sábado, 30 de septiembre de 2017

"Germinie Lacerteux".- Edmond de Goncourt (1822-1896) y Jules de Goncourt (1830-1870)


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XLIX

«Medéric Gautruche era el tipo de obrero juerguista, vago, bromista; el obrero para quien todos los días son fiesta. Con la alegría que produce el vino, con una última gota humedeciéndole siempre los labios y las entrañas incrustadas de tártaro como un tonel viejo, era de esos a los que en Borgoña se les denomina pura y llanamente "tripas rojas". Siempre un poco bebido -si no con la borrachera del día con la resaca de la víspera-, veía la existencia a través de la insolación que parecía haberle trastornado la cabeza. Satisfecho con su suerte, se entregaba a ella con el abandono del borracho y, desde la puerta de la taberna, dedicaba una vaga sonrisa a las cosas que nos rodean, a la vida, a la senda que se adentra en la oscuridad. El aburrimiento, las preocupaciones, la miseria no hacían mella en él y, cuando, por casualidad, le venía a la mente una idea seria o desagradable, volvía la cabeza, lanzaba una especie de "¡Pstt!" que era su manera de decir: "¡A mí plin!" y, levantando el brazo recto hacia el cielo caricaturizando el gesto de un bailarín español, se sacudía la melancolía por encima del hombro mandándola al diablo. Tenía la magnífica filosofía que proviene de la bebida, la gallarda serenidad de la botella. No conocía la envidia ni el deseo. En el mostrador le servían sus sueños embotellados. Por tres perras gordas estaba seguro de obtener un vasito de felicidad y por doce, un litro de ideal. Contento con todo, todo le gustaba, le hacía reír y con todo se divertía. Nada le parecía triste en este mundo -a no ser un vaso de agua.
 A esta desenvoltura de bebedor, a la alegría de su buena salud, de su temperamento, Gautruche unía la satisfacción por su trabajo, el buen humor y la animación de este oficio independiente y descansado, al aire libre, entre cielo y tierra, en el que el obrero se distrae cantando y, encaramado en su escalera, se permite gastar bromas a los que pasan por la calle. Pintor de paredes, también hacía letreros. Era absolutamente el único hombre de París que empezaba a pintar el cartel sin medir con la cuerda, sin hacer el bosquejo; el único que, al primer intento, ponía las letras de un cartel cada una en su sitio dentro del marco y, sin perder un minuto en colocarlas, dibujaba la mayúscula a pulso. Era famoso también por sus "letras gigantes", sus letras de fantasía, las sombreadas, perfiladas en tonos broncíneos o dorados o imitando la piedra hueca. Por ello mismo, había días en que sacaba quince o veinte francos. Pero como se lo bebía todo, no se hacía más rico con eso, y siempre tenía atrasos en la pizarra para las cuentas al fiado de los taberneros.
 Era un hombre que se había criado en la calle. La calle le había hecho de madre, de nodriza y de escuela. Le había dado su aplomo, su modo de hablar y su ingenio. Todo lo que el pueblo inteligente recoge del arroyo en París, él lo había recogido. Lo que llega abajo desde lo alto en una gran ciudad, las filtraciones, las ideas sueltas, las migajas de conceptos y conocimientos, lo que circula en el aire sutil y en el arroyo turbio de una capital, los contactos fortuitos con la letra impresa, unas hojas sueltas de folletín devoradas entre trago y trago, fragmentos de comedias dramáticas oídos en el bulevar, habían infundido en él ese tipo de inteligencia rápida que, sin haber recibido educación, es capaz de aprenderlo todo. Poseía una "base" inagotable, imperturbable. Su elocuencia se desbordaba y hacía brotar frases ingeniosas, imágenes chuscas, con esas metáforas que surgen de la vis cómica de las masas. Poseía el pintoresquismo natural de la broma callejera. Rebosaba de historias divertidas y de bufonadas, era poseedor del más rico repertorio de "dichos" de todos los pintores de brocha gorda. Miembro de esas bodeguillas de baja estofa disfrazadas de "cafés-cantantes", conocía todas las tonadas, todas las canciones y cantaba sin cansarse. En fin, que era chistoso de los pies a la cabeza. Y sólo con verle se reía uno con él, como si fuera uno de esos actores que hacen reír.
 Un hombre así de alegre, con ese ánimo, "le iba" a Germinie. Germinie no era ese tipo de bestia de carga doméstica que sólo piensa en su trabajo. No era de ese tipo de criadas que se queda in albis, con cara de asombro y el torpe balanceo de la falta de inteligencia ante las palabras de sus señores, las cuales les entran por un oído y les salen por el otro. También ella se había refinado, se había formado, se había abierto a la educación que da París. Mlle. de Varandeuil, al no tener qué hacer, gustaba, como buena solterona, de oír los cotilleos del barrio. En muchas ocasiones le había hecho referir las historias de las que se enteraba aquí y allá, lo que sabía de las otras inquilinas, la crónica completa de la casa y el barrio. Esa costumbre de narrar, de charlar como una especie de señorita de compañía con su señora, de describirle a las personas, de esbozar siluetas, desarrolló a la larga en ella una viva facilidad de expresión, de rasgos afortunados y rápidos; una aguda y, en ocasiones, mordaz capacidad de observación que resultaba singular en boca de una sirvienta. Había llegado a sorprender en muchas ocasiones a Mlle. de Varandeuil por su vivacidad de comprensión, por la rapidez con que captaba lo que se decía con medias palabras, por su acierto y su facilidad para encontrar palabras de buena conservadora. Sabía bromear. Comprendía un juego de palabras. Se expresaba "sin rusticidad" y cuando se suscitaba una discusión sobre ortografía en la lechería, la zanjaba con la misma autoridad que el empleado del Registro de defunciones del Ayuntamiento, que solía ir por allí para almorzar. Poseía también el fondo de lecturas entremezcladas que suelen tener las mujeres de su clase -cuando leen. En casa de dos o tres "entretenidas" a las que había servido, se había pasado noches enteras devorando novelas; a partir de entonces había continuado leyendo los folletones que todos sus conocidos recortaban para ella de los periódicos, y así había retenido de un modo vago una multitud de cosas, y referencias sobre algunos reyes de Francia. Había captado lo suficiente para sentir deseos de hablar de ello con los demás. Por una mujer de la casa, que trabajaba como asistenta de un autor que vivía en la misma calle y que le regalaba entradas, fue al teatro en varias ocasiones; al volver, se acordaba de toda la obra y de los nombres de los actores que había leído en el programa. Le gustaba comprar letras de canciones, romanzas a perra chica, y leerlas.»
 

