miércoles, 27 de abril de 2022

Bajo el hielo.- Bernard Minier (1960)


Bernard Minier: “Estamos en la época posmoderna de la novela negra ...
Tercera parte: Blanco

23

 «-Gracias –dijo mientras plegaba la hoja para guardarla en el bolsillo. Luego titubeó un instante-. Querría hacerle una pregunta que no tiene nada que ver con la investigación. Es una pregunta que dirijo al psiquiatra y al hombre, no al testigo. –Xavier enarcó una ceja, intrigado-. ¿Usted cree en la existencia del mal, doctor?
 El silencio del psiquiatra fue más prolongado de lo previsto. Durante todo ese tiempo, detrás de sus gafas rojas, mantuvo la mirada fija en Servaz, como si quisiera adivinar adónde quería ir a parar.
 -En mi condición de psiquiatra –contestó por fin-, le responderé que esta cuestión no entra dentro del ámbito de la psiquiatría, sino de la filosofía, y más concretamente de la moral. Desde ese punto de vista, vemos que el mal no se puede concebir sin el bien, que uno va de la mano del otro. ¿Ha oído hablar de la escala del desarrollo moral de Kohlberg? –preguntó el psiquiatra.
 Servaz negó con la cabeza.
 -Laurent Kohlberg es un psicólogo americano. Se inspiró en la teoría de los estadios de la adquisición de Piaget para postular la existencia de seis fases de desarrollo moral en el hombre. –Xavier hizo una pausa durante la cual se arrellanó en el sillón y cruzó las manos sobre el vientre, organizando las ideas-. Según él, el sentido moral de un individuo se adquiere por estadios sucesivos en el transcurso del desarrollo de su personalidad. No puede saltarse ninguna de esas etapas. Una vez que ha alcanzado un estadio moral, el individuo no puede volver atrás: ha adquirido ese nivel para toda la vida. No obstante, no todos los individuos alcanzan el último nivel, ni mucho menos. Muchos se quedan en un estadio moral inferior. Por otra parte, esas etapas son comunes al conjunto de la humanidad, son las mismas en cualquier cultura. Son transculturales, pues.
 Servaz se dio cuenta de que había despertado el interés del psiquiatra.
 -En el nivel 1 –reanudó Xavier la exposición con entusiasmo-, el bien es lo que suscita una recompensa y el mal lo que suscita un castigo. Como cuando se golpean los dedos de un niño con una regla para hacerle comprender lo que está mal. La obediencia se percibe como un valor en sí mismo, el niño obedece porque el adulto tiene el poder para castigarlo. En el nivel 2, el niño ya no obedece solo para obedecer a una autoridad sino para obtener gratificaciones. Así comienza a haber un intercambio… -Esbozó una sonrisa-. En el nivel 3, el individuo llega al primer estadio de la moral convencional, pretende satisfacer las expectativas de los otros, de su medio. Lo importante es el juicio de la familia, del grupo. El niño aprende el respeto, la lealtad, la confianza, la gratitud. En el nivel 4, la noción de grupo se amplía al conjunto de la sociedad. Aquí entra el respeto a la ley y el orden. Seguimos en el ámbito de la moral convencional, en el estadio del conformismo: el bien consiste en cumplir el deber y el mal es lo que la sociedad reprueba. –Xavier adelantó el torso-. A partir del nivel 5, el individuo se desprende de esa moral convencional y la supera. Entra en la moral posconvencional. De egoísta pasa a ser altruísta. Sabe asimismo que todo valor es relativo, que aunque deben ser respetadas, las leyes no son siempre buenas; piensa sobre todo en el interés colectivo. Finalmente, en el nivel 6, el individuo adopta unos principios éticos libremente elegidos que pueden entrar en contradicción con las leyes de su país si las considera inmorales; lo que prevalece es su conciencia y su racionalidad. El individuo moral del nivel 6 tiene una visión clara, coherente e integrada de su propio sistema de valores. Es un actor comprometido en la vida asociativa, en las acciones caritativas, un enemigo declarado del mercantilismo, del egoísmo y la codicia.
 -Es muy interesante –alabó Servaz.
 -¿Verdad? Huelga decir que un gran número de individuos permanecen bloqueados en los estadios 3 y 4. Para Kohlberg existe también un nivel 7, al que acceden muy pocos. El individuo del nivel 7 está impregnado del amor universal, la compasión y lo sagrado, muy por encima del común de los mortales. Kohlberg cita sólo algunos ejemplos, como Jesús, Buda, Gandhi… En cierta manera, se podría decir que los psicópatas permanecen atascados en el nivel 0, aunque no sea una noción muy académica para un psiquiatra.
