos ofrecidos a nuestro buen corazón, nunca culpables.
 En este final de siglo en el que los gobiernos de los oprimidos se han transformado en su mayoría en regímenes de arbitrariedad y de terror, una desconfianza tenaz pesa sobre los desfavorecidos, sospechosos de querer transmutarse en verdugos, de preparar su desquite. La izquierda histórica (que hay que distinguir de los partidos que se reivindican como tal), heredera del mensaje evangélico, ha conseguido imponer al conjunto del mundo político el punto de vista de los desfavorecidos; pero con demasiada frecuencia se ha estrellado en el amanecer posrevolucionario, en la transformación ineludible del antiguo explotado en nuevo explotador. Movimientos de liberación, sublevaciones, levantamientos populares, luchas nacionales, todos parecen condenados al despotismo, a la reproducción de la iniquidad. ¿Para qué sublevarse si es para repetir lo peor? Y el gran crimen del comunismo consiste en haber descalificado para mucho tiempo el discurso de la víctima. Tal es la dificultad, ¿cómo seguir acudiendo en ayuda de los dominados sin ceder ante los impostores de todo tipo que se apropian del discurso victimista?»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2005, en traducción de Thomas Kauf, pp.14-18. ISBN: 84-339-0528-7.]

miércoles, 29 de septiembre de 2021

Lo que no podemos saber.- Marcus du Sautoy (1965)


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Sexta frontera: el robot parlante

¿Es mi gato consciente?

