sábado, 29 de enero de 2022

Catón político.- Roque Barcia (1823-1885)


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Advertencia del editor

Revolución de 1854. (Hoja volante). ¿Qué haremos?

 «Pasó el gabinete San Luis: pasó ese gabinete que pretendía hacer de veinte millones de hombres un corazón egoísta y avaro: pasó como pasan los terremotos, como pasan las epidemias; pasó para no volver más.
 ¿Quién obró este prodigio? La revolución. ¿Qué es la revolución? Tal vez se ignora generalmente.
 Cien años de mal gobierno, se ha escrito, son preferibles a tres días de revolución.
 Nosotros creemos que debe decirse: cien revoluciones son preferibles a sólo tres días de un mal gobierno. Porque la revolución no es el tumulto, no es la anarquía, no es el botín; la revolución es la gran disciplina de los que no gobiernan para la humanidad, sino para ellos, para sus pasiones, para sus ruindades; la revolución es un instante de ley suprema: un instante en que la ley se viste el traje de todos para ser igual, inviolable, poderosa, casi divina. La revolución es tan indispensable para dar vida a las opiniones de la sociedad, como son indispensables ciertas inundaciones para dar alimento a los campos.
 Pero esas revoluciones destruyen, se dice; también destruye el hacha que tala los árboles, y no obstante la poda les hace producir. También destruyen las tormentas, los huracanes y los rayos, y no obstante esos rayos purifican la atmósfera. También destruyen los abismos y, no obstante, la Providencia los ha creado para que nos inspiren horror. También destruyen los torrentes y sin embargo Dios ha dicho al torrente que trabaje la tierra y que detenga nuestra planta ante la idea de un gran poder.
 La revolución es la boca por donde respiran la sociedades; no hay volcán sin respiradero: no hay sociedad humana sin revoluciones. ¿Qué fuera de nosotros si para los tiranos no hubiera un abismo, si el arbitrio de un hombre no tuviera por valla u torrente? ¿Qué fuera de nosotros si la revolución no hiciera las veces de un volcán?
 ¿Hay verdad, hay creencia, hay razón humana en esos movimientos espontáneos y universales, en esas cruzadas de los pobres que se llaman revoluciones? ¿Hay razón? ¿Hay humanidad? Pues la revolución es más buena; es santa: Dios la ha creado cuando creó el derecho y la justicia, así como cuando hizo brotar la atmósfera y la luz creó con ellas la tempestad y el rayo. La sociedad la necesita, Dios la quiere.
 Revolución fue el pueblo de Moisés, revolución fue la palabra de Jesucristo, revolución el libro de Mahoma, revolución el siglo de Sesostris, revolución el de Licurgo, y el de Pericles, y el de César, y el de Médicis, y el de Carlos V, y el de Luis XIV, y el de Pedro el Grande. Genios abortados por la revolución son Bonaparte, Franklin y Washington: esa triple pirámide levantada sobre el horizonte de dos mundos.
 Revolución fue Homero como Bossuet: revolución David como Galileo; revolución Cervantes como Atila; revolución Pedro el Ermitaño como Calvino; revolución Guttenberg como Fulton.
 Revolución es el coloso que siembra por el mundo los grandes hombres y las grandes ideas como tantos otros mármoles gigantescos que nos señalan el lindero de las edades.
 La China no fue sabia sino porque revoluciones ocultas trabajaron su espíritu: la revolución de la industria, la revolución del pensamiento. La India, ese paraíso de la humanidad, ese olvido encantado del mundo, no dará un solo paso en el camino de la perfección, en el camino de la vida, mientras que una revolución generosa y magnánima no arrebate de la boca de los magnates indios el hueso que roen bajo la mesa de su señor: mientras que la idea revolucionaria no les dé justicia, no les dé derecho, no les dé razón; es decir, no les dé libertad, porque la libertad es la primer razón, el primer derecho, la primer justicia. La India será un sueño para el mundo ilustrado mientras que no llame a su puerta ese genio de águila, ese viajero de todos los siglos, ese espíritu de cien brazos que cruzó los mares, que anduvo proscrito por los bosques de América, que articuló, por fin, una sola palabra, y que con ella ha fabricado veinte naciones de un pueblo salvaje.
 ¡Venturosa la sociedad en cuya conciencia puede resolverse el pensamiento de una revolución!
 La revolución será mala cuando un Calígula sea un Sócrates; cuando Roma deje de adorar a Trajano; cuando la civilización de América deje de sellar una palabra de gratitud sobre el sepulcro de Bolívar; cuando los Alpes dejen de guardar la memoria de su Guillermo Tell; cuando vendamos a un usurero nuestro destino; cuando el mundo deje de inclinar la cabeza sobre una esperanza. Las revoluciones serán malas cuando sea misión de los idiotas el apostolado y el martirio. Gobiernos imbéciles, ¿queréis cortar aquí el cuello al gigante? Allí resucitará con mil cabezas. ¿Queréis arrebatar al Océano el oleaje que revienta en la orilla? Un millón de olas viene después. ¿Queréis triunfar sofocando a Rienzi, execrando la memoria de Massaniello, levantando un cadalso ante los girondinos, ahorcando a Riego, inmolando al heroico Menolli, lanzando una sentencia contra Garibaldi, codiciando la sangre del valiente