miércoles, 30 de noviembre de 2016

"La sombra del viento".- Carlos Ruiz Zafón (1964)


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 Días de ceniza (1945-1949)
 3

 "La madre de Clara leía las cartas en voz alta, disimulando mal el llanto y saltándose los párrafos que su hija intuía sin necesidad de leerlos. Más tarde, a medianoche, Clara convencía a su prima Claudette para que le leyese de nuevo las cartas de su padre en su integridad. Así era cómo Clara leía, con ojos de prestado. Nadie la vio nunca derramar una lágrima, ni cuando dejaron de recibir correspondencia del abogado ni cuando las noticias de la guerra hicieron suponer lo peor.
 -Mi padre sabía desde el principio lo que iba a pasar -explicó Clara-. Permaneció al lado de sus amigos porque pensaba que ésa era su obligación. Le mató la lealtad a gentes que, cuando les llegó la hora, le traicionaron. Nunca te fíes de nadie, Daniel, especialmente de la gente a la que admiras. Ésos son los que te pegarán las peores puñaladas.
 Clara pronunciaba estas palabras con una dureza que parecía forjada en años de secreto y sombra. Me perdí en su mirada de porcelana, ojos sin lágrimas ni engaños, escuchándola hablar de cosas que por entonces yo no entendía. Clara describía personas, escenarios y objetos que nunca había visto con sus propios ojos con un detalle y una precisión de maestro de la escuela flamenca. Su idioma eran las texturas y los ecos, el color de las voces, el ritmo de los pasos. Me explicó cómo, durante los años del exilio en Francia, ella y su prima Claudette habían compartido un tutor y maestro particular, un cincuentón borrachín con ínfulas de literato que alardeaba de poder recitar la Eneida de Virgilio en latín sin acento y al que habían apodado como Monsieur Roquefort en virtud del peculiar aroma que su persona destilaba pese a los baños romanos de colonia y perfume con que adobaba su pantagruélica persona. Monsieur Roquefort, pese a sus notables peculiaridades (entre las que destacaba una firme y militante convicción de que el embutido y en particular las morcillas que Clara y su madre recibían de los parientes de España eran mano de santo para la circulación y el mal de gota), era hombre de gustos refinados. Desde joven viajaba a París una vez al mes para enriquecer su acervo cultural con las últimas novedades literarias, visitar museos y, se rumoreaba, pasar una noche de asueto en brazos de una nínfula a la que había bautizado como madame Bovary pese a que se llamaba Hortense y tenía cierta propensión al vello facial. En sus excursiones culturales, Monsieur Roquefort solía frecuentar un puesto de libros usados apostado frente a Notre-Dame y fue allí donde, por casualidad, se tropezó una tarde de 1929 con una novela de un autor desconocido, un tal Julián Carax. Siempre abierto a las novedades, Monsieur Roquefort adquirió el libro más que nada porque el título le resultaba sugerente y él siempre acostumbraba a leer algo ligero en el tren de vuelta. La novela llevaba por título La casa roja, y en la contraportada aparecía una imagen borrosa del autor, quizá una fotografía o un apunte al carbón. Según el texto biográfico, Julián Carax era un joven de veintisiete años que había nacido con el siglo en la ciudad de Barcelona y ahora vivía en París, escribía en francés y ejercía profesionalmente como pianista nocturno en un local de alterne. El texto de la sobrecubierta, pomposo y apolillado al gusto de la época, proclamaba en prosa prusiana que aquélla era la primera obra de un valor deslumbrante, un talento proteico e insigne, promesa de futuro para las letras europeas sin parangón en el mundo de los vivos. Con todo, la sinopsis referida a continuación daba a entender que la historia contenía elementos vagamente siniestros y de tono folletinesco, lo cual a ojos de Monsieur Roquefort siempre era un punto a favor, porque a él, después de los clásicos, lo que más le gustaba eran las intrigas de crimen y alcoba.
 
 La casa roja relataba la atormentada vida de un misterioso individuo que asaltaba jugueterías y museos para robar muñecos y títeres, a los que posteriormente arrancaba los ojos y llevaba a su vivienda, un fantasmal invernadero abandonado a orillas del Sena. Al irrumpir una noche en una mansión suntuosa de la avenue Foix para diezmar la colección privada de muñecos de un magnate enriquecido a través de turbias artimañas durante la revolución industrial, su hija, una señorita de la buena sociedad parisina, muy leída y fina ella, se enamoraba del ladrón. A medida que avanzaba el tortuoso romance, plagado de incidencias escabrosas y episodios a media luz, la heroína desentrañaba el misterio que llevaba al enigmático protagonista, que nunca revelaba su nombre, a cegar a los muñecos, descubría un horrible secreto sobre su propio padre y su colección de figuras de porcelana y se hundía inevitablemente en un final de tragedia gótica sin cuento".   

martes, 29 de noviembre de 2016

"El origen del conocimiento moral".- Franz Brentano (1838-1917)