  «Por ejemplo, a pesar de todos los esfuerzos que el robot parlante ha hecho para convencerme de lo contrario, no creo que mi teléfono móvil sea consciente, como tampoco creo que lo sea la silla sobre la que estoy sentado. ¿Y los animales? Antes de irse de casa, mi gato blanco y negro Freddy se sentaba en mi despacho y hacía vida relajada mientras yo sudaba escribiendo cosas de matemáticas. Pero ¿tenía conciencia de sí mismo? ¿Y los bebés? Según fueron creciendo mis hijos, sus cerebros evolucionaron, y con ellos sus conciencias y su sentido de la autopercepción cambió. ¿Será que podemos identificar diferentes niveles de conciencia? ¿Hay umbrales en el desarrollo del cerebro a partir de los cuales emergen diferentes estados de conciencia?
 Por supuesto, preguntar a un animal como mi gato sobre su mundo interno supone un grave problema. A finales de la década de 1960, Gordon Gallup, especialista en comportamiento animal, se estaba afeitando frente al espejo, ponderando la cuestión de cómo evaluar la autopercepción en los animales, cuando tuvo repentinamente una idea. Él era consciente de que la cara que veía en el espejo era la suya pero se preguntó qué animales saben que lo que ven en un espejo no es otro animal, sino una imagen de ellos mismos.
 Una revisión de unos cuantos vídeos de gatos, entre los casi infinitos que hay en Internet, revela que éstos tienden a pensar que la imagen que les devuelve un espejo corresponde a un gato rival presente en la habitación. Pero ¿cómo podemos estar seguros de que un animal se da cuenta de que la imagen que ve es la suya? Gallup descubrió un método muy fiable para comprobar qué especies se reconocen a sí mismas en el espejo, lo que a su vez indica que tienen efectivamente un sentido de ser ellas mismas.
 Su método es sencillo. Se coloca al animal ante el espejo hasta que se familiariza con su reflejo. (Hay grabaciones fascinantes de chimpancés que danzan excitados a la vez que su reflejo en el espejo. Pero ¿piensan que bailan con otro chimpancé o se admiran de sus propios movimientos?) En un momento dado, el experimentador aparta al animal, y a la vez que le frota la cara, le pinta subrepticiamente una marca roja debajo del ojo, de modo que el animal no se percata de la marca y solamente puede percibirla si se mira en el espejo. Gallup quería saber cómo reaccionaría ahora el animal al ver su imagen en el espejo.
 Si uno de nosotros se mira en el espejo y ve algo extraño en la mejilla, su reacción inmediata es tocar la marca para investigar qué puede ser. La prueba del espejo de Gallup, como se ha dado en llamar, revela el asombroso hecho de que los humanos formamos parte de un grupo muy pequeño de animales que pasan sistemáticamente este test de conciencia o autopercepción. Gallup solamente encontró otras dos especies que reaccionaban de un modo parecido a los humanos: los orangutanes y los chimpancés. Una tercera especie se añadió a la lista después de la publicación en 2001 del trabajo de investigación de Diana Reiss y Lori Marino sobre los delfines nariz de botella.
 Aunque los delfines no tienen manos con las que tocarse la marca, pasaban mucho más tiempo frente a sus imágenes en el espejo, dentro de la piscina, cuando habían sido marcados. No manifestaban ningún interés por las marcas de otros delfines que compartían con ellos la piscina, lo cual apuntaba a que tenían cierta conciencia de que el delfín que veían en el espejo no era simplemente otro delfín. Además de los orangutanes, los chimpancés y los delfines, hay indicios sólidos de que otros animales han superado individualmente la prueba, como una urraca inteligente y un elefante. Pero ciertamente, no hay ninguna otra especie que supere la prueba de modo sistemático.
 Resulta chocante que los chimpancés empiecen a fallar en la prueba cuando alcanzan los treinta años, a pesar de que todavía les quedan diez o quince de vida. La razón podría ser que la conciencia de ser uno mismo tiene un precio. La conciencia le permite al cerebro embarcarse en viajes de tiempo mentales. Se puede pensar en uno mismo en el pasado y también proyectarse al futuro. Por eso Gallup cree que en la última etapa de su vida los chimpancés prefieren perder esa habilidad de ser conscientes de ellos mismos. El precio que se paga por ser consciente de la propia existencia es que hay que enfrentarse a la inevitabilidad del futuro fallecimiento. La conciencia de la muerte es el precio que pagamos por ser conscientes de nuestra identidad. Esto plantea la interesante cuestión de si la demencia en los seres humanos desempeña un papel parecido, protegiendo a los humanos de edad avanzada del doloroso reconocimiento de su muerte inminente.
