jueves, 9 de agosto de 2018

La última posada.- Imre Kertész (1929-2016)


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Secreto a voces (apuntes)
«Una depresión que dura ya semanas. Vivo fuera de mi novela. Cenas y reuniones con extraños todas las noches. Gran parte de mi vida es una pérdida de tiempo sin sentido que percibo profundamente. No consigo escapar. Mi debilidad frente a M. Las humillaciones físicas de la vejez. La vejez –nunca lo había pensado- empieza de golpe. De un día para otro, casi de un instante a otro. De repente cambia tu postura corporal y no puedes evitarlo. De repente sientes unas ganas tremendas de orinar, como una suerte de ataque, y tienes que resolverlo en cuestión de minutos porque de lo contrario mojas de manera humillante la ropa interior. El golpe más grande es la impotencia, cuando todavía no has perdido en absoluto el interés por las mujeres. El otro golpe es el insomnio. En este momento son las tres y cuarenta dos minutos de la madrugada y todavía no he pegado ojo. Por la mañana tengo que presentar al “gran público” a unos escritores españoles a los que no conozco, y tampoco sé español, o sea, que mostraré una total incompetencia; no importa, la época en que vivimos es incompetente.
 Otra cosa: ¿por qué no consigo olvidar la primera bofetada de castigo que me propinó mi padre? Ocurrió en el internado, al mediodía, en el dormitorio de la institución, donde en ese momento no había nadie salvo nosotros dos. Mi padre me había dicho que, si tenía hambre, comprara algo al fiado en la tienda de comestibles de la esquina; el tendero se llamaba Ács y su tienda, situada en un sótano, estaba en la esquina de las calles Szondi y Munkácsy Mihály. Me pasé la semana comiendo panecillos con mantequilla y salami. Es concebible que mi padre tuviera que pagar un montón de dinero (¿quién sabe cuánto habrá sido?). Da igual, porque mi padre era pobre y sin duda consideraba mis comilonas de salami algo así como un exceso.
 Sin embargo, no gastó mucha saliva en explicaciones. Estaba evidentemente decidido a una acción ejemplarizante, a una buena bofetada. El rincón donde sucedió todo, así como la superioridad física que me aniquiló, me obligaron a gritar a voz en cuello y a llorar. Psíquicamente fue un acontecimiento devastador. Debía de tener ocho años. Sólo con el paso de muchos, muchos años consigo reconocerle un rasgo liberador, cuando contemplo largo rato aquel suceso tal como Flaubert aconsejó a Maupassant: contemplar un árbol hasta verlo diferente de los demás y reconocer así su individualidad incomparable. […]
 Hoy, en la revisión, le han encontrado a M. una alteración de los ganglios en la axila. Para ambos es demasiado pronto para morir. Algo, sin embargo me sugiere que dentro de poco tendremos que decidirnos. De hecho, estoy preparado para la muerte, aunque siento dejar mi trabajo inacabado. Por otra parte, la irreflexión con que hablo sobre la muerte… ¿Es serio o no es serio? Creo que es más serio de lo que pensamos, y creo que es menos serio de lo que pensamos. El sufrimiento… Sólo el sufrimiento es cosa seria. Temo que Magdi sufra y solamente puedo aliviar su sufrimiento sufriendo con ella, por lo que será un doble sufrimiento, para ella y para mí. Todo es más fácil para aquél que no ama.