 -¿Y cree usted que se podría establecer, de la misma manera, una escala del mal?
 Al oír aquella pregunta, al psiquiatra se le iluminaron los ojos detrás de las gafas rojas mientras se relamía con avidez.
 -Es una cuestión muy interesante –dijo-. Confieso que yo mismo me la he planteado. En esa clase de escala, una persona como Hirtmann se situaría en el otro extremo del espectro, como una especie de espejo invertido de los individuos del nivel 7, por así decirlo…
 El psiquiatra lo miraba directamente a los ojos, a través del vidrio de las gafas, como si se preguntara en qué nivel se había detenido Servaz. Éste sintió que volvía a sudar, que volvía a acelerársele el pulso. En su pecho estaba estallando algo: un miedo cerval… Volvió a ver los faros en su retrovisor, a Perrault gritando en la cabina, el cadáver desnudo de Grimm colgado del puente, el caballo decapitado, la mirada del gigante suizo posada en él, la de Lisa Ferney en los pasillos del Intituto… El miedo se hallaba allí desde el principio, dentro de él, como una semilla que sólo esperaba para germinar y prosperar… Le dieron ganas de echar a correr como un poseso, de huir de ese lugar, de ese valle, de esas montañas.
Bajo el hielo (Bestseller Criminal): Amazon.es: Bernard Minier: Libros -Gracias, doctor –dijo, levantándose con precipitación.
 Xavier se puso en pie sonriendo y le tendió la mano por encima del escritorio.
 […]
 Hirtmann se detuvo para lanzarle una prolongada mirada cargada de recelo, antes de reanudar sus idas y venidas sin pronunciar palabra alguna.
 -¿Le molesta? –inquirió Diane.
 […]
 -Apuesto a que no. ¿A qué ha venido doctora Berg?
 -Acabo de decírselo.
 -Ah, ah… ¡Es increíble la poca psicología que tienen a veces los psicólogos! Yo soy una persona bien educada, doctora Berg, pero no me gusta que me tomen por idiota –agregó con tono tajante.
 -¿Está usted al corriente de lo que ocurre en el exterior?  -insistió ella, abandonando el típico tono profesional de psicóloga.
 Hirtmann bajó la mirada y pareció meditar un instante. Después se decidió a sentarse con el torso adelantado, el antebrazo encima de la mesa y los dedos cruzados.
 -¿Se refiere a esos asesinatos? Sí, yo leo los periódicos.
 -Entonces, toda la información de que dispone figura en los periódicos, ¿no es así?
 -¿Adónde quiere ir a parar? ¿Qué es lo que ocurre fuera que la ha puesto en este estado?
 -¿Qué estado?
 -Parece asustada. Y no sólo eso. Parece una persona que busca algo… incluso un animalillo, un animalillo hurgador. Ése es el aspecto que tiene en este momento, el de un sucio ratoncillo… ¡Si pudiera ver la mirada que tiene! Por Dios, doctora Berg, ¿qué le pasa? No soporta este sitio, ¿es eso? ¿No tiene miedo de perturbar la buena marcha de este establecimiento con todas sus preguntas?
 -Cualquiera diría que está hablando el doctor Xavier –se mofó.
 -¡Ah, no, por favor! –contestó él con una sonrisa-. Mire, la primera vez que entró aquí capté enseguida que este no es su lugar. ¿Qué pensaba encontrar al venir aquí? ¿A unos genios del mal? Aquí sólo hay desdichados psicóticos, esquizofrénicos, paranoicos, infelices y enfermos, y yo mismo me permito incluirme en el mismo paquete. La única diferencia con los que se encuentran fuera radica en la violencia… Y créame que no se da tan sólo en los pacientes… -Separó las manos-. Ah, ya sé que el doctor Xavier tiene una visión… digamos, romántica, de las cosas… Que nos ve como seres maléficos, emanaciones de Némesis y otras idioteces por el estilo, que se cree encargado de una misión. Para él, este sitio es algo así como el santo Grial de los psiquiatras. ¡Qué bobadas! –Mientras hablaba, la mirada se le iba volviendo más sombría y más dura, y ella retrocedió instintivamente en su silla-. Aquí, como en otras partes, todo es mugre, mediocridad, malos tratos y dosis masivas de drogas. La psiquiatría es la gran estafa del siglo XX. No hay más que fijarse en los medicamentos que utilizan. ¡Ni siquiera saben por qué funcionan! ¡La mayoría los han descubierto por casualidad en otras disciplinas!
 Diane lo miraba fijamente.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Roca Editorial, 2011, en traducción de Dolors Gallart, pp. 416-419 y 425-427. ISBN: 978-84-9918-358-9.]