 Por supuesto, la prueba del espejo es un modo de medir la conciencia muy tosco. Tiene un sesgo hacia las especies con el sentido de la vista muy desarrollado. Los perros, por ejemplo, no tienen muy buena visión, sino que se sirven del olfato para reconocer a otros perros, así que no se podía esperar que un perro pasase una prueba de autoconciencia aunque tuviera un sentido de sí mismo igual de bien desarrollado. Incluso en aquellas especies para las que la vista es el sentido primordial a la hora de relacionarse con el mundo, se trata de una prueba de autoconciencia muy rudimentaria. No obstante, tiene consecuencias sorprendentes cuando se aplica a los seres humanos ya que puede ser usada para descubrir cuándo el cerebro sufre la transformación que hace que empiece a reconocer su propia imagen en el espejo.
Lo Que No Podemos Saber - Du Sautoy Marcus (Libro) No creo que mis hijos, cuando eran bebés, tuvieran el mismo sentido de sí mismos que tienen ahora. Pero ¿en qué momento hubieran empezado a reaccionar como los chimpancés a una marca hecha subrepticiamente sobre su cara? Resulta que un niño de dieciséis meses sigue jugando enfrente del espejo ajeno totalmente a la nueva marca, aunque podría alargar la mano hasta el espejo para investigar esa imagen algo inusual.
 Pero si colocamos a un niño de veinticuatro meses frente al espejo, veremos que se lleva la mano a la cara inmediatamente para explorar esa mancha extraña. Esta reacción enérgica indica que el niño de veinticuatro meses reconoce la imagen y piensa: “ése soy yo”. Algo ocurre en el cerebro durante su desarrollo que provoca que se haga autoconsciente, pero qué es exactamente sigue siendo un misterio.
 Si la conciencia surge en los humanos a los dieciocho-veinticuatro meses, podemos hacernos la misma pregunta a escala cósmica: ¿cuándo surgió la conciencia por primera vez en el universo? Seguramente nada pudo evolucionar tanto como para ser considerado consciente al poco tiempo de la Gran Explosión. Así que debió de haber un momento en el que se produjo la primera experiencia consciente. De modo que la consciencia probablemente tiene una naturaleza distinta a la gravedad o el tiempo, aunque todavía sigue estudiándose hasta qué punto aquélla es una noción emergente o fundamental.
 El psicológo estadounidense Julian Jaynes, fallecido en 1997, propuso la hipótesis de que la surgimiento de la conciencia en los seres humanos puede ayudar a explicar la creación del concepto de Dios. La evolución de la conciencia trajo aparejada la sensación progresiva de que había una voz en nuestras cabezas. Quizá, sugirió Jaynes, Dios apareció al tratar de dar un sentido a este incipiente mundo interior.
 Al leer estas palabras, el lector probablemente tendrá la sensación de que resuenen en su cabeza. Esto es parte de nuestro mundo consciente. Aunque dichas palabras no suenan en alto ni son oídas por otras personas, forman parte de nuestro mundo consciente y son solamente nuestras. Jaynes creyó que, al evolucionar y surgir la conciencia, la impresión que supuso esa voz dentro de nuestras cabezas podría haber dado origen a la idea de una inteligencia trascendente, algo que no es de este mundo, y que esto condujo al cerebro a interpretarla como la voz de Dios.
 Esta idea de que nuestro mundo interior está próximo al concepto trascendente de Dios es central en muchas prácticas religiosas orientales, incluida la tradición védica. Brahman, el ser trascendente supremo de la religión hindú, se suele identificar con ätman o el concepto de uno mismo.
 Como dato curioso, Jaynes creyó que podemos datar de hecho el nacimiento de la conciencia en la evolución humana. Él lo sitúa en algún punto del siglo VIII a.C., entre la creación de la Ilíada y la de la Odisea de Homero. En la Ilíada no hay rastro de mundo interior en los protagonistas, ni de introspección o de conciencia. Los personajes del asedio de Troya actúan simplemente movidos por los dioses. En la Odisea, por el contrario, vemos que Odiseo es claramente introspectivo, consciente de sí mismo, consciente de un modo nuevo muy diferente al de los personajes de la Ilíada