 La terrible realidad ha confirmado la terrible realidad. A Magdi le han encontrado metástasis en los ganglios linfáticos. Le esperan cosas terribles y también a mí. Pero hemos decidido aguantar. Existe una frontera que no merece la pena traspasar; sin embargo, no hemos llegado aún a ese punto. Dice M. que todavía no ha podido asumirlo; pero es que aquí no hay nada que asumir. Recuerdo mi conversación con el biólogo celular. El biólogo me explicó con mirada encendida el funcionamiento de las células en el organismo humano. Estas células existen y actúan de forma completamente independiente, según sus propias leyes o –si se quiere- sus propios caprichos. Se juntan y se separan, provocan o sufren mutaciones, etcétera. Y cuando observé que eso era terrible, el biólogo celular me miró asombrado. ¿Por qué?, preguntó. La enfermedad no tiene nada que ver con nuestras concepciones; la enfermedad, de hecho, no tiene nada que ver con nosotros, a lo sumo nos mata. No tiene nada que ver con la moral, nada que ver con nuestros actos, no guarda ninguna relación con nuestras virtudes o nuestros pecados. Las células son ciegas y nos gobiernan de una manera absurda. Por eso la vida no es un asunto demasiado serio. Le damos una importancia mucho más grande que la que le corresponde en la realidad. En la realidad, una vida humana equivale a cero. Es un ejemplar de la especie ni siquiera digno de mención. Sólo a nosotros nos duele esa vida humana, sea porque amamos, sea porque da la casualidad de que es la nuestra.
 Analizar seriamente por qué me aferro tanto a la vida (teniendo en cuenta en particular la vejez que me espera, la degradación, la miseria física que humilla profundamente y lo despoja a uno de toda autonomía, de toda la dignidad que le queda). […]
 Toda relación humana es una ilusión. La familia: herencia, asuntos relativos a los bienes muebles e inmuebles. La amistad: palabras amables, impotencia, inacción. A veces, alguna alegría por el mal ajeno. El amor: en un instante se esfuma sin dejar huella. Y aun así algo existe, a pesar de todo florece una acción. Pero siempre de manera inopinada y en general no allí donde la esperamos ni por parte de la persona en la que hemos depositado nuestra confianza.
 Hoy ya no cabe la menor duda de que Europa occidental no supo disfrutar de su época feliz entre 1949 y 1989. Por lo visto, ni los hombres ni tampoco las sociedades han nacido para la felicidad, sino para la lucha. La meta marcada es siempre la felicidad pero se trata siempre tan sólo de una ilusión. Todavía no sabemos cómo encajar la vida individual con los objetivos de la sociedad, de los que apenas sabemos nada. Todavía no sabemos qué nos impulsa ni para qué vivimos, de hecho, más allá de los automatismos vegetativos. A decir verdad, todavía no se ha aclarado si somos nosotros los que existimos o si somos tan sólo la encarnación del montón de células que actúan dentro de nosotros…, un símbolo que hace –que está obligado a hacer- como si fuese una realidad autónoma. […]
 Anoche, un documental sobre la naturaleza. En las islas Galápagos se ha desarrollado una variedad de pinzón que chupa sangre. En la época de sequía, un pinzón se abalanzó sobre la pata de un pájaro herido –algún ave acuática tipo pato o ganso- y empezó a chuparle la sangre. Siguiendo los principios del genial Darwin, se ha desarrollado una especie que se nutre de la sangre de esas aves más grandes. Estos pinzones les provocan una herida y luego se ponen sobre ésta, la abren todavía más con el pico y hurgan en la carne. Se veía cómo los pinzones torturaban a un pájaro herido en la parte trasera, en la zona del conducto por donde pone los huevos; otro pájaro grande observaba impasible los acontecimientos, ni se le pasaba por la cabeza intervenir para ayudar a su desdichado “primo” o “congénere”: el Creador no insufló el concepto de solidaridad al animal; es más, tampoco la conciencia natural del interés propio. Los pájaros grandes, a los que los pinzones chupasangres bien podrían exterminar, toleran en silencio las pruebas a las que los somete el destino. Mientras, se veía en primer plano un pinzón con el pico manchado de rojo que, saciado, pero aun así con la furia de la sed de sangre en su expresión, jadeaba y lanzaba una mirada maligna con los ojos entrecerrados: se parecía a István Csurka. Curioso que a las grandes rapaces se les note su inclinación natural por la rapiña: hay maldad en su rostro, como en el de los bandidos. Ahora bien, resulta ilustrativo que un pajarito juguetón ponga de pronto cara de asesino. Cada vez que debo enfrentarme al funcionamiento de la naturaleza me siento mal. ¿Dónde está la sabiduría del Creador? El Creador actúa más bien siguiendo los principios de Auschwitz. Bien es cierto que multiplica las especies, pero a costa del asesinato; no se entiende la importancia del mandato de la conservación de la especie. ¿Para qué? El hombre ha convertido a Dios sobre todo en un ser moral, incluso el ser moral por excelencia, pero Dios es cualquier cosa menos moral. No posee ni un ápice de este principio. Contempla alegremente cómo sus criaturas se devoran y al mismo tiempo se torturan sin piedad las unas a las otras. No existe la compasión  ni en Dios ni en sus criaturas. La vida es básicamente maldad. Y el hombre se consuela pensando que le toca la vida eterna en recompensa por la conservación de la especie.