Kossut? Os engañáis. Usurpad mil rayos al sol y el sol no dejará de alumbrar al mundo; usurpad mil gotas al torrente, y el torrente: os inundará. ¿Cuántos tiranos no han existido? Ninguno ha dado muerte a una sola idea. ¿Cuántos verdugos no han vibrado la terrible cuchilla? Ninguno ha dado muerte a un solo derecho: ningún hacha ha segado la garganta de la humanidad. Os engañáis; para la idea cada hora es una nueva e interminable generación. Hay revoluciones porque no gobernáis para el gobierno; hay revoluciones porque queréis que todo el mundo vea las cosas con los ojos de vuestra policía y entienda con el entendimiento de vuestros fiscales, y piense con el pensamiento de vuestra opresión; hay revoluciones porque bebéis placeres en la misma copa que otros llenan de deshonra y de hambre; porque convertís la sociedad en un rostro espantado que va dando vaivenes sobre la punta de una bayoneta; porque hacéis un misterio del día; porque hacéis un crimen de nuestra virtud; porque queréis tener la verdad bajo llave, como se tiene a un perro dogo. Hubo Vísperas sicilianas, sucedieron las Pascuas veronesas, existió el juego de pelota, hubo revoluciones, porque las ensangrentadas conquistas de un pueblo no son el juro de vuestra heredad, porque un libro no es un cubilete, porque una conciencia no es un payaso, porque la creencia y el amor no han dejado de ser jamás el testamento del primer hombre. Hubo revoluciones, hay revoluciones porque como Xerjes lanzáis cadenas a la mar, cuando en vano dijerais al arbusto: no tengas sombra, y en vano dijerais al grano de arena: desaparece de este globo donde Dios te ha creado. Hay revoluciones, habrá revoluciones porque sois tiranuelos, porque sois tan pobres que hasta carecéis de la más vulgar de todas las virtudes: ¡la virtud de pensar en Dios! Legislad y seréis razón: creed y seréis dogma; hablad por boca de la libertad del derecho, de ese pensamiento divino que perpetuamente se agita en el mundo, como las olas en el golfo: sed liberales y cerraréis la puerta a esas revoluciones que os espantan: no habrá revoluciones, porque vosotros seréis entonces la revolución, porque vosotros seréis la humanidad, ese gran símbolo que ha salido triunfante de los naufragios del pasado, que atraviesa inmortal las turbulencias del presente y tiende sus alas hacia adelante como el genio del porvenir. No seáis milanos, no seáis búhos, no seáis buitres: sed águilas; haced de modo que para miraros tengamos que levantar la frente.
Resultado de imagen de roque barcia caton politico analecta editorial Mal gobierno, que truecas en paño mortuorio la púrpura sagrada del mando, ¡aprende a conocer que el que te habla es hombre como tú!
 Pero la revolución es como el fuego. Quien sobre ella pone imprudentemente la mano, se quema. No es bastante que un pueblo se revolucione; no es bastante que la madre para [dé a luz]: es indispensable educar al hijo. Nuestra revolución pública está hecha: ahora conviene dirigirla a sus fines propios. ¡Ay de nosotros si nos engañamos en la educación de nuestro pupilo! Esa revolución, que es el azote providencial del gobierno injusto que la sofoca, es también el juicio inexorable del pueblo ignorante que no la comprende.
 La revolución podría significarse por medio de un gigante que tiene muchos rostros. Un rostro mira a las costumbres, a los sentimientos, a las ideas. He aquí la revolución inteligente y moral.
 ¿Qué haremos en este sentido? ¿Descuidaremos la instrucción pública?
 Otro rostro mira a los derechos y a las obligaciones. He aquí la revolución política.
 ¿Qué haremos? ¿No debería corregirse el veto absoluto? ¿Continuará siendo una quimera la responsabilidad de los ministros?
 El tercer rostro mira a las propiedades: he aquí la revolución civil.
 ¿Qué haremos? ¿Es justo que existan en Madrid quinientos establecimientos públicos de usura? ¿Quinientos establecimientos que tal vez se enriquecen con la pobreza y la inmoralidad de quince mil familias?
 Otra cara de la revolución mira al culto. He aquí la revolución religiosa.
 ¿Qué haremos? ¿Será razonable que los obispos se llamen Iglesia absolutamente? ¿Será razonable que la Iglesia esté absolutamente fuera del Estado, cuando está dentro del presupuesto que paga el Estado? ¿Es político que haya en la sociedad un poder que no sea sociedad? ¿Qué haya una parte que no viva con la vida del todo, cuando del todo recibe su vida? ¿Es político que los seminarios conciliares no se ajusten a los estatutos explícitos del concilio de Trento, ahora que ninguna legislación ha anulado dicho concilio?
 Meditemos en estas preguntas, sazonemos nuestras opiniones y esperemos con confianza. Un gobierno no se constituye como se hace una montera, Roma no fue obra de un día. Tanto peligro hay en la parálisis como en la convulsión, así como la mitad de los ciclos dista tanto de un polo como de otro.
 Baste al pueblo saber que sobre las cabezas de todo el mundo levanta sus brazos el gigante de la razón.
 Madrid, 30 de julio de 1854.- Por un comité liberal,- Roque Barcia.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Analecta Editorial, 2011, en edición de Mónica Rivero Fernández, pp. 223-228. ISBN: 978-84-92489-17-6.]

