sábado, 11 de agosto de 2018

El jardín de los frailes.- Manuel Azaña (1880-1940)


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«Declaro con rubor que fui en El Escorial alumno brillante. Si me contase en el número de las personas que a falta de mejores títulos o por perversión del estímulo de la simpatía, pretenden elevarse en el aprecio ajeno ponderando las dolencias que han padecido, no podría vanagloriarme de otra más grave que el envenenamiento característico del escolar aventajado. Me abstengo de hacerlo por urbanidad y por no empeorar con una superchería el pecado contra el buen gusto.
 Debí de parecer, siendo estudiante, caso mortal; desparpajo, prontitud, lucimiento alegre. En las degollinas de fin de curso (clases enteras sacrificadas por clerofobia del catedrático o por rigores del sabio de fama local, demasiado convencido de la importancia de su asignatura), yo era de los dos o tres que se salvaban y me salvaba con gloria. Mi ruta natural ya se columbraba desde aquellas tesis que sostenía en nuestros certámenes, desde aquellas notas excelentes. Un joven de provecho triunfa en la vida si, apenas salido de la Universidad, promulga sendos folletos sobre el Estado social de la mujer y la Necesidad de mejorar la aflictiva situación de las clases trabajadoras; si asiste en bufete conspicuo y granjea, sacando de penas a la hija de algún mastuerzo, además de la entrada legítima en el cercado de Venus, otros bienes -entre los que suele contarse una manada de electores numerosa-, menos fugaces que los deleites severos del connubio. Por dónde iba, paso a paso, la ilación entre nuestras tareas de colegiales y esas cimas vertiginosas yo no lo sabré decir, pues me senté en el comienzo del camino; pero quien daba suelta a la ambición calculadora y se ponía a conjugar fines y aprestos, tasaba al punto nuestros trabajos en su valor positivo: la gimnasia del entendimiento, absorbiendo la ley de las Doce Tablas, el Decreto de Graciano y diversas refutaciones del panteísmo, permitía escalar el solio de un cacicazgo rural; el matrimonio de ventaja, el mandato en Cortes, un ministerio, eran los grados siguientes a la licenciatura y al doctorado en una facultad que empezaba descifrando a Irnerio para terminar naturalmente al servicio de Sagasta (entonces era Sagasta), con sólo sustituir valores iguales, a compás del progreso de nuestro espíritu. El cálculo se robustecía en la contraprueba: fuera del adelanto en esa senda, nuestros conatos no daban de sí maldita de Dios la cosa. Tal sería también mi destino; tal mi vocación presunta.
 Si alguno de mis buenos maestros, en la esfera donde está, compara aquellas promesas y estos frutos, podrá decir que he malogrado sus desvelos, pues la inteligencia sirve, no para encontrar la verdad, sino para conducirse en la vida, y a mí me habían puesto desde jovencillo en el carril de los triunfos. Cierto: les volví la espalda; desmentí los vaticinios más claros; abrasados fueron aquellos años, aventadas sus cenizas. Lo digo sin amargura, sin furor, no obstante el peligro en que estuve, pues ahora sólo me place recordar que me salvé. Salvarme fue, más que cordura, virtud de la indolencia. Porque escatimé el esfuerzo, la infección no pasó a mayores, a pesar de los síntomas. No puedo alabarme siquiera de haber corrido una borrasca intelectual. Salí del colegio sin adquisición alguna; nada tenía que abandonar ni que perder. Armas de cartón me habían dado para un combate en que por suerte mía yo no estaba propenso a entrar; las arrojé sin duelo, me encontré a mis anchas, no busqué para el caso otras mejores. Dijeron que era descarrilar y que me perdía. Sea. No he llegado a hombre de presa ni, cuando menos, a prohombre. Me consuelo, pues mi fuerte ingenuidad me hubiese celado el espectáculo de mi encumbramiento. No habría sabido juzgarme, ni vivir desligado íntimamente de las cosas. No soy santo ni humorista, ni creo yo, lo bastante canalla para no haberme entusiasmado con mi propia obra. En el ápice del poderío, más aire me hubiese dado a Robespierre que a Marco Aurelio: hubiese tomado en serio mis gestas, sin prevenir resguardo para mirarlas del revés; elevado al rango de portavoz de vaciedades comunes, como me falta el cínico despego de los canallas (nada puedo regatear al afán del momento), habría dado a luz un varón togado, con ínfulas de apóstol, y engañándome a mí mismo por no engañar a sabiendas al prójimo. Cabalmente, ése es el personaje que más detesto.