domingo, 24 de abril de 2022

Mister Witt en el cantón.- Ramón J. Sender (1901-1982)


Ramón J. Sender (Author of Réquiem por un campesino español)
VIII.


 «Otra madrugada de un día de julio se levantó y volvió cautelosamente a su despacho mientras dormía Milagritos. Estaba el balcón abierto y no encendió la luz porque entraba la luna, reforzada, además, en intervalos regulares por el faro de San Julián. Abrió todos los cajoncitos del bargueño, sin hallar nada. Pequeños recuerdos relacionados con la historia de sus amores matrimoniales. Un mechón de pelo rubio. Dos puntas de cigarro sucias, guardadas en papel de seda. Iba a comprobarlas, febrilmente, al balcón. Como vio algo escrito en los papeles que las envolvían encendió la luz. Eran fechas. Una en cada papelito. Volvió al bargueño, dejó las reliquias donde las encontró y siguió registrando. Mister Witt se desdeñaba un poco a sí mismo en aquellos momentos, se sentía el “mister Güí” del encuadernador y de los subalternos de la Maestranza. Seguía investigando con celeridad, desdeñando las pruebas de amor. “Ya sé que me ama. Son quince años sabiéndolo” —se decía—. Y buscaba ansiosamente pruebas de lo otro, de la traición. Porque no podía dudar mister Güí en aquel instante —arrodillado bajo el dibujo en busto de su abuelo—, no podía dudar siquiera de que Milagritos no hubiera necesitado completar su vida de algún modo con otro ser. Con otro hombre primario como ella, pero absorbente; inmenso y simple como Carvajal, como Antonete, como la noche y el mar. Mister Güí se detuvo un momento. Le disgustaba su propia prisa, sus precauciones. Pensó, sin que el pensamiento llegara a cuajar, que en todo aquello, en su propia ansiedad, había algo aventurero —una aventura del alma en las que para Emerson estaba todo—, pero recordando las del desalmado abuelo Aldous no se atrevió a compararse con él.
 El mueble era historiado. Estaba hecho de laberintos y sorpresas. Las buscaba afanosamente, sin encontrarlas, y cuando menos lo esperaba, merced a un contacto casual de sus manos con algún resorte, se abrió una tapa de laca y cayó un manojo de cartas. Las primeras eran suyas. Las demás de Froilán. Las separó y se fue a la mesa apretándolas codiciosamente en sus manos. Eran cartas antiguas de quince y veinte años atrás. También las había recientes. La última estaba fechada en 1869.
 —El año de su muerte —se dijo mister Güí.
 Y leyó afanosamente, subrayando frases e intenciones:
 “Querida Milagritos: Soy doctor en Filosofía y Letras y notario. El mismo día que he logrado la plaza he tenido que huir. No me van a dejar ejercer, ni quiero. Tu primo haría muy mal notario. Te escribo con el alma llena de recuerdos de Lorca, de la cocina con sus maderas obscuras teñidas por el humo y las consejas de los viejos, de nuestros abuelos; te escribo con el deseo de pasar una temporada contigo en tu casa, lejos del mundo. Y no es que tenga motivos para sentir el cansancio y el aturdimiento de una vida social a la que esté entregado; no pienses eso, porque te equivocas. No hago vida social ninguna. Ya te digo que el mismo día que me examiné tuve que huir y esconderme. Llevo dos meses en casa de unos correligionarios, que me atienden bien. No puedo salir como no sea para irme de Madrid con alguna seguridad, a algún sitio desde donde pueda embarcarme. Todo va mal. Narváez reconoce que soy un buen poeta, «al que hay que ahorcar». Y no creas que esa bestia apocalíptica se contenta con las frases. ¿Sabes cuál es mi delito? Haber aparecido mi nombre en los papeles que llevaban en los bolsillos cinco revolucionarios, a uno de los cuales (un chico de veintitrés años) han fusilado anteayer. Y menos mal que lo han matado de pie y no con el cepo en el cuello, que es el sistema que prefiere N., lo que revela que es un hombre de sensibilidad, aunque la sensibilidad le sirva para distinguir lo más vil y preferirlo.
 Conviene que a partir del día 27 vaya a Murcia con un caballo el viejo R. todos los días y que espere a la hora que sabe en el sitio de otras veces. Tengo ganas de pasar unos días solo (tú no eres nadie, en este caso, Milagros) para pensar y concentrarme. Estoy consumido por las dudas y la desorientación. Últimamente ha habido traiciones y en cada una de ellas se le llevan a uno un poco de fuerza. Pero ahí la recobraré toda. Quiero estar solo. ¡Solo! Necesito estar completamente solo para señalar el rumbo definitivo de mi vida. Sé que podré conseguirlo en Lorca, durmiendo en las sábanas que huelen a membrillo y comiendo en los manteles que huelen al cuidado de tus manos —a manzanas reinetas—; pero, sobre todo, paseando y leyendo en el cuarto de arriba, el de la ventana que da a la huerta.
 Espérame sobre el día 8 del próximo lo más tarde.¡ Qué versos me cantan ahora en el corazón! Versos de soledad y alejamiento. Lejos, lejos, lejos...
 Tu Froilán.”
 Mister Witt —mister Güí más bien— calculó mentalmente: “Ella tenía entonces quince años y él veintiocho” y luego dijo casi en voz alta: “No es la carta de un amante.” Para añadir poco después, comenzando ya otra: “Es la carta de un loco semiconsciente que pide soledad y ausencia.” Lo veía desmelenado, frenético sin motivo, con sus grandes ojos pasmados, que sólo se debían iluminar para la blasfemia o para la frase de amor. La carta siguiente estaba fechada en Valencia:
 “Milagritos: ¿Qué dices? ¿Tú sabes que nada tiene valor en el mundo si no está sazonado por la verdad y la justicia? En Lorca debéis atender a todos los nuestros, darles pan, dinero, lo que tengáis. La tía que se calle o que refunfuñe. A veces la odio y si sigue así me pondrá en el caso de no responder de mí. No os quemarán la casa. Los absolutistas no irán, y si van ya me enteraré yo. Hasta donde llegan las razones, se razona. Allí donde no llegan palabras llega el plomo, y al coronel ese a quien tanto miedo tiene tu tía (¡qué egoísmo!, veo que sería capaz de llevarte a ti a su alcoba a cuenta de que la dejara en paz con su maíz y sus onzas), a ése le cantaremos la palinodia antes de poco.
 Yo, bien. No me falta lo preciso. Ya sabes lo que te dije el año pasado, cuando estuve ahí. He encontrado el camino y nadie me separará de él. Es duro y áspero, pero lleno de satisfacciones interiores. Sin embargo, me río cuando recuerdo que tú querías venir, aunque fuera vestida de hombre. A mi no me parece mal. Hay por aquí personas “vestidas de hombre” que merecen las faldas mejor que tú. Pero tu puesto está ahí. Consérvate bonita para ser el premio de un héroe de los nuestros. Tuyo Froilán.”
