viernes, 31 de julio de 2015

"La máquina del tiempo".- Herbert G. Wells (1866-1946)


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Capítulo VIII

 "¿No era muy natural, entonces, suponer que en aquel Mundo Subterráneo era donde se hacía el trabajo necesario para la comodidad de la raza que vivía a la luz del sol? La explicación resultaba tan plausible que la acepté inmediatamente y llegué hasta imaginar el porqué de aquella diferenciación de la especie humana. Me atrevo a creer que prevén ustedes la hechura de mi teoría, aunque pronto comprendí por mí mismo cuán alejada estaba de la verdad.
 Al principio, procediendo conforme a los problemas de nuestra propia época, me parecía claro como la luz del día que la extensión gradual de las actuales diferencias, meramente temporales y sociales, entre el Capitalista y el Trabajador, era la clave de la situación entera. Sin duda les parecerá a ustedes un tanto grotesco -¡y disparatadamente increíble!-, y, sin embargo, aun ahora existen circunstancias que señalan ese camino. Hay una tendencia a utilizar el espacio subterráneo para los fines menos decorativos de la civilización; hay, por ejemplo, en Londres el Metropolitano, hay los nuevos tranvías eléctricos, hay pasos subterráneos, talleres y restaurantes subterráneos, que aumentan y se multiplican. Es evidente, pensé, que esta tendencia ha crecido hasta el punto de que la industria ha perdido gradualmente su derecho de existencia al aire libre. Quiero decir que se había extendido cada vez más profundamente y cada vez en más y más amplias fábricas subterráneas ¡consumiendo una cantidad de tiempo sin cesar creciente, hasta que al final...! Aun hoy día, ¿un obrero de las barriadas extremas no vive en condiciones de tal modo artificiales que, prácticamente, está separado de la superficie natural de la tierra?
 Además, la tendencia exclusiva de la gente rica -debida, sin duda, al creciente refinamiento de su educación y al amplio abismo existente entre ella y la ruda violencia de la gente pobre- la lleva ya a acotar, en su interés, considerables partes de la superficie del país. En los alrededores de Londres, por ejemplo, tal vez la mitad de los lugares más hermosos están cerrados a la intrusión. Y ese mismo amplio abismo, que se debe a los procedimientos más largos y costosos de la educación elevada y a las crecientes facilidades y tentaciones por parte de los ricos, hará ese cambio entre clases y clases, ese mejoramiento por matrimonio entre ellas, que retrasa actualmente la división de nuestra especie a lo largo de líneas de estratificación social, cada vez menos frecuente. De modo que, al final, sobre el suelo habremos de tener a los Poseedores, buscando el placer, el bienestar y la belleza, y debajo del suelo a los No Poseedores; los obreros se adaptan continuamente a las condiciones de su trabajo. Una vez allí, tuvieron, sin duda, que pagar su canon, nada reducido, por la ventilación de sus cavernas; y si se negaban, los mataban de hambre o los asfixiaban para hacerles pagar los atrasos. Los que habían nacido para ser desdichados o rebeldes, murieron; y finalmente, al ser permanente el equilibrio, los supervivientes acabaron por estar adaptados a las condiciones de la vida subterránea y tan satisfechos a su manera como la gente del Mundo Superior a las suyas. Por lo que me parecía, la refinada belleza y la palidez marchita se seguían con bastante naturalidad.
 El gran triunfo de la Humanidad que había yo soñado tomaba una forma distinta en mi mente. No había existido tal triunfo de la educación moral y de la cooperación general, como imaginé. En lugar de esto, veía yo una verdadera aristocracia, armada de una ciencia perfecta y preparando una lógica conclusión al sistema industrial de hoy día. Su triunfo no había sido simplemente un triunfo sobre la Naturaleza, sino un triunfo sobre la Naturaleza y sobre el compañero-hombre. Esto, debo advertirlo a ustedes, era mi teoría de aquel momento. No tenía ningún guía conveniente para ese modelo de libros utópicos. Mi explicación puede ser errónea por completo. Aunque creo que es la más plausible. Pero aun suponiendo esto, la civilización equilibrada que había sido finalmente alcanzada debía haber sobrepasado hacía largo tiempo su cenit y haber caído en una profunda decadencia. La seguridad demasiado perfecta de los habitantes del Mundo Superior los había llevado, en un pausado movimiento de degeneración, a un aminoramiento general de estatura, de fuerza e inteligencia. Eso podía verlo ya con bastante claridad. Sin embargo, no sospechaba lo que había sucedido a los habitantes del Mundo Inferior; pero, por lo que había visto de los Morlocks -que era el nombre que daban a aquellos seres- podía imaginar que la modificación del tipo humano era aún más profunda que entre los "Eloi", la bella raza que yo conocía ya".    