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 "23.-El concepto de lo bueno.- Hemos llegado al punto en donde se originan los conceptos que buscamos, de bueno y malo; como igualmente los de verdadero y falso. Decimos que algo es verdadero cuando el modo de referencia, que consiste en admitirlo, es el justo. Decimos que algo es bueno cuando el modo de referencia, que consiste en amarlo, es el justo. Lo que sea amable con amor justo, lo digno de ser amado, es lo bueno en el más amplio sentido de la palabra.
 24.-Distinción entre lo bueno en sentido estricto y lo bueno para otra cosa.- Lo bueno se distingue en bueno primario y bueno secundario. Efectivamente, todo lo que agrada, agrada por sí mismo o por otra cosa que merced a ello es realizada o conservada o hecha probable. Así pues, lo bueno primario es bueno en sí mismo y lo bueno secundario es bueno para otra cosa, como sucede principalmente en lo útil.
 Lo bueno en sí mismo es lo bueno en sentido estricto. Sólo este bueno puede ser parangonado con lo verdadero. Porque todo lo que es verdadero es verdadero en sí, aunque sea conocido inmediatamente. En lo sucesivo, cuando hablemos de lo bueno, nos referiremos siempre a algo bueno en sí mismo, a no ser que expresamente digamos lo contrario.
 Así quedaría explicado el concepto de lo bueno.
 25.-Amor no siempre demuestra que lo amado sea digno de amor.- Mas plantéase un problema aún importante: ¿cómo conocemos que algo es bueno? ¿Diremos acaso que todo lo que es amado y puede ser amado es digno de amor y bueno? Evidentemente, no sería esto justo; y resulta absolutamente incomprensible que hayan podido algunos caer en semejante error. Uno ama lo que otro odia, y según una conocida ley psicológica, a la que ya hemos aludido hoy, sucede muchas veces que lo que al principio fue deseado como medio para otra cosa, acaba, gracias a la costumbre, por ser deseado en sí mismo; como el avaro amontona absurdamente tesoros y se sacrifica, finalmente, por ellos. Así pues, la presencia real del amor no es, sin más ni más, prueba de que lo amado sea digno de amor; como igualmente el admitir realmente una cosa no es, sin más ni más, prueba de la verdad.
 Es más: pudiera decirse que en el amor y en el odio, lo que aquí sostenemos es todavía más evidente. Pues casi nunca sucede que uno que admite una cosa la considere al mismo tiempo como falsa, y en cambio, no es raro que uno que ama una cosa se diga al mismo tiempo que esa cosa no merece amor. "Scio meliora proboque, deteriora sequor"*.
 ¿Cómo, pues, hemos de conocer que algo es bueno?
 26.-Juicio ciego y juicio evidente.- La cuestión parece enigmática. Pero ese enigma recibe una solución muy sencilla. Para preparar la respuesta trasladémonos una vez más de la consideración de lo bueno a la consideración de lo verdadero.
 No todo lo que conocemos es por ello solo verdadero. A veces juzgamos ciegamente. Prejuicios arraigados, por decirlo así, en la niñez, son para nosotros como principios irrebatibles. Todos los hombres, por naturaleza, tienen además una especie de propensión intuitiva hacia otros juicios no menos ciegos; como, por ejemplo, cuando confían ciegamente en la llamada percepción externa y en la memoria fresca. Lo que de ese modo es admitido, podrá muchas veces ser verdadero pero podría, por de pronto, ser igualmente falso, pues el juicio en el cual admitimos una cosa no posee ningún carácter especial que lo caracterice como justo.
 Existen, empero, ciertos indicios que, a distinción de aquellos otros ciegos, han sido llamados "evidentes" y que poseen precisamente ese carácter; tales son el principio de contradicción y todas las llamadas percepciones internas, que nos dicen que tenemos ahora sensaciones de sonido o de calor y que pensamos y queremos esto o lo otro.
 ¿En qué consiste, empero, la diferencia esencial entre aquella manera inferior y esta superior de juzgar? ¿Será una diferencia en el grado de convicción o alguna otra cosa? No es una diferencia en el grado de convicción; las creencias instintivas y las que obedecen a la costumbre ciega se presentan muchas veces limpias de toda duda, y hay incluso algunas de las que no podemos desprendernos aun cuando comprendamos claramente su injustificación lógica. Pero han sido afirmadas por una tendencia oscura; no tienen esa claridad que es propia del otro modo superior de juzgar. Cuando se plantea la pregunta: ¿por qué crees eso?, no se encuentran fundamentos razonables de la creencia. Sin duda, si se plantease la misma pregunta en el caso de un juicio inmediatamente evidente, tampoco podría aducirse ningún fundamento; pero la pregunta, dada la claridad del juicio, no parecería adecuada sino más bien ridícula. Todo hombre experimenta en sí mismo la diferencia entre uno y otro modo de juzgar. La decisiva aclaración ha de consistir, pues, para esto como para cualquier otro concepto, en la alusión a dicha experiencia".  
 