 Y después una posdata:
“A ver si es posible que esté yo tranquilo pensando que los compañeros que pasan por ahí encuentran lo necesario. Díselo a la tía de mi parte, y al coronel que lo mande a la m...”
 La carta llevaba fecha de año y medio después. Mister Güí se dijo:
 “Milagritos trataba de inquietarle con el peligro del coronel, que sin duda le hacía la corte o le había demostrado su afición de alguna manera. Pero Carvajal no se daba cuenta”.
La carta siguiente, con fecha de dos años después, decía algo revelador:
Mister Witt en el Cantón . (CLASICOS CASTALIA. C/C.): Amazon.es ... “Me parece muy mal lo que me dices. Eso de consagrarse por vida a una causa está bien en nosotros. Vosotras debéis consagraros a un hombre ennoblecido por la causa que sirve. ¿Comprendes la diferencia? Pero eso pocos hombres lo alcanzan y menos aún lo merecen. Mira a tu alrededor, Milagritos, y ve calculando y tanteando sin dejarte cegar. Las pasiones nos arrebatan, nos arrancan de nuestro ser y nos llevan a la muerte. La cuestión está en ir más a gusto que nadie. Acuérdate de aquella tarde junto al balcón, cuando lloraste tanto. Tú has encontrado ya tu camino —me decías—. ¿Por qué no me lo encuentras a mí? Ese camino se lo encuentra cada cual, Milagritos. Llévame —me pedías—. ¿Adónde? ¿Sé yo mismo adonde voy? Sólo sé que veo a mi alrededor el hambre, la enfermedad, el dolor, la injusticia, el crimen. Y que huyo de todo eso por el único camino que hay para el hombre que pisa la tierra con dignidad. El camino de la lucha a muerte contra los que hacen posible que todas esas miserias se perpetúen. Hay otra manera de huir de todo eso, cerrando los ojos y rodeándose de muros con tapices, de holandas y finos vidrios. Esa no es la mía ni es la que tú querrías para mí, ¿verdad? No hay paz en la tierra ni la habrá ya nunca. El que se encierra entre tapices y cree que a nadie combate y de nadie debe temer está equivocado. Debe temerlos a todos. No seré yo de esos perros de cabaña que guardan el aprisco y comen el mendrugo en paz. Son los traidores de los lobos y los esclavos de los amos. Ni traidor ni esclavo, Milagritos. Prefiero el papel del lobo. Como el lobo vivo y, si es preciso, como el lobo —dando la cara— moriré. En los días que estuve en tu casa lo pensé todo. La tarde aquella, junto al balcón —ya ves cómo la recuerdo, cómo destila dulces acentos sobre mi alma— tuve que cerrar los ojos y apretar los dientes muchas veces para no verte, para no oírte. Quizá desde entonces hayas vuelto a llorar allí mismo y a la misma hora. Me duele, pero al mismo tiempo me conforta, me abre resquicios azules en el cielo cerrado bajo el que vivo con los míos. Yo te quiero bien, Milagritos. Creo que el mejor cariño es éste que nos permite abrir de par en par nuestra conciencia, sin cuidados, sin recelos. A mí me gusta poder decírtelo todo. Y por eso te digo que me gusta que llores alguna vez acordándote de aquella tarde.”
 Mister Güí no siguió. Miró la fecha. Era tres años antes de casarse con él. “No hay duda —se decía no muy sagazmente—. Milagritos tuvo alguna inclinación por Froilán antes de casarse conmigo.” Siguió leyendo con avidez. Lo demás era una serie de indicaciones geográficas y cronológicas, al final de las cuales apuntaba Froilán la posibilidad de volver a recalar en Lorca. Mister Güí observó manchas de tinta corrida por las lágrimas; bajo aquellas manchas el papel aparecía abombado. Mister Güí estaba más tranquilo. Hubiera dado, sin embargo, toda la estimación social que tenía en Cartagena por una sola de las cartas de Milagritos. Pero las cartas de ella debieron perderse para siempre, como Froilán. Mister Güí siguió leyendo, más sereno y reposado (él a lo que tenía miedo era a encontrarse las cartas cínicas del placer, las cartas del vicio y de la burla).
 “Diles que mienten —decía otra carta contestando a correo seguido a Milagritos—. Mienten si te dicen eso. He tenido en mis manos a enemigos míos. A enemigos que no sé lo que harán conmigo mañana si me atrapan a mí. Para poder salirse del camino real y volver un día a ese mismo camino con la cabeza levantada hay que saber distinguir a los causantes del mal —los verdaderos culpables— de los que no hacen sino seguirles por miedo o por inconsciencia. Yo he tenido en mis manos a muchos de estos últimos. Y no he fusilado a uno sólo. Nada me importa lo que piensen los demás; pero no quiero que tú tengas un motivo de duda sobre la limpieza de mi corazón. Si cayeran en mis manos los que tú sabes, ni uno sólo de ellos salvaría la cabeza. Pero sus víctimas tienen bastante con serlo de ellos para que lo sean mías también. Ni con Prim, ni después, en lo de Valencia, me manché las manos. Somos implacables con el que nos ataca, dignos con el que nos vence y piadosos con el vencido. No creas nunca a la taifa de los que cuidan el prostíbulo de Isabel. Esta vez tendrán que bajar la cabeza.”
 Mister Güí se saltaba las frases donde hablaba de política o daba referencias de lugar y de tiempo en relación con sus correrías. Buscaba sólo las palabras del alma, aquellos párrafos donde bajaba el estilo hasta la media voz de la ternura. Buscaba en ellos no el espíritu de Froilán, ya perdido en la nada, sino el de Milagritos.
 Pero cada vez las cartas abundaban más en referencias políticas, en noticias. Quizá Milagritos había hecho desaparecer las otras, las cartas comprometedoras.
 “Estoy en las ruinas de un castillo, a día y medio de Alcoy. Espero una noche propicia para marchar allá donde hacen falta partidarios, porque van sobre la población fuerzas del Gobierno. Haremos alto en una aldea (no te doy nombres ni hacen falta) y a la noche siguiente entraremos en Alcoy. Saluda a Jorge y tú recibe un abrazo de Froilán.”
 Aquella alusión a Mister Witt y el abrazo le sobresaltaron. Era como si el mismo Froilán, sonriente y noble, entrara en el cuarto y le diera una palmada en la espalda.
 Miró la fecha: 1868. Las otras cuatro cartas siguientes carecían de interés. Mister Güí buscó en vano a través de la nerviosa escritura de Carvajal alguna expresión de ternura, algo que revelara la situación moral de Froilán respecto de su prima. No encontró nada. Milagritos estaba casada ya.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Castalia, 2001, en edición de José María Jover, pp. 128-132. ISBN: 978-84-70394-92-8.]