viernes, 29 de septiembre de 2017

"Poesías".- Dulce María Loynaz (1902-1997)


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La oración de la rosa

«Padre nuestro que estás en la tierra, en la fuerte / y hermosa tierra;
en la tierra buena: / santificado sea el nombre tuyo
que nadie sabe; que en ninguna forma / se atrevió a pronunciar este silencio
pequeño y delicado...este / silencio que en el mundo
somos nosotras / las rosas...
Venga también a nos, las pequeñitas / y dulces flores de la tierra,
el tu Reino prometido... / Hágase tu voluntad, aunque ella
sea que nuestra vida sólo dure / lo que dura una tarde...
El sol nuestro de cada día, dánoslo / para el único día nuestro...
Perdona nuestras deudas / -la de la espina,
la del perfume cada vez más débil, / la de la miel que no alcanzó
para la sed de dos abejas... / -así como nosotras perdonamos
a nuestros deudores los hombres, / que nos cortan, nos venden y nos llevan
a sus mentiras fúnebres, / a sus torpes e insulsas fiestas...
No nos dejes caer / nunca en la tentación de desear
la palabra vacía, -¡el cascabel / de las palabras!...-,
ni el moverse de pies / apresurados,
ni el corazón oscuro de / los animales que se pudre...
Más líbranos de todo mal. / Amén.

[Pulsa en este enlace para escuchar el poema: La oración de la rosa]

