La lectura en alta voz
«Nunca ha llegado la difusión de los conocimientos que
constituyen la instrucción de la juventud, al grado a que ha llegado hoy.
Aunque no con la intensidad que en otras naciones, en España se enseña hoy a
las jóvenes una porción de conocimientos con que antes no soñaban. Hoy se las
enseña a escribir bastante bien, a cantar con gusto, a dibujar muy
pasablemente. Las jóvenes de todas condiciones salen de la mayor parte de las
escuelas sabiendo coser, planchar, hacer labores de aguja, etc., etc.
Claro está que esto
me parece muy bien: cuantas más artes útiles se les enseñe a las jóvenes,
cuantos más menesteres de los que luego han de serles necesarios o coadyuvantes
para la vida social aprendan las hijas de familia mejor podrán cumplir después
su cometido de fundar y dirigir hogares nuevos.
Pero hay un arte,
un ramo que, no sé por qué razón, ha sido y es muy descuidado, no debiéndolo
ser. Me refiero al arte de leer en alta voz.
Es muy frecuente
encontrar en las reuniones, en las tertulias a que concurrimos, jóvenes que
cantan con gusto y hasta con arte, que tocan el piano admirablemente o que lucen
otra habilidad cualquiera; pero es bastante raro encontrar ni en estos ni en
otros sitios, un buen lector o una buena lectora.
¿Y por qué esta
preterición? ¿No es la lectura de un buen escrito, de una hermosa poesía, tan
agradable, por lo menos, como el canto de una romanza o la interpretación de un
selecto trozo de música? Y sin concretarnos a la vida que pudiéramos llamar
exterior, a la vida de sociedad, ¿no es una ocupación llena de atractivo la
lectura en familia de cualquier interesante libro de instrucción o aun cuando
sea de simple recreo? ¿No puede ser frecuentísimo el caso de que nos veamos
obligados en sociedad a leer en alta voz, no precisamente libros ni poesías,
sino un documento cualquiera, una carta o un trabajo literario, por ejemplo?
Lo mismo cuando una
joven lee en sociedad, que cuando lo hace para amenizar la velada en su casa, ¿no
es un placer ver que se la escucha con gusto, porque su dicción es pura,
elegante y natural? Si es una madre la que, para instruir o entretener a sus
hijos, les lee un libro, bien sea instructivo, bien de recreo, ¿no es
necesario que sepa dar a su lectura todo el atractivo posible, a fin de
cautivar la atención del minúsculo auditorio?
Casi todo el mundo,
sea cual fuere la posición que ocupe, debería saber leer en alta voz.
¿Cómo—me preguntaréis,—cómo debe hacerse para adquirir
este arte de leer bien? No es fácil, en los límites estrechos de este capítulo,
daros todas las reglas necesarias para ello, pero he aquí algunas de las más
importantes.
Es preciso, ante
todo, frasear bien, es decir, pronunciar de un modo claro y armonioso,
dando a cada letra y a cada sílaba la debida fuerza y la correspondiente
acentuación. Es preciso también saber respirar o tomar aliento en el momento
oportuno, sin que el oyente lo note.
Debe procurarse
siempre dominar el sentido de lo que se lee, entenderlo bien, a fin de no
alterar el sentido, de no unir lo que debe ir separado, ni separar lo que debe
ir unido; en una palabra, se debe puntuar mientras se lee, o lo que es lo
mismo, marcar, en la justa medida, el intervalo o separación entre las
palabras, los períodos, las frases y los incisos de las frases. Tal silencio
indica punto, tal otro, más corto, coma; tal acento que se da a la voz, una
interrogación; tal otro, una admiración.
Débese tener
también el sentimiento de lo que se lee, a fin de dar a las palabras que
se vayan pronunciando el tono y la expresión convenientes, y comunicar así a
los que nos escuchan la impresión adecuada a lo que leemos.
Es preciso no
precipitar la lectura, a fin de que quede tiempo de hacerse cargo del
encadenamiento de los conceptos, ni hacerla tan lenta, que pueda llegar a
cansar o aburrir a los oyentes; débese medir el movimiento de la dicción como
se mide el del canto, según la importancia y la ligereza del asunto y según la
impresión que se quiera producir.
Es absolutamente
necesario evitar tres defectos: la vacilación, la monotonía y el énfasis. Es
imposible leer bien sin haber adquirido las cualidades de seguridad, variedad
en los tonos, sencillez y naturalidad.
Leed como si
hablaseis. Cuando se habla con alguien, nadie tiene necesidad de ir pensando en
la entonación que le conviene adquirir, puesto que ésta se va adaptando
inconscientemente a lo que se dice. No hay nadie que al hablar infle
innecesariamente la voz, ni adopte falsas entonaciones o un acento monótono.
Claro está que a veces hablamos con una rapidez que no siempre conviene a la
lectura, pero en esto, como en todo, el mejor maestro ha de ser el buen
sentido.
En todos los casos,
y como regla que debéis tener muy presente, porque os ahorrará incurrir en la
mayor parte de los defectos que quedan enunciados, seguid el siguiente consejo:
Procurad, al leer, que vuestra vista vaya siempre por delante de vuestra voz;
es decir, que al pronunciar vosotras una frase, ya esté vuestra vista
entretenida en leer la frase siguiente.
Otro consejo,
también muy importante. Si tenéis ocasión de oír a quien hable o lea bien,
hacedlo. Fijaos atentamente en el tono, en la forma, en el modo de leer o de
hablar que tenga el orador a quien escucháis. Esta lección práctica os servirá
más que todos los preceptos.
El arte de la
lectura—dice Ernesto Legouvé,—es más conveniente todavía a las mujeres que a los
hombres. Tienen ellas por don de la naturaleza una flexibilidad en los órganos y
una facilidad de imitación que se adapta maravillosamente a todas las artes
de la interpretación y, por consiguiente, al de la lectura. Y ahora
añado que este talento que en los hombres es un instrumento de trabajo, un
medio de éxito profesional, puede enlazarse para las mujeres a las más dulces
ocupaciones domésticas, a sus más preciados deberes de familia. Ellas son
hijas, madres, hermanas, esposas... Más de una ha visto o verá a su lado a un
padre anciano enfermo, a una madre agobiada por el dolor, a un hijo en cama. El
padre no puede ya leer: su vista no se lo permite; la madre no quiere,
porque el estado de su ánimo no se lo consiente; el niño quisiera leer, pero no
sabe. ¡Qué dulce alegría para la mujer que puede, por medio de algunas lecturas
bien hechas, aliviar al que sufre, consolar al que llora, distraer al que se
hastía! En nombre, pues, de los más dulces sentimientos, les diré : “Aprended a
leer en alta voz y procurad así adquirir una habilidad que puede llegar a
convertirse en una virtud”.»
[El texto pertenece a la edición digital de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.]
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