domingo, 25 de febrero de 2024

Diario del año de la peste.- Daniel Defoe (1660-1731)


Daniel Defoe - Wikipedia, la enciclopedia libre  «La cantidad usual de inhumaciones según las listas de mortalidad era de unas doscientas cuarenta o así, hasta trescientas en una semana. Se tenía por bastante alta esta última cifra; pero luego vemos que las listas sucesivas aumentaron como sigue:

                                                          Inhumación      Incremento
  Del 20 al 27 de diciembre                  291                      
  Del 27 de diciembre al 3 de enero     349                     58
  Del 3 al 10 de enero                           394                     45
  Del 10 al 17 de enero                         415                     21
  Del 17 al 24 de enero                         474                     59
   
 Esta última lista fue verdaderamente horrorosa, siendo la mayor cantidad de personas inhumadas en una semana desde el anterior azote de 1656.
 Sin embargo, todo esto desapareció otra vez; y mostrándose frío el tiempo, las heladas que aparecieron en diciembre manteniéndose muy severas incluso hasta cerca de finales de febrero, acompañadas de vientos cortantes pero moderados, las listas disminuyeron otra vez y la ciudad creció sana; y todos empezaron a considerar que había pasado el peligro; sólo que las inhumaciones en St. Giles todavía seguían siendo muchas. Especialmente desde principios de abril, siendo de veinticinco por semana, hasta la semana del 18 al 25, en la que en la parroquia de St. Giles fueron enterradas treinta personas, dos de las cuales habían muerto de peste y ocho de tabardillo pintado*, al que se contemplaba como la misma cosa; de manera similar, el número total de muertos por tabardillo pintado aumentó, siendo de ocho la semana anterior, y de doce durante la semana arriba mencionada.
 Esto nos alarmó a todos nuevamente; y el pueblo sentía terribles aprensiones, especialmente porque el tiempo había cambiado y era ahora, con el verano en puertas, cada vez más cálido. No obstante, la semana siguiente hizo concebir nuevamente algunas esperanzas. Las listas eran reducidas, ya que el número total de muertos fue de sólo 388, no habiendo ninguno de peste y solamente cuatro de tabardillo pintado.
 Pero volvió la semana siguiente; y el mal se propagó a dos o tres parroquias, a saber: St. Andrew, Holborn y St. Clement Danes; y para gran aflicción de la ciudad hubo un muerto dentro de las murallas, en la parroquia de St. Mary Woolchurch, es decir, en Bearbinder Lane, cerca de la Bolsa. En total hubo nueve casos de peste y siete de tabardillo pintado. Las averiguaciones indicaron, sin embargo, que este francés que murió en Bearbinder Lane era uno que, habiendo vivido en Long Acre, cerca de las casas infectadas, se mudó por miedo a la enfermedad, sin saber que ya estaba contagiado.
 Esto sucedió en los primeros días de mayo, aunque el tiempo era benigno, variable y bastante frío; y las gentes aún abrigaban ciertas esperanzas. Lo que les daba confianza, era que la ciudad estaba saludable: las noventa y siete parroquias juntas tuvieron sólo cincuenta y cuatro entierros; y comenzamos a creer que el mal no avanzaría más lejos, puesto que aparecía principalmente entre la gente de ese extremo de la ciudad. Tanto más cuanto que la semana siguiente, que fue entre el 9 de mayo y el 16, sólo murieron tres, ninguno de ellos dentro de la ciudad; y St. Andrew inhumó solamente quince, lo que era muy poco. Cierto es que St. Giles enterró a treinta y dos, pero incluso así, como sólo había uno de peste, la gente empezó a sentirse más tranquila. La lista total también era muy reducida, ya que la semana anterior fue de sólo 347; y sólo 343 en la semana arriba mencionada. Mantuvimos estas esperanzas durante algunos días, pero sólo fueron para unos pocos, puesto que al pueblo ya no se le podía engañar de tal manera; registraron las casas y encontraron que la peste estaba efectivamente extendida por todas partes, y que muchos morían de ella cada día. Así, fallaron todos nuestros atenuantes; y ya no hubo nada más que ocultar; más aún, pronto se vio que la epidemia había desbordado toda esperanza de mitigación; que en la parroquia de St. Giles había entrado en diversas calles y que varias familias completas yacían enfermas; consecuentemente, la situación comenzó a dejarse ver en la lista de la semana siguiente. Ciertamente, sólo hubo catorce anotados con peste, pero esto era una bellaquería y una confabulación, puesto que en la parroquia de St. Giles inhumaron cuarenta en total, de los que se estaba seguro que la mayor parte había muerto de la peste, aunque estuviesen registrados con otras enfermedades; y si bien todos los entierros no pasaban de treinta y dos, y la lista total mostraba sólo 385, había catorce de tabardillo pintado, así como catorce de peste; y dimos por seguro que esa semana habían muerto cincuenta a causa de la peste.