*"Conozco lo mejor, y lo apruebo, pero sigo lo peor". 

lunes, 28 de noviembre de 2016

"El libro de la sabiduría".- Ahmad Ibn Ata'Illah (mitad del siglo XIII - 1309)


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 "3.- La muralla de las decisiones divinas no la atraviesa ninguna fuerza psíquica. [...]
 5.-Tus afanes por alcanzar lo que tienes garantizado y tus descuidos al realizar lo que se pide de ti son las pruebas de que las tinieblas te velan el ojo del corazón. [...]
 11.-Envuélvete en una vida oscura: el grano que germina antes de sembrarlo no llega a madurar. [...]
 24.-Mientras permanezcas en este bajo mundo que no te extrañen las tribulaciones: sencillamente revelan qué atributos se merece y cómo se le debe calificar. [...]
 26.-Lo que ha sido depositado invisible en las conciencias, se transparenta en el testimonio de las apariencias. [...]
 32.-Estar satisfecho de sí mismo: tal es la raíz de toda desobediencia, de todo descuido y de toda pasión. Pero no estar nunca contento de ti mismo es la fuente de toda obediencia, de toda vigilancia y de toda pureza. Toma por compañero a un ignorante, descontento de sí: ¡verás cómo para ti vale más que un sabio satisfecho de sí! Además, ¿de qué vale la ciencia de un sabio contento de sí mismo? Y, ¡sigue siendo ignorante el que no está satisfecho de sí mismo? [...]
 40.-Aquél cuyo ejemplo no te induzca al bien y cuyas palabras no te orienten hacia Allah: ¡no vayas con él!
 41.-Si vas con uno peor que tú, corres el peligro de creerte mejor de lo que eres.
 42.-No hay obra mínima si proviene de un corazón desapegado ni obra importante si proviene de un corazón lleno de deseos. [...]
 46:- Signos de muerte del corazón son no entristecerte por los actos de obediencia que has dejado de cumplir y no lamentar las faltas que has cometido realmente. [...]
 48.-La obra más provechosa para el corazón es aquélla en la que ni te fijas, que incluso la juzgas indigna de existir. [...]
 55.-La bajeza del alma siempre sale de la semilla de la avidez.
 56.-¡Lo que más te conduce es la ilusión!
 57.-Eres libre de una cosa cuando renuncias a ella, esclavo cuando la codicias. [...]
 67.-Encontrar en este mundo el fruto de tu acción: prueba de que ha sido aceptada en el otro. [...]
 73.-La esperanza va acompañada por la acción; si no, es una veleidad. [...]
 89.-Desobediencia seguida de humildad e indigencia vale más que obediencia seguida de orgullo y vanidad.
 90.-Dos gracias que toda criatura necesita y de las que no escapa ningún ser: recibir la existencia y, luego, el socorro. Primero, te hace el regalo de existir; después, te sigue ayudando. [...]
 92.-Tu mejor momento: cuando te ves en la indigencia y reducido a un estado de insignificancia. [...]
 95.-El sabio siempre se siente necesitado y nunca encuentra satisfacción en otro distinto que Allah. [...]
 111.-La oración purifica los corazones y abre la puerta de lo incognoscible. [...]
 120.-Lo importante no es la petición que hicieras sino que seas gratificado con una buena conducta. [...]
 134.-Las gentes te alaban por lo que se figuran de ti pero tú censura a tu alma por lo que sabes de ella. [...]
 139.-Si tu corazón se ensancha cuando recibes un favor y se encoge cuando no te es concedido, sabe que aún te encuentras en la fase infantil y que no eres sincero en tu devoción. [...]
 143.-El lugar donde amanecen las luces está en los corazones y en la intimidad de las conciencias". 

domingo, 27 de noviembre de 2016

"Cuentos escogidos para la juventud".- Alphonse Daudet (1840-1897)


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 La última lección de un maestro de escuela (Relato de un niño alsaciano)
 