miércoles, 26 de enero de 2022

El derecho a soñar. Propuestas para una sociedad más humana.- Riccardo Petrella (1941)


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3.-Sueños de justicia y solidaridad: Lógicas de vida

El reconocimiento de la humanidad como sujeto jurídico y político

 «La pregunta fundamental que el sueño de paz conlleva es la siguiente: ¿cuánto tiempo habrá que esperar para que las relaciones entre los pueblos y los Estados sean reguladas por la ley del derecho tal como sucede desde hace algunos siglos entre las poblaciones de Toscana y de Umbría, entre los habitantes de París y de Burdeos, entre Dinamarca y Noruega y, desde hace unos 60 años, entre Francia y Alemania? ¿Cuánto tiempo se necesitará para que el ejemplo entregado por Alemania - que volvió a pedirle a Francia representarla formalmente con plenos poderes en ocasión de una reunión del Consejo de la Unión Europea en otoño del año 2003- pueda generalizarse a nivel de instancias internacionales y mundiales? ¿Quién habría pensado, hace setenta y cinco años, que Alemania habría cumplido tal gesto político (hecho único y excepcional en el plano simbólico y práctico)? ¿Quién habría dicho, en esa época, que los europeos habrían elegido un parlamento europeo por medio del sufragio universal directo? ¿Hay que considerar inimaginable e imposible (para las próximas dos o tres generaciones) el reconocimiento por parte de Israel del derecho de los palestinos a tener un Estado? 
 El reconocimiento jurídico. La humanidad existe, es evidente, pero la percepción y el reconocimiento de su existencia siguen siendo, sustancialmente, de naturaleza antropológica. La humanidad es vista como el conjunto de seres humanos. Su existencia se siente en el plano simbólico, emocional: la humanidad es contada, cantada, filmada, en las calles, en los teatros, en todos los idiomas. Sin embargo, permanece en el campo ideal, poético y de los sentimientos.  
 Nadie representa aún a la humanidad, ni es capaz de hacerlo. La ONU representa a las “Naciones Unidas”, porque ésta no podría ser definida como la suma de las naciones. En el marco del “sistema ONU”, cada “nación” (es decir, cada Estado) sigue siendo soberana más allá, por encima e independientemente de la humanidad. No existe una soberanía de la humanidad: la única soberanía que se reconoce es la de los Estados. 
 Ni siquiera las Olimpiadas representan a la humanidad. Los deportistas que participan lo hacen en nombre de su nación, del deporte y de su país. Participan en equipos nacionales y están sometidos a estrategias estado-nacionales que obedecen a intereses financieros y comerciales. 
 Sin embargo, se ha logrado dar pequeños pero importantes pasos. Uno de estos es representado por el concepto de “patrimonio cultural de la humanidad” introducido por la UNESCO. Con este concepto, la UNESCO hace que el conjunto de Estados miembros reconozca un lugar, un monumento, una obra o una ciudad como “patrimonio de la humanidad”. Se trata un pequeño paso, porque la humanidad no se convierte a causa de ello en responsable y garante de la protección, de la conservación y de la valorización de tal sitio o monumento. El responsable propietario del “patrimonio” sigue siendo la colectividad local o nacional, y la UNESCO cumple esencialmente un rol de garante moral. Las ciudades de San Gimignano (Italia), Evora (Portugal) y Hué (Vietnam), por ejemplo, han sido catalogadas como patrimonio de la humanidad. Nada ha cambiado respecto de la gestión de la ciudad, solamente que las autoridades locales están ligadas al respeto de algunas cláusulas desde el punto de vista urbano y de las áreas de desarrollo. Ante los ojos de las poblaciones locales, la clasificación de sus ciudades se traduce especialmente en un logotipo que pueden aprovechar en el plano turístico y para obtener fondos. La introducción y la legalización del concepto de “patrimonio de la humanidad” constituyen igualmente una adquisición importante.Gracias a este dispositivo, la opinión mundial ha sido sensibilizada por la idea de que existen bienes comunes que le pertenecen a la humanidad, que forman parte del patrimonio de la humanidad. 
 La Corte Penal Internacional para los crímenes contra la Humanidad (entrada en vigencia en julio de 2002 después de su ratificación por parte de sesenta Estados), constituye el paso más importante realizado hasta el momento en el camino hacia el reconocimiento de la humanidad como sujeto jurídico con derechos y deberes. La creación de esta corte significa que legalmente se puede acusar individuos o grupos (no todavía a los Estados) de crímenes contra la humanidad por los cuales serían juzgados culpables. En el plano jurídico, la importancia de este reconocimiento por el momento sigue siendo limitada, porque el Tratado Constitutivo de la Corte circunscribe su campo de intervención a tres tipos de crímenes: genocidios, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra. Como se sabe, los Estados Unidos se opusieron a la Constitución del Tribunal y siempre negaron su legitimidad. Sin embargo, la creación de esta Corte ha abierto el camino para la formación de una jurisprudencia y un derecho mundial diferentes del derecho internacional tradicional. 
