domingo, 26 de febrero de 2023

Proceso al azar.- Jorge Wagensberg (1948-2018) y otros


Jorge Wagensberg | Planeta de Libros
Las reglas del juego


  «Las cosas, sencillamente, ocurren. Estas frescas y breves palabras dicen la verdad. La cuestión, ya lo advirtió Aristóteles, se centra en distinguir entre el antes y el después. Los sucesos que ya han ocurrido ahí están, escritos en el gran libro del universo. Es un libro en el que ninguna corrección es posible. Ni una coma. El lector de la historia, raro y minúsculo habitante de la última página, comprueba efectivamente que las cosas ocurren para tejer así un pretérito que existe y que es único. Mirar hacia atrás es una tarea plácida; ciertos, pasajes se han emborronado y, mientras no mejoren mucho las técnicas de lectura, ya no es posible saber cuántas coces dio el caballo de Napoleón; otros fragmentos, en cambio, como la Sinfonía Concertante de Mozart, permanecen claros y nítidos. Por tal facultad de lectura, este individuo —el pensador— se considera parte privilegiada del todo. El universo en su devenir es contemplado, sí, por una de sus partes: la inteligencia. Pero todo empieza cuando nuestro héroe vuelve el rostro hacia el después, hacia las páginas (se diría que) en blanco. En este momento su alma se agita. Existe un solo pasado, pero ¿cuántos futuros? Grande es entonces su inquietud, grande y fértil. Porque el tratamiento inmediato para calmar una inquietud suele consistir en su traducción en una o varias preguntas:

   Primera pregunta: De lo escrito y de lo que puedo leer ¿es posible conseguir alguna garantía para hacer apuestas sobre lo que está por escribir?
   Segunda pregunta: ¿Acaso no puedo incluso influir, por modestamente que sea, en la redacción de lo todavía no escrito?