 "Una mañana me retrasé mucho en ir a la escuela. Como tenía gran miedo de que me riñeran, porque el señor Hamel nos había dicho la víspera, al salir de la clase, que nos preguntaría las reglas de los participios, y yo no sabía ni una palabra de ello, me asaltó la idea de hacer novillos y de irme a pasar el día corriendo por el campo, no obstante dejarse sentir demasiado el calor.
 Ciertamente que el escuchar el silbido de los mirlos entre las ramas a las orillas del bosque, el corretear por la arboleda y atormentar a los bichos que cogía, me satisfacía mucho más que las reglas gramaticales; mas a pesar de esto, resistí a la tentación, y cambiando de parecer eché a correr hacia el colegio. Al pasar por la Alcaldía vi a mucha gente parada delante del enrejado de los carteles; allí era en donde, desde dos años atrás, se sabían todas las malas noticias, las acciones perdidas, las requisiciones, las órdenes de la jefatura y pasé sin detenerme. ¿Qué podía suceder todavía?  Como atravesaba corriendo la plaza, el herrero Wachter que estaba allí con su aprendiz, leyendo el cartel, me gritó:
 -¡No corras tanto, chiquito, que llegarás bastante pronto a la escuela!
 Creí que se reía de mí y entré casi sin aliento en el patio del señor Hamel. Por lo regular, al empezar la clase se oía desde la calle el ruido que hacíamos abriendo o cerrando los pupitres, repitiendo todos en alta voz y tapándonos los oídos las lecciones de memoria y la larga regla del maestro que, pegando en las mesas, quería decir: ¡Silencio!
 Yo contaba con todo ese ruido para llegar a mi puesto sin ser visto; pero aquel día reinaba en la clase una completa calma. Por la ventana abierta veía a mis compañeros, cada cual en su sitio, y al señor Hamel que discurría de un lado para otro con su terrible regla debajo del brazo. No había escapatoria: o retirarme o entrar llamando la atención. La sangre me afluía a la cara y casi temblaba de miedo. Empujé la puerta y penetré en la clase. El señor Hamel no me riñó, antes bien, mirándome con mucha dulzura me dijo:
 -Anda pronto a tu sitio, mi pequeño Frantz; íbamos a empezar sin ti.
 Salté por encima del banco y me senté enseguida delante de mi pupitre. Algo más tranquilo ya, noté que el maestro tenía puesta su hermosa levita verde botella, su chorrera encañonada y su gorro de seda negra bordada, que no se ponía más que cuando venía algún inspector o el día del reparto de premios. También me pareció que todo en la clase tenía cierto aire solemne, pero lo que más me sorprendió fue el ver en el fondo de la sala algunos vecinos del pueblo, sentados en los bancos que había vacíos y silenciosos, como nosotros, al anciano Hanser, al ex alcalde, al ex cartero y a otros muchos. Todos parecían muy tristes y el señor Hanser había traído consigo una vieja cartilla, que tenía abierta encima de sus rodillas, con los lentes colocados sobre sus páginas.
 Mientras que yo miraba todo esto con curiosidad, el señor Hamel subió a la cátedra, y con la misma voz dulce que tenía al hablarme, nos dijo:
 -Hijos míos, es la última vez que me encuentro en medio de vosotros; ha llegado una orden de Berlín para que no se enseñe más que el alemán en todas las escuelas de la Alsacia y de la Lorena. El nuevo maestro llega mañana y como vais a dar hoy vuestra última lección de francés, os ruego que estéis muy  atentos.
 Estas palabras me trastornaron. Eso era lo que decía sin duda el cartel puesto en la Alcaldía. ¡Mi última lección de francés! ¡Y yo que apenas sabía escribir! No podría ya aprender. ¡Oh, cómo me arrepentía de haber perdido el tiempo haciendo novillos para correr a buscar nidos o patinar en invierno encima del Saar! Mis libros, que hacía poco encontraba tan fastidiosos y tan pesados, mi gramática, mi historia sagrada, me parecían ahora antiguos amigos a quienes sentiría mucho dejar. Lo mismo me sucedía con el señor Hamel, pues la idea de que iba a partir y que no lo volvería a ver más, me hacía olvidar los castigos que me había impuesto muchas veces.
 ¡Pobre hombre! Para honrar su última clase, sin duda, se había puesto su mejor traje y ahora comprendía por qué los más antiguos vecinos del pueblo habían venido a asistir a la lección. Querían demostrar así su sentimiento, y también podía tomarse como una manera de agradecer a nuestro maestro cuarenta años de buenos servicios y de despedir a la patria que se marchaba con él... Reflexionando de este modo, oí que me llamaban; me llegaba la vez para recitar mi lección. ¡Cuánto hubiera yo dado por decir muy alto, y sin equivocarme en un punto, esa famosa regla de los participios! Pero titubeé desde las primeras frases y me quedé de pie, meciéndome entre el banco y el pupitre, con el corazón encogido y, sin atreverme a levantar la vista, escuché al señor Hamel que me decía:
 -No te riño, mi querido Frantz; bastante castigado estás... He aquí lo que sucede. Todos los días has estado diciendo: "¡Bah! Tengo tiempo, mañana lo aprenderé". Y luego ya ves lo que pasa. ¡Ah, esa ha sido la causa de la desgracia de nuestra pobre Alsacia: el dejar siempre la instrucción para otro día! Ahora esas gentes tienen el derecho de decirnos: ¿Cómo? ¿Pretendíais ser franceses y no sabéis siquiera leer y escribir en vuestro idioma? Pero no eres tú el más culpable, mi pequeño Frantz, pues todos tenemos bastante que echarnos en cara. Vuestros padres no han tenido gran empeño en que aprendieseis, prefiriendo enviaros a cultivar la tierra o a ganar un jornal en alguna industria, y yo mismo tengo que reprocharme el haberos ocupado muchas veces en regar mi jardín, en vez de instruiros. Y cuando se me ocurría ir a pescar truchas, también os daba asueto.
 Después nos explicó algo del idioma francés, diciéndonos que era el más claro y el más concreto: que se hacía menester que lo conserváramos y no lo olvidáramos, porque cuando un pueblo cae en la esclavitud, mientras conserva su lengua, como dice Mistral, es como si tuviera en la mano la llave de sus prisiones. Luego cogió una gramática y nos explicó nuestra lección".