jueves, 30 de julio de 2015

"A la orilla del río de los sucesos".- Salvador de Madariaga (1886-1978)


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El porvenir del socialismo

 "La orientación izquierdista de la juventud es natural porque la juventud es la edad de la generosidad, virtud que florece con la abundancia de la vida. Decía Goethe que el que es radical después de los cuarenta es tonto. Más razón tendría quien dijera que el que no es socialista en su juventud debe estar enfermo. En nuestro mundo, el socialismo es la fuerza de opinión que aboga por la justicia. No le suelen faltar ni el cuándo ni el qué.
 Justicia, libertad y paz son tres vocablos distintos y un solo concepto verdadero. El abordarlo por uno u otro de sus tres lados es cosa de temperamento. Por eso hay socialistas, que lo abordan por la justicia; liberales, que lo abordan por la libertad; y conservadores, que lo abordan por la paz. Si no se extraviaran, se encontrarían en el concepto, que los aguarda en la confluencia de las tres avenidas semánticas; pero suelen extraviarse, sobre todo por presuponer que "el otro" no viene con buena intención.
 Y no siempre se equivocan. Si, hoy por hoy, nos atenemos a la avenida de la justicia, hay que distinguir entre socialismo, comunismo y marxismo. El socialismo, el vocablo más general, que incluye a los anarquistas y a los sindicalistas, expresa la actitud más pura. Se trata de una aspiración a la justicia entre las distintas profesiones y clases. El marxismo es ya más complicado. Implica pretensiones científicas a la previsión -profecías que no se han realizado; y un dogma de la guerra de clases que surge de una mala interpretación de la sociología real.
 No hay guerra de clases fuera de la que el mito marxista ha fomentado en el corazón de los militantes más fogosos. Lo que hay es tensión entre clases; y la tensión es una de las fuerzas naturales que manifiestan, expresan y administran la vida. Alta tensión en la sangre puede causar la muerte; pero sin tensión no hay vida. Esta tensión entre las clases puede dar lugar a situaciones antagónicas de tipo bélico si el temperamento de una u otra parte, o de ambas, a ello se presta; pero si por temperamento o por disciplina se administra la tensión entre ambas partes, la vida hallará sus equilibrios dinámicos y se lograrán simultáneamente la justicia, la libertad y la paz. Tal es, por ejemplo, el caso de Suecia, donde hace una generación entera que no se ha dado una huelga*.
 Este éxito notable se debe a todo un nudo de circunstancias; en particular, el tamaño, la técnica social y el ambiente. El tamaño -siete millones- permite cierta especialización de la economía y, por lo tanto, cierta simplificación de los problemas. La técnica social consiste en estudiar y resolver los problemas antes de que se planteen como conflictos; lo que se hace por reuniones anuales de representantes obreros y patronales, que en discusión objetiva fijan las condiciones del trabajo para el año siguiente. Y en cuanto al ambiente, prefiero pintarlo con dos anécdotas.
 Hace unos treinta años -ya llevaban los socialistas más de cinco en el poder-, durante uno de mis viajes a Estocolmo, el presidente del Consejo, Sander, que era amigo mío, organizó en su casa un almuerzo para que conociera a sus colegas y me familiarizara con sus problemas. De los diez comensales, salvo dos liberales, un sueco y yo, todos eran socialistas. Describió cada cual los progresos que se hacían en su departamento, y con tal sencillez y modestia que inspiraban todos confianza; y ya cerca de los postres, pregunté: "Bueno. ¿Pero ustedes son marxistas?" La respuesta fue una carcajada general.
 Eran socialistas, es decir hombres animados de un activo sentido social, o del bien común, y la doctrina no les interesaba nada. Aquí viene bien mi segunda anécdota. Pregunté a mi vecino de mesa: "Ya sé que, oficial y teóricamente, son ustedes luteranos. Pero en la realidad de verdad, ¿qué religión tienen?" Y me contestó: "Nosotros no necesitamos religión. Tenemos la cooperativa".
 No aduzco estos recuerdos ni para elogiar ni para criticar a los suecos: sino para ilustrar con ejemplos vivos que no hay que acercarse a las cosas de la vida social con un criterio rígido y doctrinal. Cada cual tiene su modo de vivir el socialismo.
 Transformado por Lenin en tiranía política que Stalin desbocó hacia la vesania, el marxismo ha degenerado en un comunismo que ya no cabe considerar como digno de ninguna persona normal, y menos, de la juventud. La historia interior y exterior de la Unión Soviética es tan desvergonzada de motivos, sangrienta de crímenes, boba de consignas, descabellada de órdenes, caótica de contradicciones, inhumana de trato, que sólo pueden tragársela o jóvenes incautos sin madurez o seres anormales trabajados por algún resentimiento, complejo de inferioridad o torcimiento secreto. Sería injusto colgarle a Marx tamaña degeneración de su doctrina, ya que el marxismo es cosa de la que cabe diferir pero que no cabe despreciar". 