   La primera pregunta es el punto de partida de un valioso producto de la inteligencia, el conocimiento científico. Y la segunda resume la esperanza de una de las funciones más notables del conocimiento, la capacidad para elegir nuestro devenir: ¿la libertad?
   La ciencia es una forma de conocer el mundo que empieza por separar el lector de lo escrito, el observador de lo observado, el sujeto del objeto. Es el primer principio del método científico: si el mundo es objetivo, el observador observa sin por ello alterar la observación; es la hipótesis realista. El segundo principio que el científico asume tácitamente para elaborar ciencia podría llamarse la hipótesis determinista y afecta de lleno a esta convocatoria de Figueres: los sucesos del mundo no son independientes entre sí, exhiben cierta regularidad, causas parecidas producen efectos parecidos… El mundo, sí, es inteligible. Se trata de un fuerte principio que hace que la afirmación “los sucesos ocurren” no sea, precisamente, una tautología cándida. Dicho de otro modo, en virtud del principio determinista, adquiere sentido nada menos que el concepto de ley de la naturaleza. Porque en la naturaleza no todo es posible; de todos los sucesos virtuales que podrían ser —sea el caos— no todos son. Existen conjuntos de sucesos prohibidos y, cuando el científico cree descubrir una limitación que restringe el caos, entonces dice haber descubierto una ley. Podemos atribuir la potencia de una ley a su capacidad para prohibir, de modo que las leyes muy potentes pueden llegar a dar la sensación de obligar más que de prohibir. Es, sin duda, el caso de la física, disciplina que presume de la colección más prestigiosa de leyes de la naturaleza. Los objetos que obedecen a tales leyes (el sistema planetario, por ejemplo) tienen en verdad un aspecto muy poco caótico. Su comportamiento es ordenado y armónico, decimos. El científico no afirma “éste es el mejor de los mundos posibles”, pero sí cree que, “de todos los mundos posibles, no es éste el de menor armonía”. Capacidad para prohibir, he aquí, al menos, una buena aproximación al grado de determinismo que contiene una ley científica. Pero una presunta ley que aspire al calificativo de científica debe someterse todavía a un tercer principio: el de la dialéctica entre su enunciado y la experiencia. Ello requiere la invención de un método de contraste, llámese verificar, corroborar o falsar, y de ciertos mecanismos de conexión con el mundo real, llámese percibir, observar, experimentar o simular. La esencia de la ciencia es, pues, la investigación con un método que empuñe estos tres principios: de la realidad, de la inteligibilidad y de la dialéctica.
  Pero la complejidad de los objetos de nuestro interés puede llegar a desanimarnos a la hora de una rigurosa observación de tales principios. ¿Cómo ser realistas al abordar, por ejemplo, el estudio de la propia mente?, es decir, ¿cómo separar la mente de sí misma? ¿Cómo ser determinista al estudiar el caprichoso comportamiento de un ser vivo? ¿Cómo experimentar cuando diseñamos un programa macroeconómico a largo plazo? En tales casos, y si mantenemos nuestra pretensión de elaborar conocimiento en forma de leyes, los principios del método científico deben forzosamente relajarse. Por este procedimiento, por el procedimiento de ablandar el método, la ciencia deriva hacia la ideología. La esencia de la ideología ya no es la investigación, sino la creencia. De este discurso se infiere que hay que rellenar con ideología todos aquellos agujeros que la ciencia deja vacíos. Si nuestro propósito no es afrontar la segunda pregunta, si no pretendemos utilizar el conocimiento para conducir nuestro futuro, entonces no hay problema. Si el conocimiento que buscamos no es de leyes, sino de imágenes del mundo, abandonar el método científico puede ser muy recomendable; incluso puede convenir tomar principios radicalmente opuestos. Es el caso del arte, una forma de conocimiento en la que el creador tiene muy poco interés por distanciarse de lo creado. El conocimiento científico como producto, como resultado, está, pues, exento de ideología; es, si se quiere, frío, inodoro e insípido. Pero todo científico tiene, como ser humano, una ideología. Y ningún científico puede evitar en algún momento de su trabajo la colisión entre sus creencias y la ciencia que elabora o manipula. No hace falta profundizar demasiado en la cuestión para percatarse de que la misión de los tres principios del método científico consiste precisamente en ahuyentar perturbaciones ideológicas. La mente del científico se excluye a sí misma durante el propio proceso de investigación, pero no esquiva las interferencias ideológicas en dos importantes fases de su trabajo: al principio, cuando encara la formulación de sus preguntas, y al final, cuando analiza e interpreta las respuestas obtenidas. El científico se obliga a sí mismo a ser realista, determinista y dialéctico, por método, por oficio, pero esto no quiere decir que su visión del mundo contenga tales ingredientes. Más aún, en ocasiones debe admitir que los objetos que describe exhiben propiedades contrarias. ¡El objeto se opone al método! Pero incluso en estos casos el científico se aferra con fuerza a su método y retrocede todo lo que sea necesario para poder aplicarlo de nuevo. Si, por ejemplo, un suceso parece aleatorio, inventa la noción de probabilidad e intenta encontrar una ecuación determinista que utilice tal magnitud como variable. La física cuántica nos muestra una naturaleza con falta (entre otras cosas) de realismo y determinismo, pero realistas y deterministas son sus ecuaciones. La heterodoxia en esta disciplina tiene su origen en la ideología que se destila del propio método científico. Y la existencia de esta heterodoxia (llegue o no llegue a triunfar un día) ha hecho ya correr ríos de literatura científica, ha propuesto ya experimentos. La ideología, por tanto, influye en la investigación durante su fase de planteamiento. Supongamos ahora que cierta teoría (sugerida quizás en origen por cierta ideología) es elaborada científicamente, como debe ser, sin ideología. Decir que tal teoría no puede favorecer, a su vez, cierta ideología se parece más a un deseo o a un consejo que a la realidad. En la intimidad, el salto de lo epistemológico a lo ontológico es inevitable. La física cuántica dice: “El observador no puede saber…”. El salto consiste en que cierto científico (por ejemplo, Richard Feynman) añada: “… ni tampoco la propia naturaleza”. Es la transición del azar de la ignorancia al azar absoluto. ¿Por qué no? Las creencias no son el producto de conclusiones, sino, en todo caso, de estímulos. Cuando hablamos del determinismo del mundo (todo está escrito, incluso las páginas aparentemente en blanco) parece como si el peso de la demostración deba recaer sobre los indeterministas, sobre aquellos que conceden un margen de contingencia a la naturaleza. La razón está probablemente en las raíces de los grandes monoteísmos occidentales y en el propio método científico. Sin embargo, la ideología de un científico no es independiente de la disciplina en la que trabaja. La disciplina «marca» ideología. No se suelen hacer encuestas ideológicas entre científicos, pero creo que puede afirmarse que un observador de los planetas tiende a ser más determinista que un estudioso de la evolución biológica. Las ideologías son sensibles a los estímulos científicos. Luego las ideologías pueden debatirse discutiendo sus respectivos estímulos científicos. Si las ideologías no se discuten es porque los científicos que discuten entre sí son, cada día más, de una misma disciplina. Éste es el sentido de la convocatoria de Figueres: pensadores provenientes de diferentes disciplinas debaten sus ciencias y creencias ante una audiencia que procede de distintas áreas del conocimiento. La intención es conseguir un fuego cruzado de estímulos sobre una cuestión a la que ningún científico, ningún pensador, ningún artista, ningún ser humano puede sustraerse: el determinismo (o indeterminismo) del mundo (o del conocimiento del mundo).
  El segundo principio del método científico nos invita a una actitud determinista. La idea es seductora si nuestra voluntad es la investigación, pero puede entrar en conflicto con nuestra creencia. A cada uno le toca, en la intimidad, sufrir o consolarse con su propia visión del mundo. Entre el determinismo duro (todo estado del universo es consecuencia necesaria de cualquier otro, todo lo que acontece —en el pasado o en el futuro— está escrito en alguna parte) y su negación (existe el azar, no todo lo que ocurre es necesario, tiene causa u obedece a una ley), la inteligencia busca una posición en la que acomodar sus creencias, digamos, humanistas (la libertad, la creatividad artística e intelectual, la responsabilidad, la ética…). La inteligencia se enreda en un espinoso barullo de preguntas: ¿qué es el azar? ¿Un producto de nuestra ignorancia o un derecho intrínseco de la naturaleza? Si el azar es ignorancia, ¿qué sentido tiene decir que en la evolución del mundo interviene el despiste de un eventual observador? Es el azar ontológico (el Azar) y el azar epistemológico (el azar). Ornar Kayyam, por ejemplo, experimentaba amargura con la conclusión determinista:
Proceso al azar (Metatemas): Amazon.es: AA. VV.: Libros 
     “La vida es tan sólo un tablero cuyos cuadros blancos
       son los días y los negros las noches
       con el que el Hado se divierte con los humanos.
      Como si fueran piezas de ajedrez nos mueve a su antojo.
      Y con penas humanas da sus jaques mate.
      Terminado el juego nos saca del encasillado
       para arrojarnos, uno tras otro, en el cajón de la nada”.
 