 La lista siguiente fue del 23 al 30 de mayo, en la que el número de muertos de peste era diecisiete. Mas las inhumaciones en St. Giles fueron cincuenta y tres —cantidad terrorífica— entre las que solamente se registraron nueve casos de peste: pero un examen más estricto de los jueces de paz, a demanda del corregidor, demostró que había otros veinte que habían muerto a causa de la peste en dicha parroquia, pero que habían sido anotados con tabardillo u otras enfermedades, sin contar a otros que fueron ocultados.
 Pero estas cosas fueron insignificantes comparadas con lo que siguió inmediatamente después; porque entonces llegó el tiempo caluroso; y desde la primera semana de junio el contagio se diseminó de manera terrorífica, y las listas se elevaron; los que eran víctimas de la fiebre o del tabardillo comenzaron a hincharse; hicieron todo cuanto pudiera ocultar su enfermedad, para evitar que los vecinos los rehuyesen y se negasen a conversar con ellos; y también para evitar que las autoridades cerrasen sus casas, cosa que, aunque no se practicaba todavía, ya había habido amenazas; y el pueblo estaba muy aterrado al pensar en ello.
 Durante la segunda semana de junio, la parroquia de St. Giles, en la que seguía estando el centro de la infección, enterró a ciento veinte personas, de las que todo el mundo dijo, aunque las listas indicaban sólo sesenta y ocho, que había por lo menos cien muertas de peste, haciendo el cálculo en base a la cantidad habitual de funerales en dicha parroquia.
 Hasta esta semana la ciudad seguía estando libre, no habiendo muerto nadie en ella, salvo el francés al que hice referencia antes, en ninguna de las noventa y siete parroquias. Entonces murieron cuatro dentro de la ciudad: uno en Wood Street, otro en Fenchurch Street y dos en Crooked Lane. Southwark estaba totalmente libre, no habiendo muerto aún nadie de ese lado del agua.
 Yo vivía más allá de Aldgate, aproximadamente a medio camino entre Aldgate Church y Whitechapel Bars, a mano izquierda o lado norte de la calle; y como la enfermedad no había alcanzado esa parte de la ciudad, nuestro barrio continuaba tranquilo. Pero en el otro extremo de la ciudad la consternación era muy grande; y la clase más rica de gente, especialmente la nobleza y la clase acomodada de la parte oeste de la ciudad, salió en tropel de la villa, con sus familias y criados, de manera desacostumbrada; cosa que se vio muy especialmente en Whitechapel, o sea en la calle Ancha en la que yo vivía; por cierto, no se veía otra cosa que carros y carretas con enseres, mujeres, niños, criados, etc.; carruajes llenos de gente de la mejor clase, y jinetes que los acompañaban; y todos ellos huyendo; luego aparecían carros y carretas vacíos y más caballos con sirvientes que sin duda regresaban, o eran enviados del campo para recoger a más gente; además de una innumerable cantidad de hombres a caballo, algunos solos, otros con criados, generalmente cargados con equipaje y preparados para viajar, lo que cualquiera hubiese podido inferir de su aspecto.
 Esto era una cosa terrible y triste de ver; y como yo no podía sino verla de la mañana a la noche (por cierto, no había de momento ninguna otra cosa que ver), mi alma se llenó de muy graves pensamientos acerca de la miseria que iba a cernirse sobre la ciudad, y la infelicidad de aquellos que hubiesen quedado en ella.
 Durante algunas semanas la prisa de la gente era tal, que hacía casi imposible llegar hasta las puertas del corregidor; una muchedumbre apremiante se apiñaba allí para obtener pases y certificados de salud, como para viajar al extranjero, ya que sin los mismos no se les permitía pasar a través de las ciudades situadas en los caminos, ni se les daba alojamiento en ninguna posada. Ahora bien, como durante todo este tiempo no había muerto nadie dentro de la ciudad, el corregidor daba sin ninguna dificultad certificados de salud a todos aquellos que habitaban en las noventa y siete parroquias; y durante algún tiempo también a los que vivían fuera de la ciudad.
