domingo, 26 de marzo de 2023

Los Argonautas del Pacífico occidental I-II.- Bronislaw Malinowski (1884-1942)

Bronisław Malinowski - Wikipedia, la enciclopedia libre
II.-Los indígenas de las islas Trobriand

II.-Posición social de las mujeres

   «Otro rasgo sociológico que a la fuerza llama la atención del visitante es la posición social de las mujeres. Su comportamiento, tras la fría reserva de las mujeres dobueses y el trato tan poco acogedor que el extranjero recibe de las mujeres de las Amphlett, resulta chocante por su amistosa familiaridad. Naturalmente, como pasaba con los hombres, los modales de las mujeres de rango son muy distintos de los vulgares de la clase baja. Pero en conjunto, tanto las de clase alta como las de clase baja, aunque en ningún sentido reservadas, son de trato agradable y cordial, y muchas de ellas de muy buen ver. Su vestuario también es distinto de los otros que hemos venido observando. Todas las mujeres melanesias de Nueva Guinea llevan una especie de enagua hecha de fibras. Entre las massim meridionales esta enagua es larga, llega a las rodillas o más abajo, mientras que la de las trobriandesas es más corta y tupida, compuesta de varios volantes alrededor del cuerpo, como unas gorgueras (compárense las mujeres del Massim del Sur). El gran electo ornamental de este vestido se realza con dibujos muy trabajados, a tres colores, sobre los volantes que forman la parte superior de la falda. En general sienta muy bien a las jóvenes bonitas y da a las niñas delicadas un aspecto gracioso y travieso.
 La castidad es una virtud desconocida entre estos indígenas. A una edad increíblemente temprana son iniciados en la vida sexual y muchos de los juegos aparentemente inocentes de la infancia no son tan inicuos como pudieran parecer. A medida que crecen viven en la promiscuidad del amor libre, que, poco a poco, va creando relaciones más duraderas, una de las cuales acaba en matrimonio. Pero antes del matrimonio, se presupone que las muchachas solteras son absolutamente libres de hacer lo que les plazca. Incluso existen determinadas ceremonias en las que todas las muchachas de un pueblo se trasladan en bloque a otra localidad; allí se alinean a la vista del público, para ser inspeccionadas y cada una escogida por un joven de la localidad, con el que pasa la noche. A esto se le llama katuyausi. Del mismo modo, cuando llega un grupo de visitantes de otro distrito, las jóvenes solteras los proveen de comida y también deben satisfacer sus necesidades sexuales. En las grandes vigilias mortuorias alrededor del cuerpo del recién fallecido, los habitantes de las aldeas vecinas concurren en grandes grupos para tomar parte en las lamentaciones y cantos. Es costumbre que las muchachas de los grupos forasteros consuelen a los muchachos de la aldea en duelo, lo que atormenta bastante a sus amantes oficiales. Existe otra llamativa fórmula de licencia ceremonial en la cual las mujeres toman abiertamente la iniciativa. Durante la temporada en que se trabajan los huertos, en el tiempo de la escarda, las mujeres trabajan de forma comunal y cualquier extranjero que se aventure a pasar por el distrito corre un riesgo considerable, pues las mujeres le persiguen hasta apoderarse de él, le arrancan la hoja que le cubre el pubis y, en sus orgías, lo maltratan de la forma más ignominiosa. Junto a estas formas ceremoniales de licencia, en el curso de la vida cotidiana se producen constantes intrigas privadas, más numerosas durante los períodos de fiestas y menos visibles cuando el trabajo de los huertos, las expediciones comerciales o la cosecha acaparan las energías y la atención de la tribu.
 El matrimonio apenas tiene nada que ver con una ceremonia o rito, ni público ni privado. Simplemente, la mujer se va a casa de su marido y sólo más tarde hay una serie de intercambios de regalos, que de ninguna manera deben interpretarse como compra de la esposa. En realidad, el rasgo más importante del matrimonio trobriandés es que la familia de la esposa está obligada a contribuir de forma sustancial a la nueva economía doméstica y también a proporcionar al marido toda clase de servicios. En la vida marital, se presupone que la mujer debe de permanecer fiel al marido, pero esta norma no es muy estricta y, por lo tanto, se observa poco. En todos los demás sentidos, la mujer mantiene un gran margen de independencia y su marido debe tratarla bien y con consideración. Si no lo hace así, la mujer sencillamente lo deja y se vuelve a la casa de su familia; y como en general es el marido quien sale perdiendo económicamente, es él quien se esfuerza por hacerla volver, lo que hace por medio de regalos y razonamientos. Pero, si ella lo prefiere, siempre puede dejarlo por las buenas y ya encontrará algún otro con quien casarse.
