lunes, 30 de abril de 2018

Memorias de una geisha.- Arthur Golden (1956)


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Capítulo diecinueve

«-Sabes perfectamente bien que Uchida-san te mira con ojos de artista. Pero el doctor está interesado en algo más, lo mismo que Nobu. ¿Sabes a lo que nos referimos cuando hablamos de la "anguila sin casa"?
 No tenía ni idea de qué hablaba y así se lo dije.
 -Los hombres tienen una especie de... bueno, de "anguila" -dijo-. Las mujeres no la tienen. Pero los hombres sí. Está situada...
 -Creo que sé a lo que se refiere -dije-, pero no sabía que se llamaba anguila.
 -No es una anguila de verdad -dijo Mameha-. Pero hacer que es una anguila facilita las cosas. Así que imaginemos que lo es. La cosa es así: esta anguila se pasa toda la vida intentando encontrar una casa, ¿y qué crees tú que tienen las mujeres dentro de ellas? Una cueva donde a las anguilas les gusta vivir. Esta cueva es de donde sale la sangre todos los meses, cuando las "nubes cubren la luna", como se suele decir.
 Ya era lo bastante mayor para comprender lo que Mameha decía de las nubes cubriendo la luna, pues ya hacía varios años que lo había experimentado. La primera vez no me habría asustado más si hubiera estornudado y hubiera encontrado un trozo de mis sesos en el pañuelo. Estaba realmente asustada, creyendo que me iba a morir, hasta que la Tía me encontró un día lavando un trapo manchado de sangre y me explicó que sangrar era sencillamente una parte de lo que era ser una mujer.
 -Puede que no lo sepas -dijo Mameha-, pero las anguilas son muy territoriales. Cuando encuentran una cueva que les gusta se deslizan dentro y se dan unos meneos para asegurarse de que... bueno, de que es una cueva agradable. Y cuando por fin deciden que es lo bastante confortable, marcan la cueva como territorio propio... escupiendo. ¿Entiendes?
 Si Mameha me hubiera dicho sin más lo que trataba de decirme, seguro que me habría asustado, pero, al menos, descifrando todo aquello me distraje un poco. Años después descubriría que así fue también como se lo había explicado a Mameha en su momento su hermana mayor.
 -Y aquí viene la parte que te va a parecer más extraña -continuó Mameha, como si lo que acabara de decirme no me lo pareciera ya bastante-. A los hombres les gusta mucho hacerlo. De hecho, hay hombres que apenas hacen otra cosa en la vida que buscar diferentes cuevas para su anguila. La cueva de una mujer en la que nunca ha entrado una anguila es particularmente apreciada por los hombres. ¿Entiendes? A esto le llamamos mizuage.
 -¿A qué se llama mizuage?
 -A la primera vez que la anguila de un hombre explora la cueva de una mujer. A eso llamamos mizuage.
 Mizu significa "agua", y age algo así como "elevar" o "poner encima", de modo que el término mizuage suena como si tuviera algo que ver con sacar agua o poner algo sobre el agua. Si le preguntas a tres geishas, cada una tendrá una idea distinta sobre el origen del término. Cuando Mameha terminó su explicación, yo me sentí aún más confusa, aunque hice como si me hubiera enterado de algo.
 -Supongo que te imaginas por qué le gusta tanto al doctor venir a Gion -continuó Mameha-. Gana mucho dinero en su hospital y, salvo el que necesita para mantener a su familia, se lo gasta todo intentando encontrar posibilidades de mizuage. Puede que te interese saber, Sayuri-san, que tú eres precisamente el tipo de joven que más le gusta. Lo sé muy bien, porque yo también fui una de esas jóvenes.
 Como pude saber tiempo después,  uno o dos años antes de que a mí me trajeran a Gion, el Doctor Cangrejo había pagado una cantidad récord por el mizuage de Mameha, tal vez 7.000 u 8.000 yenes. Puede que ahora no parezca mucho dinero, pero en aquel tiempo era una suma que incluso alguien como Mamita -que sólo pensaba en el dinero y en cómo tener más y más- sólo podría ver una o dos veces en toda su vida. El mizuage de Mameha había sido tan caro, en parte, por su fama pero además había otra razón, como me explicó aquella tarde. Dos hombres de fortuna habían pujado por su mizuage. Uno era el Doctor Cangrejo. El otro, un hombre de negocios llamado Fujikado. Por lo general, los hombres en Gion no competían de este modo; se conocían y preferían llegar a un acuerdo. Pero Fujikado vivía en el otro extremo del país y sólo aparecía ocasionalmente por Gion. No le preocupaba ofender al Doctor Cangrejo. Y éste, que afirmaba que por sus venas corría sangre aristócrata, odiaba a ese tipo de hombres como Fujikado, salidos de la nada, aunque, en realidad, él también lo era en gran medida.
 Cuando Mameha se dio cuenta en el torneo de sumo de que yo le hacía tilín a Nobu, pensó en las similitudes que guardaba éste con Fujikado -también se había hecho a sí mismo y también era repulsivo a los ojos de un hombre como el Doctor Cangrejo-. Con Hatsumono siempre persiguiéndome, como un ama de casa detrás de una cucaracha, no iba a hacerme famosa como lo había sido Mameha ni, por lo tanto, iba a poder sacar mucho de mi mizuage. Pero si esos dos hombres me encontraban lo bastante atractiva, podrían empezar a competir por cuál de los dos ofrecía más, lo que me pondría a mí en una posición en la que podría pagar mis deudas, como si hubiera sido todo el tiempo una cotizada aprendiza. A esto es a lo que se refería Mameha cuando decía que había que "desequilibrar" a Hatsumono. A Hatsumono le encantaba la idea de que Nobu me encontrara atractiva; pero de lo que no se daba cuenta era de que mi favor con Nobu podría subir considerablemente el precio de mi mizuage.
 No cabía duda de que teníamos que recuperar el aprecio del Doctor Cangrejo. Sin él Nobu podría ofrecer lo que quisiera por mi mizuage, es decir, si es que estaba interesado realmente. Yo no estaba muy segura de ello, pero Mameha me tranquilizaba diciendo que un hombre no cultiva una relación con una aprendiza de quince años a no ser que tenga en mente su mizuage.
 -Estáte segura de que no es tu conversación lo que le atrae -me espetó.
 Yo intenté dar la impresión de que no me había ofendido.»    
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de la editorial Círculo de Lectores, 2000, en traducción de Pilar Vázquez. ISBN: 84-226-8215-X.]