Poema CXXIV

 Isla mía, ¡qué bella eres y qué dulce!... Tu cielo es un cielo vivo, todavía con un calor de ángel, con un envés de estrella.
 Tu mar es el último refugio de los delfines antiguos y las sirenas desmaradas.
 Vértebras de cobre tienen tus serranías, y mágicos crepúsculos se encienden bajo el fanal de tu aire.
 Descanso de gaviotas y petreles, avemaría de navegantes, antena de América: hay en ti la ternura de cosas pequeñas y el señorío de las grandes cosas.
 Sigues siendo la tierra más hermosa que ojos humanos contemplaron. Sigues siendo la novia de Colón, la benjamina bien amada, el Paraíso Encontrado.
 Eres, a un tiempo mismo, sencilla y altiva como Hatuey, ardiente y casta como Guarina.
 Eres deleitosa como la fruta de tus árboles, como la palabra de tu Apóstol.
 Hueles a pomarrosa y a jazmín, hueles a tierra limpia, a mar, a cielo.
 Cuando te pintan en los mapas, a contraluz sobre ese azul intenso de litografía, pareces una fina iguana de oro, un manjuarí dormido a flor de agua...
 Pero también pareces un arco entesado que un invisible sagitario blande en la sombra, apunta a nuestro corazón.
 Isla grácil. Te visten las auroras y las lluvias; te abanica el terral; te bailan los solsticios de verano.
 Como Diana, libre y diosa, no quieres más diadema que la luna, ni más escudo que el sol naciente con tu palma real.
 La mala bestia no medró en tus predios, y jamás ha muerto en ti un solo pájaro de frío.
 Idílicas abejas pueblan de miel la urdimbre de tus frondas; allí vibra el zunzún desprendido del iris, y destilan música viva los sinsontes.
 Escarchada de sal y de luceros, te duermes, Isla niña, en la noche del Trópico. Te reclinas blandamente en la hamaca de tus olas.
 Tienes la rosa de los vientos prendida a tu cintura; tus mayos están llenos de cocuyos, tus campos son de menta, y tus playas, de azúcar.
 Varas de San José en trance de boda, tórnanse todos los gajos secos clavados en tu tierra taumatúrgica. Rocas de Moisés, todas tus piedras preñadas de surtidores.
 Vela un arcángel escondido tras cada zarza tuya, y una escala de Jacob se tiende cada noche para el hombre que duerma en paz sobre tu suelo.
 Otra escala sutil es para él, el humo rosa del tabaco que le alegra las siestas y le aroma de sueños el camino.
 Para el hombre hay en ti, Isla clarísima, un regocijo de ser hombre, una razón, una íntima dignidad de serlo.
 Tú eres por excelencia la muy cordial, la muy gentil. Tú te ofreces a todos aromática y graciosa como una taza de café; pero no te vendes a nadie.
 Te desangras a veces como los pelícanos eucarísticos, pero nunca, como las sordas criaturas de las tinieblas, sorbiste sangre de otras criaturas.
 Isla esbelta y juncal, yo te amaría aunque hubiera sido otra tierra mi tierra, pues también te aman los que bajaron del Septentrión brumoso, o del vergel mediterráneo, o del lejano país del loto.
 Isla mía, Isla fragante, flor de islas: tenme siempre, náceme siempre, deshoja una por una todas mis fugas.
 Y guárdame la última, bajo un poco de arena soleada... ¡A la orilla del golfo donde todos los años hacen su misterioso nido los ciclones!» 
 
[Pulsa en este enlace para escuchar el poema: Poema CXXIV]
 

jueves, 28 de septiembre de 2017

"Hacia otra España".- Ramiro de Maeztu (1875-1936)


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 Nuestra educación

«Para Isidro Archidona.
Nos encontramos hace pocos días tras una ausencia de diez años.
  —¿Y que te haces?
  —Me voy a Prusia, allá me envían mis jefes para aprender el alemán.
  —¿Y qué te has hecho hasta ahora?
  —Pues, chico, el ganso. Al terminar el bachillerato me gradué en Filosofía y Letras. He vivido siete años dando lecciones en colegios particulares... y ganando veinte duros mensuales. Hará cosa de un año me acordé de que hablaba el francés, no porque me lo hubieran enseñado en el Instituto, sino por aprenderlo de niño. Me ocupé en escribir cartas de comercio, complací a mis principales.... y el resto ya lo sabes.... pasado manana tomo el tren para Berlín.