*Hubo una, algo cómica, de militares.

miércoles, 29 de julio de 2015

"Los negocios del señor Gato".- Gianni Rodari (1920-1980)


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 "Hubo una vez un gato al que se le metió en la cabeza hacerse rico. Tenía tres tíos y fue a visitarlos, uno tras otro, para pedirles consejo.
 -Podrías hacerte ladrón -dijo el tío Primero-. Para llegar a rico sin trabajar no hay sistema más seguro.
 -Soy demasiado honrado para eso.
 -¿Qué importa? Entre los ladrones hay muchas personas honradas y entre las personas honradas hay muchos ladrones. Y ya sabes que de noche todos los gatos son pardos.
 -Lo pensaré -dijo el gato.
 -Podrías hacerte cantante -aconsejó el tío Segundo-. Para llegar a ser rico y famoso sin trabajar, no hay mejor sistema.
 -Tengo una voz muy fea...
 -¿Qué importa? Hay muchos cantantes con voces de gallo que se hacen muy ricos y no dan el callo. ¡Caramba, esto es muy bueno! Espera que voy a escribirlo. Entonces, ¿qué? ¿Te decides?
 -Lo pensaré -contestó el gato.
 El tío Tercero le dijo:
 -Dedícate al comercio. Abre una buena tienda y la gente hará cola para darte los cuartos.
 -¿Y qué podría vender?
 -Pianos, frigoríficos, locomotoras...
 -Son cosas muy pesadas...
 -Guantes para señora.
 -No tendría clientes varones.
 -Pues haz lo siguiente: pon un estanco en Capri. Es una isla magnífica. Hace buen tiempo todo el año. Allí van muchos forasteros y todos compran, por lo menos, una postal y el sello para enviarla.
 -Lo pensaré -dijo el gato.
 Lo pensó durante siete días y al final decidió poner un buen negocio de alimentación.
 Alquiló un local en la planta baja de una casa nueva, colocó el mostrador, los estantes, la caja y la cajera. Después, para ahorrarse el dinero del pintor, pintó él mismo el rótulo: SE VENDEN RATONES EN LATA.
 -Qué maravilla -dijo la cajera, una gatita que acababa de encontrar su primer empleo-. Ratones en lata. Eso sí que es una idea genial.
 -Si no hubiese sido genial -dijo el gato-, no se me habría ocurrido a mí.
 En un cartel más pequeño, el gato escribió: REGALAMOS UN ABRELATAS A QUIEN COMPRE TRES LATITAS.
 A la cajera le pareció que su patrón tenía una escritura preciosa.
 -Yo soy así -dijo el gato-. Sólo sé escribir a la perfección. No conseguiría cometer un error ni aunque me aplastaran el rabo.
 -Pero -preguntó la cajera-, ¿dónde están las latitas?
 -Ya llegarán, ya llegarán... Roma no se hizo en un día.
 -Y si entra gente a comprar, ¿qué les digo?
 -Apunte todos los encargos en esta hoja. Pida también la dirección y advierta que las entregas se hacen a domicilio.
 -Señor Gato -dijo la cajera-, ¿tiene ya el repartidor de pedidos? Porque yo, con su permiso, tengo un hermano que...
 -Dígale que venga una semana a prueba. Su sueldo será de dos latitas al día. [...]
Al día siguiente llegaron las latitas.
 -Señor Gato -dijo la cajera-. Están todas vacías.
 -Están como tienen que estar. De los ratones ya me ocuparé yo. Mientras tanto, ponga usted las etiquetas en las latas. Que le ayude su hermano. [...]
Las etiquetas eran de papel brillante, de muchos colores. En cada una de ellas había dibujado un ratón que guiñaba un ojo y debajo del ratón se leía: RATONES EN LATA. CALIDAD SUPERIOR EN SU PUNTO. DESCONFÍE DE LAS IMITACIONES.
 -¿Cómo? -exclamó la cajera-. ¿Aún no están los ratones en las latas y ya hay imitaciones? ¿Qué es lo que venden ? ¿Topos? Hurones?
 -Se entiende que las imitaciones, de momento, no existen -explicó el señor Gato-, pero existirán cuando el negocio esté encarrilado. Y aunque no las hubiera, la advertencia no está de más. Así la clientela pensará: "Vaya, vaya, hay imitaciones... Eso quiere decir que la mercancía es buena."
 -¿Y será realmente buena?"   