     [El texto pertenece a la ediicón en español de Editorial Acantilado, 2018, en traducción de Eugenio Jesús Gómez Ayala, pp. 398-403. ISBN: 978-84-16748-89-1.]

lunes, 27 de septiembre de 2021

El día antes de la revolución.- Úrsula K. Le Guin (1929-2018)


Resultado de imagen de ursula le guin  «Mi novela Los desposeídos trata de un pequeño mundo poblado por personas que se llaman a sí mismas odonianos. El nombre proviene de la fundadora de su sociedad, Odo, que vivió varias generaciones antes del momento en el que se desarrolla la novela y que, por tanto, no forma parte de la acción –excepto de forma implícita, puesto que todo comenzó con ella-.
 El odonianismo es el anarquismo. No aquello de las bombas en los bolsillos, que es terrorismo, independientemente del nombre con el que trate de dignificarse; tampoco el darwinismo social del “libertarismo” económico de la extrema derecha; sino el anarquismo tal y como aparece prefigurado en la filosofía taoísta temprana y lo exponen Shelley y Kropotkin, Goldman y Goodman. El blanco principal del anarquismo es el Estado autoritario (capitalista o socialista); su objetivo práctico-moral principal es la cooperación (solidaridad, asistencia mutua). Es la más idealista, y para mí la más interesante, de todas las teorías políticas.
 Plasmarlo en una novela, algo que no se había realizado con antelación, resultó ser un trabajo extenuante y prolongado que me absorbió por completo durante muchos meses. Una vez concluido, me sentí perdida, exiliada: una persona desplazada. Agradecí sumamente, por tanto, cuando Odo apareció de entre las sombras y atravesó el abismo de lo probable pidiendo un relato, no sobre el mundo que construyó, sino sobre sí misma.
 Esta historia trata de una de aquellas personas que se marcharon de Omelas*.
[…]
 Por supuesto que no lo había olvidado. Entre marido y mujer esto no hay ni que decirlo. Ahí estaban otra vez sus feos pies de vieja en el suelo, igual que antes. No había hecho nada en absoluto, había trazado un círculo. Se levantó con un gruñido de esfuerzo y desaprobación y se dirigió al armario para coger la bata.
 Los jóvenes iban por los pasillos de la Casa con la más adecuada impudicia; no obstante, ella era demasiado vieja para eso. No quería que su cuerpo amargara el desayuno de algún jovenzuelo. Además, ellos habían crecido con el principio de la libertad de atuendo y de sexo y de todo lo demás, pero ella no. Lo único que ella había hecho había sido inventarlo. Y no es lo mismo.
 Igual que hablar de Asieo como mi marido. Se les contraía el rostro. La palabra que ella debía utilizar como buena odoniana era, por supuesto, compañero. Aunque, ¿por qué demonios tenía ella que ser una buena odoniana?
 Avanzó arrastrando los pies hasta los baños. Allí se encontró con Mairo, que se lavaba el pelo en una pila. Laia miró con admiración aquella melena larga, lustrosa y mojada. Salía tan pocas veces ya de la Casa que ni siquiera recordaba cuándo había visto un cráneo decentemente afeitado, pero, aun así, ver una cabeza totalmente poblada de pelo le resultaba placentero, un enérgico placer. ¿Cuántas veces la habían insultado –“¡Melenuda, melenuda!”- y la habían agarrado por los pelos los policías o los macarras? ¿Cuántas veces le había afeitado la cabeza al cero un soldado sonriente en cada nueva prisión? Y luego había vuelto a crecer de nuevo: una pelusilla, ricitos diminutos, tirabuzones, melena… En los viejos tiempos. Por el amor de Dios ¿es que no iba a ser capaz de pensar en nada más que en los viejos tiempos?
 Vestida, una vez hecha la cama, bajó al comedor. Era un buen desayuno, pero no había logrado recuperar el apetito desde aquel maldito derrame. Se bebió dos tazas de infusión de hierbas. Fue incapaz de acabarse la pieza de fruta que había cogido. Con lo que le gustaba la fruta de niña, tanto como para robarla, y en el Fuerte… ¡Ay, por el amor de Dios déjalo ya! Sonrió y respondió a los saludos y el interés amistoso de los demás comensales y del gran Aevi, que atendía el mostrador del comedor aquella mañana. Había sido él quien la había tentado con el melocotón: “Mira esto, te lo tenía guardado”. ¿Cómo iba a rechazarlo? Además a ella siempre le había encantado la fruta, nunca tenía bastante; una vez cuando tenía seis o siete años, había robado una pieza del carro de un vendedor en la calle del Río. Aunque, claro, era difícil comer cuando todo el mundo hablaba tan emocionado. Había noticias de Thu, noticias de verdad. Al principio no quiso concederles importancia, recelaba del entusiasmo, pero