 El reconocimiento político. El reconocimiento de la humanidad como sujeto político no ha sido construido. Como “reconocimiento político” se entiende el principio según el cual es responsabilidad primaria de la humanidad la promoción y la tutela de los derechos humanos universales, de la seguridad mundial en sus múltiples dimensiones (seguridad alimentaria, seguridad económica, ambiental, financiera y de los bienes y servicios públicos correspondientes) y de la gestión de los bienes y servicios públicos mundiales. Este principio no se contradice con otro que afirma que la responsabilidad primaria de la promoción y de la tutela del derecho a la vida para todos y del vivir juntos es responsabilidad de la comunidad local, cualquiera que sea la especificidad y la identidad que las personas le otorgan a la “comunidad local”. De hecho, no existen definiciones homogéneas, estandarizadas a escala planetaria, de “comunidad local”. El primer nivel de institucionalización política (ayuntamiento, pueblo, ciudad) puede ser utilizado como punto de partida. 
 El interés por la institucionalización política de la humanidad bajo la forma de un Gobierno, de una República o de un estado mundial, no es reciente. 
Resultado de imagen de riccardo petrella el derecho a soñar En este momento, la idea que predomina en las élites de los grupos dominantes es la de la “forma de Gobierno mundial”. En la era de la economía de la información, en la era de la sociedad del conocimiento y de su globalización –afirman- el poder político sólo puede ser difundido y distribuido entre la multitud de actores que componen la sociedad contemporánea, organizados en redes (redes de instituciones públicas, de empresas, de sindicatos, de Iglesias, de ONG). Según los promotores de la “forma de gobierno mundial”, cada red debe ser considerada como portadora de intereses particulares y tener voz y voto en el mismo plano de igualdad desde el punto de vista jurídico-institucional. Una de las formulaciones aparentemente más neutras y positivas de la “forma de gobierno mundial” ha sido propuesta por el programa “Gobernance y seguridad en el mundo” de Carnegy Endowment for International Peace. Según este programa, “las peticiones para una forma de gobierno mundial se intensifican en razón del explosivo aumento de la población mundial y de las interrelaciones entre los pueblos. Numerosos problemas tales como el deterioro del medio ambiente, la violencia civil y el crimen organizado superan la capacidad de intervención de los Estados. Tales amenazas requieren soluciones transnacionales que involucren a los Estados, a las organizaciones no gubernamentales y al sector privado” (para más información, consultar la página web www.ceip.org). Un análisis de la forma de gobierno aplicada al campo del desarrollo sostenible se puede encontrar en UNEP, La gouvernance pour un développement humain durable, Nairobi, enero de 1997. 
 La forma de gobierno sería el conjunto de reglas, instituciones y dispositivos que le permiten a las diferentes redes, sobre la base de relaciones y acuerdos contractuales flexibles (“à la carte”), participar en el establecimiento de reglas, firmar acuerdos, poner a disposición común los recursos necesarios para la realización de proyectos comunes que apuntan a metas compartidas o que convergen -convergentes. No habría una forma de Gobierno basada en reglas universales para todos, basadas en instituciones mundiales responsables ante toda la humanidad y los agentes en el interés de la población mundial. Habría varias formas de gobierno con múltiples accesos, basadas en reglas e instituciones de geometría variable desde el punto de vista territorial y funcional, según los acuerdos y las autorregulaciones entre los -y por obra de- actores participantes, dejando un amplio margen de maniobra a los códigos de conducta espontáneos de cada actor/red de actores. 
 La tesis respecto de la forma de gobierno mundial como medio ideal de institucionalización de la política a escala planetaria tiene sus raíces en las teorías y en las prácticas del mundo de los negocios, especialmente en el concepto de corporate governance (gobierno de la empresa). 
 Según esta concepción, la sociedad vive y se expresa a través de los portadores de intereses (stakeholders) y la sociedad debe garantizar que su libertad y sus derechos de propiedad se inicien en un plano de igualdad en el acceso a los recursos esenciales. Según esta perspectiva,  la sociedad política obedecería a lógicas similares a las de la economía de mercado y se convertiría en un mercado político. 
 De manera coherente con los postulados de esta concepción, el Estado se reduce a cumplir el rol de stakeholder, en el mismo plano de una gran empresa multinacional, de un sindicato, de una Iglesia, de una red de ONG. Para la mayoría de los teóricos de la forma de gobierno mundial, el Estado está obligado a conformarse, como cualquier otro actor, a las lógicas de los imperativos de la globalización actual. Ya no tendría un poder de regulación autónoma, super partes. El Estado ya no es concebido y tratado como el arquitecto responsable de la res publica, sino como uno de los actores privilegiados. Su función reguladora se reduciría a la de ser garante de la libertad de autorregulación de cada stakeholder organizado a escala planetaria. 
 La “forma de gobierno mundial” pone fin, no sólo a la soberanía del Estado nacional, sino también a la soberanía del Estado en sí y del Estado de derecho que se ha formado durante los siglos XIX y XX, y que fue la base del desarrollo del derecho internacional privado y público tal como lo conocemos hoy en día.»