miércoles, 20 de abril de 2022

Raza y cultura.- Claude Lévi-Strauss (1908-2009)


Claude Lévi-Strauss | Planeta de Libros
Raza e historia.

El etnocentrismo

 «Y, sin embargo, parece que la diversidad de culturas se presenta raramente ante los hombres tal y como es: un fenómeno natural, resultante de los contactos directos o indirectos entre las sociedades. Los hombres han visto en ello una especie de monstruosidad o de escándalo más que otra cosa. En estas materias, el progreso del conocimiento no ha consistido tanto en disipar esta ilusión en beneficio de una visión más exacta, como en aceptar o en encontrar el medio de resignarse a ella.
 La actitud más antigua y que reposa sin duda sobre fundamentos psicológicos sólidos, puesto que tiende a reaparecer en cada uno de nosotros cuando nos encontramos en una situación inesperada, consiste en repudiar pura y simplemente las formas culturales: las morales, religiosas, sociales y estéticas, que estén más alejadas de aquellas con las que nos identificamos.
 “Costumbres salvajes”, “eso no ocurre en nuestro país”, “no debería permitirse eso”, etc., y tantas reacciones groseras que traducen ese mismo escalofrío, esa misma repulsión en presencia de maneras de vivir, de creer, o de pensar que nos son extrañas. De esta manera confundía la Antigüedad todo lo que no participaba de la cultura griega (después greco-romana), con el mismo nombre de bárbaro. La civilización occidental ha utilizado después el término salvaje en el mismo sentido. Ahora bien, detrás de esos epítetos se disimula un mismo juicio: es posible que la palabra salvaje se refiera etimológicamente a la confusión e inarticulación del canto de los pájaros, opuestas al valor significante del lenguaje humano. Y salvaje, que quiere decir “del bosque”, evoca también un género de vida animal, por oposición a la cultura humana. En ambos casos rechazamos admitir el mismo hecho de la diversidad cultural; preferimos expulsar de la cultura, a la naturaleza, todo lo que no se conforma a la norma según la cual vivimos.
 Este punto de vista ingenuo, aunque profundamente anclado en la mayoría de los hombres, no es necesario discutirlo porque este capítulo constituye precisamente su refutación. Bastará con comentar aquí que entraña una paradoja bastante significativa. Esta actitud de pensamiento, en nombre de la cual excluimos a los “salvajes” (o a todos aquellos que hayamos decidido considerarlos como tales) de la humanidad, es justamente la actitud más marcante y la más distintiva de los salvajes mismos. En efecto, se sabe que la noción de humanidad que engloba sin distinción de raza o de civilización, todas las formas de la especie humana, es de aparición muy tardía y de expansión limitada. Incluso allí donde parece haber alcanzado su más alto desarrollo, no hay en absoluto certeza —la historia reciente lo prueba— de que esté establecida al amparo de equívocos o regresiones. Es más, debido a amplias fracciones de la especie humana y durante decenas de milenios, esta noción parece estar totalmente ausente. La humanidad cesa en las fronteras de la tribu, del grupo lingüístico, a veces hasta del pueblo, y hasta tal punto, que se designan con nombres que significan los “hombres” a un gran número de poblaciones dichas primitivas (o a veces —nosotros diríamos con más discreción — los “buenos”, los “excelentes”, los “completos”), implicando así que las otras tribus, grupos o pueblos no participan de las virtudes —o hasta de la naturaleza— humanas, sino que están a lo sumo compuestas de “maldad”, de “mezquindad”, que son “monos de tierra” o “huevos de piojo”. A menudo se llega a privar al extranjero de ese último grado de realidad, convirtiéndolo en un “fantasma” o en una “aparición”. Así se producen situaciones curiosas en las que dos interlocutores se dan cruelmente la réplica. En las Grandes Antillas, algunos años después del descubrimiento de América, mientras que los españoles enviaban comisiones de investigación para averiguar si los indígenas poseían alma o no, estos últimos se empleaban en sumergir a los prisioneros blancos con el fin de comprobar por medio de una prolongada vigilancia, si sus cadáveres estaban sujetos a la putrefacción o no.
 Esta anécdota, a la vez peregrina y trágica, ilustra bien la paradoja del relativismo cultural (que nos volveremos a encontrar bajo otras formas): en la misma medida en que pretendemos establecer una discriminación entre culturas y costumbres, nos identificamos más con aquellas que intentamos negar. Al rechazar de la humanidad a aquellos que aparecen como los más “salvajes” o “bárbaros” de sus representantes, no hacemos más que imitar una de sus costumbres típicas. El bárbaro, en primer lugar, es el hombre que cree en la barbarie.
 Sin lugar a dudas, los grandes sistemas filosóficos y religiosos de la humanidad —ya se trate del Budismo, del Cristianismo o del Islam; de las doctrinas estoica, kantiana o marxista— se han rebelado constantemente contra esta aberración. Pero la simple proclamación de igualdad natural entre todos los hombres y la fraternidad que debe unirlos sin distinción de razas o culturas, tiene algo de decepcionante para el espíritu, porque olvida una diversidad evidente, que se impone a la observación y de la que no basta con decir que no afecta al fondo del problema para que nos autorice teórica y prácticamente a hacer como si no existiera. Así, el preámbulo a la segunda declaración de la Unesco sobre el problema de las razas comenta juiciosamente que lo que convence al hombre de la calle de que las razas existan, es la “evidencia inmediata de sus sentidos cuando percibe juntos a un africano, un europeo, un asiático y un indio americano”.