domingo, 29 de abril de 2018

La novia judía.- Leopoldo Azancot (1935-2015)


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«Toda Salamanca apareció engalanada aquel día. El sol apenas apuntaba por el horizonte y ya las campanas de cada una de las iglesias y de cada uno de los conventos de la ciudad repicaban alegres anunciando la buena nueva. Porque aquella iba a ser una jornada grande. Sí, una fiesta inigualable en honor de la fe de una nación fuerte: dos hombres y una mujer, judaizantes confesos -pero por la tortura, pero por el terror-, serían entregados, bajo la mirada complaciente y beata de las autoridades religiosas y civiles, de la nobleza y de los burgueses, de la chusma fanática, a la aborrecible consunción por el fuego. ¿Tendré que decíroslo? Yo, que no podía ignorar lo que se preparaba, había pasado la noche en soliviantada vigilia, y había asistido al levantamiento del alba con la mirada turbia, con frío en el hueco del corazón, abarraganado con la desesperanza. Así me sorprendieron, muy temprano aún, dos compañeros de estudios -mostachos y mosca de matamoros en rostros donde el infantilismo y la poquedad de luces hacían buena liga con esa fatuidad y esa altanería que constituyen la usual máscara precaria del necio bien nacido-, quienes, tras confiarme con los ojos en blanco que acababan de confesar y comulgar para presenciar con el máximo provecho tan grandioso acto pío, me invitaron, y ante mi negativa, me forzaron con amenazas encubiertas -¿se debía mi resistencia a participar en el festejo a un inexcusable desfallecimiento de mi temple viril, o acaso tenía como causa una sospechosa tibieza de mi catolicidad, que podría inducir a alguien a poner en entredicho la limpieza de mi sangre?-, me empujaron -digo- con sonrisas maliciosas, que alternaban con despreciativos fruncimientos del ceño, con gestos torcidos, a dar mi asentimiento al deseo compartido por ambos de asistir los tres -y yo, no de negro, sino con mi más lucido y alegre atavío- al auto de fe, para pasmarnos juntos de la obstinación en su error de los apóstatas y para gozarnos luego de su dolor en el trance postrero.
 Con vergüenza que, hipócritamente, procuré ocultarles; sin conseguir, a pesar de que me esforcé rabiosamente en ello, mimar una alegría que pudiera ponerse al paso de la de mis compañeros, acabé por asentir, y una vez aseado e infamemente trajeado -fue la última vez que vestí aquellas ropas deshonradas: a la noche, las quemé en mi chimenea-, salí con ellos de casa, y con ellos me sumé al gentío que ya alborotaba las calles con su charra e inhumana excitación. ¡El Santo (bendito sea) me perdone! Sin saber cómo -magullado por los empujones, ensordecido por los gritos, mareado por la visión de tantos rostros desencajados a causa de la lascivia de la muerte violenta- me encontré en la plaza mayor de la ciudad, que no reconocí al pronto debido a que las gradas que se escalonaban ante la fachada principal de la misma, el tinglado que se alzaba en su centro, y las colgaduras que pendían de sus balcones, alteraban por completo su familiar fisonomía. ¡Qué estruendo! En un palco con dosel y revestimiento de terciopelo negro, un caballero estevado, de barba blanca y fúnebres maneras, cuyo sombrero se exornaba con un airón de plumas amarillas, charlaba con un clérigo empurpurado, seboso y cejijunto, que pasaba de la unción a la ferocidad en el gesto de manera celérica. Alrededor de ellos, caballeros y curas -todos ataviados con ropas de color oscuro- platicaban con un sosiego que iba menguando a medida que crecía la distancia a que se encontraban de los dos personajes que presidían el acto. Y arriba, en los balcones, y abajo, contenido por la soldadesca armada con picas, un gentío innumerable, del que yo formaba parte, se empujaba, reía, gritaba, los ojos de cada uno de sus miembros -pero no los míos, a los que empañaban unas lágrimas que, disimulando, me sorbía en silencio- centelleantes por la codicia de la sangre.
