lunes, 29 de agosto de 2022

Cartagena.- Claudia Amengual (1969)


Entrevista en YoTeLoDije a Claudia Amengual por "Cartagena", su ...
II


  «—¿Le queda grande, Rossi?
   No fue la pregunta lo que le dolió, sino el tono. Rossi sabía distinguir la diferencia. Conocía periodistas que habían cimentado su nombre en eso. El contenido era lo de menos. Tanto podían entrevistar al Papa como a un chimpancé. Lo que importaba era el tono. Y dentro del tono, los matices.
   El gran periodista era, para algunos, el que sabía aparentar inteligencia a través de un atrevimiento que muchas veces rozaba la mala educación o el sarcasmo. Rossi no era bueno para esas payasadas. Siempre se había sentido más cómodo enmarcado en la seriedad. Preparaba cada entrevista con minucia y mantenía al entrevistado de turno a una distancia prudente. Saludaba con un apretón de manos y no condescendía al tuteo. Tenía claro que la estrella nunca era él, pero sí quien ponía las reglas. Hacía preguntas breves, contundentes, y si el entrevistado intentaba escapar por una ventana retórica, Rossi siempre lo estaba esperando afuera.
   No aceptaba invitaciones a cócteles ni salía a almorzar. Clasificaba a sus entrevistados en cinco categorías: diplomáticos, políticos, intelectuales, empresarios y gente de la calle. A su mesa llegaban invitaciones de toda índole. Al principio las rechazaba con cortesía. Luego, ni se molestaba. Ninguna de aquellas personas lo invitaba por afecto. Rossi no se dejaba acariciar el ego. Sabía que cada invitación a almorzar se pagaba más tarde.
   De aquella troupe, los diplomáticos se llevaban el primer premio de su desdén. Ya fueran colocados a dedo o de carrera, Rossi no entendía por qué debían llevar aquel tren de vida fastuoso a costa de los impuestos que pagaba el pueblo. ¿Por qué un embajador o un cónsul debe tener choferes, mucamas y jardineros?, preguntaba. Pero si hasta hace un mes aquel viajaba en ómnibus y su mujer se compraba la ropa en la feria. Y, de golpe, ¡puf! El militante advenedizo que siempre está en alguna rosca, el político a quien se debe un favor y que no ha logrado una banca, el sindicalista que le toma el gusto a los privilegios, el otro que sabe demasiado y que mejor tener lejos, de un día para otro, dejan las camisas remangadas, se acomodan la corbata y se transforman en Señor Embajador. Por aquí, Señor Embajador. Permítame, Señor Embajador. ¿Cómo ha dormido, Señor Embajador? ¿A qué restaurante vamos, Señor Embajador? ¿Hoytoca ópera o vernissage, Señor Embajador? ¿A lo de aquella señorita, Señor Embajador? ¡De inmediato, Señor Embajador! ¡Señor Embajador, qué buena elección su corbata! ¡Buen provecho, Señor Embajador!
   Rossi sentía náuseas. Cada vez que le tocaba entrevistar a un diplomático, entraba a la redacción vociferando. ¿Sabe qué diferencia a una persona normal de un diplomático?, solía preguntar y, sin esperar respuesta, decía: Las personas normales quisieran tener muchos amigos, pero saben que con pocos alcanza. Los diplomáticos saben que tienen pocos o ninguno, pero fingen que todos lo son.
   No intentaba disimular su desprecio. Entendía las razones para la existencia de una diplomacia, pero le resultaba incomprensible, anacrónico, vergonzoso que aquellos excesos fueran necesarios. Sáquenle los lujos a la diplomacia y verán a qué velocidad se bajan los monos de la palmera, decía. Quedarían solo los vocacionales, los que realmente trabajan por el país. ¡La aristocracia republicana! Así los llamaba y los evitaba cuanto podía, pero cada tanto, le pedían que entrevistara a alguno. Entonces sí que afilaba el tono y se convertía en maestro de la ironía. Por eso entendía bien la intención escondida tras la pregunta del director. La clave estaba en el tono.