 Las grandes declaraciones de los derechos del hombre tienen también esta fuerza y esta debilidad de enunciar el ideal, demasiado olvidado a menudo, del hecho de que el hombre no realiza su naturaleza en una humanidad abstracta, sino dentro de culturas tradicionales donde los cambios más revolucionarios dejan subsistir aspectos enteros, explicándose en función de una situación estrictamente definida en el tiempo y en el espacio. Situados entre la doble tentación de condenar las experiencias con que tropieza afectivamente y la de negar las diferencias que no comprende intelectualmente, el hombre moderno se ha entregado a cientos de especulaciones filosóficas y sociológicas para establecer compromisos vanos entre estos dos polos contradictorios, y percatarse de la diversidad de culturas, cuando busca suprimir lo que ésta conserva de chocante y escandaloso para él.
Claude lévi-strauss - raza y cultura, editorial - Vendido en Venta ... No obstante, por muy diferentes y a veces extrañas que puedan ser, todas estas especulaciones se reúnen de hecho, en una sola fórmula que el término falso evolucionismo es sin duda el más apto para caracterizar. ¿En qué consiste? Exactamente, se trata de una tentativa de suprimir la diversidad de culturas resistiéndose a reconocerla plenamente. Porque si consideramos los diferentes estados donde se encuentran las sociedades humanas, las antiguas y las lejanas, como estadios o etapas de un desarrollo único, que partiendo de un mismo punto, debe hacerlas converger hacia el mismo objetivo, vemos con claridad que la diversidad no es más que aparente. La humanidad se vuelve una e idéntica a ella misma; únicamente que esta unidad y esta identidad no pueden realizarse más que progresivamente, y la variedad de culturas ilustra los momentos de un proceso que disimula una realidad más profunda o que retarda la manifestación.
 Esta definición puede parecer sumaria cuando recordamos las inmensas conquistas del darwinismo. Pero esta no es la cuestión porque el evolucionismo biológico y el pseudo-evolucionismo que aquí hemos visto, son dos doctrinas muy diferentes. La primera nace como una vasta hipótesis de trabajo, fundada en observaciones, cuya parte dejada a la interpretación es muy pequeña. De este modo, los diferentes tipos constitutivos de la genealogía del caballo pueden ordenarse en una serie evolutiva por dos razones: la primera es que hace falta un caballo para engendrar a un caballo y la segunda es que las capas del terreno superpuestas, por lo tanto históricamente cada vez más antiguas, contienen esqueletos que varían de manera gradual desde la forma más reciente hasta la más arcaica. Parece ser entonces altamente probable que Hipparion sea el ancestro real de Equus Caballus. El mismo razonamiento se aplica sin duda a la especie humana y a sus razas. Pero cuando pasamos de los hechos biológicos a los hechos de la cultura, las cosas se complican singularmente. Podemos reunir en el suelo objetos materiales y constatar que, según la profundidad de las capas geológicas, la forma o la técnica de fabricación de cierto tipo de objetos varía progresivamente. Y sin embargo, un hacha no da lugar físicamente a un hacha, como ocurre con los animales. Decir en este último caso, que un hacha evoluciona a partir de otra, constituye entonces una fórmula metafórica y aproximativa, desprovista del rigor científico que se concede a la expresión similar aplicada a los fenómenos biológicos. Lo que es cierto de los objetos materiales cuya presencia física está testificada en el suelo por épocas determinables, lo es todavía más para las instituciones, las creencias y los gustos, cuyo pasado nos es generalmente desconocido. La noción de evolución biológica corresponde a una hipótesis dotada de uno de los más altos coeficientes de probabilidad que pueden encontrarse en el ámbito de las ciencias naturales, mientras que la noción de evolución social o cultural no aporta, más que a lo sumo, un procedimiento seductor aunque peligrosamente cómodo de presentación de los hechos.
 Además, la diferencia, olvidada con demasiada frecuencia, entre el verdadero y el falso evolucionismo se explica por sus fechas de aparición respectivas. No hay duda de que el evolucionismo sociológico debía recibir un impulso vigoroso por parte del evolucionismo biológico, pero éste le precede en los hechos. Sin remontarse a las antiguas concepciones retomadas por Pascal, que asemeja la humanidad a un ser vivo pasando por los estados sucesivos de la infancia, la adolescencia y la madurez, en el siglo XVIII se ven florecer los esquemas fundamentales que serán seguidamente, el objeto de tantas manipulaciones: los “espirales” de Vico, sus “tres edades” anunciando los “tres estados” de Comte y la “escalera” de Condorcet. Los dos fundadores del evolucionismo social, Spencer y Tylor, elaboran y publican su doctrina antes de El Origen de las Especies, o sin haber leído esta obra. Anterior al evolucionismo biológico, teoría científica, el evolucionismo social no es, sino muy frecuentemente, más que el maquillaje falseadamente científico de un viejo problema filosófico, del que no es en absoluto cierto que la observación y la inducción puedan proporcionar la clave un día.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Altaya, 1999, en traducción de Sofía Bengoa. ISBN:  84-48712-70-6.]

