viernes, 24 de agosto de 2018

Al amigo que no me salvó la vida.- Hervé Guibert (1955-1991)


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«1.- Durante tres meses tuve el SIDA. O, más exactamente, creí durante tres meses que me hallaba condenado por esa enfermedad mortal que se llama SIDA. Pero no eran imaginaciones mías, lo padecía realmente, lo probaba el test, que había dado positivo, al igual que los análisis que habían demostrado que en mi sangre se iniciaba un proceso de destrucción. Mas, al cabo de tres meses, una casualidad extraordinaria me hizo creer, estar casi seguro de que podría evitar esa enfermedad considerada aún por todo el mundo como incurable. De la misma manera que no había dicho a nadie, salvo a mis amigos -que puedo contar con los dedos de una sola mano-, que estaba desahuciado, no le dije a nadie, excepto a esos escasos amigos, que iba a salvarme, que yo iba a ser, gracias a esa casualidad extraordinaria, uno de los primeros supervivientes en el mundo de esa enfermedad inexorable.
 2.-Hoy, día en que comienzo este libro, el 26 de diciembre de 1988, en Roma, adonde he venido solo contra viento y marea, huyendo de ese puñado de amigos que, inquietos por mi salud moral, han intentado convencerme de no hacerlo, hoy, día festivo en que todo está cerrado y en que cada transeúnte es un extranjero, en Roma, lugar donde compruebo definitivamente que no amo a los seres humanos, y donde, dispuesto a todo para huir de ellos como de la peste, no sé con quién ni dónde comer, varios meses después de esos tres meses durante los cuales, plenamente consciente, estaba seguro de hallarme condenado, y de los meses siguientes en los que creí, gracias a esa casualidad extraordinaria, haberme librado de esa condena, hoy, entre la duda y la lucidez, oscilando entre el desaliento y la esperanza extremos, no sé tampoco a qué atenerme sobre nada respecto de esas cuestiones cruciales, de esa alternancia entre la condena y el restablecimiento, ignorando si esa promesa de salvación es una trampa que se me ha tendido, como una emboscada, para calmarme, o si se trata realmente de una historia de ciencia ficción en la que yo sería uno de los protagonistas; no sé si es ridículamente humano creer en esa gracia y en ese milagro. Entreveo la arquitectura de este nuevo libro que he retenido en mí durante estas últimas semanas, pero ignoro cuál será su desarrollo completo, puedo imaginar varios finales, todos los cuales dependen por el momento de la premonición o del deseo, mas el conjunto de su verdad permanece oculto para mí; me digo que este libro sólo tiene su razón de ser en ese margen de incertidumbre que es común a todos los enfermos del mundo.
 3.-Estoy solo aquí y hay personas que se compadecen de mí, que se inquietan por mi salud, que piensan que me estoy maltratando, esos amigos que pueden contarse con los dedos de una mano según Eugénie me llaman regularmente con compasión, a mí que acabo de descubrir que no amo a los seres humanos, no, decididamente no les amo, les odio más bien, lo cual lo explicaría todo, ese odio tenaz que he sentido desde siempre. Comienzo un nuevo libro para tener un compañero, un interlocutor, alguien con quien comer y dormir, al lado del cual soñar y tener pesadillas, el único amigo que en estos momentos puedo soportar. Mi libro, mi compañero, al principio, en su premeditación, tan riguroso, ha comenzado ya a hacer de mí lo que le da la gana, aunque aparentemente sea yo el amo absoluto de esta navegación aproximativa. Un diablo se ha deslizado en mis bodegas: T. B. He dejado de leerlo para interrumpir el envenenamiento. Se dice que cada nueva contaminación del virus del SIDA a través de un fluido, la sangre, el esperma o las lágrimas, vuelve a atacar al enfermo ya contaminado, quizá se afirme eso para evitar que el daño se agrave.
[...]
 5.-Sentí acercarse la muerte en el espejo, en mi mirada en el espejo, mucho antes de que se instalara realmente en mi cuerpo. ¿Arrojaba ya esa muerte por mi mirada a los ojos de los demás? No le dije a todo el mundo que estaba enfermo. Hasta entonces, hasta el momento de comenzar el libro, no se lo había dicho a todo el mundo. Me hubiera gustado haber tenido, como Muzil, la fuerza, el orgullo inaudito, y la generosidad también, de no decírselo a nadie, para que las amistades pudiesen vivir libres como el aire y despreocupadas y eternas. Pero ¿qué hacer cuando se está agotado y la enfermedad llega incluso a amenazar la amistad? Por un lado están los amigos a los que se lo dije: Jules, David, Gustave y Berthe; hubiera querido no decírselo a Edwige, pero sentí desde el primer día que comimos juntos en silencio y mintiendo que ello la alejaba de una manera horrible de mí y que, si no tomaba con ella de inmediato el partido de la verdad, luego sería irremediablemente demasiado tarde, así que se lo dije, para continuar siendo sincero con ella; a Bill debí decírselo por no tener más remedio y me pareció que perdía en ese instante toda libertad y todo control sobre mi enfermedad; y también se lo dije a Suzanne, porque es tan vieja que ya no tiene miedo de nada, porque nunca ha amado a nadie salvo a un perro por el que lloró el día en que lo mandó a la perrera, Suzanne que tiene noventa y tres años y cuyo potencial de vida igualaba yo con esa confesión, que su memoria podía hacer también irreal o borrar en cualquier momento, Suzanne que era capaz de olvidar inmediatamente algo tan tremendo. No se lo dije a Eugénie, estoy comiendo con ella en La Closerie, ¿lo ve ella en mis ojos? Me aburro cada vez más con ella. Me da la impresión de no tener relaciones interesantes más que con las personas que conocen mi estado; alrededor de esa noticia todo se ha vuelto nulo para mí, se ha desmoronado, carece de valor y de sabor, en los lugares donde la amistad no trata de ella cada día, donde mi rechazo me abandona. Confesárselo a mis padres sería como exponerme a que el mundo entero me cagase en el mismo momento en la jeta, como que me cagasen en la jeta todos los mediocres de la tierra, como dejar que mi jeta fuese machacada por su mierda infecta. Mi preocupación principal en todo este asunto es morir lo más lejos posible de la mirada de mis padres.»
 
 [El texto pertenece a la edición en español de la editorial Círculo de Lectores, en traducción de Rafael Panizo. ISBN: 84-226-3978-5.]

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