***

   —¿Le queda grande, Rossi?
   Hubiera querido decirle que lo único grande que tenía eran los testículos que, después de una vida de profesión mal remunerada, estaban por el piso, pero todavía necesitaba el salario y, además, adoraba su trabajo. Él sí era un vocacional. Había empezado en una época en la que no se estudiaba para ser periodista. Se hacía carrera al andar y se aprendía de los viejos a los que se consideraba maestros. No desdeñaba el paso por la universidad, pero resentía esa oleada invasora de jóvenes arrogantes que había irrumpido en las redacciones revoleando el título y frunciendo la nariz ante quien no lo tuviera.
   La mayoría creía saberlo todo, pero ¡sabían tan poco! El periodismo se hace en la calle, chiquitos, se decía para sus adentros. En el fondo, Rossi sentía celos. Le hubiera gustado haber nacido más tarde solo para aprender lo que aquellos mocosos habían estudiado. No estaba seguro de ser mejor periodista por eso, pero sabía que una buena formación nunca podía jugar en contra. Con su profesionalidad y aquellos conocimientos, hubiera sido imbatible, pensaba.
   —No entiendo por qué me manda a mí —preguntó.
   El director se desperezó en su silla como un gato mañanero. Se tiró tan hacia atrás que, por un instante, Rossi esperó divertido que se fuera al suelo. Pero no. Extendió los brazos hacia el techo, bostezó y, como impulsado por un resorte, recuperó la vertical. Le ofreció un cigarrillo 
  —Nunca fumé —dijo Rossi molesto porque, después de tanto tiempo, el hombre debería saberlo. La rabia le hizo doblar la agresión—. ¿Y cómo es eso? ¿Ahora se puede fumar adentro?
   El director lo miró con odio, pero sonrió.
   —Ay, Rossi, Rossi… Es mi oficina, es mi periódico, fumo donde quiero.
   Será tu periódico hasta que los otros accionistas te peguen una patada en el culo, pensó Rossi. Conocía la inestable situación del director, que era socio minoritario y que estaba en la mira de los otros desde hacía tiempo. Un hálito de sarcasmo se instaló entre los dos y el director pareció notarlo. Probó con un tono más directo.
   —Bueno, ¿en qué quedamos, entonces? ¿Acepta o no acepta?
   —¿Y por qué yo?
   Ahora era el director el que empezaba a impacientarse.
   —¡Porque no voy a mandar a ninguno de estos pendejos! No habían nacido cuando este tipo ya era leyenda. No han oído hablar de él. Ni siquiera estoy seguro de que hayan leído al otro. ¡No leen! Salen de la facultad con lo mínimo para aprobar los exámenes, pero les falta boliche, ¿se entiende, Rossi?
   Sí, entendía, claro que entendía. El director no iba a decírselo, pero la razón era evidente: Rossi era el único que podía conseguir aquella entrevista y sacarle jugo. ¡Claro que aceptaría! Por motivos que ni siquiera él tenía claros, aceptaría. Pero no iba a hacérselo tan fácil a aquel ganso. Ahora era Rossi quien jugaba. Y tenía la carta ganadora.
   —No crea que no leen. Leen distinto, pero…
   —¡No leen un carajo! ¿Chatear y escribir idioteces en las redes sociales es leer? ¿Ha visto las faltas de ortografía, la sintaxis? Qué digo. Eso no es sintaxis. Es un entrevero, un amasijo de palabras. Cagan palabras, Rossi, no piensan. Y, además, ¿le parece que a alguno de estos borregos puede interesarle entrevistar a un viejo? Cualquiera de ellos aceptaría en un segundo, no lo dude. De eso estoy segurísimo. Pero ¿sabe por qué? Por el viaje. Por tomarse un avioncito, comer de arriba y hacer turismo. ¿Sabe cuánto le dedicarían a preparar la entrevista? El tiempo necesario para leer la Wikipedia. Y un poco más si mando al mejor, pero no crea que habría demasiada diferencia. Y luego se presentarían en la casa del tipo, disfrazados de pordioseros… ¿Me quiere decir por qué tienen que ir vestidos de ese modo? ¿Se acuerda de antes, Rossi? ¿Cuando el periodismo era cosa seria? Usted estuvo en la época de la radio, cuando el periódico y la radio estaban en el mismo edificio, ¿se acuerda?