 Igualmente la vida tribal, el status de las mujeres es muy elevado. En general no participan en los consejos de los hombres, pero tienen sus propias reuniones para muchos asuntos y controlan determinados aspectos de la vida tribal. Así, por ejemplo, parte del trabajo hortícola está bajo su control, y esto más bien se considera un privilegio que un deber; también se cuidan de ciertas secuencias de las grandes reparticiones ceremoniales de alimentos, relacionadas con el ritual funerario de los boyowas, muy largo y complejo. Determinadas formas de magia —las que recaen en los niños primogénitos, la magia de la belleza que forma parte de las ceremonias tribales, diversas clases de hechicería— también son de monopolio femenino. La mayoría de las mujeres de rango tienen derechos a los privilegios propios de su condición y los hombres de castas bajas deben inclinarse ante ellas y observar todas las formalidades y tabús que se deben a los jefes. Una mujer con rango de jefe que se casa con un hombre común, conserva su status incluso respecto a su marido y tiene que ser tratada de acuerdo con él.
 Los trobriandeses son matrilineales, es decir, establecen la descendencia y la herencia por línea materna. Un niño pertenece al clan y a la comunidad de aldea de su madre y ni la fortuna ni la posición social se transmiten de padres a hijos, sino de tíos maternos a sobrinos. Esta norma cuenta con excepciones llamativas e interesantes, que ya sacaremos a colación a lo largo de este estudio.
[…]

IV.-Magia y trabajo

  Los indígenas dedican la mitad del tiempo laboral al cultivo de los huertos, y quizá más de la mitad de sus intereses y ambiciones se centren en torno a esta actividad. De modo que conviene hacer una pausa y tratar de comprender su actitud a este respecto, ya que responde a su típica forma de actuar en todos los trabajos. Si persistimos en la falacia de ver al indígena como un hijo de la Naturaleza, perezoso y despreocupado, que rehúye tanto como puede todo trabajo y esfuerzo, y espera que el fruto madure por mor de la generosidad de la fecunda naturaleza tropical y le caiga en la boca, no lograremos entender lo más mínimo los fines y motivos que le mueven a realizar las expediciones kula ni ninguna otra empresa. Por el contrario, la verdad es que los indígenas son capaces de trabajar, y en ocasiones lo hacen con ahínco y de forma sistemática, con persistencia y voluntad, sin esperar para ello a que las necesidades inmediatas les apremien.
 En los huertos, por ejemplo, los indígenas producen mucho más de lo que realmente necesitan, de forma que cualquier año normal cosechan como el doble de lo que pueden consumir. Hoy en día, los europeos exportan el excedente y lo dedican a alimentar la mano de obra de otras plantaciones de Nueva Guinea; en otros tiempos, simplemente, se dejaba pudrir. Por otro lado, este excedente lo consiguen al precio de mucho más trabajo del necesario para obtener la cosecha. Buena parte del tiempo y del trabajo responden a propósitos estéticos: mantener los huertos limpios, ordenados y sin ninguna clase de desperdicios, construir vallas sólidas y bonitas, proveerse de estacas especialmente grandes y fuertes para el ñame. Todas estas cosas, hasta cierto punto, son indispensables para el crecimiento de las plantas; pero, sin duda, los indígenas llevan su celo profesional mucho más lejos de lo puramente necesario. El elemento no utilitario de los trabajos de huerta es aún más perceptible en las diversas tareas que realizan con finalidad puramente ornamental, de acuerdo con los ceremoniales mágicos y las costumbres de la tribu. Así es como, una vez que el terreno ha sido escrupulosamente desembarazado y está listo para la siembra, los indígenas dividen cada parcela de huerto en pequeños cuadros de pocas yardas de lado; y esto no se hace sino por fidelidad a las costumbres y para que los huertos tengan buen aspecto. Ningún hombre que se respete osaría transgredir esta obligación. Además, en los huertos especialmente bien cuidados, hay unos palos horizontales, sujetos a los soportes del ñame, con objeto de embellecerlos. Otro ejemplo, y quizás el más interesante, de trabajo no utilitario son las grandes pilas de forma piramidal, llamadas kamkokola que sirven para fines ornamentales y mágicos, pero no tienen nada que ver con el cultivo de las plantas.
Descargar] Los argonautas del Pacífico occidental - Bronislaw ... De las fuerzas y creencias que sustentan y regulan el trabajo de los huertos quizá sea la magia la más importante. Constituye una actividad independiente, y el mago de los huertos, después del jefe y el hechicero, es el personaje más importante de la aldea. Esta situación es hereditaria y en cada aldea se transmite, por línea femenina, de una en otra generación, como un sistema especial de magia. He dicho un sistema, porque el mago tiene que realizar una serie de ritos y pronunciar una serie de fórmulas sobre el huerto que van sincronizadas con el trabajo y que, de hecho, inician las etapas de cada labor y de cada nuevo desarrollo del ciclo de las plantas. Y además, antes de iniciarse las tareas del cultivo, el mago debe consagrar el emplazamiento con un gran acto ceremonial. Esta ceremonia inicia oficialmente la temporada de cultivo y sólo después del acto comienzan los indígenas a podar la maleza de las parcelas. Luego, a lo largo de una serie de ritos, el mago inaugura una tras otra las distintas fases que se suceden: la quema de la broza, la limpieza del terreno, la siembra, la escarda y la recolección. Mediante otra serie de ritos y formulaciones mágicas, el mago asiste también a la planta en la germinación, en la floración, en el nacimiento de las hojas, en el ascenso por la estaca auxiliar, en la formación de las exuberantes coronas de follaje y en la producción de los tubérculos comestibles.