 Redoblaron unos tambores, se alzó -estridente- el clamor de unas trompetas, y el silencio, una vez acallado el sonido de los instrumentos musicales, se extendió por sobre los allí congregados, al tiempo que la masa se hendía en el punto donde la plaza daba nacimiento a una de las calles que de ella partían. Con el corazón alborotado, cubierto el cuerpo por un sudor de hielo, avisté entonces el cortejo, que iniciaba su desfile circular por el centro de la plaza, alrededor del cadalso. Iba delante la compañía de soldados cuyos tambores y trompetas, ahora acallados, nos conmocionaran momentos antes. Tras ella, una representación del clero regular y otra de las diversas órdenes religiosas con casa abierta en Salamanca, erizadas de estandartes y cruces y seguidas por miembros del tribunal de la Inquisición. Y por último, sobre una carreta tirada por mulas, semiocultos tras la cortina de lanzas de los hombres que los escoltaban, los tres reos, con sus infamantes sambenitos y sus mitras bamboleantes, que se esforzaban en conservar el equilibrio -y con él, la dignidad- y en impedir que se les apagaran los gruesos cirios temblorosos que traían en las manos.
 Se repitió la tocata militar -con los soldados en formación geométrica- al detenerse, entre crujidos, el carro de los condenados delante del palco de las autoridades. Se apelotonaron los eclesiásticos del cortejo, haciendo flamear sus insignias, a uno y otro lado de la escalera de madera por la que subirían al cadalso los reos. Y éstos, bajados a empellones del vehículo de su vergüenza, fueron rápidamente despojados de sus mitras y de sus sambenitos, quedando cubiertos los dos hombres por un minúsculo calzón tan sólo, y la mujer, por una larga y ancha camisa blanca.
 De mediana edad los tres; temblando de frío, de miedo o de bochorno sobre sus pies descalzos; patéticamente agrupados, aquellos cuyos cuerpos serían pronto un vuelo de cenizas, no osaban levantar los ojos del suelo; ni respirar, casi. Y yo, viéndolos así, expuestos al ludibrio, inermes y tristes, me preguntaba, lleno de ira, si habrían sido denunciados por haberse negado a comer cerdo, conejo o anguila que les fueran ofrecidos con dolo por algún falso amigo; o por -en un viernes que habría de serles funesto- haberse cambiado de camisa, haber limpiado a fondo sus casas, haber encendido velas al anochecer, después que dejara de ondear el humo de sus chimeneas; o por balancear la cabeza y doblar de vez en cuando la cintura en la iglesia, por no rematar con un gloria patri el recitado de los salmos, por despertar de su sopor al oír en medio de un sermón una cita del Antiguo Testamento, por decir tartamudeando "Padre, Hijo y Espíritu Santo", por haber conservado la hostia en la boca y habérsela tragado  apresuradamente al advertir que los observaban; por saberse que uno de los miembros de sus familias se había vuelto de cara a la pared para morir; por tener el miembro circunciso, los hombres; por haber tardado cuarenta días, tras un parto, en volver a la vida normal, la mujer...
 Pero, ¡ya subían, a trompicones, la escalera del cadalso! Y, una vez arriba, entre los verdugos y los frailes que los aturdían con sus exhortaciones, ¡ya volvían los ojos al cielo -no tanto, quizá, en busca de un signo celeste que los confortara, o para recogerse, como a fin de rehuir las miradas feroces de la chusma que aullaba-! Sus cuerpos fueron encadenados a los postes. Se amontonó leña seca a sus pies. Uno de los verdugos desenvainó una gruesa espada para significarles que, de abjurar de su fe, serían decapitados y el fuego no consumiría sino sus cadáveres. Yo cerré, entonces, los ojos, y no los abrí hasta que el silencio anhelante de la multitud me indicó que ya las llamas lamían los cuerpos de los mártires. ¡Nunca lo hubiera hecho! Hasta el día de mi muerte, recordaré con el vientre revuelto cómo las carnes se ennegrecían; cómo los rostros se deformaban -el rugido de la multitud impedía oír los quejidos de las víctimas-; cómo los miembros se retorcían, hasta acabar inmovilizándose en un quiebro de espantajo; cómo las llamas y el humo espeso, y las emanaciones nauseabundas de la blasfema combustión, crecían, crecían, crecían como si quisieran cubrir todo el universo.»
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, 1997. ISBN: 84-08-46115-X.]
 