 Esta prisa, como digo, continuó durante algunas semanas, es decir, durante los meses de mayo y junio, con mayor motivo aún, puesto que se rumoreaba que aparecería una orden del Gobierno para poner vallas y barreras en los caminos a fin de impedir que la gente viajase; y que los pueblos sobre los caminos no tolerarían el paso de los londinenses por miedo a que trajesen consigo la epidemia, si bien ninguno de estos rumores tenía otro fundamento que la imaginación, por lo menos al principio.
 Entonces comencé a pensar seriamente en mí mismo, en mi propio caso y en lo que debería hacer conmigo mismo; es decir, si debería decidir quedarme en Londres o bien cerrar mi casa y huir como muchos de mis vecinos. He escrito este extremo tan detalladamente, porque no sé si podrá ser de utilidad a aquellos que vengan después de mí, si les aconteciese el verse amenazados por el mismo peligro y si tuviesen que decidir de la misma manera; por ello, deseo que esta narración llegue a ellos más en calidad de orientación de sus actos que de historia de los míos, puesto que no les valdrá un ardite el saber lo que ha sido de mí.
 Me enfrentaba a dos cuestiones importantes: una de ellas era el manejo de mi tienda y mi negocio, que era de consideración y en el que estaba embarcado todo lo que yo poseía en el mundo; la otra era la preservación de mi vida en la calamidad tan funesta que, según veía, iba a caer sobre toda la ciudad y que, sin embargo, por grande que fuese, siempre sería mucho menor de lo que imaginaban mis temores y los de las demás gentes.
 La primera consideración era de gran importancia para mí; mi comercio era de talabartería; y como mis transacciones se realizaban principalmente no por ventas de tienda o casuales, sino entre los mercaderes que comerciaban con las colonias inglesas en América, mis bienes estaban muy en manos de éstos. Cierto es que yo era soltero, pero tenía una familia de criados a la que mantenía en mi negocio; tenía una casa, tienda y almacenes repletos de mercancías; y el abandonar todo eso de la manera en que han de abandonarse las cosas en tales situaciones (es decir, sin ningún cuidador o persona adecuada a la que se pudiesen encargar), hubiese sido arriesgar no sólo la pérdida de mi comercio, sino la de mis bienes y de todo lo que poseía en el mundo.
IMPEDIMENTA » Diario del año de la peste En esa época yo tenía un hermano mayor en Londres, que había venido unos pocos años antes de Portugal; cuando le consulté, me respondió en pocas palabras, las mismas que fueron pronunciadas en un caso bastante distinto: “Maestro, sálvate a ti mismo”. En una palabra, era partidario de que me fuese al campo, cosa que él había resuelto hacer con su familia; me dijo lo que, según parece, había oído decir en el extranjero, de que la mejor manera de prepararse contra la peste era huir de ella. Refutó mis argumentos de que perdería mi comercio, mis bienes, o mis deudas. Me dijo lo mismo que yo argüía para quedarme, o sea, que confiaría a Dios mi seguridad y mi salud, lo que desmentía mis pretensiones de perder mi comercio y mis bienes: “porque”, dijo, “¿no es más razonable confiar a Dios la suerte o el riesgo de perder tu comercio, que quedarte en un lugar de tan acusado peligro confiándole tu vida?”.
 No podía alegar que estaba en un apuro en cuanto a sitio adonde ir, porque tenía varios amigos y parientes en Northamptonshire, de donde había venido originariamente nuestra familia; por otra parte, mi única hermana estaba en Lincolnshire, muy deseosa de recibirme y hospedarme.
 Mi hermano, quien ya había enviado a su mujer y a sus dos niños a Bedfordshire y que estaba decidido a seguirles, me instaba muy seriamente a que partiese; y en una ocasión decidí obrar de acuerdo con sus deseos, pero entonces no pude hallar ningún caballo; porque si bien es cierto que no todo el mundo salió de la ciudad de Londres, creo poder decir que sí lo hicieron todos los caballos, ya que durante algunas semanas fue prácticamente imposible comprar o alquilar uno solo en toda la ciudad. Una vez decidí viajar a pie con un criado y no descansar en ninguna posada, sino llevar con nosotros una tienda de campaña, cosa que hicieron muchos; y descansar de esa manera en los campos, ya que el tiempo era muy cálido y no había peligro de pillar un enfriamiento. Digo que fueron muchos los que hicieron esto, especialmente aquellos que estuvieron en los ejércitos durante la guerra, que había tenido lugar hacía pocos años; y también debo decir que si la mayor parte de la gente hubiese viajado de esa manera la peste no habría entrado en tantos pueblos y casas de campo como lo hizo, para la desgracia y hasta la ruina de muchas gentes.