martes, 28 de julio de 2015

"El Jarama".- Rafael Sánchez Ferlosio (1927)


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 "-Tú espérate que yo acabe de cansarme algún día y ya me dirás si me marcho o no me marcho -contestó el alcarreño-. Nada más que me apriete la vida como lo viene haciendo hasta la fecha y sigamos sin verle el desarrollo por parte ninguna, que verás tú qué pronto paso el charco y nos quitamos de enredos de una vez para siempre y de andar malviviendo para acá y para allá.
 -¿Y qué te crees que te ibas a encontrar allí tú, a la otra parte del charco, como tú lo llamas? Di. A lo mejor te imaginas que te ibas a topar con el oro y el moro nada más apearte del vapor.
 -Mejor que aquí me iría, eso seguro.
 -¡Pero cuidado las ilusiones de la gente! -replicaba el pastor-. Se creen que basta con irse uno muy lejos, para ya mejorar automático, de manera tajante. Cuanto más lejos se desmandan, mejor se piensan que les va a marchar. Pasar el charco, se pone, que por lo pronto ya no es tan charco, sino un pedazo de mar de bastantes respetos, como no se lo salta un gitano, y que se basta sin más, él solito, con estar de por medio, para tragarse ya unas pocas de las probabilidades de regreso, caso que toquen retirada. No sé la idea que tenéis de los Océanos; habláis de una manera, que es que, ¡vamos!, os los bebéis de un golpe, cada vez que los sacáis a relucir.
 -Nadie habla de esa forma. Yo nada más lo que te digo es que en América están las cosas muy distintas. En América...
 -¡Alto!, no te dispares -interrumpió el pastor-. Eso a la vuelta me lo cuentas. A la vuelta de allí me lo cuentas, lo que pasa en América, ¿de acuerdo?, si es que llegas a irte algún día y tienes luego la suerte de volver y si es que me encuentras todavía que aún no esté yo muerto para entonces. En eso quedamos. De momento, poquitas fantasías; más nos vale a los dos. Para escaldarme las seseras, tengo ya suficiente con el sol, que me las viene cociendo todo el día, cuando voy que me mato, detrás de las ovejas, bregando por esos llanos de setecientos infiernos.
 -¡Pues ahí te turres tú para toda tu vida, sabihondo! ¡Ojalá y que revientes igual que una castaña, por querer ser tú el único que tiene la razón!
 -Yo no pretendo saber más de lo que sé. Lo que no ando es con fantasías a lo tontuno, como los dililós que se figuran que más lejos está lo mejor y contra más retirado de su tierra, mejor se creen que los va a ir. Pues hay que trabajar en todas partes igualmente, y para uno ganarse los cuartos, uno de nosotros, no hay más narices ni más procedimiento que doblar la bisagra, y aquí lo mismo que en América y en la luna, si se pudiera montar. De bóbilis no se saca nada de nada ni se puede vivir en ninguna parte, los pelagatos como tú y como yo. Eso es lo único que certifico. Y si de América vuelven algunos con más dinero que se fueron, ha sido a base de quebrantarse los riñones, ni más ni menos que lo hacemos en España y en Pekín, y no vienen más que a trabar a la gente inculcándoles ideas falsas en la cabeza. Para los que vivimos del trabajo, ni que tú te lo sueñes, no caen esas brevas de tanta envergadura. Esa es la pura fetén. Y así que se me turre y returre, como tú dices, el cogote en esta tierra de la mala muerte, que sigue sin habérseme perdido en América cosa ninguna, y ya desde luego más turrado que lo tengo no se me puede turrar.
 -¡Chacho, cómo arremete! -exclamó Coca-Coña, levantando una cara risueña del periódico-. ¡Anda con el Amalio, qué manera de perorar!
 -Esto es un incordiante de marca mayor -contestó el alcarreño-. Menos mal que yo ya me lo conozco y no me da a mí la gana de tomárselo en cuenta. Como a ti; eso quisierais los dos: que yo me desencadenara, cuando me achucháis con vuestras pullas y maledicencias. Pero, amigo, hay correa para rato.
 -Y pobrecillo de usted si no la tiene -le dijo don Marcial-. Eso que ve usted ahí sentado -señalaba a Coca-Coña, con el brazo y el índice extendidos-; eso, pues eso es el bicho más malo que existe en cien mil hectáreas alrededor de él. Con eso no valen lástimas, hay que sacar la baqueta y arrear, ¡duro!, sacudirle de firme. Se lo aseguro yo, que soy el mejor amigo que tiene esta especie de escarabajo pisado y vestido de hombre, que llaman Marcelo Coca, y por mal nombre Coca-Coña y Bichiciclo y Niñorroto y El Marciano y qué sé yo cuántos más que le han sacado a lo largo de su vida..."     
 