Cartagena - AMENGUAL, CLAUDIA: ALFAGUARA - · Librería Rafael Alberti.   Rossi no contestó. El director sabía la respuesta. Estaban allí los dos desde hacía cuarenta años. Él era el hijo del dueño. Rossi, un joven con una voz privilegiada que había ganado un concurso de locución. Cuando la radio y el periódico eran la misma empresa, Rossi y el director habían compartido un programa. Después, Rossi mostró dotes para la escritura y lo derivaron al diario. El hijo del dueño no tenía dotes; tenía la dote: lo nombraron director. Años después, alguna crisis lo obligó a vender la mayoría de su paquete accionario y a quedarse con un mínimo que casi no le daba derechos, salvo el puesto de director, que tenía más de simbólico que de efectivo. Quizá para olvidar aquel comienzo conjunto y porque su inseguridad lo obligaba a mantener distancia, un día el director empezó a tratarlo de usted. Rossi le siguió el juego. Aún le sonaba artificial aquel trato. Cada tanto se le escapaba un tuteo o tenía el impulso de decirle: ¡Dejate de joder, Murera! ¡Si nos conocemos desde hace una vida!
   —Se acuerda, Rossi, claro que se acuerda. Y recordará, entonces, que los informativistas se ponían el saco y se ajustaban la corbata cada vez que entraban al estudio a leer las noticias. Aquello era respeto. Ahora vienen de bermudas y ¡guay con decirles algo! A los cinco minutos tengo al sindicato aporreando la puerta. ¿Usted cree que alguno de estos pelusas puede hacer una entrevista así? No, Rossi, sería un desperdicio.
   ¿Desperdicio para quién?, se dijo Rossi. Era obvio que el director se jugaba algo importante. No lo habría llamado de urgencia ni estaría dándole tanta vuelta al asunto de no ser porque algo tramaba. Aquella misión que le proponía tenía que ver con el director, con su futuro en el diario; quizá evitaría la patada que todos estaban esperando desde hacía mucho. Y a cada segundo se volvía evidente que, junto con la creciente desesperación del otro, el poder de Rossi aumentaba.
   —¿Por qué entrevistarlo ahora? Nadie lo recuerda. Ni siquiera sabemos si está vivo. No volvió a salir ninguna nota sobre él.
   —¡Exacto! ¡Por eso! El escándalo fue en los ochenta cuando el Nobel. No tengo que recordárselo; usted estuvo allí. Hubo de todo, ¿no? Gritos, insultos, amenazas, acusaciones de plagio, un juicio que quedó en la nada. Y una única entrevista, Rossi, la gran exclusiva que tuvo nuestro periódico. Sin fotos, es cierto, una macana, pero…
   —La única condición que puso. Nada de fotos.
   —Me acuerdo bien de eso. De todos modos, usted lo solucionó con aquel montaje. La foto del Nobel y, por detrás, una silueta, como una sombra. Muy ingenioso, Rossi; usted mereció aquel premio.
   El director se detuvo para medir el efecto. Rossi se tomó un segundo antes de responder.
   —Ya pasó demasiado tiempo.
   —Y usted va a volver allí para ver qué ha sido de ese hombre. Otra vez nuestro periódico tendrá la gran historia. Y, por qué no, otro gran premio. Para usted, claro, otro gran premio de periodismo para usted. ¿Cuánto fue aquella vez? ¿Cincuenta, cien mil dólares?
   —Veinte —corrigió Rossi. Y hubiera agregado que con esos veinte pagó aquellas vacaciones en Estados Unidos, aquellas malditas vacaciones de las que su mujer no volvió.
El director notó que el rostro de Rossi se oscurecía.
   —Escuche, no le estoy ofreciendo cubrir una guerra. Ya sé, no me diga que ese no es argumento para un buen periodista, lo sé, usted no es de los que van de paseo. Pero, escuche, una semana en el Caribe, aquel hotel que fue convento, ¿cómo se llama?…, bien, da igual, el lugar es un espectáculo…
   Rossi escuchaba y la indignación iba en aumento. Dolía el recuerdo de su mujer, o peor, notar que el otro ni siquiera reparaba en eso, que no era capaz de entender que aquella entrevista había significado el cielo y el infierno. Cómo podía ser que este tipo fuera tan insensible. Que no recordara… Una gran entrevista, un premio y después, el peor de los castigos. Había llegado con mal humor, pero ahora estaba irritado. Se puso de pie.
   —Mande a otro; yo no puedo. Tengo a mi padre enfermo.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Alfaguara, 2016. ISBN: 978-84-2042-069-1.]