   Para otros, en cambio, la misma visión determinista del mundo supone la garantía de la verdadera libertad, paz interior, incluso el más alto sentido de la creatividad artística e intelectual. Es el citadísimo caso de Einstein que extraía un gran consuelo del determinismo. Ésta es una frase de la carta de condolencia que Einstein escribiera a la viuda de su íntimo amigo Michele Besso:
 Michele se me ha adelantado en abandonar este extraño mundo. No tiene importancia. Para nosotros, físicos convencidos, la distinción entre pasado y futuro es una ilusión, aunque sea una ilusión tenaz”.
 Para Einstein, que moriría sólo tres semanas después de escribir estas líneas, las crueldades más absurdas se disolvían con su concepción determinista del mundo. Muchos artistas y escritores presumen también de determinismo: “Mi novela se escribe sola, tal cuadro, tal escultura tiene su propia dinámica, obedece a sus propias leyes, algo guía mi mano”. “Yo no busco, encuentro”, decía Picasso.
   En definitiva, distintos estímulos científicos favorecen actitudes distintas frente a la concepción del mundo, y una misma concepción del mundo puede producir muy diferentes inquietudes existenciales en el alma humana. He aquí, pues, la relación entre las reglas del juego en Figueres (los estímulos científicos de cada uno) y las reglas de juego del mundo (las leyes que producen tales estímulos y su interpretación). La ciencia es, en este caso, el anfitrión para prender la mecha de un diálogo: Peter T. Landsberg, por su protagonismo en tantos frentes de la ciencia actual, mecánica estadística, biofísica, pensamiento científico; Günther Ludwig, por su labor de fundamentación en la física cuántica; René Thom, creador de la teoría de las catástrofes, por su influencia en la evolución de las matemáticas; Evry Schatzman, por su penetración en la astrofísica y la cosmología; Ramón Margalef, por su contribución a las nuevas ideas en ecología y biología; e Ilya Prigogine, animador del concepto de autoorganización como paradigma interdisciplinar de la complejidad, por la teoría de los procesos irreversibles. Están, pues, representados el mundo abstracto, el imperceptible por pequeño, el imperceptible por grande y el imperceptible por complejo. En la historia del conocimiento existen momentos luminosos en los que el intercambio de estímulos se da espontáneamente. Ello era natural en Grecia, se dio durante el Renacimiento italiano, y basta abrir mentalmente la puerta de una cafetería de Viena de ciertos años de este siglo para encontrar el mismo fenómeno. En Figueres se intenta la experiencia de forzar esta clase de espontaneidad en un escenario que no en vano es la casa de Salvador Dalí. El intercambio de conocimientos es más difícil que el intercambio de estímulos porque, al fin y al cabo, uno no se alimenta sólo de lo que comprende profundamente. Es ésta, pues, una convocatoria para remover las investigaciones y las ideologías, las ciencias y las creencias, en torno al concepto del azar. No hay duda de que el marxismo contiene más ideología que el psicoanálisis; que el psicoanálisis contiene más ideología que la física atómica y que la física atómica contiene más ideología que la topología algebraica. No hay duda de que todas estas raciones de ideología tienen sus estímulos científicos. Por ello, las reglas del juego de Figueres se inventaron para que, sobre todo, circulara el aire fresco de los estímulos científicos bajo la cúpula geodésica del Teatro-Museo. Y así ocurrió, en una atmósfera polícroma y expectante, los días uno y dos de noviembre de mil novecientos ochenta y cinco. Cada uno se fue a su casa con su particular dosis de estímulos y acaso algún estímulo, en algún dominio, fructifique sin conciencia clara del momento y lugar de fecundación. El conocimiento elaborado olvida con frecuencia sus estímulos iniciales. No es grave. El conocimiento se nutre de la invención de reglas de juego para el mundo y también de reglas de juego para que los pensadores se encuentren en un mismo punto y se exciten con su mutua presencia. Este texto es el testimonio de uno de ellos.
   Mayo de 1986.»