 El mago de los huertos controla, pues, según la creencia indígena, el trabajo del hombre y las fuerzas de la naturaleza. También actúa directamente como supervisor del cultivo y vigila que la gente no escatime el trabajo ni se demore demasiado en hacerlo. De este modo, la magia cumple una función reguladora y sistematizadora del trabajo hortícola. El mago, celebrando los ritos, marca el ritmo, constriñe a la gente para que se dedique a las tareas adecuadas y cuida de que las cumplan bien y a tiempo. De forma marginal, la magia también impone a la tribu buena cantidad de trabajo suplementario, en apariencia inútil, y sus normas y tabús operan como elementos incordiantes. A la larga, sin embargo, no cabe duda de que la magia, por su función de ordenar, sistematizar y regular el trabajo, tiene un valor económico incalculable para los indígenas.
 Otro concepto que se debe refutar, de una vez por todas, es el Hombre Económico Primitivo que encontramos en algunos manuales recientes de Economía. Este ser caprichoso y amorfo, que ha hecho estragos en la literatura económica de divulgación y pseudocientífica, cuyo fantasma obceca todavía las mentes de antropólogos competentes y adultera sus puntos de vista con ideas preconcebidas, es un hombre —o salvaje — primitivo imaginario, inspirado en todas sus acciones por una concepción racionalista del beneficio personal, que logra directamente sus propósitos con el mínimo esfuerzo. Un solo caso bien escogido bastaría para demostrar hasta qué punto es absurda la idea de que el hombre, en especial el hombre de bajo nivel cultural, actúa por motivos puramente económicos y de beneficio racionalista. El primitivo trobriandés nos proporciona el ejemplo idóneo para contradecir tan falaz teoría. Trabaja movido por motivaciones bien complejas, de orden social y tradicional, y persigue fines que no van encaminados a satisfacer las necesidades inmediatas ni a lograr propósitos utilitarios. En efecto, hemos visto en primer lugar que el trabajo no se realiza bajo el principio del mínimo esfuerzo. Por el contrario, mucho tiempo y energías se dedican a esfuerzos del todo innecesarios —entiéndase bien, desde un punto de vista utilitario. Dicho de otra forma, trabajo y esfuerzo, en vez de representar simples medios encaminados a un fin, constituyen un fin en sí mismos. Un buen hortelano trobriandés gana prestigio, directamente, según la cantidad de trabajo que puede hacer y el tamaño del huerto que es capaz de cultivar. El título de tokwaybagula, que significa “hortelano eficiente” o “bueno”, se otorga de forma discriminada y se exhibe con orgullo. Varios de mis amigos reconocidos como tokwaybagula se vanagloriaban ante mí de lo mucho que habían trabajado y de la cantidad de tierra que habían cultivado, comparando su esfuerzo con el de otros hombres menos eficientes. Cuando se entra de lleno en la labor, parte de la cual se hace en forma comunitaria, nace una verdadera competición. Los hombres rivalizan entre sí en rapidez, en esmero y en los pesos que pueden levantar cuando transportan las grandes estacas al huerto o cuando retiran el ñame cosechado.
 Sin embargo, lo más importante es destacar que todo o casi todo el fruto del trabajo personal, y por supuesto el excedente que haya podido obtenerse con el esfuerzo suplementario, no se destina al propio individuo, sino a sus parientes políticos. Sin entrar en detalles sobre el sistema de distribución de la cosecha —cuya sociología, bastante compleja, requiere un estudio preliminar sobre el sistema trobriandés de parentesco y las concepciones que entraña— se puede decir que cerca de tres cuartas partes de la cosecha de un individuo se destinan, de una parte, al jefe como tributo y, de otra, al marido y la familia de la hermana (o de la madre) por obligación.
 Aunque en la práctica no se obtenga ningún beneficio personal —en el sentido utilitario— de la propia cosecha, el hortelano recibe muchas alabanzas y prestigio por la cantidad y calidad de su producción, y ello de forma directa y expresa. En efecto, una vez recogida la cosecha, ésta se exhibe en los huertos durante algún tiempo, apilada en montones cónicos bien formados, bajo pequeñas cubiertas hechas con los mismos tallos del ñame. Así, cada cual en su propia parcela, expone su cosecha a la crítica de los grupos indígenas que se van paseando de un huerto a otro, admirando, comparando y alabando los mejores logros. Podemos calibrar la importancia de esta exhibición de alimentos considerando que, en otros tiempos, cuando el poder del jefe era mucho más considerable que hoy, resultaba peligroso para un hombre que no fuese de alto rango y no trabajara para ningún personaje importante exponer una cosecha que pudiera compararse, demasiado favorablemente, con la del jefe.