después de haber repasado el artículo del periódico, tras leer entre líneas, con una extraña suerte de certeza, profunda y sin embargo fría, desapasionada, pensó: “Vaya, aquí está. Ha llegado. Y en Thu, no aquí. Thu se desmembrará antes que este país; la Revolución se impondrá primero allí. ¡Como si eso importara! No habrá más naciones”. Aunque, de hecho, sí importaba en cierto modo, la hizo sentirse un tanto fría y triste –envidiosa, de hecho-. ¡De toda la infinidad de estupideces posibles, la envidia! No participó mucho en las conversaciones y, sintiendo pena por sí misma, pronto se levantó para volver a su habitación. No podía compartir el entusiasmo de los demás. Estaba fuera de todo aquello, realmente fuera. No es fácil, se decía, intentando justificarse, mientras ascendía trabajosamente las escaleras, aceptar que una está fuera de todo esto cuando ha estado dentro, en el mismo centro, durante cincuenta años. Ay, por el amor de Dios, ¡serás quejica!
Resultado de imagen de ursula le guin el dia antes de la revolucion Dejó atrás las escaleras y la autocompasión al entrar en la habitación. Era un buen dormitorio y era bueno estar sola. Un gran alivio. Incluso si no era del todo justo. Algunos de los chavales de los áticos vivían de cinco en cinco en habitaciones que no eran más grandes que la suya. Siempre había más gente que quería vivir en una Casa Odoniana de la que podía ser debidamente alojada. Tenía esta habitación grande para ella sola únicamente por ser una anciana que había sufrido una apoplejía. Y quizá por ser Odo. Si no hubiera sido Odo, sino sencillamente la anciana del derrame, ¿tendría ese dormitorio? Muy posiblemente. Después de todo, ¿quién demonios querría compartir habitación con una vieja que babea? Aunque era difícil estar segura. El favoritismo, el elitismo y el culto al líder se colaban sigilosos y afloraban en cualquier parte. Sin embargo, ella nunca había esperado verlos erradicados en vida, en una generación. Sólo el tiempo opera los grandes cambios. Mientras tanto, aquella era una habitación agradable, amplia y soleada, adecuada para una vieja babosa que había iniciado una revolución mundial.
 Su secretario llegaría en una hora para ayudarla a despachar el trabajo del día. Se tambaleó hasta su escritorio, un mueble hermoso y grande, regalo del Gremio de Carpinteros de Nio después de que alguien la hubiera oído comentar en una ocasión que el único mueble que realmente había deseado alguna vez era un escritorio con cajones y suficiente espacio en la superficie… ¡Caray!, la mesa estaba prácticamente cubierta de papeles con notas pegadas, casi todas con la pequeña y clara caligrafía de Noi: “Urgente”, “Provincias del Norte”, “¿Consultar con R.T.?”
 Su propia caligrafía no había vuelto a ser la misma desde la muerte de Asieo. Cuando se paraba a reflexionar en ello le resultaba extraño. Después de todo, en los cinco años que siguieron a su fallecimiento ella había escrito La Analogía completa. Y estaban aquellas cartas, las que el guardia alto, el de los ojos llorosos y grandes, ¿cómo se llamaba?, da igual, la cartas que el guardia aquel había sacado para ella a escondidas del Fuerte durante dos años. Las Cartas de la Prisión, las llamaban ahora, había una decena de ediciones distintas. Y todo aquello, las cartas, de las que la gente seguía diciéndole que estaban llenas de fortaleza espiritual (lo que posiblemente significaba que se había mentido a sí misma como a una loca mientras las escribía intentando conservar el ánimo), y La Analogía, que sin duda era el trabajo intelectual más sólido que jamás había producido, todo aquello lo había escrito en el Fuerte de Drio, en la celda, tras la muerte de Asieo. Había que mantenerse ocupada con algo, y en el Fuerte la dejaban a una tener papel y bolígrafos… No obstante, todo había sido con los precipitados garabatos de una mano que nunca sintió propia, aquélla no era su caligrafía, no eran como esas líneas redondeadas y negras del manuscrito de Sociedad sin Gobierno, que tenía ya cuarenta y cinco años. Taviri no sólo se había llevado el deseo de su cuerpo y de su corazón a la fosa de cal viva, sino también su caligrafía limpia y clara.
 Pero Taviri le había dejado la Revolución.
 La gente solía decirle: “Qué valiente fuiste, seguir trabajando, escribiendo, en la prisión, tras una derrota como aquélla para el Movimiento, tras la muerte de tu compañero…”
 Malditos imbéciles. ¿Y qué otra cosa se podía hacer? Valentía, coraje… ¿qué era el coraje? Nunca había conseguido explicárselo.»           