 En mis triunfos fáciles no sé con certeza quién defraudaba a quién: si yo al colegio echando por el atajo de la memoria, que era menor esfuerzo, o el colegio a mí, dejándome sobredorar metales inferiores. Por buen sabor que tuviese el descanso adquirido con engañifas, no dejaba de sentir el malestar de quien vive agobiado por tareas ingratas, de las que se alivia un poquito desviando la atención. Conocí el suplicio de tener escindidos el trabajo y el cuidado; pocos hay que más duelan. Fijar el ánimo por el trabajo mental y acompasarlo merced al esfuerzo sostenido no se alcanzaba nunca. En nuestro espíritu había un desequilibrio tormentoso. La atención se iba de merodeo por los mundos imaginarios: también eso era cansado, insuficiente, y venían la expectativa desasosegada, el deseo confuso de sentar el pie, de hacer presa. Si el colegio nos parecía una suspensión temporal de la vida propia, debíase más que nada al sobreseimiento en la cultura de la inteligencia. Allí era el hacer que hacíamos, el dejarlo todo para mañana. No digo que anduviésemos ansiosos mendigando de los frailes el saber y nos afligiera quedar insatisfechos. Cierto: un entendimiento activo, original, pujante, habría padecido con tal régimen privaciones análogas a las del lascivo en abstinencia forzosa. Pero nosotros debíamos de ser perezosos en demasía; nos resignábamos a estar a dieta. Esa conformidad casa muy bien con el desasosiego que germinaba en el baldío del intelecto; no lo destruye, lo corrobora. Nos faltaban, simplemente, estímulos serios. Pocos dejábamos de advertir la inanidad de nuestros conocimientos. La vida intelectual robusta no podría empezar justamente hasta salir del colegio. Todo cuanto en él adquiríamos era para olvidarlo en el punto de llegar a hombres. Tantos programas y libros, tantas clases, tantos exámenes no eran sino para ganar ciertas habilidades de orangután domesticado, habilidades caedizas, de las que nadie volvería a pedirnos cuenta en la vida. Esfuerzo que empleásemos en adquirirlas, esfuerzo perdido. Nuestra inteligencia era menos pueril de lo que pensaban los frailes; afectábamos un candor, una docilidad de entendimiento que en el fondo no teníamos. Los frailes, sin recatarse, estrechaban el campo que nuestra curiosidad mejor estimulada hubiera debido explorar. Había cosas que era malo, o peligrosamente inútil, o, cuando menos, prematuro saber. El toque estaba en distinguir la ciencia falsa de la verdadera: una valla erigida hace veinte siglos las dividía; del lado de acá, de nuestro lado, lucía la verdad pronunciada de una vez para siempre; en el otro se amontonaban los errores tenebrosos. Lo más de la historia del pensamiento humano quedaba a la parte de afuera. Y uno retrocedía vagamente conturbado ante predestinación tan fuerte. Entreveíamos el fraude piadoso y que al fin habíamos de hacer un descubrimiento análogo al de que los niños no vienen de París; más: ya lo habíamos descubierto; fingíamos no saberlo; y esa inocencia simulada, necesaria para llegar pacíficamente al cabo de nuestra ruta escolar, empezaba por corromper la fuente de la probidad intelectual, hacía sospechosa toda noción, minaba las bases del respeto al saber, era la causa última de la desgana, del insondable descontento.
 Aprendimos a refutar a Kant en cinco puntos, y a Hegel, y a Comte, y a tantos más. Oponíamos a los asaltos del error buenos reparos: "1º, es contrario a las enseñanzas de la Iglesia... 2º, lleva derechamente al panteísmo...", y otras rodelas imperforables. El positivismo disputaba al materialismo el calificativo de grosero. El panteísmo era repulsivo. ¡Lo que nos tenemos reído del judío Spinoza! Y el día en que el padre profesor de Derecho Natural nos leyó para escarmiento unas líneas de Sanz del Río, quedamos bien impuestos del peligro que hay para la sana razón en apartarse del redil. A Hegel le reducíamos sañudamente a polvo. Tomábamos ejemplo del catedrático de Madrid, quien tras de explicar una lección tocante al hegelianismo decía muy socarrón: "Ya que hemos acabado con Hegel...". Era el enemigo más temible. Lo prueba que el mismo catedrático disparaba este argumento: "¡Señores: Hegel fue monárquico...!" y si al padre se le ocurría decir, como quien dice algo: "Hegel, una de las inteligencias más poderosas que se han paseado por la tierra...", parecía gran concesión.»
 [El texto pertenece a la edición de Diario El País, 2003. ISBN: 84-89669-93-7.]

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