 Mas luego, mi sirviente, al que tenía la intención de llevar conmigo, me defraudó; sintió miedo ante la propagación del mal, y al no saber cuándo partiría yo, tomó otras medidas y me abandonó, de manera que tuve que aplazar mi partida en esa ocasión; luego, de una u otra manera, siempre mi resolución de alejarme se cruzó con algún contratiempo, aplazando mi partida una y otra vez; y esto da lugar a una historia que de otra manera sería una digresión inútil, de que estos contratiempos provenían del Cielo.
 Menciono por otra parte esta historia como el mejor método que puedo aconsejar a cualquier persona en tal situación, especialmente si es consciente de su deber, capaz de sentir la orientación que debe dar a sus actos; o sea, que mantenga los ojos abiertos para observar las cosas providenciales que ocurren en ese momento, viéndolas complejamente, tal como se relacionan unas con otras, y tal como todas juntas se relacionan con el problema al que uno se enfrenta: luego, según creo, podrá tomarlas con seguridad como intimaciones del Cielo sobre cuál es su deber incuestionable respecto a lo que debe hacer en dicho caso; me refiero, por ejemplo, a marcharse o permanecer en el sitio en el que habitamos cuando aparece una enfermedad infecciosa.
 Una mañana, meditando sobre este asunto particular, se afirmó en mi mente la convicción de que nada nos llegaba que no fuese enviado o permitido por el Poder Divino, de manera que estos contratiempos habían de tener intrínsecamente algo de extraordinario; y debí de considerar, si bien no se manifestó como evidente o subjetivo, que el deseo del Cielo era que yo no me marchase. A continuación pensé que si en realidad Dios deseaba que me quedase, Él podía preservar mi vida en medio de toda la mortandad y de todo el peligro que me rodearían; y que si yo decidía salvarme huyendo de mi casa, si actuaba en contra de estas intimaciones que yo creía Divinas, ello sería como huir de Dios; y que Él podría ordenar a su justicia que me alcanzase cuando y donde Él lo creyese justo.
 Estos pensamientos modificaron otra vez mi resolución; y cuando pude hablar nuevamente con mi hermano, le dije que estaba inclinado a quedarme y a afrontar mi suerte en el puesto en el que Dios me había colocado; y que ello me parecía ser mi obligación, especialmente por todo lo que yo he dicho.
 Mi hermano, aunque era un hombre muy religioso, se rio de todo lo que dije acerca de haber tenido intimaciones del Cielo, y me contó varias historias acerca de personas a las que, como a mí, llamaba temerarias; que ciertamente debería considerar como signo del Cielo si yo estuviese de alguna manera impedido por enfermedades o dolencias; y que no pudiendo en tal caso viajar, había de conformarme con los designios del Señor, quien por ser mi Creador, tenía el indiscutible derecho de soberanía para disponer de mí; y que en tal caso no habría dificultad alguna para determinar cuál era la llamada de la Providencia Divina, y cuál no lo era; pero que yo tomase como intimación del Cielo el no poder salir de la ciudad solamente por no poder alquilar un caballo; o porque mi compañero que había de servirme había escapado, era ridículo, ya que yo tenía entonces mi buena salud y mis facultades, así como otros sirvientes; y que podía fácilmente viajar uno o dos días a pie, si tenía un buen certificado de estar en perfecta salud, por lo que podía alquilar un caballo en el camino o viajar en la posta, según creyese conveniente.
 Luego procedió a contarme las dañinas consecuencias de la presunción de los turcos y mahometanos en Asia y en otros lugares en los que había estado (puesto que mi hermano, al ser comerciante, estuvo en el extranjero, y había vuelto últimamente de Lisboa, como ya he mencionado antes, hacía pocos años); de cómo, abusando de las ideas de predestinación que profesaban, de que la muerte de todo hombre está predeterminada y decretada de antemano sin apelación, iban sin preocuparse a los lugares infectados y conversaban con personas contagiadas, por lo que morían a razón de diez o quince mil por semana, mientras que los comerciantes europeos o cristianos, que se mantenían retirados y apartados, escapaban por lo general del contagio.