*Omelas es una ciudad ficticia construida por Le Guin en su celebrado relato “Los que se marcharon de Omelas”, en el que la autora analiza la felicidad de una sociedad basada en la existencia de un chivo expiatorio. [N. del T.]

    [El texto pertenece a la edición en español de Nórdica Libros, 2018, en traducción de Enrique Maldonado, pp. 13-14 y 22-32. ISBN: 978-84-17281-84-7.]                 

domingo, 26 de septiembre de 2021

Políticas de la naturaleza. Por una democracia de las ciencias.- Bruno Latour (1947)


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5.-La exploración de los mundos comunes

Las dos flechas del tiempo

 «Mientras que los modernos iban siempre de la confusión a la claridad, de lo complicado a lo simple, de lo arcaico a lo objetivo y ascendían siempre por la escalera del progreso, nosotros –aunque seguiremos progresando- lo haremos descendiendo por un camino que, sin embargo, no es el de la decadencia: iremos de lo confuso a lo todavía más confuso, de lo complicado a lo todavía más complicado, de lo explicado a lo implicado. No esperamos del futuro que nos emancipe de todos nuestros vínculos, sino que nos vincule, al contrario, mediante lazos más estrechos, a mayores multitudes de aliens que hayan pasado a ser miembros a tiempo completo del colectivo (1) en vías de formación. “Mañana –exclaman los modernos- nos habremos desprendido más”. “Mañana –murmuran los que debemos llamar no-modernos- estaremos más ligados”. Mark Twain afirmaba que no hay nada seguro aparte de la muerte y los impuestos; será preciso añadir a partir de ahora una certeza más: mañana el colectivo estará más intrincado que ayer. Será preciso, en efecto, mezclarnos aún más íntimamente con la existencia de una multitud todavía mayor de seres humanos y no-humanos, cuyas demandas serán todavía más inconmensurables que las del pasado, y en las que, sin embargo, deberemos ser capaces de refugiarnos sin una morada común. Ya no esperamos que ninguna lluvia de fuego venga a ponernos a todos de acuerdo, matándonos a golpes de objetividad. No hay terminación en nuestra historia. La única que da por sentado el fin de la historia es la flecha de los modernos. Dado que el hecho de convertirse poco a poco en un cosmos no tiene final, no hay, pues, para la ecología política, ningún Apocalipsis que temer: al contrario, regresa a casa, al oikos, a los aîtres ordinarios, a la existencia banal.
 La ecología política no se contenta con poner fin a la historia de los modernos, sino que suprime además la aberración más extraña ofreciéndole retrospectivamente una explicación completamente distinta de su destino. En efecto, los modernos, a pesar de estar obsesionados con el tiempo, nunca han tenido ninguna oportunidad con él, porque, para hacer funcionar su vasta maquinaria, siempre han precisado situar el mundo de los hechos indiscutibles fuera de la historia. Nunca han encontrado la manera, por ejemplo, de instituir una historia de las ciencias mínimamente creíble: han tenido que contentarse con tener, bajo este nombre, una historia de los humanos que descubrían la naturaleza indiscutible e intemporal. Los modernos se han encontrado, pues, inmersos en un dilema que, como todo lo demás, ha acabado por atraparlos de nuevo: se anticiparon con la esperanza de tener en cuenta cada vez menos proposiciones, cuando, algunos siglos atrás, habían puesto en marcha una máquina formidable que elaboraba el mayor número posible de entidades –culturas, naciones, hechos, ciencias, genes, artes, animales, industrias-, un inmenso trastero que no dejaban de movilizar o de destruir cada vez que afirmaban querer simplificar, depurar, naturalizar, excluir. Se deshacían del resto del mundo en el momento en que, como Atlas, cargaban el mundo sobre sus vastos hombros, pretendían externalizarlo todo, a pesar de que internalizaban la Tierra entera. En tanto que imperialistas, afirmaban no depender de nadie; y, al estar en deuda con el universo entero, se creían libres de todo vínculo; implicados, querían lavarse las manos de toda responsabilidad.
