lunes, 20 de agosto de 2018

Retrato del artista adolescente.- James Joyce (1882-1941)

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«-Nuestro fuego terreno, sean cuales sean su furia y su extensión, tiene siempre una zona limitada; pero el lago de fuego del infierno no tiene límites, ni playas, ni fondo. Se dice que una vez el mismo diablo, preguntado por cierto soldado, se vio obligado a confesar que si toda una montaña fuera arrojada en aquel océano hirviente sería consumida en un instante como un pedazo de cera. Y este terrible fuego no aflige las almas de los condenados solamente por fuera, sino que cada alma condenada será un infierno dentro de sí misma, abrasada por aquel fuego devorador en sus mismos centros vitales. ¡Oh, cuán terrible es la suerte de aquellos miserable seres! La sangre bulle y hierve en sus venas, los sesos se les abrasan en el cráneo, el corazón se les quema en el pecho como un ascua, sus intestinos son una masa rojiza de ardiente pulpa, sus tiernos ojos llamean como globos candentes.
 -Y todavía lo que he dicho referente a la fuerza, cualidad e ilimitación de este fuego, no es nada si se compara con su intensidad, una intensidad que ha sido el instrumento escogido por designio divino para castigo del alma y del cuerpo a la par. Es un fuego que procede directamente de la ira de Dios y que no obra por propia actividad, sino como un instrumento de la divina venganza. Como las aguas del bautismo purifican el alma y el cuerpo al mismo tiempo, así el fuego del castigo tortura el espíritu y la carne. Todos los sentidos de la carne sufren tortura y todas las facultades del alma al mismo tiempo. Los ojos, la impenetrable y absoluta obscuridad; la nariz, los pestilentes olores; el oído, los alaridos, bramidos e imprecaciones; el gusto, las materias corrompidas, el estiércol sofocante e indescriptible; el tacto, las punzadas de las candentes aguijadas y púas y los crueles lamidos de las lenguas de fuego. Y a través de los múltiples tormentos de los sentidos, el alma inmortal se ve torturada eternamente en su íntima esencia entre leguas y leguas de llamas ardientes inflamadas en los abismos por la majestad ofendida del omnipotente Dios y alimentadas con una furia perdurable y cada vez más intensa por el soplo de la cólera de la divinidad.
 -Considerad, finalmente, que el tormento de esta infernal prisión está aumentado por la misma compañía de los condenados. La mala compañía es tan dañina que, aun en la tierra, las plantas se retiran como por instinto de todo lo que es fatal o nocivo para ellas. En el infierno todas las leyes están cambiadas; ya no hay allí idea de familia, ni vínculo ni parentesco. Los condenados braman y se maldicen los unos a los otros y tienen su tortura y su rabia intensificadas por la presencia de otros seres tan torturados y rabiosos como ellos mismos. Todo sentimiento de humanidad está olvidado allí. Los alaridos de los atormentados pecadores llenan los más remotos rincones del vasto abismo. Las bocas de los condenados están llenas de blasfemias contra Dios y de odio para sus compañeros de sufrimiento y de maldiciones contra las almas de aquellos que fueron sus cómplices en el pecado. Allá en tiempos antiguos había la costumbre de castigar al parricida, al hombre que se había atrevido a levantar la mano asesina contra su padre, arrojándole a los profundos del mar dentro de un saco en compañía de un gallo, de un mono y de una serpiente. La intención de los legisladores que forjaron tal ley, que hoy en nuestros tiempos nos parece cruel, fue la de castigar al criminal con la compañía de aquellas odiosas y dañinas bestias. Pero, ¿qué valor tiene la furia de aquellos mudos animales comparada con la furia de execración que estalla de los resecos labios del condenado en los infiernos cuando contempla en sus compañeros de sufrimiento, a aquéllos que le ayudaron en el pecado y le indujeron a él, a aquéllos cuyas palabras sembraron la primera semilla del mal pensamiento y del mal vivir en su mente, a aquéllos que con impúdicas sugestiones le llevaron a pecar, a aquéllos cuyos ojos le sedujeron y le apartaron del camino de la virtud? Y se vuelven a sus cómplices y les reprochan y los maldicen. Pero ya no tienen socorro ni esperanza: es ya demasiado tarde para el arrepentimiento.