lunes, 27 de julio de 2015

"El corazón de las tinieblas".- Joseph Conrad (1857-1924)


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Capítulo I

 "Mi primera entrevista con el director fue curiosa. No me invitó a sentarme, a pesar de que yo había caminado unas veinte millas aquella mañana. El rostro, los modales y la voz eran vulgares. Era de mediana estatura y complexión fuerte. Sus ojos, de un azul normal, resultaban quizá notablemente fríos, seguramente podía hacer caer sobre alguien una mirada tan cortante y pesada como un hacha. Pero incluso en aquellos instantes, el resto de su persona parecía desmentir tal intención. Por otra parte, la expresión de sus labios era indefinible, furtiva, como una sonrisa que no fuera una sonrisa. Recuerdo muy bien el gesto, pero no logro explicarlo. Era una sonrisa inconsciente, aunque después dijo algo que la intensificó por un instante. Asomaba al final de sus frases, como un sello aplicado a las palabras más anodinas para darles una significación especial, un sentido completamente inescrutable. Era un comerciante común, empleado en aquellos lugares desde su juventud, eso es todo. Era obedecido, a pesar de que no inspiraba amor ni odio, ni siquiera respeto. Producía una sensación de inquietud. ¡Eso era! Inquietud. No una desconfianza definida, sólo inquietud, nada más. Y no pueden figurarse cuán efectiva puede ser tal... tal... facultad. Carecía de talento organizador, de iniciativa, hasta del sentido del orden. Eso era evidente por el deplorable estado que presentaba la estación. No tenía cultura, ni inteligencia. ¿Cómo había logrado ocupar tal puesto? tal vez por la única razón de que nunca enfermaba. Había servido allí tres períodos de tres años... Una salud triunfante en medio de la derrota general de los organismos constituye por sí misma una especie de poder. Cuando iba a su país con licencia se entregaba a un desenfreno en gran escala, pomposamente. Marinero en tierra, aunque con la diferencia de que lo era sólo en lo exterior. Eso se podía deducir por la conversación general. No era capaz de crear nada, mantenía sólo la rutina, eso era todo. Pero era genial. Era genial por aquella pequeña cosa que era imposible deducir en él. Nunca le descubrió a nadie ese secreto. Es posible que en su interior no hubiera nada. Esta sospecha lo hacía a uno reflexionar, porque en el exterior no había ningún signo. En una ocasión en que varias enfermedades tropicales habían reducido al lecho a casi todos los "agentes" de la estación, se le oyó decir: "Los hombres que vienen aquí deberían carecer de entrañas". Selló la frase con aquella sonrisa que lo caracterizaba, como si fuera la puerta que se abría a la oscuridad que él mantenía oculta. Uno creía ver algo..., pero el sello estaba encima. Cuando en las comidas se hastió de las frecuentes querellas entre los blancos por la prioridad en los puestos, mandó hacer una inmensa mesa redonda para la que hubo que construir un edificio especial. Era el comedor de la estación. El lugar donde él se sentaba era el primer puesto, los demás no tenían importancia. Uno sentía que aquella era su convicción inalterable. No era cortés ni descortés. Permanecía tranquilo. Permitía que su "muchacho", un joven negro de la costa, sobrealimentado, tratara a los blancos, bajo sus propios ojos, con una insolencia provocativa.
 [...] Me puse a trabajar al día siguiente, dando, por decirlo así, la espalda a la estación. Sólo de ese modo me parecía que podía mantener el control sobre los hechos redentores de la vida. Sin embargo, algunas veces había que mirar alrededor; veía entonces la estación y aquellos hombres que caminaban sin objeto por el patio bajo los rayos del sol. En algunas ocasiones me pregunté qué podía significar aquello. Caminaban de un lado a otro con sus absurdos palos en la mano, como una multitud de peregrinos embrujados en el interior de una cerca podrida. La palabra marfil permanecía en el aire, en los murmullos, en los suspiros. Me imagino que hasta en sus oraciones. Un tinte de imbécil rapacidad coloreaba todo aquello, como si fuera la emanación de un cadáver. ¡Por Júpiter! Nunca en mi vida he visto nada tan irreal. Y en el exterior, la silenciosa soledad que rodeaba ese claro en la tierra me impresionaba como algo grande e invencible, como el mal o la verdad, que esperaban pacientemente la desaparición de aquella fantástica invasión".
  