     [El texto pertenece a la edición en español de Tusquets Editores, 1986, pp. 10-18. ISBN: 978-84-7223457-4.]

domingo, 19 de febrero de 2023

Anábasis de Alejandro Magno.- Lucio Flavio Arriano (h. 86 - 175)

Flavio Arriano - Wikipedia, la enciclopedia libre
Libro II

El nudo gordiano

   «Una vez Alejandro en Gordio, se apoderó de él un vivo deseo de subir a la ciudadela, donde se encontraba el palacio de Gordio y de su hijo Midas, para ver su carro y el nudo del yugo de su carro. Existía una leyenda muy difundida entre los habitantes de la región a propósito de aquel carro. Decían, en efecto, que Gordio fue un antiguo pobre frigio que sólo poseía un puñado de tierra que trabajar y dos yuntas de bueyes; una le servía para arar, y con la otra Gordio llevaba el carro. Encontrándose cierto día arando, un águila se posó sobre el yugo y permaneció posada en él hasta que fue la hora de desuncir los bueyes; Gordio, maravillado ante lo que veía, se puso en marcha a dar conocimiento del prodigio a los adivinos telmiseos, ya que estos telmiseos eran sabios en la interpretación de prodigios, don éste que habían heredado (y que también poseían sus mujeres y niños) de sus mayores. Al acercarse a un poblado telmiseo, se encontró con una joven que estaba sacando agua, y le contó lo que le había sucedido con el águila. Ella (que también era de familia adivina) le ordenó que regresara a aquel sitio e hiciera un sacrificio a Zeus Rey. Pidióle él que le acompañara y le explicara el sacrificio, y Gordio lo celebró tal como ella le había indicado. De sus relaciones con la muchacha les nació un hijo al que llamaron Midas. Llegado a la edad adulta, fue Midas un hombre noble y de buen porte; pues bien, sufrían por aquel entonces los frigios una guerra civil y les había vaticinado el oráculo que un carro les traería un rey que pondría fin a su guerra fratricida. Cuando aún estaban éstos deliberando sobre ello, apareció Midas acompañado de su padre y de su madre, e hizo detener su carro en plena asamblea. Los frigios, interpretando el oráculo, reconocieron en él a aquel hombre que, según el dios, vendría en el carro. A continuación le hicieron su rey, y fue así como Midas puso fin a la guerra civil. En agradecimiento a Zeus Rey por haberle enviado el águila, depositó el carro de su padre como ofrenda en la acrópolis de la ciudad.
 A más de ésta, corría otra leyenda sobre este carro: estaba vaticinado que quien fuera capaz de soltar el nudo del yugo del carro gobernaría en toda el Asia. El nudo era de hilachas de cornejo, y parecía no tener principio ni fin. Alejandro, en vista de lo difícil que resultaba encontrar un modo de desatarlo y como, de otra parte, no podía consentir que quedara atado, no fuera a ser que ello influyera en el ánimo de sus hombres, cercenó —según dicen— el nudo con un golpe de su espada y exclamó: ¡Ya está desatado!
 Aristobulo, sin embargo, cuenta que Alejandro, desenganchando la clavija de la lanza del carro (se trataba de una estaquilla que atraviesa de parte a parte la lanza), sujetó simultáneamente el nudo hasta liberar el yugo de la lanza del carro.
 No puedo yo precisar de qué modo actuó Alejandro en este asunto del nudo; el caso es que él y los suyos dejaron el carro seguros de que el oráculo sobre la liberación del nudo estaba cumplido, pues además también aquella noche hubo truenos y relámpagos en el cielo, como indicios de algo prodigioso. Alejandro, a la vista de ello, ofreció al día siguiente sacrificios en honor de los dioses que habían manifestado estas señales por la desatadura del nudo.