sábado, 28 de abril de 2018

Pequeña filosofía nocturna. 365 pensamientos positivos para ser feliz todos los días.- Catherine Rambert (...)


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Pensamientos para la primavera

«Pensamiento de la 91ª velada: 1 de abril.
Contentarse con poco
Saber no desear nada más que lo que la  vida nos da. Y sentirse bien así.
 Pensamiento de la 92ª velada: 2 de abril.
Duración
Todo es sólo paciencia.
 Pensamiento de la 93ª velada. 3 de abril.
Cuidar la casa
Nuestra casa puede ayudarnos a salir en busca de la felicidad. Para ello, hay que "habitarla" realmente y no dejar que las cajas y el desorden se acumulen pues todo lo provisional es factor de estrés y de inseguridad.  Preservar una forma de armonía.  No sobrecargar el interior con objetos o muebles, pues sucede con los volúmenes al igual que con el espíritu. Disponer, si es posible, un lugar o un espacio para uno mismo...
  Pensamiento de la 94ª velada: 4 de abril
Lo que sucede...
Dejar de preguntarse si lo que sucede está bien o mal. Es bueno o injusto. Si acontece demasiado pronto o demasiado tarde. Los acontecimientos se producen. Las cosas son así. No hay más verdadera sabiduría que aceptarlo.
 Pensamiento de la 95ª velada: 5 de abril
Las virtudes de la sonrisa
La sonrisa permite acceder a un mudo más sereno, más tranquilo y más positivo.
 Pensamiento de la 96ª velada: 6 de abril
Malentendido
Si durante el día se ha sido objeto de un conflicto, aprovechar el anochecer para reflexionar sobre uno mismo e interrogarse: ¿Dónde están mis errores? ¿Estoy seguro de haber tenido la reacción adecuada? ¿No es mi actitud el origen del malentendido? Tomar así conciencia de los propios errores en vez de incriminar a los demás. Y una vez obtenida la enseñanza personal, actuar para resolverlos.
 Pensamiento de la 97ª velada: 7 de abril.
Humildad
Cada acontecimiento de nuestra vida es una ocasión de aprender. Aceptar este aprendizaje. Y, como hacíamos de niños, aprovechar el anochecer para "repasar" la lección del día.
 Pensamiento de la 98ª velada: 8 de abril.
Constancia
Mantener la confianza. Y repetirse... "Disciplina y rigor son madre de todos los éxitos."
 Pensamiento de la 99ª velada: 9 de abril.
Sencillez
En caso de duda, ir hacia las cosas sencillas. Siempre. Es la más evidente vía de la sabiduría.
 Pensamiento de la 100ª velada: 10 de abril.
Resultados
Si se ha trabajado poco o mal, los resultados reflejarán el esfuerzo, pues nadie puede recoger lo que no ha sembrado.
 Pensamiento de la 101ª velada: 11 de abril.
Cuidado con el peligro
Ponerse en manos de la suerte, ¿por qué no? Contar sólo con ella es ponerse en peligro.
 Pensamiento de la 102ª velada: 12 de abril.
Cena ligera
Por la noche, preferir una alimentación ligera. Optar por las hortalizas, una sopa en invierno. Alimentos ricos en fibras y frescos en verano. El sueño será así más plácido.
 Pensamiento de la 103ª velada: 13 de abril.
Ocurrirse
Un pensamiento que "se me ocurre" nunca es inocente. Es una llamada del inconsciente que no debe desdeñarse. Tomarse tiempo para escucharlo en vez de sacárselo, de un revés, de la cabeza.
 Pensamiento de la 104ª velada: 14 de abril.
Aprendizaje
Un día en el que se ha fracasado no es un día perdido. Muy al contrario. Es enriquecedor, pues el fracaso está siempre preñado de enseñanza. Puede ser bueno pensar unos segundos en ello antes de dormirse.
 Pensamiento de la 105ª velada: 15 de abril.
Oportunidades
Mirar atrás. La vida está llena de oportunidades que no hemos aprovechado.
 Pensamiento de la 106ª velada: 16 de abril.
Separado del mundo
Aprender, de vez en cuando, a separarse del mundo. Es reencontrarse, recentrarse en uno mismo.
 Pensamiento de la 107ª velada: 17 de abril.
Espacios de sueño
Desprenderse de los espacios de sueño y de evasión. Y alimentarse de imaginación. A veces ayuda a soportar mejor la realidad.
 Pensamiento de la 108ª velada: 18 de abril.
Junto a la cama
Poner junto a la cama un cuaderno y un bolígrafo. Y anotar lo que se nos ocurra, ideas, pensamientos. Actuando así, nos liberamos y nos ahorramos la inquietud de olvidar. Es prenda de una buena noche.
 Pensamiento de la 109ª velada: 19 de abril.
Fotos
Tomar fotos. Sonreír. Y conservar así el rastro de los momentos felices de la vida.»


[El extracto pertenece a la edición en español de Hachette Filipacchi España, 2006, en traducción de Manuel Serrat Crespo. ISBN: 84-9716-481-4.]

viernes, 27 de abril de 2018

La rosa.- Robert Walser (1878-1956)


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El niño (III)