    [El texto pertenece  a la edición en español de Intermón Oxfam, 2005, en traducción de Begoña Eladi, pp. 185-190. ISBN: 84-8452-369-1.]


sábado, 22 de enero de 2022

Una extraña dictadura.- Viviane Forrester (1925-2013)


Resultado de imagen de viviane forrester «”¿Qué bien nos deseamos?” Una pregunta que deberíamos poder hacernos siempre, en lugar de tener que preguntarnos sin cesar a qué mal nos es más urgente escapar. “¿Qué bien nos deseamos?”  Pregunta prohibida: estaría bueno que se reclamasen cosas superfluas, o incluso una norma favorable, más aún una travesía cautivadora y armoniosa de la existencia, ¡mientras que lo indispensable se convierte en una mercancía en vía de desaparición! ¿Sería razonable preocuparse de las condiciones de trabajo o de vida, mientras que hay que abogar tanto, remar para encontrar esos puestos de trabajo impuestos y rechazados en un mundo en el que la supervivencia depende de ellos, pero en el que faltan? 
 “¿Qué bien nos deseamos?” Es sin embargo el tener de sobra donde escoger lo que debería preocuparnos. Esta época de la historia, la nuestra, posee una capacidad hasta ahora desconocida de revelarse beneficiosa para la mayoría, precisamente gracias a las fabulosas nuevas tecnologías, capaces de ofrecer abundantes posibilidades de elección de vida, en lugar de agotarlas.
 Sin por ello perderse en la utopía ni fantasear con un paraíso terrestre, hoy en día sería posible imaginar unas vidas llevadas de manera más inteligente, más divertida también, que, liberadas de tantos apremios ¡encontrarían cada una de ellas un lugar en el que serían bienvenidas! Tenemos los medios para ello. Hemos adquirido los medios para ello. Nuestra especie los ha adquirido y se los ha dejado birlar por unos pocos que se los han apropiado o los han pervertido. Pero son recuperables.  
 Liberados por las tecnologías de la mayor parte de tareas penosas, ingratas o desprovistas de sentido, todos podríamos y deberíamos estar infinitamente más disponibles para aprovechar otro tipo de oportunidades destinadas a otras labores que no sean, como ahora, las del paro. Unas oportunidades de activarnos en un mundo en que las dotes y los gustos ya no tienen las antiguas razones de ser estrangulados para ponerlos al servicio de tareas ahora transferidas a las máquinas; podrían ser por fin tomados en cuenta, tener por lo menos sus posibilidades de desarrollarse, dedicados a valores y necesidades reales y sin vínculo obligado con la rentabilidad.
 Hoy en día debería desarrollarse como nunca la práctica de oficios, de profesiones y empleos indispensables, pero cuya penuria se hace paradójicamente más manifiesta. No obstante la educación gratuita y obligatoria y la democratización de los estudios han dado a la gran mayoría la capacidad de ejercerlos. Ahora bien, se puede ver, por una parte, cómo esos puestos de trabajo se evaporan a una velocidad vertiginosa, o se convierten en caricaturas de empleos, remunerados en la corriente, mientras que, por otra parte, los oficios y las profesiones son ignorados y automáticamente desatendidos, apartados sin haber sido tomados en consideración, condenados como lujos extravagantes, queridas viejas cosas pasadas de moda, trampas de déficit, de despilfarro, el súmmum de la no rentabilidad. La prueba concreta de que fuera de los senderos de la especulación no existe salvación alguna. 
 Es alucinante que en estos tiempos de lucha proclamada contra el paro y por el empleo, profesiones enteras, repitámoslo, estén cruelmente faltas de efectivos. Hasta el punto de que, por ejemplo, estudiantes de instituto y estudiantes universitarios salen a la calle con sus profesores para reclamar en vano enseñantes en número decente, un personal cuya necesidad es evidente, y su falta angustiosa. ¿La respuesta que de les da, explícita o sobreentendida? Demasiado caro. ¿Qué pareceríamos, en Bruselas y otros lugares, adornados con tales gastos públicos? Y continúan suprimiendo puestos y comprimiendo virtuosamente los efectivos; o, cuando la contestación comienza a ser tumulto, utilizan a interinos y se guardan muy mucho de sacar las plazas a concurso, o rescatan a antiguos profesores no reciclados. Todos ellos tendrán en común el ser infrapagados y librados a la inseguridad que es el destino al cual están abocados tantos de esos estudiantes intentan escapar a ello. 
 ¿Es de verdad razonable dejar que la vida económica dependa de lógicas tales que se pueda -¡e incluso que “sea preciso”, según sus postulados!- tirar a hombres y mujeres como cepillos de dientes viejos para aumentar la productividad, antes que revisar el sistema que propugna tales lógicas? ¿Hay que proseguir nuestro retorno al siglo XIX, exigir una forma de sociedad pasada de moda y retrógrada, antes que adaptar lo real a las necesidades de los vivos? 
 No se trata de ensoñaciones, sino del despertar de una pesadilla. Despertar en un mundo en cuyo seno sería posible terminar con el falso ahorro y las reducciones perversas, por ejemplo hechas a costa de la calidad de los estudios, contando con la brevedad de la juventud para que, cada año, ¡los recién llegados tengan que empezarlo todo de nuevo, tan poco resignados como los anteriores, pero con tan poco tiempo para defender los largos años de su porvenir! 
 También ahí apunta la urgencia y lo que ésta tiene de patético. Esos chicos y esas chicas que durante el tiempo que duran sus estudios tienen que batirse para defenderlos, y defender así su porvenir entero con tan poco tiempo para hacerlo, saben que este período de gracia les esta medido, que no se prorrogará y que todo el curso ulterior de su vida dependerá de él. Combatidos ellos mismos hasta la usura, tienen conciencia de lo que pueden perder. Todo. Saben a qué peligros y a qué rechazos les expone un fracaso, aunque los estudios ya no representen la misma garantía para el porvenir. 