Alejandro enfermo

  Al día siguiente, Alejandro se puso en camino hacia Ancira, en Galacia. Se presentó ante él una embajada del pueblo paflagonio con ofertas de sumisión y promesas de formalizar un pacto, solicitándole a cambio no entrar en el país por la fuerza. Alejandro les ordenó que prestaran obediencia a Cala, el sátrapa de Frigia, mientras él se adentraba en la región de Capadocia, atrayéndose a su bando a toda la zona hasta el río Halis, y gran parte de la del otro lado del río. Dejó a Sabictas como sátrapa de Capadocia, y se puso al frente de sus tropas en dirección a las Puertas Cilicias.
 Al poco llegó al campamento de Ciro (a quien acompañara Jenofonte en su expedición), y al ver que las Puertas estaban custodiadas por una poderosa guarnición, dejó allí a Parmenión con los batallones de infantería que estaban dotados de armamento más pesado, mientras que él, a la hora del cambio de la primera guardia, tomó a sus hipaspistas, arqueros y agrianes, y avanzó durante la noche contra las Puertas, con intención de caer sobre la guardia cogiéndolos por sorpresa. Aunque su avance no pasó desapercibido, su acto de osadía tuvo el mismo efecto, ya que los centinelas, al ver que era el propio Alejandro quien abría la expedición, abandonaron su puesto y se retiraron en huida. Al día siguiente, a la hora del alba, cruzó con todas sus fuerzas las Puertas, iniciando así el descenso hacia Cilicia. Le llegaron noticias por entonces de que Arsames, que antes planeaba conservar la ciudad de Tarso para los persas, pensó ahora abandonarla al haberse enterado de que Alejandro ya había sobrepasado las Puertas, por lo cual los habitantes de Tarso temían que Arsames se entregara al saqueo de la ciudad antes de abandonarla. Enterado de esto Alejandro, llevó a la carrera hacia Tarso a la caballería y las tropas más ligeras, para que Arsames, al percatarse de lo inmediato de su ataque, abandonara Tarso y se reuniera con el rey Darío sin dejarle expoliar la ciudad.
Anabasis Alejandro Magno libros i-iii: 049 B. CLÁSICA GREDOS ... Dice Aristobulo que Alejandro fue víctima aquí de una enfermedad; según otros, sin embargo, ocurrió que Alejandro contrajo unas fuertes fiebres que le provocaron convulsiones e insomnio después de haberse bañado (sudoroso y acalorado como estaba) durante un buen rato en el río Cidno, cuyas aguas fluyen puras y frías por medio de la ciudad, después de atravesar una zona despejada desde las cimas del monte Tauro. Los médicos creyeron que Alejandro no sobreviviría, aunque Filipo, un médico acarnanio que acompañaba a Alejandro y que gozaba de fama de hombre entendido en medicina, y que era además de acreditado comportamiento en el campo de batalla, fue partidario de purgar a Alejandro, quien a su vez se mostraba plenamente de acuerdo con el tratamiento. Mas ocurrió que cuando ya le preparaban la copa, le fue entregada a Alejandro una carta de parte de Parmenión que decía: “Cuídate de Filipo, he oído que ha sido comprado por el dinero de Darío para darte muerte mediante un brebaje.” Alejandro leyó la nota con atención, y teniéndola aún en la mano, cogió la copa de purgante y dio a leer a Filipo la nota, bebiéndose el purgante al tiempo que Filipo leía la nota de Parmenión.
 Al poco rato se hizo evidente que Filipo había acertado plenamente en la prescripción del remedio; es más, no se turbó siquiera al leer la nota, sino que lo único que le rogó a Alejandro fue que le obedeciera hasta el final en cuanto le había recomendado, porque su salvación dependía de que siguiera sus instrucciones. En verdad, el purgante hizo efecto y cesó su dolencia.
 Alejandro dio pruebas así a Filipo de ser un amigo que da crédito a sus amigos, y las dio también a sus generales de que él confiaba plenamente en sus amigos incluso ante circunstancias insospechadas, demostrándoles al mismo tiempo su valentía frente a la muerte.