sábado, 26 de noviembre de 2016

"Gramática parda".- Juan García Hortelano (1928-1992)


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  Lección 25.- Nexos binarios en funciones terciarias
 
 "-Lo celebro, aunque me parece una cochinada. Verás, Bonus, quiero hablarte muy crudamente, a pesar de tus pocos años y confiando sólo en tu corrompida precocidad. A mí, madame Motmot, me atrae como ninguna otra hembra, pero me plantea problemas mecánicos, bien por su cantidad, bien por su sabiduría. A ningún varón nos gusta que ella sepa más, pero si, además, hay tanto ella, yo es que me aturullo. Y, en medio del puro extravío, al no saber por dónde me hallo, temo, y con fatales consecuencias, ultrajar a mi adorada tomando un camino no sólo equivocado, sino torpe. ¿Me entiendes, muchacho?
 -No lo entiendo, don Teobaldo. Pero si la señora es de lo más comprensivamente transitable...
 -Pero yo soy muy prejuicioso y no consentiría que mi novia me admitiese un tránsito desviado.
 -Ahora lo que comprendo es que usted quiera casarse. No obstante, ya que no de su gazmoñería, permítame que dude de su pericia, ni siquiera para encontrar la senda clásica. Está usted aún muy verde, don Teobaldo, y no le vendría nada mal volver a las clases prácticas. Efectivamente, con doña Marcelina usted se aturulla mucho.
 -Muchísimo. He llegado, besando su nariz, a asombrarme de que tuviera una nariz con uña. Como comprenderás, no es agradable encontrarte agarrado al dedo gordo de un pie, cuando creías estar en las alturas. Y, luego, que ella es muy emprendedora y lo mismo quiere que le sople una oreja o que le muerda el lóbulo, cuando uno le está trabajando a pellizcos la región umbilical. Te digo, joven, que las mujeres tienen un mapa erógeno enrevesadísimo. Y hay que reducírselo al croquis de toda la vida, so pena de ser abusado.
 -Aunque me resisto a temerlo, temo, don Teobaldo, que sus ideas sobre la configuración y constitución del cuerpo femenino no sean todo lo precisas que de su edad cabría exigir. Dispense un minuto.
 Bonus Eventus corrió a la borda, comprobó que se aproximaban al puente de Alejandro III y volvió a su silla de grumete, frente a la tumbona transatlántica sobre la que viajaba el caballero.
 -Cuando dices configuración y constitución, ¿he de entender, ilustrado Eventus, orografía y arqueología aplicada, respectivamente?
 -Ha.
 -En ese caso, debes considerar que el hombre es un animal que sólo conoce correctamente lo que aprendió de niño. Gracias a una educación impecable, hasta muy crecido no tuve yo ocasión experimental de conocer mejor. Y lo que de cachorro no se aprende, ya nunca se aprende bien, porque siempre coincidirá la realidad con la idea de la realidad que nos hicimos mientras vivíamos de imaginaciones.
 -Dicho de otro modo, que usted, señor, conoce mal a las mujeres.
 -Yo tampoco diría mal sino dudoso y embarullado, como todo conocimiento previo que se resiste a desaparecer y se ve obligado a coexistir con la realidad puercamente estricta.
 -Y eso, ¿le pasa con otros muchos campos del conocimiento?
 -Con casi todos, porque la niñez, y sobre todo la que yo tuve la suerte de pasar, suele ser demasiado corta para aprender lo que luego esta época enciclopedista nos exige.
 -Como, por ejemplo, un reloj.
 -De ninguna manera. Yo de un reloj tengo ideas muy claras, porque nunca he perdido el tiempo, ni lo perderé, en examinar el mecanismo de un reloj, ni en imaginármelo.
 -Y, ¿de la justicia distributiva?
 -Bien elegido el ejemplo, muchacho. Yo de la justicia distributiva, como de las mujeres, ya te digo, o de esta ciudad luz o de la generosidad o de la Reina Gobernadora o de la ectosfera, tengo ideas confusas, porque todas esas entidades las imaginé siendo niño y sólo de mayor las conocí. Se trata de un nudo cognoscitivo que no hay modo de desatar. Ahora, eso sí, la ventaja de esta doble simultaneidad es que te mueres sin saber lo que es la vida.
 -Platónico le encuentro, don Teobaldo. Y así, me parece que no conseguirá usted montarse a madame de la Voilissière. Quien, por cierto, debió de aprender la arqueología aplicada y la orografía nada más saltar de la cuna.
 -Es la única forma de llegar a ser un crápula. Si no lo mamas del ama seca, te puedes jubilar ignorando que las hembras hacen pis por delante.
 -Compruebo que tampoco está usted tan falto de conocimientos reales, señor García... Y, ¿un explosivo? ¿Tiene usted confusiones sobre los explosivos?"

viernes, 25 de noviembre de 2016

"Principios matemáticos de la filosofía natural".- Isaac Newton (1643-1727)


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  Libro III.- Reglas sobre la investigación de la naturaleza