 Con estos argumentos, mi hermano cambió otra vez mi decisión, y resolví partir; y preparé todas las cosas de acuerdo con ello; brevemente, la plaga se propagaba a mi alrededor y las listas habían aumentado hasta casi setecientos por semana; y mi hermano me dijo que sería muy aventurado quedarse durante más tiempo. Le pedí que me dejase considerar mi decisión nada más que hasta el día siguiente; y como ya tenía todo preparado de la mejor manera que pude, respecto a mi negocio y a la persona a quien encargaría de mis asuntos, ya no tuve otra cosa que hacer sino decidir.»

 *Tifus exantemático. [N. del T.]
  
  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Impedimenta, 2010, en traducción de Pablo Grossmichd, pp. 15-20. ISBN: 978-84-9376-018-2.]

domingo, 18 de febrero de 2024

Vientos del apocalipsis.- Paulina Chiziane (1955)

Algunos nombres de la lucha de la mujer en África – Afroféminas
Primera parte

5

 «Poco falta para ser lo que siempre fui, lo que no soy y lo que siempre seré. Sianga monologa con voz amena como si temiese herir sus propios tímpanos.
 Sentado debajo de su sombra predilecta contempla el parto de cada mañana, cuando el Sol emerge del vientre de la tierra madre laureado con la corona real. Contempla la evolución del día hasta el color de la agonía, de despedida, cuando el astro rey se va a dormir en el cajón azul cenizo del lado opuesto del Naciente. Sianga es, sin sombra de dudas, el guardián del Sol.
 Es ambicioso, perezoso y solitario. El odio y la venganza se introdujeron en él y escogieron su nido en el lado izquierdo del corazón que se inclina hacia el punto más negativo. La Tierra es una rueda que gira, él lo sabe, pero la vida sólo es interesante cuando la rueda que la constituye gira en el centro de nuestro mundo.
 Abre la mano y tantea la vida cansada. Observa las líneas del destino para confirmar por milésima vez su sino. La línea de la vida es un surco fuerte que casi divide la mano en dos partes. La línea de la suerte está marcada sólo en su punto de partida y enseguida va muriendo, desaparece, para volver a surgir aún más fuerte que en los puntos anteriores. Sí, mi suerte será mayor al final del camino. Es verdad que volveré a ser lo que siempre fui y mucho más, aquí está dicho. Todo fue escrito antes de mi nacimiento -piensa Sianga.
 Viaja envuelto en los distantes recuerdos y la idea de aquello que fue y volverá a ser le endulza el espíritu. De repente entristece. La amargura y los odios, ya cadáveres, comienzan a ganar vida en un milagro de resurrección y colocan leños en la hoguera de la venganza. La vida corre rápidamente hacia el fin del camino. Siente un deseo febril de saborear el placer postrero de sentarse en la silla real, aunque sea por un pequeño instante. Sueña. Proyecta. Imagina. Calcula. El golpe tiene que ser fuerte y certero. Levanta los ojos hacia la copa de la higuera y se distrae con la lidia de los lagartos en pelea. El chillido de los pájaros viene de la copa de la higuera. En la distancia, el aullar de los perros es igual al llanto de los niños, poco falta para que mueran y alguien ya propuso comérselos, pero qué idea tan repugnante. Le pone cara de asco a su rostro malicioso. Escupe sobre la arena seca. Separa el trasero de la estera de juncos y da pasos muertos alrededor de sí mismo. Su estatura es mediana, seca, más escuálido que los lagartos que corren por las ramas de la higuera grande. La caja del pecho cóncavo, el tronco encorvado y el color negro-hambre de la piel arrugada lo hacen similar a la escultura de palo revestida de una solemnidad diabólica. Es una figura desagradable, tenebrosa.
 Regresa al lugar y se sienta. Prefiere la soledad, la calma, al bullicio de la vida. Es un hombre distinto, créelo. Perdió todos los poderes de atraer la atención, y la ausencia es una forma de marcar la presencia porque todos se preguntarán la razón de esa ausencia. Para él todos los días son de descanso, siempre lo fueron, quizás porque él es de sangre noble y no nació para las fatigas de la vida. Es un gran señor que no hace nada y lo tiene todo. Es un hombre inútil. La enfermedad de la pereza lo paralizó en la infancia y tal parece que nació con ella. Es una enfermedad crónica, no tiene remedio posible.