Alejandro en Tarso
 
 Poco después envió a Parmenión hacia el otro paso que divide el territorio cilicio del asirio para que lo ocupara él primero y poder controlar desde allí todos los accesos. Cedió a Parmenión para que le acompañaran toda la infantería aliada, los mercenarios griegos y los tracios que mandaba Sitalces, así como los jinetes tesalios. Alejandro fue el último en levantar el campamento de Tarso, para llegar al día siguiente a la ciudad de Anquíalo, que, según la leyenda, había construido el asirio Sardanápalo. Por su perímetro y por los cimientos de sus murallas se veía que esta ciudad había sido una gran construcción, y que su poderío había debido alcanzar gran importancia. La tumba de Sardanápalo está cerca de los muros de Anquíalo, y el propio Sardanápalo está sentado sobre ella, con sus manos entrelazadas como si fuera a tocar palmas, y había inscrito en ella un epigrama en caracteres asirios; según los asirios, era una inscripción en verso y el sentido de sus palabras, el siguiente: "SARDANÁPALO, EL HIJO DE ANACINDARAJES, CONSTRUYÓ LAS CIUDADES DE ANQUÍALO Y TARSO EN UN SOLO DÍA. TÚ, EXTRANJERO, COME Y BEBE Y DIVIÉRTETE, PORQUE TODO LO DEMÁS EN LA VIDA NO VALE ESTO" (aludía al aplauso que las palmas hacen al batir), aunque decían que el "DIVIÉRTETE" tenía en lengua asiria mayor picardía.
 Desde Anquíalo llegó Alejandro a Solos, e impuso a sus habitantes una guarnición y los penalizó con una multa de doscientos talentos de plata por haberse mostrado mejor predispuestos para con los persas. Reuniendo tres batallones de infantería macedonios, todos los arqueros y los agrianes, partió desde aquí contra los cilicios que ocupaban las alturas. En total empleó siete días en desalojar por la fuerza a unos y atraerse a otros mediante pactos; al cabo de este tiempo regresó a Solos.
 Tuvo noticias entonces de que Tolomeo y Asandro habían derrotado a Orontóbates, el persa encargado de la protección de la ciudadela de Halicarnaso y de la custodia de Mindo, Cauno, Tera y Calípolis, y a quien estaban sometidas también Cos y Triopio. La nota le decía que Orontóbates había sido derrotado en una gran batalla en la que habían muerto setecientos de sus infantes y unos cincuenta jinetes, a más de habérsele capturado no menos de mil prisioneros. En Solos, Alejandro ofreció un sacrificio a Asclepio, participando él en persona y todo el ejército, y celebró una carrera de antorchas e instituyó un certamen gimnástico y literario. A los habitantes de la ciudad les permitió gobernarse según su régimen democrático.
 Poco después se puso de nuevo en marcha en dirección a Tarso, y mientras tanto envió a Filotas al frente de la caballería para que se dirigiera a través de la llanura de Aleia hacia el río Píramo, mientras él se acercaba con la infantería y el escuadrón real a Magarso, donde ofreció sacrificios a Atenea de Magarso. Desde aquí marchó a Malo, y sacrificó según correspondía a su héroe Anfíloco. Acabó con la revuelta civil en que encontró a sus habitantes, y perdonó los tributos que pagaban al rey Darío, ya que la ciudad de Malo era una colonia de Argos, y él se consideraba descendiente de los Heraclidas de Argos.»
 