 La vida es un error que la muerte tampoco arregla. Vida y muerte: todo error.
 El apunte anterior puede parecer el producto de un estado de ánimo depresivo, que lo es. Lo cual no cambia en absoluto su validez general. La vida es un error porque el hombre basa su existencia en principios morales, mientras que el funcionamiento de la vida, de la existencia, es amoral tanto en sus principios como en su práctica. A todo esto, el hombre no es capaz de cumplir, ni en la vida social ni en la individual, con los principios que él mismo ha establecido. Levanta su vida sobre la mentira porque no le queda más remedio. La muerte pone fin a la mentira, pero no trae a cambio la verdad, sino que a lo sumo sirve para que uno reconozca, aterrado, la mentira.
 Por consiguiente, yo mismo soy racionalista, pero como la vida no puede explicarse racionalmente, dejo un amplio espacio para toda clase de místicas. […]
 Auschwitz ocurrió y el hecho de que ocurriera (de que pudiera ocurrir) es irrevocable. En ello estriba la enorme importancia de Auschwitz. Cuanto ha ocurrido influye en lo que todavía puede suceder. No se puede borrar del tiempo, no se puede borrar del proceso que, a falta de un término mejor, suelen llamar fatalidad. Y eso no se puede cambiar.
 El diario no sirve para representarme a mí mismo si este ser indefinido y sin perfiles –yo mismo- no refleja el caos existente en el mundo. Este caos, rebosante de acciones, se caracteriza por obstaculizar la acción. Es, pues, el mundo destructivo de la mentira y en él toda acción resulta mentirosa y destructiva. Y, además, ha dejado de ser interesante.
 No consigo olvidar el gesto estremecedor del pajarito moribundo en las islas Galápagos. Siguiendo las huellas de Darwin, filmaron cómo un polluelo sale del huevo y empieza a comer del pico de la madre. Entonces el polluelo más fuerte comienza a golpear y a atormentar a su hermano más débil. Lo tortura hasta echarlo del nido para poder engullir él solo todo el alimento que la madre le mastica primero con su pobre pico y le introduce luego en la garganta. Entretanto, su hermano, que ni siquiera tiene plumaje, se ha caído del nido y yace desamparado bajo un sol asesino, entre las sanguinarias criaturas de Dios que han descubierto ya al animalito moribundo y se disponen a devorarlo. El pajarito vuelve a levantar aún la cabeza y después la deja caer sobre el suelo. Si yo fuese Dios, este espectáculo sin duda me obligaría a reconocer el fracaso de la creación. Ni Goethe, ni Stendhal, ni Churchill, nadie es consuelo suficiente para esta muerte. Y eso que aún no hemos dicho nada de Auschwitz ni de los monstruos humanos que fabrican ántrax.»
 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Acantilado, en traducción de Adan Kovacsics. ISBN: 978-84-16011-79-7.]

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