Roseta. Los árabes beduinos
«Roseta no ofrece ningún monumento curioso. Su antigua circunvalación revela que fue más grande de lo que es ahora. Se reconoce la primera muralla por los montículos de arena que la cubren de oeste a sur, formados por murallas y torres que sirven de núcleos a estos terrenos. Al igual que en Alejandría, la población de esta ciudad va decreciendo. Se construye poco y lo que se construye se hace con ladrillos viejos de los edificios que se convierten en ruinas por falta de habitantes y de arreglos. Las casas, por lo general mejor edificadas que en Alejandría, son aun así tan frágiles que, de no protegerlas el clima, que no destruye nada, pronto no existiría ni una sola casa en Roseta. Los pisos, que siempre sobresalen con respecto al de debajo, acaban casi tocándose, lo que vuelve las calles muy oscuras y tristes. Las viviendas que están a orillas del Nilo no tienen este inconveniente. La mayoría pertenecen a los negociantes extranjeros. Esta parte de la ciudad sería fácil de embellecer. Sólo habría que construir en la orilla del río un muelle alternativamente en declive y cubierto. Las casas, aparte de la ventaja de tener vistas a la navegación, poseen el aspecto alegre de las riberas del delta, isla que no es sino un jardín de una legua de extensión.
Esta isla se convirtió primero en nuestra propiedad, nuestro paseo y, por último, en el jardín donde disfrutábamos del placer de la caza, al que se añadía el de la curiosidad, ya que cada pájaro que matábamos era un nuevo conocimiento.
Pude observar que los pobladores de la orilla izquierda del Nilo, es decir, los habitantes del delta, eran más afables y sociables. Creo que esto hay que atribuirlo tanto a una mayor abundancia como a la ausencia de los árabes beduinos, que, al no cruzar nunca el río, los dejan en un estado de paz que no disfrutan los demás en ningún momento de sus vidas.
Observando las causas, uno tiene casi siempre menos tendencia a quejarse de los efectos. ¿Cómo puede reprocharse a los árabes agricultores el que sean hoscos, desconfiados, avaros, descuidados, faltos de previsión para el futuro, cuando se piensa que, aparte de la vejación que les inflige el amo del suelo que cultivan, el ávido bey, el jeque, los mamelucos, hay un enemigo errante, siempre armado, acechando sin cesar el instante propicio para arrebatarle todo lo superfluo que tuviera la osadía de mostrar? El dinero que puede ocultar y que representa los placeres de los que se priva es todo cuanto puede considerar verdaderamente suyo. Por esto, el arte de esconderlo es su principal dedicación. Las entrañas de la tierra no le parecen fiables; los escombros, los harapos, toda la parafernalia de la miseria: espera defender sus riquezas de la avidez de sus amos poniendo estos tristes objetos al alcance de sus miradas. Le interesa inspirar piedad. No compadecerse de él sería denunciarlo. Inquieto mientras acumula ese peligroso dinero, turbado cuando lo posee, su vida transcurre entre la desgracia de no tenerlo y el terror de ver cómo se lo arrebatan.
Bien es verdad que habíamos expulsado a los mamelucos. Pero al echarlos a nuestra llegada, habida cuenta de que experimentábamos todo tipo de necesidades, ¿no los habíamos reemplazado? Y a esos árabes beduinos, mal armados, sin resistencia, con arenas movedizas por toda muralla, sin más línea que el espacio ni más refugio que la inmensidad, ¿quién podrá vencerlos o contenerlos? ¿Acaso trataremos de seducirlos ofreciéndoles tierras que cultivar? Pero los campesinos de Europa que se convierten en cazadores dejan de cultivar la tierra para siempre; y el beduino es el cazador primitivo. La pereza y la independencia son las bases de su carácter. Y para satisfacer una y defender la otra, se agita sin cesar y se deja asediar y tiranizar por la necesidad. No podemos, pues, proponer a los beduinos nada que equivalga a la ventaja de robarnos; y el cálculo es siempre la base de sus tratados.
La envidia, plaga de la que no está exenta ni la morada misma de la pobreza, se cierne también sobre las arenas ardientes del desierto. Los beduinos guerrean con todos los pueblos del universo, no odian ni envidian más que a los beduinos que no son de su horda. Emprenden todas las guerras, se ponen en movimiento en cuanto una riña interna o un enemigo extraño turba el reposo de Egipto, y, sin unirse a ninguno de los bandos, aprovechan la refriega para robar a los dos. Cuando llegamos a África, se mezclaban con nosotros, raptaban a los rezagados, y habrían saqueado a los alejandrinos si éstos hubieran salido de sus murallas a combatir. Donde esté el botín está el enemigo de los beduinos. Siempre dispuestos a negociar -porque hay presentes ligados a las estipulaciones-, no conocen más compromiso que la necesidad. Su crueldad, sin embargo, no tiene nada de atroz. Los prisioneros que nos hicieron, al recordar los males que habían padecido en su cautiverio, los consideraban más como una consecuencia de la manera de vivir de este pueblo que como un resultado de su barbarie. Unos oficiales que habían sido prisioneros suyos me dijeron que el trabajo que se les había exigido no había tenido nada de excesivo ni cruel: obedecer a las mujeres, cargar y conducir los burros y los camellos. Bien es verdad que había que acampar y levantar el campo a cada momento. Se recogían todos los pertrechos y en un cuarto de hora, como mucho, ya se estaba en camino. Pero, por lo demás, los pertrechos en cuestión consistían en un molino de trigo y café, una placa de hierro para asar las tortas, una cafetera grande y otra pequeña, varios odres, unos cuantos sacos de grano y la tela de la tienda, que servía para envolverlo todo. Un puñado de trigo tostado y doce dátiles eran la ración común en los días de marcha, y algo de agua que, dada su escasez, había servido para todo antes de beberse. Pero esos oficiales, al no tener el alma marcada por maltrato alguno, no conservaban ningún recuerdo amargo de una condición desgraciada que no habían hecho más que compartir.
Sin prejuicios religiosos, sin culto exterior, los beduinos son tolerantes. Unas cuantas costumbres reverenciadas les sirven de leyes. Sus principios se asemejan a virtudes que resultan suficientes para sus asociaciones parciales y su gobierno paternal.
Debo mencionar un rasgo de su hospitalidad. Un oficial francés llevaba varios meses prisionero de un jefe árabe. Una noche en que nuestra caballería entró por sorpresa en su campamento, sólo tuvieron tiempo de huir. Tiendas, rebaños, provisiones, todo les fue arrebatado. A la mañana siguiente, errabundo, aislado, sin recursos, el jefe árabe saca de sus ropas un pan y, dando la mitad a su prisionero, le dice: "No sé cuándo comeremos otro. Pero no se me acusará de no haber compartido el último con amigo que me he hecho". ¿Se puede odiar a un pueblo así, por bárbaro que pueda ser en otros aspectos? Y ¿no le da ventaja sobre nosotros esa sobriedad comparada con las necesidades que nos hemos creado? ¿Cómo persuadir o reducir a hombres semejantes? ¿No tendrán siempre que reprocharnos el que hayamos sembrado ricas cosechas sobre las tumbas de sus antepasados?»
[El fragmento pertenece a la edición en español de Ediciones Atalanta, en traducción de Anne-Hélène Suárez Girard. ISBN: 84-934625-0-0.]
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