     [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Gredos, 1982, en traducción de Antonio Guzmán Guerra, pp. 166-171. ISBN: 84-249-0266-1. Tomo I.]

domingo, 12 de febrero de 2023

El silenciero.- Antonio di Benedetto (1922-1986)


Antonio Di Benedetto: carne y ciberespacio – Lecturas Sumergidas
II


  «Me viene hambre. Sin embargo, advierto que entre mi llegada y el momento de comer mediará la cola de un suceso que ha puesto vehículos y gente por donde está mi casa, o cerca.
 Me molesta un chorro de luz petrificada que echa un faro.
 En la esquina bebe —o ha estado bebiendo— una gruesa serpiente que se arrastra por la calle. El bombero que la cuida en esta punta me quita la aprensión: no se trata de mi hogar. Es al lado, el tallercito; también los dormitorios de la casa de la viuda.
 Ya ocurrió y ellos ya no vuelcan agua. Se han llevado a los heridos (o quemados), que son dos.
 Alguien, un desconocido para mí, me reconoce y da un aviso: «Aquí viene».
 Del grupo sale mi mujer. Solloza. Lo cual no significa nada en particular porque suele hacerlo con frecuencia, últimamente, y esta noche tiene motivos razonables.
 Le pregunto por el niño y por mi madre. Me responde de un modo considerablemente extraño: que si ahora pienso en ellos. Y más todavía me reprocha:
 —¡Antes, debiste!…
 Noto el cerco, pero es gente indiscreta, nada más. Reviste un significado diferente, y lo percibo, la actitud de espera del oficial de policía.

* * *
  Estoy solo, con la espalda de un agente uniformado allá en la puerta, en una oficina inactiva, excedida de luz blanca.
 He dicho no, que no fui yo, cada vez que ha venido la pregunta. No insisten. Sin embargo, detienen demasiado la mirada cuando advierten las pestañas y las cejas chamuscadas.
 No me defiendo.
Se ha posesionado de mí un recuerdo, de una lectura, y la repito en mi mente como puedo: a este respecto, en verdad, si no en otro, creo que tengo algo de común con Sócrates. Porque cuando fue acusado y estaba a punto de ser juzgado, su demonio le prohibió que se defendiera.
 Quizás faltan palabras, o cambio algunas, pero si recomienzo siempre son ésas y ninguna otra.
 No sé cuál puede ser mi demonio, ni cómo es un demonio. Pero hay algo que me impide cargar de argumentos mi simple negación.
 Nina me ha abandonado. La comprendo. Viviendo así como vivimos los sentimientos se han ido desgastando.

 Mañana vendrá ese vehículo especial. Entrará al segundo patio de la comisaría. Seré su pasajero, no sé si el único del viaje. Cuando me hagan descender, estaré en la cárcel de encausados.
 Mi madre está enterada.
 Me reconviene:
 —¡Si te defendieras!…
 Tengo conciencia de que hablo como hablaría Besarión:
 —Los mártires, me parece, no pueden defenderse. Nadie los escucha.
 Ella no lo dice, pero se le sale el asombro por mi alarde.
 “Mártir de la pretensión de vivir mi vida y no la vida ajena, la vida impuesta”, clama la justificación dentro de mí.
 No la pronuncio.

 Hará conmigo el viaje. Entretanto compartimos el banco de la galería y la sombra del guardián. Aunque él se mezquina y me descarta.
 Quedo bajo la mirada de los empleados y los estudiantes que gestionan su certificado de conducta.
 Yo tenía un certificado de esa clase. Caducó. Si quisiera otro, tendría que acreditar la conducta. Siempre, algunos, tenemos que dar pruebas. Ahora ya no lo hago. Pero ahora estoy excluido.
 Una mirada absorta gravita sobre mí. Viene de esa muchacha. La miro, me ve mirarla y retira su mirada. No es compasión, tal vez. Tal vez ella se avergüenza de mi condición.
 Sí, es absurdo. Segregarse de la libertad es un absurdo.
 Ella se ha ido. Pero yo tengo que meditar su mirada.
 No removió la parte mala de mi ser.