  ¿No es verdad, Archidona? Hemos hablado de él algunas veces, al evocar recuerdos de mis compañeros de Instituto. Era uno de los discípulos más aplicados y de los más listos. Obtenía sobresaliente en todas las asignaturas. Siendo casi un niño versificaba con facilidad, leía con primor, hablaba con elocuencia. Profesores y condiscípulos nos decíamos, no sin cierta envidia: !hará carrera!
  Y, efectivamente, se hizo licenciado, ya lo sabes.... y le ha servido su hoja de estudios para tener que desandar lo andado.... tras diez años perdidos día por día, en una vida de aburrimiento y de miseria.
  ¿Te explicas mi odio contra los ateneos y las universidades, contra los títulos académicos y contra esas poblaciones del interior de España que no ofrecen a la juventud otra salida, que la de embrutecerla con el latín y el griego y el hebreo y la historia de los godos y el derecho canónico y la retórica de Hermosilla y los silogismos —lógica corriente entre los perros— de la metafísica?
  Pues bien; el caso de ese chico no es un ejemplo aislado. Se trata al fin y al cabo de un muchacho duro y animoso. Ha perdido su juventud. Es cierto. Pero parece decidido a desquitarse en la virilidad. Mucho me engaño si antes de otro lustro, para cuando se haya desvanecido la profunda tristeza que dejan en nosotros los años vacíos, los años de hueras ilusiones, no ha recobrado la fe en el porvenir y en el esfuerzo propio y con la fe en las cosas y en sí mismo, la alegre aceptación de la existencia, el “sí” a la vida de los niños sanos.
  !Los dignos de lástima son todos aquellos compañeros míos para los cuales llegarían retrasados los propósitos de enmienda!
  Allá, de tarde en tarde, oigo noticias de su estado. El uno da lecciones particulares.... con 75 pesetas al trimestre. El otro es abogado.... en espera de clientes. Aquel es médico de pueblo... con 1.000 pesetas al año, pagadas en centeno. Este, cura, con 7 reales diarios. Fulano, escribiente de un notario. Mengano me pide una recomendación con mucha urgencia, “aunque sea para guardia municipal”. A Zutano le encontré en la esquina de Fornos; llevaba cuatro horas esperando a Perengano, para pedirle cuarenta céntimos. Perengano, el más dichoso de cuantos nos hicimos bachilleres en l897, !guapo chico!, logró casarse con una mujer rica; si se retira después de media noche no fuma en dos semanas... !a esto se llama lograr un buen partido!
  Los condiscípulos de familias acaudaladas vegetan ociosa y tristemente, procurando ajustar a sus rentas los vicios que se han creado. Ninguno ha acrecentado su fortuna. El que no se ha comido su herencia está con el alma en un hilo, !como no se paguen los cupones de las Cubas tendrá que dedicarse a llevar baúles!
  En resumen: una juventud frustrada !perdida sin remedio! He de hacer dos excepciones. Una, la de un muchacho que dejó la carrera para irse a Cuba a fabricar aguardientes. A pesar de la guerra se ha enriquecido. Otra, la de un amigo que aprendió en Inglaterra a hacer zapatos y hoy posee un magnífico almacén de calzado.
  Los demás ni han sabido ganarse la vida con sus latines... ni valdrían para ganársela si hoy se les ocurriera cambiar de camino. El acarreo bachilleresco les ha inutilizado para siempre. !Son víctimas definitivas de la corbata que les cubre la camisa!

  ¿Hablas de mí, Archidona, cuando sostienes que se puede vivir de las letras? ¿Crees, acaso, que yo he podido pasarlo decentemente con la pluma mientras no he olvidado la definición de una sinécdoque y la cronología de los reyes de Castilla?
  ¡Gracias a que en mis correrías por la vida he aprendido a contemplar los hechos cara a cara, sin que se esfume la visión en nociones librescas, he logrado infundir a mi pensamiento un cierto grado de originalidad y valentía! La vida y no los textos son los que me permiten estar contento del presente y esperanzado respecto de lo futuro.
  ¿Verdad, Archidona, que nuestros hijos no sabrán conjugar el fero, tuli, latum, ni quien fue Recaredo, pero, en cambio, se formarán al aire libre, en el trabajo, serán hombres, y, a ser posible, hombres de presa y de botín?
[…]
Parálisis progresiva