 Se estira; entorna los ojos como un cocodrilo. Se mueve para arriba, para abajo, a la izquierda, a la derecha, hasta parece un anca de rana que va a ser asada en la brasa. Es siempre así. Pasa los días desperezándose al calor en bostezos de sueño y holgazanería, como un líquido de atrapar moscas. Arrastra la estera hacia la sombra, hacia el sol, hacia la sombra otra vez y de nuevo hacia el sol.
 El mundo se pregunta y se admira de la razón de tanta inercia, y en incontables ocasiones la gente le lanza palabras peyorativas sin lograr herir su sensibilidad.
 —¡Heyyy!… Que la paz sea contigo, compadre Sianga. ¿Qué haces ahí sembrado todo el santo día? ¿No te duelen las nalgas de tanto estar sentado? ¡Ya debes tener los huesos pegados de tanta pereza, sí! Levanta el culo, vamos a dar una vuelta y a beber un trago.
 Sianga ofrece una sonrisa sardónica y se justifica:
 —Estoy en el mismo lugar observando la decadencia del mundo, cómo la tierra se desnuda cuando las hojas amarillean gradualmente hasta el dorado y ya ennegrecidas se desprenden de las ramas. Observo a los lagartos de cabeza azul en la lucha por la supervivencia y me divierto cuando uno de ellos agarra a la presa y los otros, envidiosos, lo persiguen de un lado a otro sin sombra de cansancio, desperdiciando la energía que sería útil para la caza de nuevos insectos. Comparo la lucha de los lagartos con la lucha de los gallos y de los hombres. Todos los seres son envidiosos, egoístas, ambiciosos. Al final no hay ningún misterio en eso. Los hombres y los animales son fieras fabricadas por el mismo diablo.
 El interlocutor escucha la justificación improcedente; mueve la cabeza, gira los calcañales y se bate en retirada sin una palabra de despedida.
 Y Sianga regresa a sus devaneos. Va paseando la vista por los cuatro confines del mundo. La tierra triste exhibe peñascos, colinas, montículos de arena. El paisaje seco es el cementerio de los sueños. Las hormigas blancas han erigido mausoleos en las partes altas y bajas de la planicie. Si en cada morro se colocara una cruz, el homenaje a la muerte sería perfecto. Por todas partes huele a tierra muerta, a hierba seca. El olor a bosta seca estimula las narices, sugiere el gusto del rapé. Coge una pequeña porción. La aspira. Abre los ojos, la sensación de deleite lo recorre en lo íntimo. Sonríe. Sonrisa bonita, sonrisa de niño. Hasta parece que siembra flores en las arenas del desierto.
 —Gracias, igualmente, muy buenas tardes, hermano Sianga, sí. Pasas el día ronroneando como un gato perezoso. Cuando estás despierto devoras el mundo con una mirada más profunda que el lago Sule. ¿Qué es lo que te hipnotiza en el aire?
 —Rindo homenaje a Satanás, mi protector -responde Sianga- Envió el fuego de la venganza a la hora exacta, castigando a todos los que me condenaron. Los hombres son más arrastrados que las serpientes y caminan con el tronco encorvado, con la nariz colocada casi a la altura del suelo olfateando el terreno de la sepultura. La arena estalla bajo la fuerza del fuego que chupa la savia de la vida, como una sanguijuela invisible alojada en las entrañas.
 Sianga hace el viaje habitual en torno a las orgías de los viejos tiempos y el corazón es tocado de ligera tristeza. Habla en susurros. Agarra la garrafa, bebe un trago. Se ríe. Se enerva. Grita como un loco llamando a la mujer para colocarle en los hombros el peso de sus frustraciones. Bebe otro trago y se alivia.