domingo, 26 de julio de 2015

"La señorita Julie".- August Strindberg (1849-1912)

 
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 "Jean: ¡Y se prometió al recaudador de impuestos!
 Señorita: Sí, y precisamente porque iba a ser él mi esclavo.
 Jean: Y luego resultó que no quería serlo, ¿no es eso?
 Señorita: Sí, sí que quería, lo que pasa es que no tuvo tiempo, porque acabé cansándome de él.
 Jean: Sí, ya lo vi. ¿No fue en la cuadra?
 Señorita: ¿Qué es lo que vio usted?
 Jean: Pues eso..., le vi romper el compromiso.
 Señorita: ¡Eso no es verdad! ¡Fui yo quien lo rompió! ¿Es que el muy rufián se ha atrevido a decir que lo rompió él?
 Jean: ¡De rufián nada! Usted odia a los hombres, ¿verdad señorita?
 Señorita: ¡Sí, en general sí! Pero, a veces..., cuando me siento débil..., ¡en fin!
 Jean: ¿Entonces me odia a mí también?
 Señorita: ¡Tremendamente! Me gustaría matarle como se mata a una bestia...
 Jean: Como se apresura uno a matar a un perro rabioso, ¿verdad?
 Señorita: ¡Sí, exactamente!
 Jean: Pero el caso es que en este momento no hay nada con que disparar..., ¡ni tampoco ningún perro! ¿Qué haremos?
 Señorita: ¡Irnos de aquí!
 Jean: ¿Para matarnos el uno al otro a disgustos?
 Señorita: No..., para gozar, dos días, ocho días, todo el tiempo que se pueda, y luego, pues... morir.
 Jean: ¿Morir? ¡Qué tontería! ¡A mí me parece que sería mucho mejor poner un hotel!
 Señorita: (Sin oír lo que dice Jean.) Junto al lago de Como, donde el sol luce siempre, donde los laureles reverdecen en Navidad, donde relucen las naranjas...
 Jean: El lago de Como es un verdadero charco, donde no hace más que llover, y yo no vi ninguna naranja allí, excepto en las tiendas de comestibles; pero es un sitio donde van muchos extranjeros, porque hay muchos chalets que se alquilan a parejas de enamorados, y ésa es una industria muy agradecida... ¿y sabe usted por qué...? Pues porque los contratos de arrendamiento suelen ser por seis meses... ¡y ellos se van a las tres semanas!
 Señorita: (Ingenua.) ¿Y por qué a las tres semanas?
 Jean: ¡Pues porque riñen! ¿Por qué va a ser? ¡Pero el alquiler hay que pagarlo entero de todas formas! De modo que el chalet se puede volver a alquilar. Y así, una vez tras otra, porque el amor continúa, ¡aunque suela durar poco!
 Señorita: ¿No quiere usted morir conmigo?
 Jean: ¡Yo lo que no quiero es morirme! Primero, porque me gusta la vida y también porque para mí el suicidio es un crimen contra la Providencia, que nos ha dado la vida.
 Señorita: ¿De modo que cree usted en Dios?
 Jean: ¡Sí, claro que creo! ¡Y hasta voy a la iglesia y todo...! A decir verdad, a mí todo esto está empezando a cansarme, de modo que me voy a acostar.
 Señorita: Sí, claro, ¿y piensa usted que yo me voy a quedar tan contenta? ¿Sabe usted lo que debe un hombre a una mujer a la que ha deshonrado?
 Jean: (Saca el monedero y tira una moneda sobre la mesa.) ¡Pues que por eso no quede! ¡No me gusta deber nada a nadie!
 Señorita: (Sin parecer notar el insulto.) ¿Sabe lo que decreta la ley...?
 Jean: ¡Es una lástima que la ley no decrete nada sobre la mujer que seduce a un hombre!
 Señorita: ¿Se le ocurre a usted alguna otra solución que irnos de aquí, casarnos y luego separarnos?
 Jean: ¿Y si yo me negara a aceptar una unión tan desigual?
 Señorita: ¿Desigual?
 Jean: ¡Sí, para mí! El caso es que yo tengo mejores antepasados que usted, porque en mi familia no ha habido ningún incendiario.
 Señorita: ¿Y eso cómo lo sabe?
 Jean: No puede demostrar lo contrario, porque no tenemos árbol genealógico..., ¡aparte del archivo de la policía! Pero he leído el árbol genealógico de ustedes en un libro que hay sobre la mesa del salón. ¿Y sabe usted quién era su primer antepasado? Pues un molinero, con cuya mujer durmió una vez el rey cuando la guerra con Dinamarca. ¡Yo no tengo antepasados así! ¡La verdad es que yo no tengo antepasados, pero puedo llegar a ser yo mismo un antepasado!
 Señorita: A mí me pasa esto por haber abierto mi corazón a una  persona indigna, por haber puesto el honor de mi familia..." 