  De parálisis progresiva califica El Liberal la enfermedad que padece España, y presiente para lo futuro una convulsión o una parálisis definitiva.
  Parálisis.... Nos place la palabra. No de otra suerte puede calificarse ese amortiguamiento continuado de la vida colectiva nacional, que ha disuelto virtualmente en veinte años los partidos políticos, haciendo de sus programas entretenido juego de caciques.
  Parálisis.... Así se explica la espantosa indiferencia del país hacia los negocios públicos.... la abstención del cuerpo electoral... el desprecio de los lectores de periódicos hacia el artículo político.... la sola lectura del telegrama y de la gacetilla, como si roto el cordón umbilical entre la nación y el ciudadano, cuantos fenómenos afecten a aquella no interesaran a éste de otro modo que la ficticia trama de una comedia al público de un teatro.
  Parálisis intelectual reflejada en las librerías atestadas de volúmenes sin salida, en las cátedras regentadas por ignaros profesores interinos, en los periódicos vacíos de ideas y repletos de frases hechas, escritos por el hampa social que lanza al arroyo la lucha por la vida, en los teatros, donde sólo las estulticias del género chico atraen a un público, incapaz de saborear la profundidad de un pensamiento...., ¡parálisis bien simbolizada por esa Biblioteca Nacional en donde sólo encontré ayer a un anciano tomando notas de un libro de cocina de Ángel Muro!
   Parálisis moral, evidenciada en esos abonos increíbles para las corridas de toros; parálisis moral que inventa, en tanto se extiende el hambre en las comarcas andaluzas y doscientos mil hermanos nuestros mueren de anemia en climas tropicales, los cigarrillos del Khedive de 2, 3 y 5 pesetas cajetilla, para que encuentren modo de gastarse sus rentas los accionistas de la Trasatlántica y del Banco.
  Parálisis imaginativa, que ha dado al traste con los entusiasmos y los ensueños de la raza.
  Y para esperanza de curación una juventud universitaria, sin ideas, sin pena ni gloria, tan bien adaptada a este ambiente de profunda depresión, que no parece sino que su alma está en el Limbo; ni siente, ni padece.
  Pero no tema El Liberal que tan penosa enfermedad se desenlace en horribles convulsiones. Son ya tan hondos sus progresos que se ha llevado, no tan sólo la esperanza, sino hasta el deseo de curar.
  España prefiere su carrito de paralítica, llevado atrás y adelante por el vaivén de los sucesos ciegos, al rudo trabajo de rehacer su voluntad y enderezarse.
  Para serla agradable, no turbemos su egoísmo de enferma con vanos reproches y aunque la enfermedad acrezca... ¡silencio!... ni una palabra.
  Dejémosla dormir; dejémosla morir.
  Cuando apunte otra España nueva, ¡enterremos alegremente a la que hoy agoniza!»
 

miércoles, 27 de septiembre de 2017

"Vía Mala".- John Knittel (1891-1970)