domingo, 21 de agosto de 2022

Gramática de la fantasía.- Gianni Rodari (1920-1980)


Gianni Rodari | Planeta de Libros
5

“Luces” y “zapatos”

 «La historia que sigue fue inventada por un niño de cinco años, con la intervención de tres compañeros suyos, en la escuela primaria Diana, de Reggio Emilia. El “binomio fantástico” de que toma el origen —“luces” y “zapatos”— había sido sugerido por la maestra (al día siguiente de que yo hubiera hablado a los niños sobre esta técnica). Pero, pasemos a la historia:
     Érase una vez un niño que se ponía siempre los zapatos de su papá. Una noche el papá se cansó de que el niño se pusiera siempre sus zapatos, así que lo puso conectado a la luz, y después a medianoche se cayó. Entonces el papá exclamó: —¿Qué pasa, hay ladrones?
     Fue a ver y se encontró el niño en el suelo. El niño estaba todo encendido. Entonces el papá intentó darle la vuelta a la cabeza pero no se apagaba, probó tirándole de las orejas pero no se apagaba, probó apretándole el ombligo pero no se apagaba, probó quitándole los zapatos y lo consiguió, el niño se apagó.
    El gran descubrimiento final —que no era obra del narrador principal, sino que había sido sugerido por uno de sus tres pequeños ayudantes— gustó tanto a los cuatro autores que sintieron la necesidad de aplaudirse ellos mismos: Era una imagen que cerraba lógica y perfectamente el círculo, y daba a la historia un sentido de obra definitiva y completa; pero tal vez era mucho más.
   Creo que el propio doctor Freud sentiría, incluso como un fantasma, una intensa emoción al escuchar una historia como ésta, tan fácilmente interpretable en términos de “complejo de Edipo”: desde el principio… vemos ese niño que se pone los zapatos del padre… que quiere “hacer de padre”, para tomar su lugar junto a la madre. Lucha impareja, sembrada de imágenes de muerte. “Conectar” quiere también decir “empalar”… Y, el niño, ¿estaba caído en el suelo o bajo tierra? No deberíamos tener ninguna duda si leemos adecuadamente aquel “se apagó” que da al drama su conclusión trágica. “Apagarse” quiere decir “morirse”, son sinónimos: “Se ha apagado en el beso del Señor” dicen algunas necrológicas. Vence el más fuerte y maduro. Vence a la medianoche, la hora de los espíritus… y, antes de la muerte, viene la tortura: todo aquel “darle la vuelta a la cabeza”, “tirarle de las orejas”, “apretarle el ombligo”…
 No insistiré en este ejercicio no autorizado de psicoanálisis. Que hablen los técnicos: “videant consules”…
  Si lo profundo, lo escondido, se ha adueñado del “binomio fantástico” para escenificar sus dramas, el punto exacto de este enseñoreamiento me parece que lo constituye la evocación de la palabra “zapatos” en la experiencia infantil. Todos los niños juegan a ponerse los zapatos del padre y de la madre. Para ser “ellos”. Para ser más altos. Pero también, simplemente, para ser “otra persona”. El juego de disfrazarse, aparte de la importancia de sus simbolismos, resulta siempre divertido por los efectos grotescos que conlleva. Es teatro: ponerse en el lugar de otro, interpretar un papel, inventarse una vida, descubrir nuevos gestos. Es una lástima que, generalmente, se permita a los niños disfrazarse sólo en carnaval; y aun entonces han de usar una chaqueta del padre o una falda vieja de la abuela. En todas las casas debería haber un arcón lleno de ropas en desuso a disposición de los niños para que se disfracen. En las escuelas primarias de Reggio Emilia hay, no sólo un arcón, sino un completo guardarropía, para este fin. En Roma, en el mercado de Via Sannio, se venden toda clase de vestidos, trajes de noche, restos de serie, ropas pasadas de moda: allí íbamos, cuando nuestra hija era pequeña, a reponer las existencias de nuestro arcón. A sus amigas les gustaba venir a nuestra casa sólo por el bendito arcón.
