domingo, 26 de agosto de 2018

Las hijas bien educadas.- María Atocha Ossorio y Gallardo (1876-?)


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La lectura en alta voz

«Nunca ha llegado la difusión de los conocimientos que constituyen la instrucción de la juventud, al grado a que ha llegado hoy. Aunque no con la intensidad que en otras naciones, en España se enseña hoy a las jóvenes una porción de conocimientos con que antes no soñaban. Hoy se las enseña a escribir bastante bien, a cantar con gusto, a dibujar muy pasablemente. Las jóvenes de todas condiciones salen de la mayor parte de las escuelas sabiendo coser, planchar, hacer labores de aguja, etc., etc.
 Claro está que esto me parece muy bien: cuantas más artes útiles se les enseñe a las jóvenes, cuantos más menesteres de los que luego han de serles necesarios o coadyuvantes para la vida social aprendan las hijas de familia mejor podrán cumplir después su cometido de fundar y dirigir hogares nuevos.
 Pero hay un arte, un ramo que, no sé por qué razón, ha sido y es muy descuidado, no debiéndolo ser. Me refiero al arte de leer en alta voz.
 Es muy frecuente encontrar en las reuniones, en las tertulias a que concurrimos, jóvenes que cantan con gusto y hasta con arte, que tocan el piano admirablemente o que lucen otra habilidad cualquiera; pero es bastante raro encontrar ni en estos ni en otros sitios, un buen lector o una buena lectora.
 ¿Y por qué esta preterición? ¿No es la lectura de un buen escrito, de una hermosa poesía, tan agradable, por lo menos, como el canto de una romanza o la interpretación de un selecto trozo de música? Y sin concretarnos a la vida que pudiéramos llamar exterior, a la vida de sociedad, ¿no es una ocupación llena de atractivo la lectura en familia de cualquier interesante libro de instrucción o aun cuando sea de simple recreo? ¿No puede ser frecuentísimo el caso de que nos veamos obligados en sociedad a leer en alta voz, no precisamente libros ni poesías, sino un documento cualquiera, una carta o un trabajo literario, por ejemplo?
 Lo mismo cuando una joven lee en sociedad, que cuando lo hace para amenizar la velada en su casa, ¿no es un placer ver que se la escucha con gusto, porque su dicción es pura, elegante y natural? Si es una madre la que, para instruir o entretener a sus hijos, les lee un libro, bien sea instructivo, bien de recreo, ¿no es necesario que sepa dar a su lectura todo el atractivo posible, a fin de cautivar la atención del minúsculo auditorio?
 Casi todo el mundo, sea cual fuere la posición que ocupe, debería saber leer en alta voz.
¿Cómo—me preguntaréis,—cómo debe hacerse para adquirir este arte de leer bien? No es fácil, en los límites estrechos de este capítulo, daros todas las reglas necesarias para ello, pero he aquí algunas de las más importantes.
 Es preciso, ante todo, frasear bien, es decir, pronunciar de un modo claro y armonioso, dando a cada letra y a cada sílaba la debida fuerza y la correspondiente acentuación. Es preciso también saber respirar o tomar aliento en el momento oportuno, sin que el oyente lo note.
 Debe procurarse siempre dominar el sentido de lo que se lee, entenderlo bien, a fin de no alterar el sentido, de no unir lo que debe ir separado, ni separar lo que debe ir unido; en una palabra, se debe puntuar mientras se lee, o lo que es lo mismo, marcar, en la justa medida, el intervalo o separación entre las palabras, los períodos, las frases y los incisos de las frases. Tal silencio indica punto, tal otro, más corto, coma; tal acento que se da a la voz, una interrogación; tal otro, una admiración.
 Débese tener también el sentimiento de lo que se lee, a fin de dar a las palabras que se vayan pronunciando el tono y la expresión convenientes, y comunicar así a los que nos escuchan la impresión adecuada a lo que leemos.
 Es preciso no precipitar la lectura, a fin de que quede tiempo de hacerse cargo del encadenamiento de los conceptos, ni hacerla tan lenta, que pueda llegar a cansar o aburrir a los oyentes; débese medir el movimiento de la dicción como se mide el del canto, según la importancia y la ligereza del asunto y según la impresión que se quiera producir.
 Es absolutamente necesario evitar tres defectos: la vacilación, la monotonía y el énfasis. Es imposible leer bien sin haber adquirido las cualidades de seguridad, variedad en los tonos, sencillez y naturalidad.
 Leed como si hablaseis. Cuando se habla con alguien, nadie tiene necesidad de ir pensando en la entonación que le conviene adquirir, puesto que ésta se va adaptando inconscientemente a lo que se dice. No hay nadie que al hablar infle innecesariamente la voz, ni adopte falsas entonaciones o un acento monótono. Claro está que a veces hablamos con una rapidez que no siempre conviene a la lectura, pero en esto, como en todo, el mejor maestro ha de ser el buen sentido.
 En todos los casos, y como regla que debéis tener muy presente, porque os ahorrará incurrir en la mayor parte de los defectos que quedan enunciados, seguid el siguiente consejo: Procurad, al leer, que vuestra vista vaya siempre por delante de vuestra voz; es decir, que al pronunciar vosotras una frase, ya esté vuestra vista entretenida en leer la frase siguiente.
 Otro consejo, también muy importante. Si tenéis ocasión de oír a quien hable o lea bien, hacedlo. Fijaos atentamente en el tono, en la forma, en el modo de leer o de hablar que tenga el orador a quien escucháis. Esta lección práctica os servirá más que todos los preceptos.
 El arte de la lectura—dice Ernesto Legouvé,—es más conveniente todavía a las mujeres que a los hombres. Tienen ellas por don de la naturaleza una flexibilidad en los órganos y una facilidad de imitación que se adapta maravillosamente a todas las artes de la interpretación y, por consiguiente, al de la lectura. Y ahora añado que este talento que en los hombres es un instrumento de trabajo, un medio de éxito profesional, puede enlazarse para las mujeres a las más dulces ocupaciones domésticas, a sus más preciados deberes de familia. Ellas son hijas, madres, hermanas, esposas... Más de una ha visto o verá a su lado a un padre anciano enfermo, a una madre agobiada por el dolor, a un hijo en cama. El padre no puede ya leer: su vista no se lo permite; la madre no quiere, porque el estado de su ánimo no se lo consiente; el niño quisiera leer, pero no sabe. ¡Qué dulce alegría para la mujer que puede, por medio de algunas lecturas bien hechas, aliviar al que sufre, consolar al que llora, distraer al que se hastía! En nombre, pues, de los más dulces sentimientos, les diré : “Aprended a leer en alta voz y procurad así adquirir una habilidad que puede llegar a convertirse en una virtud”.»
 
 
 [El texto pertenece a la edición digital de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.]

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