 "Regla primera: Para explicar las cosas naturales, no admitir más causas que las que son verdaderas y bastan para la explicación de aquellos fenómenos.
 Dicen los filósofos: la Naturaleza no hace nada en vano, y vano es lo que ocurre por efecto de mucho, pudiendo realizarse por menos. La Naturaleza es simple y no prodiga las causas de las cosas.
 Regla segunda: Por consiguiente, en cuanto sea posible, hay que asignar las mismas causas a idénticos efectos.
 Por ejemplo, a la respiración de los hombres y de los animales, a la caída de las piedras en Europa y en América, a la luz de la llama en el hogar y del Sol, a la reflexión de la luz en la Tierra y en los planetas.
 Regla tercera: Las propiedades de los cuerpos que no pueden ser aumentadas ni disminuidas y que se encuentran en todos los cuerpos que es posible ensayar, deben ser tenidas por propiedades de todos los cuerpos.
 En efecto, las propiedades de los cuerpos no se conocen más que por ensayos, y por tanto hay que tener por generales a aquéllas que concuerdan generalmente con todos los ensayos, sin que puedan ser disminuidas ni suprimidas. Es evidente que no se puede ni fantasear contra el curso de los experimentos, ni alejarse de la analogía de la Naturaleza, ya que ésta es siempre simple y coherente. La extensión de los cuerpos no es conocida más que por los sentidos, y no es percibida por todos, pero como se encuentra en todos los cuerpos perceptibles, se la atribuye a todos ellos. Que varios cuerpos son duros, lo experimentamos mediante ensayos. La dureza del todo resulta de la dureza de las partes y de ello inferimos justamente que no sólo las partes perceptibles de dichos cuerpos, sino también las partículas indescomponibles de todo cuerpo, son duras. Que todos los cuerpos son impenetrables, no lo deducimos de la razón, sino de la experiencia. Todo lo que tenemos a mano lo hallamos impenetrable, y de ahí inferimos que la impenetrabilidad es una propiedad de todos los cuerpos. Que todos los cuerpos son movibles, y que gracias a cierta fuerza a la que llamamos fuerza de inercia, permanecen en su movimiento o reposo, lo deducimos de haber tales propiedades en todos los cuerpos que conocemos. La extensión, la dureza, la impenetrabilidad, la movilidad y la fuerza de inercia del todo proceden de idénticas propiedades en las partes; de ahí inferimos que las partes mínimas de los cuerpos son asimismo extensas, duras, impenetrables, movibles y dotadas de la fuerza de inercia. En esto consiste el fundamento de toda filosofía natural. Más adelante nos muestran los fenómenos que las partes de los cuerpos que se hallan en contacto pueden separarse. Que las partes pueden dividirse en otras menores por el puro cálculo, lo sabemos por las Matemáticas, pero si esta pensada descomposición de las partes puede ser ejecutada por fuerzas naturales, lo ignoramos. Pero si de un ensayo resultara que algunas partes no separadas, al romper un cuerpo duro y sólido, admitieran una división, concluiríamos según la misma regla que no sólo son divisibles las partes separadas, sino que también las no separadas pueden dividirse al infinito.
 Si finalmente todos los cuerpos próximos a la Tierra pesan hacia ésta, y precisamente en proporción a la cantidad de materia en cada uno de ellos; si la Luna pesa hacia la Tierra en proporción a su masa, e inversamente nuestro mar pesa hacia la Luna; si además los experimentos y observaciones astronómicas han demostrado que todos los planetas pesan recíprocamente unos hacia otros, y los cometas hacia el Sol, hay que afirmar en fin según esta regla que todos los cuerpos pesan unos hacia otros. La prueba de la gravedad general es más fuerte que la de la impenetrabilidad de los cuerpos ya que en cuanto a ésta no poseemos ningún experimento y observación concerniente a los cuerpos celestes. Sin embargo, no afirmo que la gravedad sea esencial a los cuerpos. Por fuerza propia entiendo la de inercia, que es invariable, mientras que la gravedad disminuye con la lejanía respecto a la Tierra.
 Regla cuarta: En la Física experimental, los teoremas derivados por inducción de los fenómenos, si no se dan presuposiciones contrarias, deben ser tenidos por precisamente o muy aproximadamente ciertos, hasta que aparecen otros fenómenos gracias a los cuales aquellos teoremas alcanzan mayor precisión o son sometidos a excepciones.
 Así debe hacerse, para que el argumento de la inducción no sea abolido a fuerza de hipótesis".  

jueves, 24 de noviembre de 2016

"Los hombres que no amaban a las mujeres".- Stieg Larsson (1954-2004)


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 Capítulo 9.- Lunes, 6 de enero - Miércoles, 8 de enero