domingo, 17 de abril de 2022

La vida en las escuelas.- Peter McLaren (1948)


Los Grandes Pedagogos: Peter Mclaren
Tercera parte: Pedagogía crítica: un panorama general

5.-Pedagogía crítica: una revisión de los principales conceptos
La pedagogía crítica y la construcción social del conocimiento
Ideología

 «La hegemonía no podría hacer su trabajo sin el apoyo de la ideología. La ideología permea todo en la vida social y no sólo se refiere a la ideología política del comunismo, socialismo, anarquismo, racionalismo o existencialismo. La ideología se refiere a la producción y representación de ideas, valores y creencias y a la forma en que son expresados y vividos tanto por los individuos como por los grupos. Simplemente, la ideología se refiere a la producción de sentidos y significados. Puede describirse como una forma de ver el mundo, un complejo de ideas, diferentes tipos de prácticas sociales, rituales y representaciones que tendemos a aceptar tanto como naturales como de sentido común. Es el resultado de la intersección del significado y el poder en el mundo social. Las costumbres, los rituales, las creencias y los valores suelen generar en los individuos concepciones distorsionadas de su ubicación en el orden sociocultural y por tanto sirven para reconciliarlos con tal ubicación y para disfrazar las relaciones injustas de poder y privilegio; esto es lo que algunas veces es llamado "hegemonía ideológica". Stuart Hall y James Donald definen ideología como “los marcos de pensamiento que son usados en la sociedad para explicar, imaginar, otorgar sentido o dar significado al mundo social y político [...] Sin estos marcos no podríamos darle sentido al mundo de ningún modo; pero con ellos nuestras percepciones están inevitablemente estructuradas en una dirección particular por los propios conceptos que estamos usando”.
 La ideología incluye tanto funciones positivas como negativas en cualquier momento dado: la función positiva de la ideología es "proporcionar los conceptos, categorías, imágenes e ideas por medio de los cuales la gente da sentido a su mundo social y político, forma sus proyectos, toma una cierta conciencia de su ubicación en el mundo y actúa en él"; la función negativa de la ideología "se refiere al hecho de que todas esas perspectivas son inevitablemente selectivas. De este modo una perspectiva organiza positivamente los 'hechos' y tiene sentido porque incluye inevitablemente esa forma de poner las cosas."
 Para entender completamente la función negativa de la ideología, debe vincularse el concepto con una teoría de dominación. La dominaáón ocurre cuando las relaciones de poder establecidas en un nivel institucional son sistemáticamente asimétricas; esto es, cuando son desiguales y privilegian por lo tanto a algunos grupos por encima de otros. De acuerdo con John Thompson, la ideología en su función negativa trabaja mediante cuatro formas diferentes: la legitimación, la disimulación, la fragmentación y la cosificación. La legitimación ocurre cuando un sistema de dominación se sostiene presentándose como legítimo o como eminentemente justo y digno de respeto. Por ejemplo, al legitimar al sistema escolar como justo y meritocrático y como uno que da a todos las mismas oportunidades, la cultura dominante esconde la verdad del curriculum oculto -el hecho de que aquellos a quienes la escuela ayuda más son los que vienen de las familias más opulentas. La disimulación resulta cuando las relaciones de dominación están ocultas, negadas u oscurecidas en diferentes formas. Por ejemplo, la práctica de la estratificación institucionalizada en las escuelas pretende que la escuela ayuda a satisfacer mejor las necesidades de los grupos estudiantiles con distintas habilidades académicas. No obstante, describir la estratificación en esta forma ayuda a encubrir su función social reproductiva, que es la de clasificar a los estudiantes de acuerdo con su ubicación social de clase. La fragmentación ocurre cuando las relaciones de dominación están sostenidas por la producción de significados en una forma que fragmenta a los grupos de tal modo que quedan ubicados en oposición a otros. Por ejemplo, cuando los críticos de la educación conservadores explican los niveles decadentes en la educación estadounidense como resultado de haber tratado de acomodar a los estudiantes minoritarios de bajos ingresos; esto algunas veces produce una reacción en otros grupos subordinados en contra de los estudiantes inmigrantes. Esta táctica del "divide y dirige" evita que los grupos oprimidos trabajen juntos para asegurar colectivamente sus derechos. La cosificación ocurre cuando ciertas situaciones históricas transitorias se presentan como permanentes, naturales y de sentido común como si existieran fuera del tiempo.
 Esto ha ocurrido hasta cierto grado con la exigencia actual por un programa nacional basado en la adquisición de información sobre los "grandes libros" para tener mayor acceso a la cultura dominante. Estos trabajos son venerados como conocimiento de alto nivel, pues la fuerza de la historia los anuncia como tales y los ha ubicado en las listas de libros en instituciones culturales respetables como las universidades. Aquí la alfabetización se vuelve un arma que puede usarse en contra de los que son "culturalmente analfabetas", cuya clase social, raza o género presenta sus propias experiencias e historias como de poca importancia para ser dignas de investigación. Esto es, como herramienta pedagógica, un énfasis en los grandes libros frecuentemente desvía la atención de las experiencias personales de los estudiantes y de la naturaleza política de la vida diaria. Enseñar los grandes libros es también una forma de inculcar ciertos valores y modelos de conducta en los grupos sociales, solidificando de ese modo la jerarquía social existente, la tarea más difícil al analizar estas funciones negativas de la ideología es desenmascarar esas propiedades ideológicas que se insinúan como los componentes fundamentales de la realidad. Las funciones ideológicas que secuestran la esfera del sentido común consiguen con frecuencia disfrazar las bases de sus operaciones.