  ¿Por qué el niño se quedó “encendido”? La razón más obvia está en la analogía: “conectado” a la lámpara, el niño se comporta como una bombilla. Pero esta explicación nos bastaría si el niño se hubiese “encendido” en el mismo momento en que era “conectado” por el padre. La narración no registra el hecho en aquel preciso momento. Nosotros vemos el niño “encendido” sólo después que ha caído al suelo. Creo que la imaginación ha necesitado de un momento (unos pocos segundos) para establecer la analogía entre “conectado” y “encendido”, porque ésta no nos había sido revelada por medio de la “visión”, sino de la selección verbal. El narrador sí veía al niño “encendido”, y en cierta manera así nos lo describía, por medio de una “selección rimada”: “conectado”, “suspendido” (colgado), “encendido”. Finalmente, la analogía verbal y la rima no pronunciada nos ha dado la imagen visual del niño “encendido” que aparece en la segunda parte de la historia. Se ha tratado de un proceso de “condensación de imágenes” que el profesor Freud —siempre aquel bendito vienés— ya había descrito en su estudio de los procesos creativos del sueño. Desde este punto de vista, la historia del “niño encendido” se nos aparece como un “sueño con los ojos abiertos”. Tiene todos los elementos: la atmósfera, la tendencia a lo absurdo, la condensación de temas.
Gramática de la fantasía: Introducción al arte de inventar ... De esa atmósfera se sale mediante las tentativas del padre de “apagar” el “niño-bombilla”. Las variaciones sobre el tema son impuestas por la analogía, pero se mueven en diversos planos: intervienen, de hecho, la experiencia de los gestos necesarios para apagar una bombilla (desenroscarla, apretar un conmutador, tirar de una cadenita, etc.), la experiencia del propio cuerpo (y por este camino se pasa de la cabeza a las orejas, de las orejas al ombligo, etc.). El juego a partir de aquí es colectivo. El narrador principal ha sido un detonante que ha provocado una explosión en cadena, en lo que los cibernéticos llamarían un efecto de “amplificación”.
 Mientras buscaban las posibles variaciones, los niños que asistían a la narración de la historia, observaban sus cuerpos y los de sus vecinos, para encontrar la “clavija” que permitiera “apagarlos”, para encontrar el inicio de una nueva historia, la sugerencia de nuevos significados, en un proceso similar al de la musa que dicta a un poeta mientras trabaja. Sus gestos eran, por así decirlo, metafóricos. Lo que hacían no tenía nada que ver con lo que decían estar haciendo. Eran “metáforas imposibles”, como es justo que lo sean las comparaciones infantiles.
  La variación final —“le quita los zapatos, y se apaga”— representa un rompimiento más decisivo con el sueño. Era una conclusión, un final lógico. Eran los zapatos del padre los que mantenían “encendido” al niño, porque todo había empezado por esto: por los zapatos. Basta quitárselos y la luz desaparecerá. La historia podrá acabar. Fue el embrión de un pensamiento lógico lo que maniobró el instrumento mágico —“los zapatos del papá”— en un movimiento inverso al inicial.
  En el momento en que hicieron el descubrimiento mágico, los niños introdujeron en el libre juego de la imaginación el elemento matemático de la “reversibilidad”, como metáfora, pero no todavía como concepto. Al concepto llegarían más tarde: cuando la imaginación ya había creado las bases para la estructuración del concepto.
  Una última observación (en este caso, se entiende) se refiere a la introducción en la historia de los “valores”. Leída desde este punto de vista, es la historia de una desobediencia que es castigada, en el marco de un modelo cultural excesivamente tradicional: Al padre se le debe obediencia y tiene el derecho de castigar. La censura ha intervenido para mantener la historia en los confines de la moral familiar.
  Con su intervención se puede decir verdaderamente que en la historia “han participado el cielo y la tierra”: el inconsciente con todos sus conflictos, la experiencia, la memoria, la ideología, la palabra con todas sus funciones. Una lectura puramente psicológica, o psicoanalítica, no habría bastado para exponernos todos los posibles resultados, como he intentado hacer brevemente.»