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XXV

«Silvelie se arrepintió de haber hablado; pero Niklaus se adelantó levemente, miró a Andi y dijo:
 -¿Cómo? ¿Es usted un señor doctor? ¡Eso no lo sabía yo!
 -Tampoco tiene importancia -repuso Andi.
 -¿Doctor en Medicina?
 -No, doctor en Derecho.
 -¿Abogado?
 -¡No, no! Soy sencillamente juez de instrucción en Lanzberg.
 Niklaus no se movió. Quedóse como petrificado, pero lentamente fue cubriéndosele de púrpura el rostro. Silvelie, que le observaba, advirtió en el acto que su actitud bastaría para inspirar sospechas a cualquiera. Rompió, pues, a reír, señalándole con el dedo.
 -¡Mirad, qué colorado se ha puesto! ¡Ay, ay, algo le pesa en la conciencia!
 Y, sin cesar de reír, dirigióse a Andi.
 -¡Se figura que los jueces se comen a la gente! ¡Cuando ve a un guardia se pone a temblar! ¡Bueno, señor doctor, señor juez de instrucción, me permito presentarle a mi hermano Niklaus, el cazador furtivo más astuto que haya vivido nunca en la Vía Mala! ¡No hay trucha en el Isola, ni urogallo en las copas, ni gamuza en el monte que él no haya intentado atrapar o matar a tiros!
 Niklaus permanecía con la vista clavada en la botella del agua, mientras Andi, a decir verdad, no tenía ojos sino para el blanco cuello y los senos de Silvelie, estremecidos por la risa. De pronto, compuso una cara impasible, que la hizo callar sobrecogida. Todos se le quedaron mirando en silencio, con el corazón encogido de angustia.
 -Me sorprende mucho -dijo Andi con voz severa-. ¡Esto no es ciertamente cosa de risa! Podéis tomarlo a la ligera, pero, ¿cómo suponer que he de pasar por alto esos delitos que acabáis de comunicarme? Con vuestra risa parecéis dar a entender que no tomo en serio mi profesión. La caza furtiva está muy castigada, como sabéis. Y debo deciros francamente que es mi deber dar en seguida los pasos necesarios para poner fin a esas actividades de Niklaus. Sólo una cosa me impide darlos...
 Se interrumpió y paseó la vista por todos los consternados semblantes.
 -¡Y es que yo también hago lo mismo!
 Un suspiro de alivio se escapó de la garganta de Silvelie. Niklaus prorrumpió en alborotadas risas; Hanna chilló para ahuyentar el susto; pero Silvelie se desplomó de bruces sobre la mesa, pálida como un cadáver. Andi se levantó de un salto y lo olvidó todo. La tomó en sus brazos y la levantó.
 -¿Qué ha pasado? ¿Qué te ocurre?
 La sangre volvió a afluir a las mejillas de Silvelie.
 -¡Oh! -gimió-. ¡Cómo me has asustado!
 -Lo siento -dijo cariñoso-. No era ése mi propósito. [...] La caza furtiva se tiene por delito, y lo es, en efecto. Pero, como muchos otros delitos, no se toma en serio mientras no sale a relucir.
 -Me alegro que tome usted la cosa con esa llaneza tan noble.
 -Algunos delitos pueden tomarse así; otros, naturalmente...
 -¿Por qué no todos?
 -Vamos, veo que usted medita sobre el particular -observó Andi-. En rigor, todos tenemos dentro ciertos instintos anárquicos. Pero el hecho de ser responsables ante la ley nos sirve de freno. Sin leyes y sin Estado, no seríamos un país civilizado.
 -Pues, ¿qué es la ley, y qué es el Estado? -preguntó Niklaus-. Por ejemplo, ¿qué ha hecho la ley por mí hasta ahora?
 -Lo acaba de decir su hermana: la ley le ha movido a temer a los jueces y a los guardas por cazar en vedado.
 -Bien -insistió, Niklaus, terco-. A usted le pasa lo que a mí, no le han sorprendido. Pero cuando lo estaba haciendo...
 -¡Ah! -dijo Andi, regocijado-. Naturalmente, no se me ha ocurrido comunicar a las autoridades que iba a cazar en vedado. Y he puesto trampas a las zorras que visitan de noche nuestros gallineros.
 -¿Nunca le han pillado?
 -¡Nunca!
 Niklaus miró a Hanna, que con la vista parecía instarle a cortar aquella conversación.
 -¡La ley sólo sirve para proteger a los ricos y perseguir a los pobres! -dijo Hanna con acento de burla.
 -No del todo, Fräulein Hanna -explicó Andi-. Ésa es una opinión errónea, aunque muy difundida. ¿Cómo podría darle yo una idea de la justicia en esencia? Mire, imagínese que la ley es un reflector fijo en un sitio, y que lanza un haz de luz en una dirección determinada. Alrededor de ese haz luminoso reinan las tinieblas y la ley no se ocupa de lo que hagan los hombres en la oscuridad. Pero tan pronto como alguien entra en la zona de luz, se hace visible, y cae bajo el poder de la ley. Muchas veces, una mota de polvo herida por la luz pone al descubierto una montaña de basura.
 -Es una explicación muy bonita -dijo Niklaus meditabundo-. Hoy he aprendido mucho.
 Y se volvió a Hanna.
 -¡Ya ves lo equivocada que estás! Eres una mujer ignorante y harías bien guardando para ti esas ideas. Cuando quieres ser lista, disparatas siempre.
 Se retrepó con cara de suprema satisfacción, y cruzó los brazos sobre el pecho.
 -Continuamente he estado deseando aprender -rezongó-, pero ahora es demasiado tarde ya.
 -Nunca es demasiado tarde para aprender -le consoló Andi-. Cada vez aprendo yo algo nuevo.»
 

martes, 26 de septiembre de 2017

"Graziella".- Alphonse de Lamartine (1790-1869)