 Cuando los modernos, como iguales de Dios, pasaron finalmente a ser coextensivos a la Creación, ¡aprovecharon ese momento para entregarse al aislacionismo más completo y creer que habían quedado fuera de la historia! No es de extrañar que su reloj se detuviera al mismo tiempo que su bicameralismo (2) se hundía, aplastado bajo el peso de todos aquellos que lo habían reclutado todo, pretendiendo no tenerlo en cuenta ni ofrecerle un mundo común (3). No puede uno entrometerse en el mundo y arrojarlo luego al exterior, en reserva o en descarga. Si debemos extraer una lección del mito de Frankenstein, es precisamente la inversa a la de Víctor, el desdichado inventor del célebre monstruo. En el momento en que, con lágrimas de cocodrilo en los ojos, se arrepiente de haber jugado a aprendiz de brujo cuando, al innovar indiscriminadamente, oculta tras el pecado venial el pecado mortal del que su criatura lo acusa con razón: haber huido del laboratorio abandonándola, bajo el pretexto de que, como todas las innovaciones, había nacido monstruosa. Nadie puede considerarse Dios y no enviar enseguida a su único hijo a intentar arreglar el peliagudo asunto de la Creación caída…
Resultado de imagen de bruno latour politicas de la naturaleza La ecología política hace algo mejor que suceder a la modernidad: la desinventa. Ve retrospectivamente en este movimiento contradictorio de vinculación y desvinculación una historia mucho más interesante que la de un frente de modernización que avanza inexorablemente desde las tinieblas del arcaísmo hasta las claridades de la objetividad –y, por supuesto, mucho más rica que el antirrelato de los antimodernos que releen esta historia según la inclinación, igualmente inexorable, de una decadencia que nos ha alejado de una dichosa matriz para arrojarnos a la frialdad de un mundo helado por el cálculo-. Los modernos siempre han hecho lo contrario a lo que han dicho: ¡esto es lo que les salva! No hay ni una sola cosa (4) que no sea una asamblea. No hay ni uno de los hechos indiscutibles que no sea el resultado de una discusión meticulosa en el núcleo mismo del colectivo. No hay ni un solo objeto sin riesgo (5) que no acarree tras de sí una larga cabellera de consecuencias inesperadas que persigan al colectivo, obligándolo a reanudarse. No hay ni una sola innovación que no rediseñe de arriba a abajo la cosmopolítica (6), obligando a cualquiera a recomponer la vida pública. Los modernos no han distinguido ni una vez en su corta historia los hechos de los valores, las cosas de las asambleas. Ni una sola vez han logrado volver insignificantes e irreales a los que creían poder excluir para siempre y sin proceso alguno. Se han creído irreversibles sin lograr irreversibilizar nada. Todo esto sigue estando tras de sí, a su alrededor, ante ellos, en ellos, como un acreedor que llama a la puerta exigiendo únicamente que se retome, explícitamente y sobre unas nuevas bases, el trabajo de exclusión e inclusión. En el mismo momento en que lloran por vivir en un mundo indiferente a su ansiedad, siguen habitando en esta República (7) en la que han nacido de forma muy ordinaria.
 La ecología política no condena, pues, la experiencia moderna, ni la anula, ni tampoco la revoluciona: la rodea, la envuelve, la desborda y la encaja en un procedimiento que finalmente le da su sentido. Digamos las cosas en términos morales: la ecología política perdona. Con piadosa sensatez, reconoce que es posible que no hubiera mejor manera de proceder; acepta, bajo ciertas condiciones, hacer borrón y cuenta nueva. A pesar del sentimiento de culpabilidad que les gusta arrastrar tras de sí, los modernos no han cometido todavía el pecado mortal de Víctor Frankenstein. Cometerían uno, de todas formas, si aplazaran para más tarde esta reinterpretación de su experiencia que les ofrece la ecología política y si, viéndose rodeado por una multitud de aliens, enloquecieran, prolongando todavía la forma moderna de creerse contemporáneos al mundo; si creyeran vivir en una sociedad envuelta de una naturaleza; si se consideraran finalmente capaces de modernizar el planeta a fuerza de objetividad. A juzgar por su ingenuidad –y quizás incluso por su inocencia-, se arriesgan a caer en el proverbio: perseverare diabolicum est.