 Por lo menos Francia goza no sólo de escolaridad gratuita sino también de universidades gratuitas, por lo demás ahora cuestionadas en este punto… ¡Busquen los lobbies! ¡Ahora apoyados por algunos mandarines! ¡Oigan su propaganda! Observen su aflicción al ver a tantos jóvenes sacrificados a un saber no exclusivamente destinado a abrirles las puertas de las empresas (que amenazan de todas maneras con seguir cerradas) y al ver arrastrarse en los arcanos del conocimiento a unas “gentes” que, según decretan, nunca se servirán de él. Y que, se adivina, según ellos no deberían arrastrarse por ninguna parte, no mezclar sus pasos en ninguna parte con los pasos tranquilos de las “élites” favorecidas, sino contentarse con aprender, por todo saber, a mantenerse en su lugar y permanecer en él. A fin de que baste luego conducir a ese ganado para que siga al rebaño. 
 Un sistema de dos o más velocidades: ésa es la clave de esta filosofía de la educación que, a partir de la secundaria, ya no favorece más que a un determinado número de alumnos. Tristeza de las escuelas de formación profesional, consideradas por muchos niños que de manera arbitraria son encaminados hacia ellas como el signo de un envilecimiento social, como una sentencia definitiva que les condena a un destino subalterno y angosto. Y no es el entorno o los equipos que ofrecen en general esos centros, ni el número de sus profesores, los que contradirán ese juicio, pues la escuela, forraje de los enseñantes, forraje de la tradición que quiere que a cada niño se le den las mismas oportunidades -por lo menos simbólicamente-, ¡no es rentable! 
Resultado de imagen de viviane forrester una extraña dictadura Ésos se saben ya clasificados. ¿Puede decirse “desclasados”? A quienes arguyen que nada es más útil, más racional y más gratificante que esas escuelas profesionales, pregúntenles dónde estudian sus hijos y los de sus allegados. Infórmense sobre el número de alumnos pertenecientes a las clases pudientes o incluso desahogadas que están inscritos en formación profesional o en esos colegios técnicos que se dicen tan preciados. Descubrirán que allí únicamente van niños que provienen de familias poco favorecidas. Hasta el punto de que uno podría indignarse de que estas últimas hayan podido acaparar tal privilegio, tan apreciado en su discurso por quienes permanecen apartados de lo que admiran tanto y de lo que se apresuran con abnegación a negar a su descendencia, ¡destinada por su parte a unas enseñanzas humanísticas o científicas de amplia vocación prodigadas en centros de punta! 
 Y, además, miren a los ojos a los niños que tienen “derecho” a esos institutos de formación profesional o a esos colegios técnicos. Su habitual tristeza. Su mirada en la frontera de una rebelión imposible, de la pesadumbre y de la aceptación. De cierta renuncia, de un adiós a cierta parte de sí mismos, de una derrota ya, que  presienten la primera. La humillación, también, de verse separados de sus compañeros que sí han pasado a los institutos de enseñanza general y de los que se saben definitivamente segregados, mientras que se les enseña por lo menos una cosa, y ellos lo saben: la resignación. 
 ¿Se resignarán a la resignación? ¿A esta segregación arcaica? Pues, a propósito de arcaísmos, bien estamos aquí en presencia de uno que nos remonta a los tiempos de la condesa de Ségur, en este clima en el que impera un estado de hecho, supuestamente petrificado para siempre, que disocia a los “humildes” de la élite de derecho divino. Encontramos allí los mismos arcaísmos de que se jacta la “modernidad” política actual. 
 No se trata aquí de aprobar, y menos aún de establecer, una jerarquía entre las profesiones, sino, a la inversa, de constatar la desconsideración en la cual son tenidas algunas de ellas, desconsideración que demuestra la disparidad de trato de las diferentes ramas, en detrimento de la rama “profesional”. Si verdaderamente no existe jerarquía entre las profesiones, como claman con entusiasmo quienes quieren imponer algunas de ellas a unos niños a quienes impiden el acceso a otras, no hay razón para que, sea cual fuere el porvenir que se proponga, cada joven no tenga derecho a una enseñanza tan completa como la de todos los demás. Decidir apartar a algunos equivale a tenerlos ya etiquetados, a amputar algunas posibilidades de su porvenir y a rebajarlos de categoría desde la infancia por el mero hecho de la falta de recursos de sus padres. En tanto que supuestamente la escuela republicana debe ofrecer a todos oportunidades equivalentes, lo que es sin duda ilusorio, pero evita una prisa excesiva en imponer lo contrario.
 Esta arbitrariedad, o mejor dicho, la orientación dada a una distribución determinada la mayoría de las veces sin atender a la identidad, los deseos y las potencialidades de cada uno de esos niños es inadmisible. Les va en ello su destino. Si se puede adivinar qué alumnos tienen mayores “probabilidades” de ser encaminados hacia los institutos profesionales, sobre todo se sabe cuáles no entrarán, independientemente de su nivel. Es ése un signo precoz de apartheid, que no depende en absoluto del nivel de los niños, sino de su extracción. Y es ése el signo más indignante.
 Se objetará que, entre los ya separados, algunos alimentan quizás una preferencia por la opción que se les impone.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2001, en traducción de Miguel Ángel Sánchez Férriz, pp. 127-132. ISBN: 84-339-6147-0.]

