miércoles, 1 de agosto de 2018

Víctimas de la moda. Cómo se crea, por qué la seguimos.- Guillaume Erner (1968)


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Tercera parte: ¿Por qué marca la moda?
7.-La moda para convertirse en uno mismo

«Para evocar las “buenas razones” por las que nuestros contemporáneos siguen la moda hay que poner entre paréntesis nuestros juicios de valor. Calificar a los fashionistas de seres irracionales es una manera de condenar las tendencias y a quienes las siguen. ¿Hay que estar a favor o en contra de la moda? Es difícil decidir. Por otra parte, algunos no eligen: están contra la moda, muy en contra. Ilustración caricaturesca: Madonna. En su álbum American Life, la cantante denuncia el imperio de la moda, la dictadura de la belleza y de las tendencias. Pero el mundo en el que vivimos no es en el que cantamos: después de todo, Madonna puede criticar un sistema del que ella constituye un mecanismo esencial.
 Para entender las razones que nos incitan a seguir la moda, es importante intentar comprender antes de tratar de juzgar. Desde luego, bajo ciertos aspectos, nuestra relación con los vestidos puede parecer absurda. Las colas en las rebajas, la obsesión por las tendencias, constituyen una representación gregaria y narcisista de nuestros coetáneos. A veces, estos comportamientos no son sólo extraños sino que se convierten en francamente patológicos, como en el caso del síndrome de la compra compulsiva. Sin embargo, las enfermedades de la moda nos reenvían a nuestra propia normalidad y nos muestran ostentosamente que la pasión por los trapos no puede reducirse a una pasión por los objetos.    
 
Enfermos por la moda
 Koba S. tiene una pesada responsabilidad: debe encarnar la locura consumista de sus contemporáneos. Este japonés de treinta años no tiene más que un ídolo y es una marca. Su existencia se resume en coleccionar metódicamente todos los vestidos del diseñador belga Dries Van Noten. Para estar seguro de no perderse ninguno, hace los pedidos por anticipado y se desplaza a Osaka, donde está su boutique preferida. Una imagen le muestra en su minúsculo estudio de Tokio: está estirado sobre la cama y, a su alrededor, dispuestos en corola, los artículos firmados por su creador preferido. Koba forma parte de las docenas de japoneses, fotografiados por Kyoichi Tzusuki, en la serie que consagró a las happy victims, estos individuos convertidos en adictos a una marca.
 Cada uno de los clichés de Tzusuki provoca malestar, como la frase que los acompaña: “Sois lo que compráis”. Evidentemente, al mundo de la moda le encantó. No se trataba de recuperar otra vez el pensamiento crítico: en realidad, la moral que sostiene el trabajo de Tsuzuki está ampliamente consensuada, consistiendo en denunciar a un Occidente enfermo de objetos. De todas las profecías marxistas, la única que tiene sentido hoy en día es la que evocaba el fetichismo de las mercancías. Es también la razón por la que fascina el síndrome de la compra compulsiva (SCC). Esta patología depende de esas enfermedades mentales transitorias descritas por Ian Hacking, que aparecen en “un lugar en una determinada época” antes de desaparecer o de “reaparecer de cuando en cuando”. De alguna manera, el SCC desempeña para nosotros el papel que en el siglo XIX jugó la histeria. Incluso aunque el número de casos de compradores compulsivos sea muy pequeño –al contrario que los histéricos diagnosticados en el pasado siglo-, esta enfermedad habla de la época.
 La fascinación por la víctimas del SCC es tan fuerte que cuando los medios encuentran un ejemplo apetitoso le aseguran la mejor difusión. Un ejemplo: los americanos lo saben todo del caso Elizabeth Roach, acusada de haber robado a su patrón casi 250.000 dólares para llenar su guardarropa. Si esta mujer hubiese sido una modistilla incapaz de encontrar el traje apropiado para una cita amorosa, el hecho no hubiese tenido tal vez tanto eco. Pero no: en la vida civil, esta fashion victim era un cargo superior de Andersen, con un salario anual de 150.000 dólares. La vida de Elizabeth Roach era sorprendentemente simple: cuando no trabajaba, compraba. Vestidos a menudo, zapatos más: setenta pares en una sola tarde. “Comprar” es un verbo demasiado superficial para describir el comportamiento de esta mujer: en realidad, ella se sometía a una exhortación, como si una divinidad superior le diera la orden de llenar el armario. Está claro que no buscaba “algo que ponerse”, sino que engrosaba su guardarropa. La mayoría de las víctimas de este síndrome no conocen más que algunos episodios de crisis a lo largo de toda su vida, pero para Elizabeth Roach estos episodios se sucedían con tal frecuencia que su vida cotidiana se organizaba en torno a estas sesiones de shopping. Mientras los otros vivían, ella saqueaba las tiendas en solitario. En un viaje de negocios a Londres, prefirió seguir con su sesión de shopping antes que acudir a una cita de trabajo. La tarde fue fructuosa: 30.000 dólares de gastos, 7.000 de ellos por una hebilla de cinturón. Tal vez el disfrute proporcionado por estas compras escondía en realidad una llamada de socorro, un intento de romper esta lógica infernal: en ella, la consumidora había matado a la mujer. La justicia escuchó el lamento y la atrapó al bajar del avión.
 Los compradores compulsivos simbolizan el sufrimiento de los ricos en su más pura obscenidad. Frente a ellos, la opinión oscila entre la compasión y la condenación. El debate fue lanzado en Estados Unidos en 2002 por una misteriosa Karyn. Esta treintañera a lo Bridget Jones hizo vía Internet una llamada de socorro: su banquero amenazaba con suprimirle su tarjeta de crédito si no abonaba el déficit provocado por sus sucesivas visitas a Prada y Gucci. También pedía, como si fuera una enferma y no una culpable, ¡que se le hiciesen donativos! Además, también puso a la venta en la web el centenar de vestidos inútiles, responsables de los problemas con su banquero. ¿Una broma? El site savekaryn.com dividió a la opinión y suscitó una respuesta, lógicamente bautizada dontsavekaryn.com.
 El ejemplo de Karyn, como el de otras compradoras compulsivas, atestigua la naturaleza singular de nuestras relaciones con la moda. Sólo los objetos investidos pueden suscitar comportamientos tan extremos. La experiencia de la carencia o del exceso se fija muy a menudo en identidades altamente simbólicas, como la comida o el sexo. Que nuestra relación con los vestidos sea normal o patológica encubre siempre más que una pasión banal por nuestro guardarropa.
 