 Los años que se prevé una recolección abundante, el jefe proclama una cosecha kayasa, es decir, una exposición ceremonial y competitiva de alimentos, así que el esfuerzo por obtener buenos resultados y el interés que ponen en la tarea alcanza, si cabe, niveles aún más altos. Más adelante trataremos de empresas ceremoniales del tipo kayasa y comprobaremos que desempeñan un papel importante en el Kula. Todo esto demuestra cuán grande es la diferencia entre el verdadero indígena de carne y hueso y el fantasmal Hombre Económico Primitivo, en cuyo comportamiento imaginario se han basado muchas de las deducciones escolásticas de economía abstracta.29 En buena medida, el trobriandés trabaja de forma indirecta por el trabajo en sí mismo y pone gran esfuerzo en el acabado estético y la buena apariencia general de su parcela. No actúa fundamentalmente guiado por el deseo de satisfacer sus apetencias, sino movido por un conjunto de fuerzas, deberes y obligaciones tradicionales, creencias mágicas, ambiciones y vanidades sociales. Pretende, si es un hombre, ganar prestigio social como buen hortelano y buen trabajador en general.
 Me he extendido tanto sobre las cuestiones que conciernen a los móviles y objetivos laborales de los trobriandeses en los huertos porque, en los siguientes capítulos, estudiaremos las actividades económicas y el lector comprenderá mejor la actitud de los indígenas si cuenta con diversos ejemplos que se la ilustren. Todo lo que sobre este tema hemos dicho a propósito de los trobriandeses se aplica igualmente a las tribus vecinas.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta DeAgostini, 1986, en traducción de Antonio J. Desmonts, pp. 98-101 y 106-110. ISBN: 978-8439501398.]

domingo, 19 de marzo de 2023

La experiencia de leer.- Clive Staples Lewis (1898-1963)


Biografía de C.S Lewis    «Ahora será oportuno hacer el siguiente resumen de la tesis que estoy tratando de exponer:
  1. Toda obra de arte puede ser “recibida” o “usada”. En el primer caso, la forma creada por el artista determina el comportamiento de nuestra sensibilidad, de nuestra imaginación y de otra serie de facultades. En el segundo, esa forma es un mero auxiliar para el ejercicio de nuestras propias actividades. Podríamos decir —usando una imagen anticuada— que lo primero es como hacer una excursión en bicicleta guiados por alguien que conoce caminos que nosotros aún no hemos explorado. Lo segundo, en cambio, es como añadir un pequeño motor a nuestra propia bicicleta para después recorrer uno de nuestros trayectos conocidos. En sí mismos, éstos pueden ser buenos, malos o indiferentes. Los “usos” que la mayoría hace del arte no son necesariamente vulgares, perversos o morbosos. Ésa es sólo una posibilidad. “Usar” las obras de arte es inferior a “recibirlas” porque al “usarlo” el arte no añade nada a nuestra vida y sólo se limita a proporcionarle brillo, asistencia, apoyo o alivio.
  2. Cuando se trata de la literatura, surge una complicación, porque «recibir» un texto siempre entraña, en cierto sentido, “usar” las palabras que lo integran, atravesarlas para llegar a algo imaginario que no es verbal. En este caso, por tanto, la distinción adopta una forma un poco diferente. Llamemos contenido a ese “algo imaginario”. El que “usa” la obra quiere usar ese contenido: como pasatiempo para los momentos de tedio o angustia, como mero ejercicio mental, como guía para construir castillos en el aire, o, quizá, como fuente de la que extraer “filosofías de vida”. En cambio, el que la “recibe” quiere detenerse en ese contenido, porque, al menos durante cierto tiempo, lo considera un fin en sí mismo. En este sentido, su relación con la obra podría compararse (hacia arriba) con la contemplación religiosa o (hacia abajo) con el juego.
  3. Sin embargo, paradójicamente, el que “usa” la obra nunca hace un uso pleno de las palabras, y, de hecho, prefiere las palabras que excluyen esa posibilidad. Le basta con captar el contenido en forma rápida y aproximativa, porque sólo le interesa usarlo para sus necesidades del momento. Si hay en las palabras elementos que invitan a considerarlas con mayor detenimiento, este tipo de lector los deja de lado; si, para entenderlas, es imprescindible detenerse a considerar esos elementos, simplemente es incapaz de seguir leyendo. Para él, las palabras son meros índices o postes indicadores. En cambio, cuando se lee correctamente un buen libro, las palabras, que, sin duda, indican, hacen algo mucho más sutil que lo que sugiere el término “indicar”: ejercen una coacción muy especial sobre las mentes deseosas, y capaces, de someterse a tan exquisita y fina exigencia. Por eso, cuando decimos que un estilo es “mágico” o “evocador” usamos una metáfora que no es sólo emotiva sino también idónea. Y por la misma razón tendemos a decir que las palabras poseen un “color”, un “sabor”, una “textura”, una “fragancia” o un “aroma”. Por eso, también, las grandes obras literarias parecen maltratadas cuando se les aplica la —inevitable— distinción entre palabras y contenido. Quisiéramos rechazar esa abstracción alegando que las palabras no son sólo el ropaje, ni del contenido siquiera la encarnación. Y no nos equivocamos. Es lo mismo que si intentásemos separar la forma y el color de una naranja. Sin embargo, a veces es necesario que hagamos esa separación con fines meramente analíticos.