sábado, 25 de julio de 2015

"Don Segundo Sombra".- Ricardo Güiraldes (1886-1927)


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XXVI

 "Hicimos noche en la pulpería de "La Blanqueada" -¡qué de recuerdos!-, donde el pulpero nos agasajó, sin dejar de decirme, al fin, palmoteándome las espaldas:
 -Y ahora estoy yo a tu disposición, pa que saques de mi casa lo que quieras y me pagués en seguidita como yo te pagaba los bagres.
 -¡Muy bien!
 ¿Me recibirían todos así, o me mostrarían un respeto tan falso como repugnante?
 Con gusto, pues, dormí esa noche en el patio de la pulpería.
 Al día siguiente, como no íbamos a ver a don Leandro sino a la tarde, tuve ocasión de espiar qué intenciones había en el trato de la gente.
 El peluquero me saludó, como si me hubiese presentado con el traje que los príncipes usan en los cuentos de magia. Me llamó señor y don hasta cansarse, y ni se acordó de mi pasada indigencia, ni de mi actual ropa, ni de las propinitas con que supo pagarme algún servicio menudo.
 El platero me ofreció sus vidrieras; tampoco se acordó de haberme errado un escobazo un día en que, acompañado por algunos vagos como yo, le había preguntado si la plata que empleaba en sus trabajos ya había aprendido a andar sola o si necesitaba entreverarse con otros amigos.
 Los copetudos, que tantas veces divertí con mis audacias de chico perdido, se mostraron más cariñosos que nunca, y colegí que algunos me miraban como si me vieran la cara remedada con patacones.
 Juré que ni el peluquero me cortaría el pelo, ni el platero me vendería un pasador, ni los copetudos me pagarían una copa. Por otra parte, hacía años les había hecho la cruz y me quedaría en mis veinte.
 A mediodía comimos con don Segundo en "La Blanqueada", donde menudearon las bromas y los recuerdos, y los proyectos. Don Pedro era, por cierto, el pulpero más gaucho del mundo y antes de hablarme de riquezas me hizo mil preguntas sobre mi larga ausencia, queriendo saber si me había hecho jinete, qué tal era para el lazo, cuántas mudanzas de malambo había aprendido y si sabía descarnar bien las botas de potro.
 De paso, me robó una tabaquerita bordada que llevaba en el bolsillo de la blusa y, después de concluir de comer, se fue a atender a su negocio sin más cumplimiento que el de pedirnos disculpas por no tener dependiente en el despacho.
 Un rato más tarde tomábamos el callejón, rumbo a lo de Galván.
 Como fuéramos por llegar, comenzó a preocuparme mi vestuario. Nada había mudado de mis pilchas; sólo quise renovar mi chiripá, mis botas, mi chambergo, una camisa y el pañuelo del pescuezo, para estar paquete, eso sí; pero conservando mi traje de paisano.
 Olvidando el buen rato pasado con don Pedro, volvió a acongojarme mi situación.
 Antes, es cierto, fui un gaucho; pero en aquel momento era un hijo natural, escondido mucho tiempo como una vergüenza. En mi condición anterior, nunca me ocupé de mi nacimiento; guacho o gaucho me parecía lo mismo, porque entendía que ambas cosas significaban ser hijo de Dios, del campo y de uno mismo. Así hubiese sido hijo ilegítimo, el hecho de poder llevar un nombre que indicara un rango y una familia me hubiera parecido siempre una reducción de libertad; algo así como cambiar el destino de una nube por el de un árbol esclavo de la raíz prendida a unos metros de tierra.
 Volví a pensar en que iba a ver a un hombre rico y que yo era lo que los ricos tienen por la deshonra de una familia.
 ¡Malhaya!
 Nos apeamos en el palenque de los peones y entramos a la cocina, donde no había nadie. Un chico apareció, diciéndome que el patrón me esperaba en el patio de los paraísos. Sabía de antes el camino y lo encontré a don Leandro como cuando le cebaba mate.
 -Arrímese, amigo -me dijo cuando me vio.
 Me acerqué descubierto y tomé de lejos la mano que me ofrecía. Me miró con un cariño que me turbaba.
 -Te has puesto mozo y grande -me dijo-. No tengás vergüenza. Me has conocido como patrón, pero ahora soy tu tutor y eso es casi como quien dice un padre, cuando el tutor es lo que debe ser. Veo que estás cansado -continuó, como haciendo que se equivocaba sobre mi palidez-. No es cosa de aburrirte ahora con detalles ni consejos. Tenemos mucho tiempo por delante, si Dios quiere".