martes, 18 de enero de 2022

Cristal.- Sam Savage (1940-2019)


Resultado de imagen de sam savage  «Fue mi fiesta de cumpleaños y Mamá no se presentó. Todos nos quedamos un buen rato esperando y al final Papá masculló algo con rabia, haciendo que se ruborizara la doncella que nos atendía, y trajeron la tarta, a pesar de todo, y era una tarta de comida de ángeles. En la fiesta no estábamos más que los criados y yo, además de Papá durante unos minutos. Me negué a soplar las velas, así que la Niñera lo hizo en mi lugar, arrodillándose a mi espalda y colocando la cabeza junto a la mía, como si estuviéramos soplando juntas, aunque yo supiera muy bien que no estaba soplando nada. Me explicó que Mamá no estaba allí porque se había visto apresada en el remolino social. A Mamá, me dijo la Niñera, le resultaba imposible liberarse, por mucho que se empeñara. Debí de enfadarme bastante, porque recuerdo que luego, en mi cuarto, cuando la Niñera me trajo otro trozo de tarta, me comí solo la cobertura y desmigué el resto y lo metí por el conducto de la calefacción. Días después vi hormigas entrando y saliendo del conducto, y el jardinero subió a echar algo dentro. En aquellos días, mi idea del remolino social era un enorme vórtice. Se parecía mucho al remolino Maelstrom de uno de mis libros ilustrados, pero en vez de estar hecho de agua estaba hecho de personas girando, hombres y mujeres en traje de noche dando vueltas y vueltas, agitando brutalmente los brazos y las piernas en su lucha por escapar trepando por las paredes casi verticales del vórtice, para que no se los tragara el agujero sin fondo del centro. Más adelante, ya de mayor, me vino la misma imagen en algunas pesadillas, sólo que entonces yo era la única persona del remolino. Me parece que Papá, siendo como era un sportsman auténtico, lamentaba mucho que yo no fuera un niño y Mamá también lo lamentaba, y se pasaron muchos años tratando de engendrar uno, pero nunca engendraron nada. Imagino que el esfuerzo contribuía a que Papá se sintiera mejor, pero Mamá le dijo a la Niñera que para ella era una paliza, se lo dijo estando yo sentada al lado. No sólo la Niñera y Mamá, también otras personas tenían la costumbre de hablar como si yo no estuviera delante, porque era una chica supongo, o porque me consideraban perdida en mi propio mundo y ajena a lo que se decía a mi alrededor. Pasados unos años, Mamá se hartó, aparentemente y empezó a cerrar con llave la puerta de su dormitorio. Papá, sin embargo, siendo como era, imagino, un hombre muy viril, no se había hartado. Pasado un largo espacio de tiempo, tras muchas cenas con Mamá perdida en la distancia, pidiéndole silencio y contestándole con el silencio, mientras yo ocupaba una distancia intermedia con la cabeza gacha, agitando el puré de patatas hasta convertirlo en charcos lodosos, y tras haber intentado él abrir la puerta muchas veces, susurrando roncamente y sacudiendo el picaporte, el hombre acabó comprendiendo que Mamá ya había adquirido ese hábito y entonces fue cuando él también se hartó; y en aquella época, harto ya de una cosa, pero no de la otra, se retiraba a su despacho después de cenar y bebía brandy hasta que se le ponía la cara colorada. El despacho era un habitación confortable, donde podía uno sentarse sin que se le clavara nada entre los omoplatos, de manera que todo el que quería estar mucho rato sentado en nuestra casa acababa instalándose allí, menos Mamá. Papá, cuando bebía, se pasaba bastante tiempo ahí sentado, si no recuerdo mal. Tenía sillones de cuero, una mesa con el tablero de cuero, libros encuadernados en cuero, un viejo mayordomo como de cuero que se llamaba Peter y que permanecía detrás del sillón de Papá, escanciando. Todas esas cosas eran muy confortables y contribuían, supongo, a que Papá se encontrara cómodo allí, incluso cuando se sentía desdichado, y ése debía de ser el motivo de que pudiera permanecer tanto tiempo sentado en su sillón, porque se sentía desdichado pero confortable. También teníamos un perrazo muy confortable llamado Rupert, a quien le encantaba oír hablar a Papá, incluso cuando Papá estaba hosco y nadie más lo entendía. Pero al cabo de un tiempo Papá se hartó también del despacho y entonces, harto ya de una cosa pero no de la otra, subía las escaleras dando tumbos y se ponía a dar puñetazos en la puerta de Mamá. Ello ocurrió, me parece, muchísimas veces, y luego una noche, cuando estaba a punto de ocurrir de nuevo, Mamá se hartó también y amenazó con pegarle un tiro a través de la puerta. Supongo que no ocurriría tantas veces como me parece, y es posible que ella sólo lo amenazara una vez con pegarle un tiro, una sola vez –coserlo a balazos, fue lo que dijo- y si parecía estar ocurriendo todo el tiempo era por el miedo que daba. No sé si esto vale para algo. Mi dormitorio estaba al otro lado del pasillo, enfrente del de Mamá, y cuando Papá empezaba a aporrearle la puerta yo pensaba en sitios a donde podía ir, y cuando él regresaba a la planta baja encendía la luz y abría la cajita de los sellos y los colocaba encima de la cama y hacía como que eran países insulares repartidos por el océano de la colcha. Los colocaba en diversas combinaciones, en un gurruño, como las Fiji, o una detrás de otra, como las Marianas, y pasaba un buen rato pensándome el orden en que las visitaría. Me figuraba que el rey o el presidente o el que fuera que aparecía en el sello bajaba a la playa con su cortejo a recibirme cuando desembarcaba, y el cortejo incluía elefantes y caballos, por lo general, y solía dormirme imaginando eso, y a la mañana siguiente la doncella tenía que ayudarme a recuperar los sellos de entre las sábanas revueltas.