     [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Del Bronce, 2002, en traducción de Mario Jorge Merlino Tornini. ISBN: 978-84-8453-164-7.]

domingo, 14 de agosto de 2022

Perros victorianos.- Clovis (1981)


Perros victorianos: la Virginia Woolf desconocida - EL LIBREPENSADOR
Mapa de ella misma, no de mí


 «-Como le explicaba, ver cómo el otro imagina es más trascendental que saber qué es lo que otro imagina. Cuando uno puede conocer la trama oculta, las formas que tiene la imaginación del otro, entonces, se puede desvelar muchos misterios ocultos de su personalidad. Es una excelente forma de conocer a las personas. Por eso al señor Carlyle la siesta imaginada nunca le produjo efecto, jamás tuvo interés de conocer al otro, ni su imaginación, sus sentimientos, ni sus misterios ocultos. Eso fue algo que supo y experimentó personalmente la pobre de Jane.
 Al terminar de escuchar algo mágico me inspiró lo siguiente: la siesta imaginada me podía servir para conocer a mi ciudad-hermana, un mapa de sí misma.
  Me gustaba despertar de la siesta y por un segundo, no saber dónde estaba. Sentirme perdido, desorientado en un mundo que siempre lo ubica a uno constantemente en su lugar predestinado. Todos tenemos un lugar o varios lugares por donde sí o sí vamos a pasar: un hospital, la escuela, el cementerio, el hogar donde nacimos. Los mapas están para mostrarnos en qué parte del mundo nuestros lugares predestinados e inevitables se disponen. La certeza de que el destino siempre tiene coordenadas, da miedo, mucho miedo. (Marlowe, eres todo un existencialista, ¿leíste alguna vez a Kierkegaard?). Tal vez nunca vayamos a un hospital, tal vez nunca vayamos a una escuela o a un cementerio pero aún así, en la selva inhóspita del territorio salvaje y virgen de la civilización humana, la muerte tiene su localización en el mapa del que uno nunca puede escaparse. Yo, al menos, pude elegir cambiar uno de esos lugares predestinados: la familia. Los que nos convertimos en propietarios de una casa en Belgrano R o Chelsea, no importa, somos personas que dejan a su antigua familia, eliminan a todos sus antepasados y aceptan a un grupo nuevo que habita todos los cuartos posibles. Eso es el pacto, borrar del mapa el país de la antigua familia. Los mapas sobreviven siempre.
  Despertar de la siesta, no saber dónde estoy, olvidarme aún de mí mismo, es el mejor narcótico que uno pueda ingerir.
 —El suicidio es mejor aún —remarcó la señora Virginia.
 —No —y esta vez, no quería ser el tonto de siempre, el de antes, el tonto que volvía mi cuerpo de aquel lejano pasado que había renunciado cuando firmé el pacto. Esta vez, quería rebatirle con argumentos más sólidos su tendencia a la muerte voluntaria—. Se equivoca señora Virginia. El suicidio no es un escape temporal, ni siquiera eterno.
  Elegir el momento para morir es una voluntad que no quiere un momento de fuga, nadie se suicida porque la vida lo arrinconó a uno de tal forma que ya nadie tiene sentido. El suicidio no se define en el binomio vida-muerte, no es saltar el muro de la vida para encontrar lo obvio. Huir es lo obvio, el suicidio no puede ser solamente una forma de lo obvio en esta vida.
 —¿Y entonces qué es para usted el suicidio, señor Marlowe? —preguntó ella interesada en nuestra conversación.
 —Es un sentido desarrollado.
 —¿Un sentido desarrollado?
  —Sí.
  —¿Cuál de todos? ¿La vista, el tacto? ¿Cuál?
  —Ninguno de esos.
  —¿Ninguno?
  —Los sentidos habituales que nos permiten percibir lo ajeno del mundo son sentidos de la vida.
  —¿Y el sentido desarrollado pertenece a la muerte?
  —Exactamente —respondí.