  4. Como las “buenas” palabras son capaces de imponernos su voluntad y de guiarnos hacia los ámbitos más recónditos de la mente de un personaje —o de hacernos palpar la singularidad del Infierno de Dante, o la imagen de una isla para el ojo de los dioses— leer bien no es un mero placer adicional —si bien también puede serlo—, sino un aspecto del poder que las palabras ejercen sobre nosotros, y, por tanto, un aspecto de su significado.
  Esto vale, incluso, para la buena prosa, para la prosa eficaz. A pesar de su tono superficial y jactancioso, un prólogo de Bernard Shaw transmite una vitalidad tan jovial, tan atractiva y tan segura de sí misma que su lectura nos colma de placer; y ese sentimiento procede sobre todo del ritmo. Leer a Gibbon nos resulta tan estimulante por esa sensación de triunfo que, después de haber ordenado tantas miserias y grandezas, le permite contemplarlas con olímpica serenidad. Pues bien: son los períodos que escanden su prosa los que nos transmiten ese sentimiento. Son como viaductos que atravesamos a velocidad moderada y constante contemplando sin sobresaltos los valles risueños o impresionantes que se abren ante nosotros.
  Todas las actitudes típicas del mal lector podemos encontrarlas también en el bueno. Sin duda, también éste se emociona y siente curiosidad. Y lo mismo sucede con la dicha que también él es capaz de experimentar a través de los personajes. Desde luego, el buen lector nunca lee movido por ese único interés, pero, si la felicidad es un ingrediente legítimo de la historia, tampoco deja de compartirla. Cuando espera un final feliz no lo hace porque desee obtener ese placer, sino porque considera que, por diferentes razones, la obra misma lo requiere. (Las muertes y los desastres pueden ser tan notoriamente “artificiales” y disonantes como unas campanadas de boda).
  En cambio, el buen lector no persistirá demasiado en la fantasía egoísta. Sin embargo, sospecho que, sobre todo en la juventud o en otros períodos infelices, puede ser ella la que lo mueva a leer determinado libro. Se ha dicho que la atracción que Trollope o, incluso, Jane Austen ejercen sobre muchos lectores se debe a la riqueza con que supieron pintar el ocio de que gozaban por entonces los miembros de su clase —o de la clase que identifican con la suya—, a la sazón protegidos por una posición más próspera y estable. Quizá, a veces, suceda lo mismo con los libros de Henry James. En algunas de sus novelas, la vida que llevan los protagonistas resulta tan inaccesible para la mayoría de nosotros como la de las hadas o las mariposas; para ellos no existen obligaciones religiosas ni laborales, preocupaciones económicas, exigencias familiares o compromisos sociales. Sin embargo, eso sólo puede atraer al lector en un primer momento. Por importante e, incluso, obstinado que sea su propósito de valerse de autores como Trollope, Jane Austen o James para alimentar sus fantasías egoístas, el lector no tardará mucho en desalentarse.
  Al caracterizar estas dos maneras de leer he evitado deliberadamente el término “entretenimiento”. Aunque a veces aparezca reforzado con el adjetivo “mero”, sigue siendo demasiado ambiguo. Si designa el placer ligero y juguetón, entonces creo que eso es precisamente lo que nos proporcionan ciertas obras literarias como, por ejemplo, algunas frivolidades de Prior o de Marcial. Si se refiere a las cosas que “atrapan” al lector de novelas populares —el suspense, la emoción, etc.—, entonces yo diría que todo libro debería ser entretenido. Un buen libro será más entretenido, nunca menos. En este sentido, la capacidad de entretener al lector constituye una especie de prueba de calidad. Si una obra literaria no es capaz siquiera de brindar entretenimiento, no necesitamos seguir examinando sus méritos de mayor rango. Pero, desde luego, lo que “atrapa” a un lector puede no atrapar a otro. Allí donde el lector inteligente suspende la respiración, el corto de alcances podrá quejarse de que no sucede nada. De todos modos, espero que la mayoría de las connotaciones negativas que suele entrañar el término “entretenimiento” hayan quedado recogidas en mi clasificación.
La experiencia de leer (Trayectos Lecturas): Amazon.es: Lewis, C S ...  También me he abstenido de utilizar la expresión «lectura crítica» para describir el tipo de lectura que considero correcta. Salvo cuando se la utiliza elípticamente, esa expresión me parece muy engañosa. En un capítulo anterior he dicho que sólo podemos juzgar la pertinencia de una oración, e incluso de una palabra, por la función que cumple o deja de cumplir. El efecto siempre debe preceder al acto que lo juzga. Lo mismo vale para todo el libro. En el caso ideal, primero deberíamos leerlo, y después valorarlo. Lamentablemente, cuanto más tiempo llevamos ejerciendo una profesión literaria, o frecuentando los círculos literarios, menos respetamos esa norma. Quienes sí lo hacen, excelentemente, son los jóvenes. Cuando leen por primera vez una gran obra se sienten «aplastados». ¿Acaso la critican? ¡Por Dios, no! Lo que hacen es volver a leerla. Pueden demorarse mucho en formular el juicio: “Ésta debe de ser una gran obra”. Pero en etapas ulteriores no podemos dejar de juzgar a medida que leemos; esto se convierte en un hábito. No logramos crear el silencio interior, el vacío mental que requiere la recepción plena de la obra. Y mucho menos lo logramos cuando, al leer, sabemos que estamos obligados a formular un juicio; como cuando leemos un libro para escribir una reseña o cuando un amigo nos pasa un manuscrito porque quiere que le aconsejemos. Entonces el lápiz se pone a trabajar en el margen y las frases de censura o aprobación se forman por sí solas en nuestra mente.