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 Murió el mayordomo y nadie ocupó su lugar, el jardinero fue despedido, los animales de los setos se convirtieron en matorrales sin podar, pinos y robles crecieron en los arriates. Unos colegiales mantenían el césped más o menos segado, y mi padre aún podía pasarse horas al aire libre, aporreando pelotas de golf, hiciera el tiempo que hiciera. Yo oía los golpes desde el interior de la casa, una y otra vez, y una sucesión de crujidos rápidos como ráfagas de escopeta, un largo silencio mientras Papá caminaba hasta el final del césped y recogía las pelotas, y luego más golpes cuando las aporreaba en dirección opuesta. A veces una pelota iba a estrellarse contra la pared de la casa o se metía por una ventana. A Papá le importaba un pimiento que se rompieran las ventanas y, si hacía buen tiempo las dejaba así, y por la noche se nos metían en enjambre los insectos y se ponían a zumbar en círculos desesperados en torno a las lámparas; a veces resultaba imposible dormir por culpa de los mosquitos que había en el interior de la casa. En invierno tapaba los agujeros con pedazos de cartón corrugado, pero en verano nunca se tomaba la molestia, a pesar de los insectos, y una de las primeras cosas que hacía yo cuando venía de visita era recorrer la casa, contar los agujeros  y llamar a alguien que viniera a repararlos. La verja de hierro no recibía una nueva capa de pintura en primavera, como antes, y se ponía marrón de herrumbre, manchándome la ropa cuando la rozaba. Las puntas del hermoso bigote de Papá, que en sus años mozos se curvaban hacia arriba como colmillos de jabalí, colgaban ahora fláccidas a ambos lados de sus quijadas colgantes. No era sólo la cara; su cuerpo entero se expandía, para instalarse más abajo, como arena en un saco: se volvió ancho de posaderas y se le puso la cara roja y se pisaba los pantalones al andar. Cuando empezaron las goteras, Papá malvendió las pizarras del techo y en su lugar puso asfalto laminado. Hizo construir una partición en el hueco de la escalera, para ahorrar calefacción, y empezó a dormir en el despacho de la planta baja. Manchas de moho ennegrecían el empapelado. Yo era joven, estaba intentado progresar y a mi alrededor no había más que deterioro y decadencia. Cada vez iba menos a casa y, cuando lo hacía, Papá daba la impresión de quedarse perplejo y no siempre podía estar segura de que supiese quién era yo. De sopetón, quiero decir: siempre acababa enterándose cuando nos poníamos a charlar. Su sentido del humor se hizo también inestable, desquiciado casi, pasando de cordial y vulgar a extraño y sentencioso en un quítame allá estas pajas. Tendía a quedarse unos pasos detrás de mí cuando salíamos a pasear y lo oía reírse por lo bajinis a mis espaldas. Empezó a referirse a sí mismo en tercera persona, llamándose “éste”: “Éste –decía-, se va a poner un gin-tonic”. Y para interpelarme a mí utilizaba “la otra”. No estoy convencida de que lo hiciera por gracia. Se ponía agresivo cuando alguien no entendía alguno de sus chistes y casi nadie entendía ninguno, porque rara vez tenían sentido. Un día nos echaron de un restaurante de Filadelfia porque se puso a gritarle a un señor que había fallado a ese respecto. Los días en casa me los pasaba leyendo o haciéndole comidas a Papá o paseándome sin más por el jardín. Me gustaba más como estaba entonces, completamente descuidado. Dormía en un sofá del salón y los gigantescos ronquidos de mi padre brotaban de su despacho y se combinaban con el zumbido de los insectos. Si hubiera sido niña aún, quizá me habría marchado flotando a alguna parte, a alguno de los países que descubrí en los sellos. Pero lo que hacía era permanecer atada al sofá, tiesa de ansiedad, tapándome los oídos con cojines para protegerme del incansable asalto de los ronquidos de Papá (en aquel entonces aún no había descubierto las orejeras). Había momentos en que me ponía totalmente frenética y entonces me refugiaba en el cuarto de baño y me pasaba dándole a la tecla hasta la mañana siguiente. Creo que fue en aquella época cuando aprendí a escribir a máquina como escribo: para no ponerme frenética. Es fácil no sentirse solo mientras se le da a la tecla, incluso en presencia de la desolación del Concierto para orquesta. Si este fuera un libro por capítulos, esta parte se llamaría “Desolación de los ronquidos paternos”.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Seix-Barral, 2012, en traducción de Ramón Buenaventura, pp. 69-72 y 107-110. ISBN: 978-84-322-1005-1.]