 Hoy Sianga se sumergió en el mundo de los cálculos desde que salió el Sol. Cuenta el número de moscas que se posan en las heridas ensangrentadas de su perro. El número de ráfagas de aire que le baten el rostro; los rayos de Sol que se esparcen en la copa de la higuera y el número de veces que giró hacia el frente, hacia atrás, hacia la izquierda y hacia la derecha. Contó el número de viandantes que pasaron por el sendero a lo largo de la casa. Son cuarenta y cinco, los contó bien. Nueve eran chicos de menos de trece años, que caminaban en grupos de dos o tres, armados de pequeñas lanzas de madera. Trece eran muchachos de más de quince, que cargaban en hombros un enorme saurio verde de más de dos metros de largo, el cual se agitaba gravemente herido, lanzando movimientos de agonía. Sianga queda deslumbrado pues hacía una buena temporada que no veía semejante maravilla. Los filetes de lagarto verde asados en brasas son buenos. Levantó el trasero del suelo, se aproximó a los muchachos y los interrogó sobre el precioso hallazgo proponiéndoles comprarlo por una buena cantidad de dinero. Dijeron que no y él, enfurecido, vomitó torrentes de maldiciones, prometiendo vengarse de toda la gente. Los muchachos se rieron aprovechando la ocasión para burlarse de la pereza del viejo. Otros once viandantes eran mujeres de azadón al hombro y cestos de paja colgados de los flacos brazos. Iban y venían de desenterrar las raíces suculentas, de la cosecha del cacto dulce, de la recolección de cardos y hortalizas amargas. Cinco eran hombres apresurados, solitarios, de machete en la mano y alguna carga preciosa al hombro, tan secos, tan sucios, tan desarrapados, que bien parecían cadáveres en movimiento. Son hombres habituados a la actividad, que caminan para entretener el hambre, pues cuando se reposa es que el estómago reclama. Los demás pasantes eran viejos despreciables, obstinados, que caminan a rastras hacia las huertas aunque conscientes de que allí ya no hay vida. Quieren ser testigos de su propia muerte. La muerte de la tierra y la muerte de la gente.
 Sianga sólo conoce el descanso, el alimento y el reposo, y cuando no está durmiendo, se pone a contemplar el cielo y la tierra como si hubiese descubierto algo necesario en el descampado vacío del cielo de la boca.
  Los niños son agua, son patos, no perciben nada, se justifican los padres ante el hombre que todos consideran privado de la razón. Los pequeños, esos eternos juerguistas, encontraron en Sianga un motivo para burlas y juegos, muchas veces de mal gusto. No son pocas las veces en que, con la barriga llena, se confabulan y organizan un ejército fuerte para violentar y remedar al viejo de trasero en el suelo.
VIENTOS DEL APOCALIPSIS | PAULINA CHIZIANE | Comprar libro ... En grupos de tres y cuatro pasan a lo largo de la casa y ofrecen a Sianga un saludo solemne con la voz más inocente del mundo. El viejo no responde porque el rostro de los chicos denuncia burla programada. Caminan lentos, tranquilos, como si fueran a algún lugar. Al llegar a una zona de total seguridad, inician el ataque lanzando una descarga de provocaciones:
 —Abuelo Sianga, culo aplastado igual que el suelo.
 —Pobre Sianga. Ya no tienes culo, las hormigas te lo comieron de tanto pegarte a la tierra. Ellas pensaron que lo habías tirado.
 —Sianga, levanta el trasero, mira la cobra, mira el perro que te va a morder, corre, despega el trasero y huye.
 —Abuelo Sianga, culo en el suelo. Sianga hierve ante la risa de los pequeños, defendiéndose con injurias, maldiciones, amenazas, intentando ahuyentarlos con palabrotas fuertes, actitud que sólo sirve para avivar el fuego, porque los bribones se ríen, gritan batiendo palmas, lanzando provocaciones aún más jocosas. El juego alcanza el clímax; Sianga se levanta como un perro con rabia y persigue al bando con intención de agarrar a uno de ellos y darle la merecida lección. Ahí es cuando comienza la mayor algarabía. Los muchachos se lanzan apresuradamente, como pájaros en vuelo, y forman un enorme círculo con Sianga aprisionado dentro de él. Una nueva provocación parte de un punto del círculo; Sianga intenta agarrar al atrevido con pasos torcidos. Cae. Es cuando se levanta que escucha otra mofa del lado opuesto. Gira los talones e intenta perseguir de nuevo y en ese momento, todo el grupo lanza un fuerte ataque al mismo tiempo. Grita y corre para todos lados vociferando pesados insultos, moviendo todo el cuerpo con gestos de rabia, y los pequeños, ya en fuga, gritan: el viejo todavía está en forma, hasta corre, tiene el culo entero, las hormigas no han conseguido devorárselo; el fantasma está en movimiento, quiere mordernos, sálvese quien pueda.
 Los niños son peores que las fieras y le causan tormentos. Se nota a lo lejos: padres e hijos son cómplices de la misma intriga, porque si no es así, ¿por qué es que los adultos se alejan?