  Por eso, dudo mucho de que la crítica sea un ejercicio adecuado para los lectores jóvenes. La reacción del alumno inteligente ante determinada obra se expresará de una manera mucho más natural a través de la parodia o la imitación. Si la condición necesaria de toda buena lectura consiste en «saber apartarnos del camino», es muy poco probable que logremos facilitar esa disposición en los jóvenes obligándolos a expresar continuamente sus opiniones. En este sentido, una de las cosas más perniciosas que puede hacer el profesor es incitarlos a abordar toda obra literaria con desconfianza. Sin duda, esa actitud será muy justificada. En un mundo lleno de sofistería y propaganda, queremos proteger a la nueva generación evitándole decepciones y precaviéndola contra el tipo de falsos sentimientos y de ideas confusas que con tanta frecuencia suele proponerle la palabra impresa. Pero, lamentablemente, el mismo hábito que le impide exponerse a la mala literatura puede impedirle todo contacto con la buena. El campesino “sagaz”, que llega a la ciudad demasiado aleccionado contra los cazadores de ingenuos, no siempre lo pasa precisamente bien; en realidad, después de haber rechazado muchas amistades genuinas, de haber desperdiciado muchas oportunidades reales y de haberse granjeado no poca antipatía, lo más probable es que caiga en las redes de algún pícaro que sepa alabar su «astucia». Lo mismo sucede en este caso. Ningún poema librará su secreto a un lector que penetre en él pensando que el poeta probablemente haya querido engañarle pero que en su caso no lo conseguirá. Si queremos obtener algo del poema, debemos correr ese riesgo. La mejor defensa contra la mala literatura es una experiencia plena de la buena; así como para protegerse de los bribones es mucho más eficaz intimar realmente con personas honradas que desconfiar en principio de todo el mundo.
  Desde luego, los muchachos sometidos a este entrenamiento capaz de atrofiar su sensibilidad, no acusan sus efectos condenando sin más todos los poemas que sus maestros les presentan. Determinada combinación de imágenes, rebelde a toda lógica e imposible de imaginar visualmente, merecerá sus elogios si la encuentran en Shakespeare, y su “denuncia” triunfal si la encuentran en Shelley. Pero esto se debe a que saben muy bien lo que se espera de ellos. Saben, por otro tipo de razones, que hay que elogiar a Shakespeare y condenar a Shelley. No responden correctamente porque su método les haya permitido descubrir la respuesta correcta, sino porque la conocían de antemano. No siempre es así; entonces, su respuesta reveladora puede encender en el maestro una tímida duda acerca de la eficacia del método.»

     [El texto pertenece a la edición en español de Alba Editorial, 2000, en traducción de Ricardo Pochtar, pp. 69-73. ISBN: 978-8484280378.]

domingo, 12 de marzo de 2023

La madre de Frankenstein.- Almudena Grandes (1960-2021)


Almudena Grandes | Planeta de Libros
I.-El asombro (1954)


   «En la primavera de 1952, la Clínica Waldau fue seleccionada por un laboratorio farmacéutico que trabajaba en el desarrollo de la clorpromazina, un medicamento descubierto hacía sólo unos meses. El primer neuroléptico de la Historia fue recibido con desconfianza por los psiquiatras más prestigiosos de mi hospital, que no acertaron a intuir la magnitud de la revolución que estaba a punto de desatar. Su conservadurismo me dio la oportunidad de dirigir un ensayo clínico que cambiaría la vida de algunos de mis pacientes, y mi propia vida.
 Me gustaba ser psiquiatra, pero mi trabajo nunca había llegado a emocionarme. Casi todos los días me sentía igual que un entomólogo que clavara insectos en un corcho, para observar durante cuánto tiempo eran capaces de seguir moviendo las patas y anotar cuidadosamente los resultados, pero aquella experiencia me convirtió en un médico de verdad. La nueva medicación no sólo funcionaba mucho mejor que los electrochoques, los comas insulínicos, los baños en agua helada y otras torturas terapéuticas. La clorpromazina curaba o, al menos, suprimía los síntomas de enfermedades que habíamos creído no poder derrotar jamás. Por eso, para contarlo, fui a Viena en septiembre de 1953.
 El día que firmé la primera autorización para que pasara una semana con su familia, Walter Friedli estaba a punto de cumplir cuarenta y ocho años. Había ingresado en la Clínica Waldau a los diecinueve. Cuando lo conocí, a media mañana de un día de enero de 1947, apenas me miró. Levantó un instante hacia mí sus ojos claros, aguados, hundidos en las cuencas, y volvió a fijarlos en sus manos. No le interesaba yo, no le interesaba nada, no le interesaba nadie. Dormía muchas horas. No le dirigía la palabra al personal de la clínica ni al resto de los internos. Pasaba la mayor parte del día sumido en una apatía casi absoluta, sólo interrumpida por la energía con la que negaba de vez en cuando con la cabeza, pero por las tardes sufría enormemente.