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Capítulo I
III

«Cuando Camilla se marchó, me quedé en Roma absolutamente solo, sin ninguna carta de recomendación, sin otro conocimiento que los lugares, los monumentos y las ruinas en que la Camilla me había introducido. El viejo pintor en cuya casa estaba alojado no salía de su estudio más que para ir el domingo a misa con su mujer y su hija, una joven de dieciséis años tan laboriosa como él. Su casa era una especie de convento, en el que el trabajo del artista era únicamente interrumpido por una frugal comida y por la oración.
 Al caer la tarde, cuando los últimos resplandores del sol se iban apagando en las ventanas de la habitación del piso superior, donde trabajaba el pintor, y las campanas de los monasterios vecinos tocaban el Ave María, ese adiós armonioso del día en Italia, el  único recreo de la familia era rezar juntos el rosario y salmodiar en una especie de canto las letanías, hasta que sus voces debilitadas por el sueño se apagaban en un vago y monótono murmullo, parecido al de las olas que rompen sosegadamente en una playa donde el viento cae junto con la noche.
 Me complacía esta escena tranquila y piadosa de la noche, que ponía término a un día de trabajo con este himno que tres almas elevaban al cielo para descansar de la jornada. Me traía el recuerdo de la casa paterna, en donde nuestra madre también nos reunía por la noche para rezar, ya fuera en su habitación o en los paseos de arena del pequeño jardín de Milly, bajo las últimas luces del crepúsculo. Al encontrarme con las mismas costumbres, las mismas acciones, la misma religión, me sentía casi bajo el techo paterno en el seno de esta familia desconocida. Jamás he visto una vida más recogida, más solitaria, más laboriosa y más santificada que la de la casa del pintor romano.
 El pintor tenía un hermano que no vivía con él. Enseñaba el italiano a los extranjeros distinguidos que pasaban los inviernos en Roma. Era algo más que un profesor de lenguas, era un docto romano de gran valía. Joven aún, con una figura magnífica, de carácter antiguo, había participado muy activamente en las tentativas de revolución que los republicanos romanos habían llevado a cabo para resucitar la libertad en su país. Era uno de los tribunos del pueblo, uno de los Rienzi de la época. En el transcurso de esta corta resurrección de la Roma antigua suscitada por los franceses, reprimida por Mack y por los napolitanos, había representado uno de los papeles principales, arengando al pueblo en el Capitolio, enarbolando la bandera de la independencia y ocupando uno de los primeros puestos de la república. Acosado, perseguido, encarcelado en el momento de la reacción, tenía que agradecer su salvación únicamente a la llegada de los franceses, que habían salvado a los republicanos pero que habían confiscado la república.
 Aquel romano adoraba la Francia revolucionaria y filosófica; aborrecía al emperador y al imperio. Bonaparte era para él, como para todos los italianos liberales, el César de la libertad. Siendo yo aún muy joven, compartía los mismos sentimientos. Esta coincidencia de ideas no tardó en ponerse de manifiesto entre nosotros. Viendo con qué entusiasmo a la vez juvenil y antiguo vibraba yo bajo los acentos de la libertad, cuando leíamos juntos los versos incendiarios del poeta Monti o las escenas republicanas de Alfieri, se dio cuenta de que podía confiarse a mí y comencé a ser más su amigo que su alumno.

IV
La prueba de que la libertad es el ideal divino del hombre está en que es el primer sueño de la juventud y que no se desvanece en nuestra alma hasta que el corazón se marchita y el espíritu se degrada o se desalienta. No hay una sola alma de veinte años que no sea republicana. No hay un solo corazón gastado que no sea servil.
 ¡Cuántas veces fuimos mi maestro y yo a sentarnos en la colina de la villa Pamphili, desde donde se ve Roma, sus cúpulas, sus ruinas, el Tíber, que repta sucio, silencioso, avergonzado bajo los arcos recortados del Ponte Rotto, desde donde se oye el murmullo quejumbroso de sus fuentes y los pasos casi sordos de su pueblo andando en silencio por sus calles desiertas! ¡Cuántas veces vertimos amargas lágrimas sobre la suerte de ese mundo entregado a todas las tiranías, en el que la filosofía y la libertad parecían haber querido renacer por un momento en Francia y en Italia, únicamente para ser mancilladas, traicionadas u oprimidas por todas partes! ¡Cuántas imprecaciones en voz baja salieron de nuestros pechos contra ese tirano del espíritu humano, contra ese soldado coronado que se había fortalecido en la revolución solamente para extraer la fuerza necesaria para destruirla y para entregar una vez más a los pueblos a todos los prejuicios y a todas las servidumbres! De esta época datan  mi amor por la emancipación del espíritu humano y ese odio intelectual contra el héroe del siglo, odio a la vez sentido y razonado, que la reflexión y el tiempo no hacen más que justificar a pesar de los aduladores de su memoria.