 En este punto debería estar claro que la ideología representa un vocabulario de estandarización y una gramática de designios sancionada y sostenida por prácticas sociales particulares. Todas las ideas y los sistemas de pensamiento organizan una interpretación de la realidad de acuerdo con sus propias metáforas, narrativas y retórica. No hay "estructura profunda", lógica totalizante o gran teoría prístina en forma libre de efectos que esté completamente descontaminada de interés, valoraciones o juicios -o sea, de ideología. No hay santuario privilegiado separado de la cultura y la política donde podamos ser libres para distinguir la verdad de la creencia, el hecho del juicio, la imagen de la interpretación. No hay ambiente "objetivo" que no esté impregnado con la presencia social.
 Si podemos todos estar de acuerdo en que como individuos heredamos una comunidad preexistente de signos, y reconocemos que todas las ideas, valores y significados tienen raíces sociales y desarrollan funciones sociales, entonces comprender a la ideología se vuelve un asunto de investigar qué conceptos, valores y significados oscurecen nuestra comprensión del mundo social y nuestra ubicación dentro de las redes de las relaciones entre poder y conocimiento, y cuáles conceptos, valores y significados esclarecen tal comprensión. En otras palabras, ¿por qué ciertas formaciones ideológicas hacen que no reconozcamos nuestra complicidad al establecer o mantener relaciones asimétricas de poder y privilegio dentro del orden sociocultural?
 La ideología dominante se refiere a los patrones de creencias y valores compartidos por la mayoría de los individuos. Casi todos los estadounidenses -tanto los ricos como los pobres- comparten la creencia de que el capitalismo es mejor sistema que el socialismo democrático, por ejemplo, o que los hombres en general son más capaces de desempeñarse en posiciones de mando que las mujeres o que las mujeres deberían ser más pasivas y hogareñas. Aquí debemos reconocer que el sistema económico requiere de la ideología del capitalismo consumidor para naturalizarla y presentarla como de sentido común. La ideología del patriarcado también es necesaria para mantener a salvo y segura la naturaleza de la economía en la hegemonía prevaleciente. Hemos sido "alimentados" con estas ideologías dominantes durante décadas mediante los medios masivos de comunicación, las escuelas y la socialización de la familia.
LA VIDA EN LAS ESCUELAS | PETER MCLAREN | Comprar libro 9789682325786 Las ideologías oposicionales existen, no obstante, e intentan desafiar a las ideologías dominantes y resquebrajar los estereotipos existentes. En algunas ocasiones, la cultura dominante es capaz de manipular ideologías alternativas y oposicionales de forma que la hegemonía pueda ser más efectivamente asegurada. Por ejemplo, The Cosby show, en la televisión comercial, lleva el mensaje de que hay un camino social en Estados Unidos para que los negros sean doctores y abogados exitosos. Esta imagen favorable de los negros, no obstante, enmascara el hecho de que la mayor parte de los negros en ese país viven en una posición subordinada a la cultura dominante blanca con respecto al poder y al privilegio. La cultura dominante asegura la hegemonía trasmitiendo y legitimando ideologías, como en The Cosby show, que reflejan y dan forma a la resistencia popular a los estereotipos, pero que en la práctica hacen poco por desafiar las bases reales de poder de los grupos dominantes.
 La ideología dominante frecuentemente alienta a las ideologías oposicionales y tolera las que desafían su propia racionalidad, dado que absorbiendo esos valores contradictorios, ellas serán cada vez menos capaces de domesticar los valores conflictivos y contradictorios. Esto se debe a que la sujeción hegemónica del sistema social es tan fuerte que en general puede resistir la disensión y de hecho neutralizarla como oposición simbólica. Durante mis días de enseñanza en el gueto suburbano, los bailes escolares en el gimnasio solían celebrar los valores, los significados y el placer de la vida en la calle -algunos de los cuales podían ser considerados oposicionales- pero eran tolerados por la administración porque ayudaban a disminuir la tensión en la escuela. Se permitía a los estudiantes un espacio simbólico por un tiempo limitado, si bien no revistió nada concreto en términos de la subordinación cotidiana de los estudiantes y sus familias.
 La principal cuestión para los maestros que intentan ser conscientes de las ideologías que modelan su propia enseñanza es: ¿cómo ciertas prácticas se han vuelto tan habituales o naturales en los ambientes escolares que los maestros las aceptan como normales, no problemáticas y esperadas? ¿Con qué frecuencia, por ejemplo, cuestionan los maestros prácticas tales como la estratificación, el agrupamiento por habilidades, la graduación competitiva, los enfoques pedagógicos centrados en el maestro y el uso de recompensas y castigos como estrategias de control? El punto aquí es comprender que estas prácticas no están cinceladas en piedra, sino que están, en realidad, socialmente construidas; entonces, ¿cómo está estructurada ideológicamente la sabiduría destilada de la teorización educativa tradicional? ¿Qué constituye los orígenes y legitimidad de las prácticas pedagógicas dentro de esta corriente? ¿Hasta qué grado esas prácticas pedagógicas sirven para dar el poder al estudiante y hasta qué grado operan como formas de control social que apoyan, estabilizan y legitiman el papel del maestro como guardián moral del estado? ¿Cuáles son las funciones y los efectos de la imposición sistemática de las opiniones ideológicas en las prácticas docentes en el aula?
 En mi diario, ¿qué caracterizó las bases ideológicas de mi propia práctica de enseñanza? ¿En qué forma el "ser escolarizado" capacita y a la vez contiene las subjetividades de los estudiantes? Uso aquí la palabra "subjetividad" para significar formas de conocimiento que son tanto conscientes como inconscientes y que expresan nuestra identidad como agentes humanos. La subjetividad relaciona el conocimiento diario en sus formas socialmente construidas e históricamente producidas. A continuación, podemos preguntar: ¿Cómo las prácticas ideológicas dominantes de los maestros ayudan a estructurar las subjetividades de los estudiantes? ¿Cuáles son las posibles consecuencias de esto, para bien o para mal?

 Prejuicio

 Prejuicio es el juicio anticipado y negativo de individuos y grupos a partir de evidencias no reconocidas, infundadas e inadecuadas. Como estas actitudes negativas ocurren con mucha frecuencia, adquieren un carácter de sentido común o ideológico que suele emplearse para justificar los actos de discriminación.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Siglo XXI Editores, 2005, en traducción de Susana Guardado de castro, pp. 279-283. ISBN: 968-23-2578-1.]