 A la hora de la merienda, se sentaba en el alféizar de una ventana de la galería. Siempre la misma ventana, a la misma hora, en la misma postura. Entonces sí hablaba, al principio en un murmullo, aunque el volumen de su voz se iba incrementando en proporción al tormento que le causaban las voces que escuchaba. Walter Friedli era esquizofrénico y tenía alucinaciones acústicas. Todas las tardes se peleaba con su madre, que había fallecido de un ataque cardíaco antes de que él cumpliera tres años, pero le culpaba de haberla asesinado. Recibía otras visitas, de personas a las que había conocido, de otras que jamás habían existido, y todas le perseguían con la misma saña, todas le acosaban, le insultaban, le exigían que hiciese cosas que no podía hacer. No puedo, gritaba, no puedo hacer eso, no puedo salir de aquí, sabes que no puedo... Durante un par de horas argumentaba, gritaba, desafiaba a sus enemigos, luchaba con ellos y, al fin, se rendía. Luego se echaba a llorar, cubriéndose la cabeza con los brazos para protegerse de los ataques del aire, que le dolían más que los golpes auténticos.
 En la hora más triste de cada día, el señor Friedli se deshacía en sollozos como un animalillo inerme acosado por una manada de fieras. Así era exactamente como se sentía. Si el cielo estaba nublado, era difícil  distinguir el color de las nubes del color de su rostro. Si llovía, el llanto manso, impotente, de su rendición parecía una prolongación natural del agua que empapaba los cristales. El crepúsculo y él se convertían entonces en una sola cosa, siempre la lluvia, la oscuridad, un cielo de nubes negras con forma humana. Ni siquiera los intensos contrastes de las puestas de sol del verano impedían que él siguiera lloviendo por dentro, porque el infierno donde vivía era insensible al clima, a las estaciones, a la luz. Sólo respetaba, con una puntualidad escrupulosa, la hora de su cita con los monstruos. Así vivía el ser más desamparado que yo había conocido, un hombre que estaba sano, que era fuerte, que tenía una hermana mayor que le quería.
 Cada domingo, Marie Augustine Bauer, nacida Friedli, se arreglaba el pelo, se pintaba los labios, se ponía su mejor ropa para venir a visitar a Walter. Era una mujer encantadora, siempre amable, sonriente incluso en el instante en el que se sentaba en el alféizar, a su lado, e intentaba cogerle de la mano. Él a veces se dejaba. Otras no. A veces, Marie Augustine le hablaba de la madre de ambos. Le contaba que había sido una mujer muy buena, cariñosa, que le había querido mucho antes de morir durmiendo, sin la intervención de nadie. Walter hablaba con sus propias voces, como si no escuchara la de su hermana, aunque algunos domingos, después de un rato, guardaba silencio y parecía interesarse en lo que oía. Entonces era peor. Entonces la pegaba, la empujaba, la tiraba al suelo, pero Marie Augustine jamás se enfadaba con él. Se levantaba, se arreglaba la ropa, iba un momento al baño y volvía a su lado. Cuando se despedía de nosotros, sonreía una vez más y nos daba las gracias por cuidar de su hermano.
 Por ella, más que por él, elegí a Walter. Cuando la clorpromazina empezó a dar resultados en los pacientes agudos, los que habían ingresado con brotes psicóticos o estados de ansiedad profunda, cuando empezaron a mejorar tan deprisa que ellos mismos me contaban cómo habían evolucionado sus síntomas, y comprendían lo mal que habían estado, y decidían que ya estaban en condiciones de volver a casa y hacer una vida normal, empecé a medicar al señor Friedli. Era un caso previsto en el protocolo. Aunque, en principio, lo que se esperaba de la clorpromazina era que mejorara las condiciones de vida de los agudos, el ensayo contemplaba la valoración de su efecto en los enfermos crónicos. Antes de explicar cómo había cambiado la vida de Walter, hice una pausa y miré hacia los asientos centrales de la octava fila.
 En septiembre de 1953, en el simposio de neuropsiquiatría de Viena, intervine en una sesión dedicada íntegramente a los ensayos clínicos de la clorpromazina, junto con cinco psiquiatras de otras tantas clínicas europeas con los que había estado en contacto a lo largo del proceso. No teníamos límite de tiempo. La organización había reservado para nosotros una mañana entera, y ya habían transcurrido casi tres horas cuando tomé la palabra en penúltimo lugar. Sólo en ese momento, una señora rubia y muy alta, como una giganta de formas más obesas que opulentas, empezó a cuchichear en el oído del individuo sentado a su lado. Él era moreno de piel, más menudo, con la frente estrecha tan común en los europeos meridionales y el pelo fuerte, ondulado, muy oscuro aún pese a las canas, más amarillentas que blancas, que lo salpicaban. Al principio, pensé que sería italiano, pero me di cuenta a tiempo de que durante la intervención de mi colega milanés, la segunda de la mañana, había estado callada. Aquella valquiria madura sólo se interesó por Walter, sólo me molestó a mí. Así me di cuenta de que el destinatario de su traducción era español.