«Cierto es que el niño perdía muchísimo tiempo amando y sintiéndose íntimamente dispuesto a servir. Llamaba siempre mamá a la interesada, un rasgo más de inmadurez. Aunque esto hay que dejárselo: nunca ha pretendido que lo consideren maduro. De vez en cuando se portaba groseramente. ¿Protegerlo? Ni se nos ocurre. ¿Acaso lo necesita un personaje así? "Tú, que causabas sensación en otro tiempo, que hacías gala de la cabeza más inteligente y la caligrafía más bonita, ¡qué aspecto tan insignificante tienes ahí! Yo en tu lugar estaría afligido. ¡Anímate!" Así le habló un día un ex compañero de colegio. El niño se enfadó un poquito y a partir de entonces trató al interpelador de manera glacial. Pues resulta que a un individuo se le dificulta el avanzar y ¿qué pasa entonces con la comprensión? Los éxitos son comprendidos; las inhibiciones, ridiculizadas. Frente a su amada, por ejemplo, el niño no encontraba una sola palabra porque llevaba preparadas un montón, quería decirle todo a la vez, tenía ganas de desplegar toda su reserva. Y se quedaba mirándola, lo cual la aburría, claro está, pues lo había creído divertido. ¿Alguna vez fue entretenido? Quienes lo conocen más de cerca pueden afirmarlo y negarlo. Él mismo se ha visto como un hombre sociable sólo en casos muy excepcionales. Sus amigas de antes lo consideraban simpático porque con ellas utilizaba tanto su oreja como su boca. Callar puede ser tan agradable como hablar. [...] 
  Por lo demás, los niños suelen ser de trato difícil. Pienso que no habría que preocuparse demasiado de ellos precisamente porque son exigentes y mostrarles comprensión les produce más enojo que satisfacción.
 En cierta ocasión el niño escribió lo siguiente:
 Sí, soy una mala persona, es decir, un hombre refinado, culto. La gente refinada tiene derecho a ser mala. Sólo los incultos se sienten obligados a ser honestos. ¿Qué le hice a una empleada? No admití que tuviera razón en todo. Se puso enferma de ira. Una preciosa joven quería saberse adorada por mí. Como no le demostré comprensión, empezó a rodar cuesta abajo, mientras yo sabía mantenerme en las alturas. Me inclino ante las damas para no reconocerlas al día siguiente, con lo cual propago malestar. El malestar de los demás me produce bienestar; sus peleas me procuran paz. ¡Qué insulsos son los rostros alegres y qué divertidos los serios! Durante un tiempo amé a una muchacha porque parecía decididamente un tanto limitada. La imbecilidad tiene algo fascinante. Soy uno que no sabe a ciencia cierta quién es. A veces soy sensible como una chiquilla. Es aburrido oír hablar del paisaje y esas cosas. Las personas cultas deberían darse cuenta de que es gratuito caer en la exclamación "¡maravilloso!" frente a una obra de arte. Alabar parece francamente trivial. ¡El entusiasmo raya a veces con la estupidez! La gente feliz se hace fácilmente antipática. ¿No es casi una desfachatez hacer alarde del propio buen humor, dejar que los ojos le brillen a uno con toda naturalidad? Pues de un minuto a otro puede extinguirse la alegría. Habría que ser más discreto con la jovialidad. Prefiero ser servicial allí donde no se lo esperan que donde creen que me gusta serlo. Nadie tiene derecho a comportarse conmigo como si me conociera. Cuando reconozco a alguien no se lo digo en su cara; así doy la impresión de ser poco delicado y despierto mal humor. Entre cultura y espiritualidad hay una diferencia. "Señorita, ¿ha recibido usted su Pfitzner?", le oí preguntar a alguien. La susodicha pareció un poco aburrida con la pregunta. A las mujeres no se les puede echar el guante con frases refinadas; pero ellas tampoco echan el guante así. No hace mucho que un tipo me riñó por cariño. Mi calma lo puso furioso. Con la modestia casi se puede matar a alguien. La ironía puede liberar o atormentar. Yo soy uno de los que han leído a Dostoievski. Una mujer me tildó de loco porque no fui cariñoso con ella. En lo sucesivo haré lo mismo con otras. Los hombres superiores me vuelven superior; los modestos me desconciertan. Tras la modestia uno supone energía. Algunas veces soy un poquito innoble, aunque nunca por mucho tiempo. Nada me pone tan contento como tener motivos para animarme. Sólo se vive una vez en este mundo maravilloso. Y a veces algo ordinario es realmente maravilloso. El exceso de música es malsano, el de amabilidad también. Mucha gente me considera mimado y, sin embargo, ninguna chica me ha besado todavía. Hace poco vi a un chiquillo al que me habría encantado servir como amigo o educador, a tal punto me gustó su cara. Se parecía a mi amada, y no pude apartar la vista de él. Tener una amada me alegra y maravilla, lo encuentro muy sensato de mi parte. ¿Una amada no es acaso una espléndida evasiva en muchos casos? Para casarme soy demasiado viejo y demasiado joven, demasiado listo y demasiado inexperto. Pero, si es necesario, no diré que no. Hay gente que suele pasar por hábil sólo porque es ruidosa, una prueba de la importancia de la superficie. Si me muestro superficial, gusto a la gente. Con la irreflexión nos podemos ganar sus favores. Si uno ama, se comporta poco amablemente; por eso los amantes no suelen hallar buena acogida. El amor tiene menos efecto que su apariencia. Edith me trata como a un chiquillo necio. ¿Qué es el apego sino una necedad propia de chiquillos? Con razón juega a la mamá severa conmigo, me riñe, me encuentra inoportuno. Se parece a una maestra de piano, es majestuosa y a la vez un pelín socarrona. La amo terriblemente. La amo terriblemente. El sentimiento se le antoja indefendible a la inteligencia. Lo que ésta última aprueba es desdeñado por el alma; lo que recomienda, el corazón lo rechaza. Corazón ¡cuántos cientos de veces has hecho de mí, en secreto, un creso! Ella me ha expulsado, yo la obedezco, ya no la veo. Un niño es feliz en la obediencia.» 
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Ediciones Siruela, en traducción de Juan José del Solar. ISBN: 84-7844-381-9.]
 

jueves, 26 de abril de 2018

Las mocedades del Cid.- Guillén de Castro (1569-1631)