  —Interesante postura, me despierta mucho interés su punto de vista. Continué, por favor.
  —El sentido desarrollado es algo que transciende lo corporal, no es que me quiere meter en temas metafísicos o espirituales, no quiere ingresar en ese terreno de la filosofía de góndola de supermercado, junto a los latas de atún en oferta. No, para nada.
  —Lo entiendo, el pensamiento racional siempre evita los productos con descuentos, no quiere aparentar estar regalado. Es entendible —agregó ella.
Perros victorianos: la Virginia Woolf desconocida - EL LIBREPENSADOR  —Puede ser. Lo que quiere decir es que el sentido desarrollado llega a uno cuando la muerte es algo que ya no provoca más temor, rechazo, angustia. La muerte no es que se transforma en algo natural, en algo normal y corriente de la vida, no, simplemente la muerte deja de tener cualquier relación con la vida y comienza a ser lo que verdaderamente es.
  —¿Y qué es eso?
  —No sé, eso es lo que descubren los suicidas. No lo conozco.
  La señora Virginia se quedó pensando por unos minutos, paralizada. Tal vez, la primera vez que intentó suicidarse no tenía el sentido tan desarrollado y por eso falló. Pero en ese instante, parecía que ya estaba preparada para eso. Entonces la sacudí para despabilarla de su parálisis y le dije:
  —Hagamos lo siguiente, le pido señora Virginia que me ayude a ingerir la píldora de la siesta imaginada, supervise mi viaje y después de conocer un poco a mi hermana, prometo dejarla ir de esta casa.
 Era una persona desconfiada. Su primera reacción fue de una gran incredulidad. Sin embargo, mis palabras no tenían razón de generar tal sentimiento, por lo tanto debía creerme. Y eso hizo. Y cuando lo hizo se sintió feliz. Y cuando sintió tal cosa, pensó en el suicidio. Y cuando pensó en el suicidio, solo le restaba planear la fórmula para no fallar. Y planear tal cosa hace del suicida un arquitecto de su propia muerte. Y ser arquitecto de la propia muerte es mucho más que cálculos, planos, fachadas, aberturas, caños, estructuras, cimientos, zócalos, pinturas, paredes, grifería.
 —Aunque esta vez —dijo ella leyendo mis pensamientos— mejor ser ingeniera civil de la muerta, ellos nunca fallan
   —¿Los ingenieros? ¿Está segura?
  No me respondió. Tampoco me interesaba mucho su respuesta. Estaba ansioso por tomar la píldora, viajar al sórdido mundo de la siesta imaginada y conocer algo de mi hermana más allá de sus límites geográficos, sus características topográficas y la densidad de la población que habitaba en ella.
  —¿Ya imaginó? —preguntó ella.
  No. Aún no sabía que imaginar. No me parecía algo menor, por lo tanto quería tomar mi tiempo para ver bien qué iba a imaginar. De eso dependía lo que yo quisiera conocer de ella. En ese momento todo eso me parecía tan raro que me encontraba desanimado a seguir con la idea de tomar la píldora. Mi nueva familia sólo podía conocerse de formas ajenas a lo cotidiano, en una mesa de domingo, con un plato de comida servido como excusa para iniciar la conversación. Lo normal es algo tan cómodo que es fácil acostumbrarse y aunque esto último suene aburrido, nuestras vidas son 80% costumbres y solo un 20% vida verdadera.
  Pero las cartas ya estaban echadas y el juego tenía que jugarlo. Le pedí el vaso de agua, la pastilla y después... el viaje a la siesta...
 Eso imaginé antes de dormirme. Eso y no otra cosa diferente. Tal vez, pude haber imaginado algo mejor pero sé muy bien que mi imaginación es limitada la mayor parte del tiempo. O casi todo el tiempo, o más bien siempre. Ahora es irrelevante ese cálculo.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Grieta Editorial, 2016. ISBN: 978-84-16688-07-4.]