 Los pequeños desaparecen con los estómagos doloridos de tanto reír. Sianga regresa enfurecido al lugar. Grita a la mujer. Da vueltas en la estera incontables veces hasta que la calma lo acuna y lo adormece. Alguien lo despierta.
 —Hermano Sianga, siempre durmiendo a pleno sol. Vamos a dar una vuelta y a ahogar las penas bebiendo un trago.
 A decir verdad, Sianga bien necesita de ese trago. Su botella se vació y los nervios le han secado la garganta. Quiere aceptar la invitación, pero con una mirada rápida aprecia el aspecto de su interlocutor, la apariencia humilde, el cuerpo vestido con harapos, las manos callosas y llenas de cicatrices. Formula entonces un violento no. La invitación es demasiado rústica para su paladar. Prefiere pasar sed a una compañía asquerosa. Llama a la mujer y le ordena que vaya a comprar una botella de aguardiente.
 —Sabes, hermano Sianga, la desgracia cayó sobre la tierra y vive en las tripas de la gente. ¡Si supieses lo que le ocurrió al compadre Dombissa!
 —¿Que no sé? Lo sé todo, eso lo sé. No es preciso que nadie me diga, yo adivino, soy vidente. Sé todo lo que le ocurrió a ese desgraciado, pero eso no impide que me cuentes todos los detalles.
 Realmente él lo sabía todo porque Manuna, su hijo preferido, pasa las mañanas, las tardes y las noches enamorando a las muchachas de la aldea, haciendo compañía a las viudas y a las mujeres solteras. Recoge las novedades frescas y de primera mano para trasladarlas al padre. El día anterior Sianga había estado con el compadre Dombissa con quien tuvo una larga conversación y le llamó la atención sobre el peligro que corría su vida. Hacer la corte a la mujer del vecino en las barbas de todo el mundo, además de ser tabú es algo que causa desgracia. Poco después de la conversación con Dombissa vio a Joshua, el marido ofendido, caminando con pasos de fiera herida en dirección a la casa de la comadre Mafuni, seguramente siguiendo las huellas del rival. Se dice que después de beber un poco de aguardiente, el suficiente para perder la vergüenza, Joshua se lanzó furiosamente sobre Dombissa, el cual, cogido de sorpresa, no tuvo otra alternativa que tirar de la navaja y, clavándola bien en el pecho del adversario, hacerlo viajar al reposo eterno. Para aumentar la desgracia, en la madrugada del día siguiente el hijo más pequeño del asesino dio el último suspiro. Incluso ya hay rumores de que Dombissa será absuelto del crimen cometido, toda vez que los difuntos han aplicado ya la justicia suprema. La muerte del pequeño es el pago de la deuda de sangre, pues si no fuese así, el niño no habría muerto, según afirman los curanderos.
 El éxodo aumenta en Mananga, Sianga está bien informado sobre eso. El amor es una fantasía inventada por los hombres, no existe y nunca existirá, eso es claro y evidente. En el pasado, los hombres organizaron ejércitos y se mataron por amor a la tierra, en defensa del territorio, de la soberanía, y ahora que la pobrecita ya no tiene nada, que dio todo lo que tenía que dar, que fue terriblemente chupada, los hombres la abandonaron porque está en desgracia. Los más fuertes se fueron a trabajar a las minas de las tierras del Rand y un día volverán con vehículos motorizados, bicicletas y ropas baratas para seducir a las mujeres de la tierra. Las más jóvenes fueron para los suburbios de las ciudades a vender su honra a cambio de pan, haciendo revivir, sutilmente, los antiguos centros de prostitución ya prohibidos por la ley. Sianga siente una necesidad urgente de tomar una decisión, no va su hija Wusheni a tomar esos caminos vergonzosos. Ella es bonita, madura, y el casamiento será la mejor solución para acomodarla. Es verdad que ya no hay hombres que valgan en Mananga, pero, ¿qué importancia tiene eso? Puede hasta ser un viejo, lo que las mujeres necesitan es de alguien que les garantice protección y alimento. Sianga sabe de la vida de toda la aldea, incluso con el trasero pegado a la estera. Es vidente. El buen profeta no necesita trasladarse hasta el monte porque éste corre fluido a sus pies, en los sueños, en los devaneos.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Txalaparta, 2002, en traducción de Martha Rosa Sardiñas Vargas y Teresita Urra Vargas, pp.41-45. ISBN: 978-84-8136-253-4.]