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Acto segundo

«Jimena: Y dejadme sola  adonde / ni aun quejas puedan salir.
(Vanse Peransules y los demás que salieron acompañando a Jimena.)
Elvira, sólo contigo / quiero descansar un poco.
(Siéntase en una almohada.)
Mi mal toco / con toda el alma; Rodrigo
mató a mi padre.
 Rodrigo: (Aparte.) ¡Estoy loco!
 Jimena: ¿Qué sentiré, si es verdad...
 Elvira: Di, descansa.
 Jimena: ...¡ay, afligida!
que la mitad de mi vida / ha muerto la otra mitad?
 Elvira: ¿No es posible consolarte?
 Jimena: ¿Qué consuelo he de tomar, / si al vengar
 de mi vida la una parte, sin las dos he de quedar?
 Elvira: ¿Siempre quieres a Rodrigo? / Que mató a tu padre mira.
 Jimena: Sí, y aun preso, ¡ay Elvira!, / es mi adorado enemigo.
 Elvira: ¿Piensas perseguille?
 Jimena: Sí, / que es de mi padre el decoro;
y así lloro / el buscar lo que perdí,
persiguiendo lo que adoro.
 Elvira: Pues, ¿cómo harás -no lo entiendo- / estimando el matador
y el muerto?
 Jimena: Tengo valor, / y habré de matar muriendo.
Seguiréle hasta vengarme.
(Sale Rodrigo y arrodíllase delante de Jimena.)
 Rodrigo: Mejor es que mi amor firme, / con rendirme,
te dé el gusto de matarme / sin la pena de seguirme.
 Jimena: ¿Qué has emprendido ¿Qué has hecho? / ¿Eres sombra? ¿Eres visión?
 Rodrigo: ¡Pasa el mismo corazón / que pienso que está en tu pecho!
 Jimena: ¡Jesús!... ¡Rodrigo! ¿Rodrigo / en mi casa?
 Rodrigo: Escucha...
 Jimena: ¡Muero!...
 Rodrigo: Sólo quiero / que oyendo lo que digo
respondas con este acero. (Dale su daga.)
Tu padre el Conde, Lozano / en el nombre y en el brío,
puso en las canas del mío / la atrevida injusta mano;
y aunque me vi sin honor, / se mal logró mi esperanza
en tal mudanza, / con tal fuerza, que tu amor
puso en duda mi venganza. / Mas en tan gran desventura
lucharon a mi despecho, / contrapuestos en mi pecho,
mi afrenta con tu hermosura; / y tú, señora, vencieras,
a no haber imaginado, / que afrentado,
por infame aborrecieras / quien quisiste por honrado.
Con este buen pensamiento, / tan hijo de tus hazañas,
de tu padre en las entrañas / entró mi estoque sangriento.
Cobré mi perdido honor; / mas luego a tu amor, rendido
he venido / porque no llames rigor
lo que obligación ha sido, / donde disculpada veas
con mi pena mi mudanza, / y donde tomes venganza,
si es que venganza deseas. Toma, y porque a entrambos cuadre
un valor, y un albedrío, / haz con brío
la venganza de tu padre / como hice la del mío.
 Jimena: Rodrigo, Rodrigo, ¡ay triste! / yo confieso, aunque la sienta,
que en dar venganza a tu afrenta / como caballero hiciste.
No te doy la culpa a ti / de que desdichada soy;
y tal estoy, / que habré de emplear en mí
la muerte que no te doy. / Sólo te culpo, agraviada,
el ver que a mis ojos vienes / a tiempo que aún fresca tienes
mi sangre en mano y espada. / Pero no a mi amor, rendido,
sino a ofenderme has llegado, / confiado
de no ser aborrecido / por lo que fuiste adorado.
Mas, ¡vete, vete, Rodrigo! / Disculpará mi decoro
con quien piensa que te adoro, / el saber que te persigo.
Justo fuera sin oírte / que la muerte hiciera darte,
mas soy parte / para sólo perseguirte,
¡pero no para matarte! / ¡Vete!... Y mira a la salida
no te vean, si es razón / no quitarme la opinión
quien me ha quitado la vida.
 Rodrigo: Logra mi justa esperanza. /¡Mátame!
 Jimena: ¡Déjame!»

 [El extracto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1994. ISBN: 84-402-1619-X.]

miércoles, 25 de abril de 2018

La revolución española (1930-1939).- León Trotsky (1879-1940)