 Notas:
(1)      Colectivo: debe distinguirse de la sociedad, término que conlleva una mala repartición de los poderes; acumula además los antiguos poderes de la naturaleza y de la sociedad en un único recinto, antes de ser partido de nuevo en distintos poderes (consideración, planificación, seguimiento). A pesar de su utilización en singular, el término no se refiere a una unidad ya establecida, sino a un procedimiento de recolección de las asociaciones de humanos y de no-humanos.
(2)      Bicameralismo: expresión de ciencias políticas para describir los sistemas representativos de dos cámaras (Asamblea y Senado, Cámara de los Comunes y Cámara de los Lores); aquí debe entenderse la descripción de la repartición de poderes entre la naturaleza (concebida, por lo tanto, como un poder representativo) y la política. Sin embargo, a este “mal” bicameralismo debe seguirle un “buen” bicameralismo que distinga dos poderes representativos: el de la consideración –la cámara alta- y el de la planificación –la cámara baja-.
(3)      Mundo común: (o igualmente, buen mundo común, cosmos, el mejor de los mundos): la expresión designa el resultado provisional de la unificación progresiva de las realidades exteriores (a las que se reserva la expresión de pluriverso); el mundo, en singular, no es lo que es dado sino lo que se debe obtener reglamentariamente.
(4)      Cosa: aquí se utiliza su sentido etimológico, que conlleva siempre una discusión en el seno de una asamblea, que exige un juicio efectuado en común, en contraste con el objeto. Por lo tanto, la etimología de la palabra comprende el indicio del colectivo (res, thing, ding) que se intenta convocar aquí.
(5)      Objeto sin riesgo: expresión inventada para recordar que las crisis ecológicas no tratan sobre una clase de seres (por ejemplo, la naturaleza, los ecosistemas), sino sobre la manera de fabricar todos los seres: tanto las consecuencias inesperadas como el modo de producción y los fabricantes siguen ligados a los vínculos de riesgo, mientras que aparecen separados de los objetos propiamente dichos.
(6)      Cosmos, cosmopolítica: aquí se retoma el sentido griego de combinación, de armonía, al mismo tiempo que el sentido más tradicional del mundo. Lo que Isabelle Stengers denomina cosmopolítica (no en el sentido multinacional, sino en el sentido metafísico de política del cosmos) es, pues, un sinónimo del buen mundo común. Se podría designar su antónimo con la palabra cacosmos, aunque Platón, en el Gorgias, prefiere acosmos.
(7)      República: no designa la asamblea de los humanos entre ellos, ni la universalidad del humano separado de todos los vínculos tradicionales arcaicos, sino al contrario: al volver a la etimología de la cosa pública, se designa al colectivo en su esfuerzo por lanzarse a la búsqueda experimental de lo que lo unifica; es el colectivo agrupado reglamentariamente y fiel al orden de la Constitución.»

      [El texto pertenece a la edición en español de R.B.A. Libros, 2013, en traducción de Enric Puig, pp. 274-278. ISBN: 978-84-9006-474-0.]