 "Eso no significaba que la niña se portara bien. A la edad de diecisiete años, Lisbeth Salander ya había sido detenida por la policía en cuatro ocasiones: dos de ellas en un estado de embriaguez tan grave que requirió asistencia médica urgente, y otra vez bajo la manifiesta influencia de narcóticos. En una de estas ocasiones, la encontraron borracha perdida  y completamente desaliñada, con la ropa a medio poner, en el asiento trasero de un coche aparcado en la orilla de Söder Mälarstrand. Estaba acompañada de un hombre igual de ebrio y considerablemente mayor que ella.
 La cuarta y última intervención policial tuvo lugar tres semanas antes de cumplir los dieciocho años, cuando, esta vez sobria, le dio una patada en la cabeza a un pasajero en la estación de metro de Gamla Stan. El incidente acabó en arresto por delito de lesiones. Salander justificó su actuación alegando que el hombre le había metido mano y que, como su aspecto era más bien el de una niña de doce años y no de dieciocho, ella consideró que el pervertido tenía inclinaciones pedófilas. Eso fue todo lo que consiguieron sacarle. Sin embargo, la declaración fue apoyada por testigos, lo cual significó que el fiscal archivó el caso.
 Aún así, en conjunto, su historial era de tal calibre que el juez ordenó un reconocimiento psiquiátrico. Como ella, fiel a su costumbre, se negó a contestar a las preguntas y a participar en los test, los médicos consultados por la Seguridad Social emitieron al final un juicio basado en sus "observaciones sobre el paciente". Tratándose, en este caso, de una joven callada que, sentada en una silla, se cruzaba de brazos y se ponía de morros, no quedaba muy claro qué era exactamente lo que estos expertos habían podido observar. Se llegó simplemente a la conclusión de que sufría una perturbación mental cuya naturaleza no aconsejaba que permaneciera desatendida. El dictamen del forense abogaba por que se la recluyera en algún centro psiquiátrico; al mismo tiempo, el jefe adjunto de la comisión social municipal elaboró un informe apoyando las conclusiones de los expertos.
 Por lo que respecta a su currículum, el dictamen constató que "existía un gran riesgo de abuso de alcohol o drogas", y que, evidentemente, "carecía de autoconciencia". A esas alturas, su historial cargaba con el lastre de vocablos como "introvertida, inhibida socialmente, ausencia de empatía, fijación por el propio ego, comportamiento psicópata y asocial, dificultades de cooperación e incapacidad para sacar provecho de la enseñanza". Cualquiera que lo leyera podría engañarse fácilmente y llegar a la conclusión de que se trataba de una persona gravemente retrasada. Tampoco decía mucho a su favor el hecho de que una unidad asistencial de los servicios sociales la hubiera visto más de una vez en compañía de varios hombres por los alrededores de Mariatorget; en una ocasión, además, la policía la cacheó en el parque de Tantolunden al encontrarla, de nuevo, en compañía de un hombre considerablemente mayor. Se temía que Lisbeth Salander se dedicara a la prostitución, o que corriera el riesgo de verse metida en ella de una u otra manera.
 Cuando el Juzgado de Primera Instancia -la institución que iba a pronunciarse sobre su futuro- se reunió para tomar una decisión sobre el asunto, el resultado ya parecía estar claro de antemano. Se trataba de una joven manifiestamente problemática y resultaba poco creíble que el tribunal dictaminara algo distinto a lo recomendado en el informe social y forense.
 La mañana de la vista oral fueron a buscar a Lisbeth Salander a la clínica psiquiátrica infantil, donde se hallaba recluida desde el día del incidente en el metro. Se sentía como un preso en un campo de concentración, sin esperanzas de llegar al final de la jornada. La primera persona a la que vio en la sala del juicio fue Holger Palmgren, y le llevó un rato comprender que no estaba allí en calidad de tutor, sino que actuaba como su abogado y representante jurídico. Lisbeth descubrió en él una faceta completamente desconocida.
 Para su sorpresa, Palmgren se situó en un rincón del cuadrilátero y formuló con claridad una serie de alegaciones oponiéndose enérgicamente a que la internaran. Ella no dio a entender, ni con un simple arqueo de cejas, que se sentía sorprendida, pero escuchó con atención cada una de sus palabras. Palmgren estuvo brillante cuando, durante dos horas, acribilló a preguntas a aquel médico, un tal doctor Jesper Löderman, que había firmado la recomendación de que Salander fuera recluida en un centro psiquiátrico. Palmgren analizó todos los detalles del informe y le pidió al médico que explicara la base científica de cada una de sus afirmaciones. En muy poco tiempo quedó claro, debido a que la paciente se había negado a realizar un solo test, que las conclusiones de los médicos se basaban en meras suposiciones.
 Como conclusión de la vista oral, Palmgren insinuó que la reclusión forzosa muy probablemente no sólo iba en contra de lo establecido por el Parlamento en este tipo de asuntos, sino que incluso podría ser objeto de represalias políticas y mediáticas. Por lo tanto, a todos les interesaba encontrar una solución alternativa. Ese tipo de discurso no era nada habitual en juicios de esa índole, de modo que los miembros del tribunal se revolvieron, inquietos, en sus sillas".  

miércoles, 23 de noviembre de 2016

"Cartas a los delincuentes".- Concepción Arenal (1820-1893)


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 Delitos de lesa majestad (Artículos 106 al 166 y 481).- Delitos de rebelión y sedición (Artículos 167 al 188, 483 y 494)