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La tragedia de España

«30 de enero de 1939
Uno de los más trágicos capítulos de la historia moderna se acerca a su fin en España. Del lado de Franco no hay ejército poderoso ni apoyo popular. Hay sólo propietarios rapaces, decididos a ahogar en sangre a las tres cuartas partes de la población para mantener su dominio sobre la otra. Pero esta criminal ferocidad no habría sido suficiente para asegurar la victoria sobre el heroico proletariado español. Franco necesitaba una ayuda que proviniera del otro lado del frente. Y la ha obtenido. Su principal auxiliar ha sido y sigue siendo Stalin, el sepulturero del Partido Bolchevique y de la revolución proletaria. La caída de Barcelona, la gran capital proletaria, es el precio directo de las masacres del proletariado de Barcelona en mayo de 1937.
 Por insignificante que sea el mismo Franco, por miserable que pueda ser su camarilla de aventureros, de gente sin honor, sin conciencia y sin talento militar, la gran superioridad de Franco consiste, sin embargo, en que posee un programa claro y definido: salvaguardar y estabilizar la propiedad capitalista, el poder de los explotadores y la dominación de la Iglesia, restaurar la monarquía.
 Las clases poseedoras de todos los países capitalistas, las de los países fascistas tanto como las de las democracias, han demostrado, como cabía esperar, estar al lado de Franco. En el campo republicano sólo han quedado los escuderos "demócratas". Esos señores no podían desertar y pasarse del lado del fascismo, pues la fuente misma de sus ingresos y de su influencia residía en las instituciones de la democracia burguesa, que tiene (o tenía) necesidad para su normal funcionamiento de hombres de leyes, diputados, periodistas, en pocas palabras, de campeones democráticos del capitalismo. Todo el programa de Azaña y compañía no era otra cosa que nostalgia de los días pasados y resultaba completamente inadecuado. El Frente Popular recurrió a la demagogia y a las ilusiones para arrastrar a las masas detrás de él. Consiguió hacerlo durante largo tiempo. Las masas, que habían asegurado todos los éxitos anteriores de la revolución, continuaban todavía creyendo que la revolución iba  a llegar a su conclusión lógica, es decir, al derrocamiento de las relaciones de propiedad y a la entrega de la tierra a los campesinos y de las fábricas a los obreros. La fuerza dinámica de la revolución consiste precisamente en esta esperanza de las masas en un futuro mejor. Pero, señores, los republicanos han hecho todo lo que estaba en sus manos para pisotear, mancillar y ahogar en sangre las más queridas esperanzas de las masas oprimidas. El resultado -hemos podido verlo en el transcurso de los dos últimos años- ha sido la desconfianza y el odio creciente de los campesinos y los obreros hacia las pandillas republicanas. La desesperanza o una triste indiferencia han reemplazado gradualmente al entusiasmo revolucionario y al espíritu de sacrificio. Las masas han vuelto la espalda a los que las han engañado y pisoteado. Ésta es la primera razón de la derrota de las tropas republicanas. El instigador de engaños y de la matanza de obreros revolucionarios españoles es Stalin. La derrota de la revolución española es una nueva mancha sobre la banda del Kremlin, cargada ya con tantos crímenes. El aplastamiento de Barcelona asesta un terrible golpe al proletariado mundial, pero también aporta una gran lección. El mecanismo del Frente Popular español, en tanto que sistema organizado de mentiras y traición a las masas explotadas, ha sido puesto al descubierto. La divisa "defensa de la democracia" ha revelado una vez más su ausencia reaccionaria y al mismo tiempo su carácter vacío. La burguesía desea perpetuar su régimen de explotación. Los obreros desean librarse de esta explotación. Estos son los verdaderos objetivos de las clases fundamentales de la sociedad moderna.
 Las miserables camarillas de intermediarios pequeñoburgueses que habían perdido la confianza y los subsidios de la burguesía, han tratado de salvaguardar el pasado sin pensar en el futuro. Bajo la etiqueta de Frente Popular fundaron una sociedad anónima. Bajo la dirección de Stalin han llegado a la más terrible de las derrotas cuando las condiciones de la victoria se encontraban al alcance de la mano.
 El proletariado español ha dado clarísimas pruebas de poseer una extraordinaria capacidad de iniciativa y heroísmo revolucionario. La revolución ha sido llevada a la catástrofe por "líderes" despreciables y completamente corrompidos. La caída de Barcelona ilustra, ante todo, la caída de la Segunda y la Tercera Internacional, así como la de los anarquistas, unos y otros podridos hasta la médula.
 ¡Trabajadores, adelante por un nuevo camino!
 ¡Adelante por la Revolución Socialista Internacional!»
 
 [El texto pertenece a la edición en español de Diario Público, 2011. Depósito legal: B-19824-2011.]
 

martes, 24 de abril de 2018

El quinto en discordia.- William Robertson Davies (1913-1995)