La madre de Frankenstein - Almudena Grandes | Planeta de Libros La Asociación Europea de Psiquiatría no había invitado a ningún psiquiatra del que jamás dejaría de ser mi país. Su exclusión no sólo representaba una toma de postura contra la dictadura de Franco. Era también una denuncia expresa de las doctrinas eugenésicas patrocinadas por el Estado franquista, y de la férrea aplicación de la moral ultracatólica que, al interferir continuamente con la práctica psiquiátrica, había provocado un dramático retroceso a épocas muy oscuras. Sin embargo, aquella mañana, dos especialistas muy célebres, uno belga, otro alemán, estaban sentados entre el público, pese a que la organización les había invitado a marcharse antes de que empezara el simposio en el que pretendían inscribirse. Aunque todo el mundo sabía que, antes de la derrota de Hitler, ambos habían pedido a los directores de algunos campos de concentración nazis que les enviaran cerebros de personas gaseadas para su estudio, las sesiones de Viena eran públicas y nadie les había impedido entrar a escucharnos. Pero si seguí hablando de Walter Friedli, si traté de transmitir al auditorio la euforia que me invadió cuando empezó a hablar conmigo, cuando me dijo que hacía algunos días que no escuchaba la voz de su madre, que había estado pensando que Marie Augustine tenía razón, que ella no podía acusarle de haberla asesinado, no fue por eso, ni porque la mujer rubia no se diera por aludida cuando dejé de hablar y la miré. Si seguí hablando fue porque el hombre sentado a su lado aprovechó mi pausa para sonreírme, y movió la mano en el aire como si estuviera seguro de que yo le devolvería el saludo.
 Al terminar la sesión, me esperaba en el vestíbulo con una sonrisa aún más radiante. Avanzó hacia mí, abrió los brazos y me llamó por un nombre que sólo recordaba haber escuchado antes en otra voz.
 —¡Piloto! —era mi padre quien me llamaba así, porque de pequeño quería ser aviador—. ¡Qué alegría volver a verte! Dame un abrazo.
 Me dejé abrazar por él sin saber quién era, pero cuando sus brazos me soltaron, la expresión de su rostro, en especial la leve ironía que la curva de sus cejas imprimía sobre un gesto sorprendido y risueño a partes iguales, me resultó dolorosamente familiar.
 —Claro —y le hablé en español, sin pararme a calcular cuánto tiempo hacía que no hablaba en mi lengua salvo conmigo mismo—. Claro, usted era... —hice una pausa para volver a mirarle y estuve ya seguro—. Usted era alumno de mi padre, ¿verdad?
 —¡Justo! Pero no me llames de usted, hombre. Cuando levantabas esto del suelo —extendió el brazo con la mano en posición horizontal, para marcar la estatura de un niño de cinco o seis años— me llamabas Pepe Luis, así que...
 Aquel diminutivo hizo todo el trabajo. Gracias a él, recuperé la imagen de un chico muy joven, delgado pero atlético, con cierto atractivo agitanado. Tenía los brazos largos, fuertes, y el pecho imberbe en contraste con la sombra perpetua de una barba negra, que se resistía al afeitado con tanta tenacidad como si no adivinara que su espesura sucumbiría al paso del tiempo. Todo eso rescaté de mi memoria pero, antes que nada, recordé que me caía mal.
 Entre todos los discípulos de mi padre que solían venir a casa a cenar o a tomar una copa, él era el único que se comía a mi madre, su melena clara, sus costillas mullidas, sus caderas redondas, con los ojos. Volví a verle mirándola, siguiendo sus pasos por el salón con la misma devota fascinación con la que un niño habría mirado el mar por primera vez. Recordé la velocidad a la que se levantaba para ayudarla a recoger los vasos, las risas de ambos resonando desde la cocina, la mueca burlona de mi padre mientras negaba con la cabeza y los celos salvajes, terribles, que me inspiraba su inofensivo galanteo. Cuando se marchaba, mi madre se sentaba al lado de su marido y se quejaba sin dejar de sonreír, joder, qué pesado es Pepe Luis, deberías dejar de invitarle. Él respondía tomándole el pelo, anda, tonta, no te quejes, que en el fondo te gusta... Eso debería haber bastado para serenarme, y sin embargo, nunca desperdicié la ocasión de ser desagradable con él. Deja en paz a mi mamá, le decía. Te odio. Le voy a decir a papá que te suspenda. Mamá ha dicho que no quiere que vuelvas por aquí nunca más... Él se echaba a reír y levantaba los puños en el aire como si me invitara a boxear, o me cogía por la cintura para ponerme boca abajo. Entonces le odiaba todavía más. A punto de cumplir treinta y tres años, en el vestíbulo de la Facultad de Medicina de la Universidad de Viena, aquella hostilidad me inspiró tanta vergüenza que acepté sin titubeos su invitación a cenar.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Tusquets Editores, 2020, pp. 17-21. ISBN: 978-84-9066-792-7.]