 "Al tratar de los delitos de rebelión y sedición he debido recordaros ciertas lecturas que extrañan vuestras ideas, encienden vuestras pasiones y os predisponen para ser instrumentos ambiciosos o fanáticos, que después de haberos embriagado con esperanzas insensatas, os lanzan a la calle convertidos en rebeldes o sediciosos. Los que estéis en la prisión por este delito ya sabéis adónde conduce; los que al salir os veáis provocados a cometerle, si cedéis a la provocación, no esperéis mejor fortuna.
 Aquellos de entre vosotros que por la exaltación de sus ideas pueden más fácilmente servir de instrumento a la rebelión, meditad las disposiciones del Código, y ved que, a pesar de su severidad, absuelve a los meros ejecutores que se retiren sin hacer armas antes o inmediatamente después de las intimaciones de la ley. Os llamo sobre esto la atención, porque en este caso, como en otros, es táctica de los que incitan al mal el decir desde el primer paso a los que quieren perder que están perdidos, a fin de que cuando la razón y la conciencia van a detenerlos, la desesperación los empuje. Si alguna vez os lanzáis a resistir o acometer a la fuerza pública como sediciosos o rebeldes, tened presente que aunque recorráis armados y en tumulto los campos o las calles, mientras no hayáis hecho daño a nadie no estáis perdidos, siempre que os retiréis al recibir la intimación de la ley.
 También será bien que os forméis idea clara de la diferencia que hay entre rebelión y sedición, porque los que pretenden alucinaros, se cuidan poco de daros explicaciones que os ilustren, y con tal que estéis en vuestro puesto a la hora señalada, poco les importa que sepáis lo que vais a hacer, ni el riesgo que corréis. Como son mucho más graves las penas contra el delito de rebelión que contra el de sedición, importa que distingáis el sedicioso del rebelde.
 El rebelde ataca al jefe del Estado, al poder supremo o a sus ministros, para arrancarles por fuerza todas o parte de las prerrogativas y facultades que les da la Constitución, varía el orden legítimo de la sucesión a la corona; sustrae una parte del reino o de la fuerza armada a la obediencia del gobierno, o impide que se celebren las Cortes, o las disuelve o las arranca alguna resolución. 
 El sedicioso impide que se promulguen las leyes; que se hagan elecciones populares en alguna junta electoral; que la Autoridad ejerza libremente sus funciones, o que se dé cumplimiento a sus providencias, o perjudica a la Autoridad, a sus agentes, a alguna clase de ciudadanos o a las pertenencias del Estado o de alguna corporación pública.
 El rebelde ataca al Estado en sus fundamentos, el sedicioso en sus disposiciones o en sus agentes; el rebelde intenta un cambio radical, el sedicioso sólo busca una modificación; el rebelde tiene un plan vasto, el sedicioso cede a la cólera o a cualquier impulso del momento; el rebelde amenaza con un trastorno general, el sedicioso limita su acción a un breve espacio; el rebelde intenta una revolución, el sedicioso una revuelta.
 Grande es la diferencia que hay entre la gravedad de uno y otro delito, que confunden los delincuentes, creyendo que, una vez alzados, el objeto y el grito que se dé importa poco, y no obstante, según sean ese objeto y ese grito, la pena que para el rebelde, mero ejecutor, es de cadena temporal a la de muerte, para el sedicioso que se halle en el mismo caso es sólo de confinamiento menor. Si alguna vez quieren seduciros para un alzamiento, mirad bien lo que intentan los que os solicitan; sabed bien el grito que dan; pensad que aun al mero ejecutor de rebelión puede imponérsele la última pena; no os alcéis como rebeldes, no juguéis vuestra vida al más azaroso de los juegos.
 Ya habéis visto que la ley es más severa con los promovedores de la rebelión que con los meros ejecutores; pero a pesar de esta severidad, los promovedores suelen quedar impunes. Engañan la ignorancia, explotan la pobreza, tientan la codicia, exasperan la cólera, y acumulando agravios, y prometiendo imposibles, y uniendo la esperanza a la ira, lanzan a las calles o al campo los instrumentos de su fanatismo o de su ambición. Para ellos el hierro, el plomo y las fatigas; para ellos todos los azares y todos los peligros; que en esta clase de combates, los brazos caen, las cabezas huyen o se ocultan, y aun suelen tomar precauciones para no tener necesidad de ocultarse ni de huir.
 Si hay entre vosotros, como es probable, algún confinado por delito de rebelión o sedición, recordad la diferencia que hubo entre las palabras y las acciones de vuestros instigadores; cómo antes del alzamiento os embriagaron con esperanzas, cómo os abandonaron en el peligro, y la distancia de los sueños con que os halagaban a la realidad que hoy tocáis. El seductor en esta línea desdeña al seducido, porque ¿cómo, si no le desdeñase, había de atreverse a darle como razones absurdos tan groseros, a ofrecerlo como fácil lo que está lleno de peligros, a hacerle creer lo que es imposible que vea, y presentarle para que lo acepte el más oneroso de los contratos?"