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«La vida rural se ha explorado tan extensamente en el cine y en la televisión durante los últimos años que tal vez se estremezca ante la perspectiva de leer más sobre ella. Seré tan breve como pueda; no espero pintar el cuadro mediante la acumulación de detalles sino mediante la colocación del énfasis donde creo que corresponde.
 En una época estuvo de moda representar los pueblos como lugares habitados por encantadores y risibles simplones ajenos al refinamiento de la vida urbana, aunque ocasionalmente sujetos a preocupaciones rurales. Más tarde se popularizó la representación de los pueblos como lugares dominados por el vicio, especialmente por vicios sexuales, como los que tal vez sorprendieron a Krafft-Ebing cuando los descubrió en Viena: se daba por supuesto que el incesto, la sodomía, el bestialismo, el sadismo y el masoquismo rampaban a sus anchas por los pajares y tras las cortinas de encaje, mientras en la calle se profesaba una rígida devoción. A mí nunca me pareció que nuestro pueblo fuera así. Era más variado en lo que ofrecía al observador de lo que generalmente piensan las personas de lugares más grandes y más refinados, y aunque tenía pecados, locuras y asperezas, también podía mostrar muchos casos de virtud, dignidad e incluso nobleza.
 Se llama Deptford y se encuentra en la orilla del río Thames, a unos veinticinco kilómetros al este de Pittstown, capital de nuestro condado y la localidad grande más cercana. Por entonces, tenía una población oficial de unas quinientas personas, y probablemente, las granjas de los alrededores elevaban el número de almas de la zona a ochocientas. Teníamos cinco iglesias: la anglicana, pobre pero a la que se concedía una misteriosa supremacía local; la presbiteriana, solvente y tenida -sobre todo por sus propios feligreses- como intelectual; la baptista, insolvente y fervorosa; y la católica, misteriosa para casi todos nosotros, pero claramente solvente ya que se remozaba su fachada de forma tan frecuente como, en nuestra opinión, innecesaria. Contábamos con un abogado, que también era el juez, y con un banquero que tenía un banco privado, puesto que esas cosas todavía existían en aquella época. Teníamos dos médicos: el doctor McCausland, con fama de ser inteligente, y el doctor Staunton, padre de Percy y también dotado de inteligencia, aunque en el ámbito de los bienes inmuebles: era titular de muchas hipotecas y poseía varias granjas. Había un veterinario borracho que sabía serenarse cuando llegaba la ocasión, y un dentista, un desdichado sin habilidad manual cuya esposa lo mantenía desnutrido y cuyo establecimiento profesional era, sin duda alguna, el más sucio que haya visto en mi vida. También teníamos una fábrica de conservas, que funcionaba ruidosa y febrilmente cuando había algo que enlatar, además de un aserradero y varias tiendas.
 El pueblo estaba dominado por una familia apellidada Athelstan, que se había hecho rica con el negocio de madera a principios del XIX. Poseía el único edificio de tres pisos de Deptford, que se encontraba aislado en el camino del cementerio; casi todas nuestras casas eran de madera y algunas se sostenían sobre pilares, por las crecidas del Thames. Una de los Athelstan que quedaban vivía frente a nosotros, al otro lado de la calle; era una pobre anciana loca que, de cuando en cuando, escapaba de su enfermera y ama de llaves, corría a la calle y se tiraba al suelo levantando una nube de polvo, como una gallina que se diera un baño de tierra, mientras gritaba: "¡Cristianos, venid a ayudarme!". Por lo general se precisaba la intervención del ama de llaves y al menos de otra persona más para apaciguarla; mi madre la ayudaba con frecuencia en aquellos trances, pero yo no podía intervenir porque no le caía bien a la vieja dama: al parecer, le recordaba a un mal amigo del pasado. Sin embargo, me interesaba su locura y estaba deseando hablar con ella, de modo que siempre corría al rescate cuando emprendía alguna de sus huidas hacia la libertad.
 Mi familia disfrutaba de una posición de modesto privilegio, porque mi padre era el editor y propietario del semanario local, The Deptford Banner. No era un negocio muy próspero, pero sumado a los trabajos de imprenta bastaba para mantenernos y nunca estuvimos necesitados. Mi padre, como supe más tarde, no llegó a ganar cinco mil dólares brutos en ninguno de los años durante los que fue propietario. No sólo era editor y director, sino también cajista y mecánico jefe, aunque contaba con la ayuda de un melancólico joven llamado Jumper Saul y de una chica, Nell Bullock. Era una buena publicación, respetada y odiada, como cabe esperar de cualquier publicación local que se precie, y su editorial, que mi padre escribía directamente en la mesa de composición, se leía con interés todas las semanas. De modo que, en cierto sentido, éramos los líderes culturales de la comunidad; y mi padre era vocal en la junta de la biblioteca, junto al juez. 
 En aquella época, nuestro hogar era representativo de la mejor forma de vida que se podía llevar en el pueblo y estábamos satisfechos. Parte de nuestra complacencia se debía a que éramos escoceses; mi padre había llegado de Dumfries en su juventud, y aunque la familia de mi madre llevaba tres generaciones en Canadá, no era menos escocesa que cuando sus abuelos se marcharon de Inverness. Yo mismo creí hasta los veinticinco años que los escoceses eran la sal de la tierra; no era algo que se afirmara jamás en nuestra casa sino una de esas verdades aceptadas sobre las que no es preciso insistir. Además, la mayoría de los habitantes de Deptford  había llegado a Ontario Occidental procedente del sur de Inglaterra, de modo que no nos sorprendía que todos buscaran en nosotros, los Ramsay, sentido común, prudencia y opiniones correctas sobre prácticamente cualquier asunto.
 La limpieza, por ejemplo, era uno de aquellos asuntos. Mi madre era limpia, ¡ya lo creo que sí! Nuestro retrete establecía las normas de salubridad del pueblo. En Deptford dependíamos de los pozos y el agua que utilizábamos, fuera cual fuera su finalidad, se calentaba en un depósito llamado cisterna, situado a un lado de la cocina. Todas las casas tenían retrete, cuyo aspecto oscilaba entre el de deterioradas y malolientes casuchas hasta el de construcciones bastante elegantes, y el nuestro se encontraba claramente entre los mejores. Se han hecho muchas bromas sobre los escusados desde que se convirtieron en rarezas, pero no eran construcciones divertidas,  y exigían muchos cuidados para evitar que se echaran a perder.
 Además de aquel templo de la higiene también disponíamos de un "retrete químico" en la casa, que se usaba cuando alguien no se encontraba bien. No obstante, era tan inestable y olía tan mal que apenas sí servía para añadir nuevas aflicciones a la enfermedad y, en consecuencia, no se usaba casi nunca.
 De momento, esto es todo lo que es preciso saber sobre Deptford; cualquier detalle añadido se incluirá como parte de mi narración. Éramos gente seria y no echábamos nada en falta en una comunidad que no se sentía inferior, en modo alguno, a otras más grandes. Sin embargo, mirábamos con divertido desdén a Bowles Corners, una población que se encontraba a seis kilómetros y que sólo tenía ciento cincuenta habitantes. Desde nuestro punto de vista, vivir en Bowles Corners era el colmo de la tosquedad.»
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Libros del Asteroide, en traducción de Natalia Cervera. ISBN: 978-84-92663-77-4.]