 El vehículo especial penetra en retroceso y desembarca guardiacárceles.
 Reconocen al hombre de mi lado:
 —¿Otra vez?…
 Los desafía:
 —No será por mucho tiempo.
 Recupero su historia, escuchada en el recreo de sol, estos días de convivencia percudida. Es ratero, diestro en deslizarse por los techos. Lo llaman "el techista". Un celador ignoraba el motivo del apodo y lo puso en una cuadrilla que trabajaba en el arreglo de las tejas de la cárcel. También de ese techo se escurrió.
 El techo…
 “El techo”, esa porción superior de mis propósitos, vuelve a mí como la dignidad volvió hace un momento.
 Pero me están diciendo que suba, que apure.
 No será por mucho tiempo.
 Y el que sea, a favor del silencio del encierro, sólo para algo enteramente noble: para escribir las páginas con que mi libro, por fin, tendrá comienzo.

 Nos descienden. Piso el pedregullo y me sé desnudo al sol.
 Nos embretan los requisitos del acceso. Nuestro cuerpo es entregado por alguien y alguien lo recibe. Nosotros asistimos a la transacción.
DESDE LA CIUDAD SIN CINES: El silenciero, por Antonio Di Benedetto Oigo música.
 Después toman nuestra ropa y nos dan un pantalón y una casaca, el colchón, la almohada y la frazada.
 Oigo música. Oigo voces de locución profesional.
 Este es el camino: un pasillo, una puerta de barrotes, otro pasillo y otra puerta de barrotes.
 Oigo una canción que termina. Oigo voces de locutor y locutora que detallan virtudes comerciales.
 Desembocamos en un patio, tal vez octogonal. Allí están todos esos hombres, inactivos contra el muro, relajados, dialogando como si se mantuvieran sin hablar. Allí están, en las paredes, dos, cuatro altoparlantes que amplifican los sonidos de una radio.
 Humillados mis hombros por la carga del colchón, la almohada y la frazada, hago mi camino por el patio, de extremo a extremo. Y un poco más, todavía, me desgarro.

 Este es el pabellón y en su interior, sobre la puerta de barrotes, otro altavoz sensibiliza el aire que tendré que respirar.
 Me dicen cuál será mi cama. Descargo. Dejo caer los brazos, a lo largo de mi cuerpo, para darles su descanso. Quedo expuesto delante del guardián. No sé qué harán conmigo ahora.
 Tampoco sabe el guardián qué espero, me parece. Porque me dice que, si lo deseo, puedo salir al patio. Ya me darán de comer.
 No pienso en comida. Me sube un ademán lento, con los dedos separados y combados a la altura de la frente, igual que si envolviera la redondez de una manzana. Pregunto, desolado:
 —¿Y esa radio?…
 Es un hombre bondadoso; me contesta como si le alegrara poder ofrecerme una compensación:
 —¿Le gusta? La tendrá siempre.
 Él no puede saber.

 Estoy sentado en una piedra, en un monte de naturaleza agradable, aunque bien triste.
 Viene, desde lejos, un pastor. Me dice:
 —No te es permitido permanecer en este sitio.
 Voy a preguntar por qué y él se anticipa:
 —Porque sobre esa piedra un cordero fue sacrificado.
 Retiro mi cuerpo del descanso y quedo de pie ante el anciano.
 Él se satisface de mi obediencia y reemprende su camino.
 Instalado en una piedra más pequeña, examino la mayor como si acabara de proponerme un enigma, no una prohibición.
 Me sorprende el pastor con un regreso repentino y me amonesta:
 —¡Y no pretendas haber sido dado en sacrificio, ser un inmolado!
 Voy a rechazar tal presunción (no obstante vislumbrar que revela la verdad); intento reprocharle su altivez, que no repara en mi humildad… Sin embargo, balbuceo y no lo logro: me perturba un sonido que acaba de llegar. Pasa a mi lado. Lo veo como un punto móvil, que se dora en el aire. Es una abeja.
 El zumbido me asedia. Se asienta en mi mejilla y no cesa su vibración sonora. Lo golpeo y cae. No es una abeja, es una mosca.
 Desaparece la claridad que hacía tan nítidos y creíbles esos sueños que yo estaba soñando. No obstante, el sonido continúa.
 Rehago mi entendimiento y lo adapto al lugar donde en verdad me hallo. Ya sé… Es la sierra de los penados meritorios, que trabajan en el taller, con permiso especial y a cambio de salario, hasta las tres de la mañana.
 Siento el cerebro machucado; como si estuviese al cabo de un abnegado esfuerzo de creación. Como si hubiera escrito un libro.
  Pero mi cansancio no es feliz.
  La noche sigue… y no es hacia la paz adonde fluye.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Adriana Hidalgo, 2007, pp. 182-190. ISBN: 978-9879396001.]