viernes, 24 de julio de 2015

"La condición humana".- André Malraux (1901-1976)


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Parte tercera. 29 de Marzo

 "-¿Cuáles son las instrucciones actuales?
 -Reforzar el núcleo comunista del ejército de hierro. No podemos ayudar a un platillo de la balanza en contra del otro. No constituimos una fuerza por nosotros mismos. Los generales que combaten aquí con nosotros odian tanto a los soviets y al comunismo como Chiang Kaishek. Lo sé y lo veo, en fin... todos los días. Toda contraseña comunista los lanzará contra nosotros. Y, sin duda, los conducirá a una alianza con Chiang. La única cosa que podríamos hacer es derribar a Chiang sirviéndonos de ellos. Luego, a Fen-Yu-Shiang, de la misma manera, si fuese preciso. Como hemos derribado, en fin, a los generales a quienes hemos combatido hasta ahora, sirviéndonos de Chiang. Porque la propaganda nos proporciona tantos hombres como la victoria les reporta a ellos. Ascenderemos al par que ellos. Por eso, lo esencial es ganar tiempo. La Revolución no puede mantenerse, en fin, bajo su forma democrática. Por su naturaleza misma, debe hacerse socialista. Hay que dejarla obrar. Se trata de hacerla parir. Y no de hacerla abortar.
 -Sí; pero, en el marxismo, existe el sentido de una fatalidad y la exaltación de una voluntad. Cada vez que la fatalidad pasa por delante de la voluntad, desconfío.
 -Una consigna puramente comunista, hoy conduciría a la unión, en fin, inmediata de todos los generales contra nosotros: 200.000 hombres contra 20.000. Por eso, tenéis que arreglaros en Shanghái con Chiang Kaishek. Si no hay otro medio, entregad las armas.
 -Para eso no merecía la pena intentar la Revolución de octubre. ¿Cuántos eran los bolcheviques?
 -La consigna de "la paz" nos facilitó las masas.
 -Hay otras consignas.
 -Prematuras. ¿Y cuáles?
 -Supresión total, inmediata, de los arrendamientos y de los créditos. La revolución campesina, sin combinaciones ni reticencias.
 Los seis días que había empleado en remontar el río habían confirmado a Kyo en su pensamiento: en aquellas ciudades de arcilla, fijas sobre los confluentes desde milenios, los pobres seguirían tan bien al campesino como al obrero.
 -El campesino sigue siempre -dijo Vologuin- o al obrero, o al burgués. Pero sigue.
 -No; un movimiento campesino no dura más que aferrándose a las ciudades y está visto que los campesinos solos no pueden hacer más que una sublevación popular. Pero no se trata de separarlos del proletariado: la supresión de los créditos es una consigna de combate, la única que puede movilizar a los campesinos.
 -En una palabra: el reparto de tierras -dijo Vologuin.
 -Más concretamente: muchos campesinos muy pobres son propietarios, pero trabajan para el usurero. Todos lo saben. Por otra parte, es preciso, en Shanghai, atraerse lo más pronto posible los guardias de las uniones obreras. No dejarlos desarmar bajo ningún pretexto. Crear nuestra fuerza frente a la de Chiang Kaishek. 
 -En cuanto esa consigna se conozca, quedamos aplastados.
 -Entonces lo seremos de todas maneras. Las consignas comunistas siguen su camino, incluso cuando las abandonamos. Bastan unos discursos para que los campesinos deseen las tierras y no bastarán unos discursos para que no las deseen. O debemos aceptar el participar en la represión con las tropas de Chiang Kaishek, ¿no te parece?, y comprometernos definitivamente, o deberán aplastarnos, quieran o no.
 -Todo el mundo en Moscú está de acuerdo en que será preciso romper, al fin. Pero no tan pronto.
 -Entonces, si, ante todo, se trata de ser astutos, no hay que entregar las armas. Entregarlas es entregar a los compañeros.
 -Si siguen las instrucciones, Chiang no se moverá.
 -Que las sigan o no, eso no cambiará nada. El Comité, Katow y yo mismo hemos organizado la guardia obrera. Si pretendéis disolverla, todo el proletariado de Shanghai creerá en la traición.
 -Entonces, dejadla desarmar.
 -Las Uniones Obreras se organizan en todas partes por sí mismas, en los barrios pobres. ¿Vais a suprimir los sindicatos en nombre de la Internacional?"