 -Considerad por último el horrible tormento que sufren aquellas almas, las de los tentadores lo mismo que las de los inducidos, en la compañía de los demonios. Los demonios les afligen de dos modos distintos: con su presencia y con sus sarcásticos reproches. No podemos formarnos idea de lo horribles que los demonios son. Santa Catalina de Siena vio una vez uno y ha dejado escrito que mejor que volver a ver, aunque fuera por un solo instante, un monstruo tan espantoso, preferiría estar marchando toda su vida sobre un rastro de carbones encendidos. Porque los diablos, que antes fueron ángeles hermosísimos, se convirtieron en monstruos tan horrendos y repugnantes cuanto primero bellos. Los diablos befan y escarnecen a las almas condenadas, empujadas por ellos a la ruina. Son ellos, los protervos demonios, los que hacen en el infierno el papel de la voz de la conciencia. ¿Por qué pecaste? ¿Por qué prestaste oídos a las tentaciones de los amigos? ¿Por qué te apartaste de las prácticas piadosas y de las buenas obras? ¿Por qué no evitaste las ocasiones de pecar? ¿Por qué no abandonaste aquella mala compañía? ¿Por qué no abandonaste aquella lasciva costumbre, aquel hábito impuro? ¿Por qué no seguiste los consejos de tu confesor? ¿Por qué, después de haber caído la primera vez, o la segunda, o la tercera, o la cuarta, o la centésima, por qué no te apartaste del mal camino y te volviste a Dios, que sólo esperaba tu arrepentimiento para absolverte de tus pecados? Ahora ya ha pasado el tiempo del arrepentimiento. ¡Tiempo hay, tiempo hubo, pero ya no lo habrá más! Tiempo hubo para pecar en secreto, para regodearte en la pereza y el orgullo, para ambicionar lo ilegítimo, para entregarte a los más bajos ímpetus de la naturaleza, para vivir como las bestias del campo, ¡qué digo!, peor que las bestias el campo, pues ellas por lo menos son simples brutos y no tienen razón que las guíe. ¡Hubo tiempo, pero ya no lo habrá más! Dios te habló tantas veces... ¡pero no le quisiste oír! No querías arrojar aquel orgullo y aquella cólera de tu corazón, no querías devolver aquellos bienes mal adquiridos, no querías obedecer los preceptos de tu Santa Madre la Iglesia, no querías cumplir con tus deberes religiosos, no querías abandonar aquellas malvadas compañías, no querías evitar aquellas peligrosas tentaciones. Tal es el lenguaje de aquellos diabólicos atormentadores: palabras de vituperio y de reproche, de odio y de repulsión. ¡De repulsión, sí! Porque hasta ellos, los mismos demonios, pecaron sólo tal como era posible a sus angélicas naturalezas, sólo por la rebelión de la inteligencia; y ellos, hasta ellos mismos, se vuelven, asqueados y repelidos, al contemplar aquellos innombrables pecados, con los cuales el hombre ultraja y mancilla el templo del Espíritu Santo, se mancilla y se empuerca a sí mismo.
 -¡Oh, queridos hermanitos míos en Cristo, que no nos esté destinado el oír este lenguaje! ¡Que no nos esté destinado, os digo! Yo le ruego fervientemente a Dios que en el último día de la terrible cuenta, ni una sola alma de las que ahora están en esta capilla pueda hallarse entre los miserables seres a los cuales el Gran Juez ha de mandar apartarse para siempre de su vista, que ni uno solo de nosotros pueda oír retumbar en sus oídos la espantosa sentencia de su condenación: ¡Apartaos de mí, malditos, id al fuego que os ha sido preparado por el demonio y sus ángeles!»

[El fragmento pertenece a la edición en español de la editorial Argos Vergara, en traducción de Dámaso Alonso. ISBN: 84-7017-952-7.]

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