Vestir nuestro ser
 La moda afecta a una cuestión esencial para nuestros contemporáneos, tal vez la más esencial de todas: la de su identidad. Por eso, interpretar este fenómeno como un signo suplementario del materialismo de Occidente es lo mismo que hacerlo incomprensible.
 Como hemos visto anteriormente, las tendencias no se aplican sólo a los objetos comerciales: el ejemplo de los nombres basta para persuadirnos. Por otro lado, nuestra época conoce, al igual que las precedentes, formas de moda hostiles a la moda, y el vigor de estas modas alternativas es proporcional a la dimensión tomada por la economía de la moda. Las estrategias que apuntan a vestirse fuera de los circuitos tradicionales se han multiplicado estos últimos años y ya no son sólo propias de los marginales. El vintage saca una parte de su atractivo de este hastío: el exceso de marcas, de novedad, de publicidad ha moldeado las estrategias de respuesta. De esta manera, una parte de la clientela se ha apartado de las marcas tradicionales en provecho de la ropa de segunda mano o de los mercadillos. Desde entonces, el juego cambia sus reglas: ya no consiste en perseguir la última novedad sino, al contrario, en vestirse con viejos modelos de tejanos o zapatillas deportivas. Rápidamente también ahí se han creado distinciones: no se trata de encontrar simplemente un viejo Levi´s, sino un 501 en particular, que estuvo brevemente en el mercado. El vintage tomó mucha importancia en la década de los noventa, acompañado en su desarrollo por movimientos que se singularizaban también por los vestidos recuperados. La trilogía tejano (o pantalón de camuflaje), camiseta, zapatillas deportivas fue igualmente promovida por los adeptos al tecno o tribus urbanas como los rollers o los skates. Evidentemente, desde su aparición, estas tentativas de evitar el sistema comercial no han ido muy lejos: las marcas han sabido explotar hábilmente estos entusiasmos.
 Sin embargo, estas tendencias especialmente populares entre los jóvenes subrayan una vez más que la moda es, ante todo, una manera de moldear su identidad. Por su apariencia, un individuo se sitúa tanto con respecto a los otros como a sí mismo. En estas condiciones, la moda es uno de los medios que utiliza para convertirse en él mismo. Este medio no tiene tal vez la misma dignidad que la religión o el militantismo, pero desempeña la misma función en cierta medida.»

[El texto pertenece a la edición en español de la Editorial Gustavo Gili, 2005, en traducción de Inmaculada Urrea y Marta Camps. ISBN: 84-252-2066-1.]

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