V
Bajo la influencia de estas impresiones estudié Roma, su historia y sus monumentos. Salía por la mañana, solo, antes de que el movimiento de la ciudad pudiese distraer el pensamiento del contemplador. Llevaba bajo el brazo los escritos de los historiadores, los poetas, los descriptores de Roma. Iba a sentarme o a errar por las ruinas desiertas del Foro, del Coliseo, de la campiña romana. Miraba, leía, pensaba a ratos. Hacía un serio estudio de Roma, pero un estudio en acción. Fue mi mejor curso de historia. La antigüedad, en lugar de ser un aburrimiento, se volvió para mí un sentimiento. En este estudio no seguía otro esquema que mi inclinación. Iba al azar allí donde me llevaban mis pasos. Pasaba de la antigua Roma a la Roma moderna, del Panteón al palacio de León X, de la casa de Horacio, en Tibur, a la casa de Rafael. Poetas, pintores, historiadores, grandes hombres, todo pasaba confusamente ante mí. Sólo me paraba un momento ante los que aquel día me interesaran más.
 Hacia las once volvía a mi pequeña celda de la casa del pintor para almorzar. Comía en mi mesa de trabajo -mientras leía- un trozo de pan y queso. Bebía una taza de leche. Después me ponía a trabajar, tomaba notas, escribía hasta la hora de la cena.»
 

lunes, 25 de septiembre de 2017

"Cuando enmudecen las sirenas".- Maxence Van der Meersch (1907-1951)


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Segunda parte. Capítulo primero.

«Pierre Jésarrez, el "maestro", como le llamaban en la taberna de Vouters, sufría con la huelga más que los demás. Había gastado rápidamente todos sus ahorros y ya no le quedaba nada. [...]
 Sabía de antemano que del cielo no iba a caerle nada. Pero irse así, por las calles, era mucho mejor que morir de hambre en su cuartucho. En la calle, a pesar de todo, uno puede ser siempre socorrido.
 Por la mañana, alrededor de las siete, Pierre al salir había encontrado a Tuné Dauchy, del patio de los Descontentos. Éste sí que se espabilaba. Pierre pasaba precisamente a lo largo de una cerca, una casa en construcción, paralizada en mitad del trabajo por la huelga. Tuné, desde el tejado, lo había llamado:
 -¡Eh, Pierre!
 Pierre levantó la cabeza.
 -¿Qué haces ahí? -le preguntó.
 -Recojo zinc para venderlo a los traperos.
 Y lo mismo que un mono, Tuné bajó rápidamente. Llevaba al hombro un gran paquete de hojas de zinc envueltas en un cartón y atadas con un cordel.
 -¿Quieres un poco? -preguntó, porque sentía afecto por Pierre, que le hablaba a veces en la taberna de Vouters y que jamás se había burlado de su ignorancia ni de su pobreza de espíritu.
 Pierre rehusó. Confesaba que eran prejuicios idiotas, pero más fuertes que él los que le impedían aceptarlo. Era un muchacho de conciencia rígida, pronto a sentir escrúpulos y remordimientos; incluso sermoneó un poco a Tuné.
 -No está bien -le dijo-. Lo que estás haciendo es un robo, muchacho.
 Pero Tuné no comprendía.
 -Si yo no lo cojo, vendrá otro y se lo llevará. Vale más que sea yo que otro.
 Desde la huelga, Tuné era más feliz que antes. La miseria de los demás pesaba menos sobre él. Por el contrario, en aquel período de turbulencia, podía por fin dar libre curso a sus instintos de destrucción y de pillaje, a este salvaje espíritu de rebelión que bullía en su alma primitiva y mal adaptada. Robaba todo lo que podía, en cualquier lugar donde se presentaba la ocasión, en las tiendas, en los coches, en los vagones, en la estación. Por la noche pintaba las puertas con alquitrán y escribía sus "Muerte a los traidores", y sus "La huelga hasta el final" en letras enormes sobre los largos muros de las fábricas. O bien, tontamente, obedeciendo la incitación solapada de Honoré, el Berloux, se iba en plena noche a tirar piedras enormes, adoquines enteros, contra los escaparates de los comerciantes sospechosos de vender a los guardias móviles.
 Tuné dio un cigarrillo a Pierre, y luego se fue con su rollo de zinc al hombro.
 A partir de entonces, Pierre anduvo toda la mañana sin encontrar un solo amigo; nadie que pudiera socorrerle. Evitaba los tenderetes, los magníficos escaparates de comestibles que aumentaban su hambre; el tabaco, ese cigarrillo que tanto le gustaba, le producía náuseas. Su extrema debilidad le estropeaba incluso el placer de fumar. Pensaba que hoy en día nos falta antes el pan que el tabaco. Jamás le había negado nadie un cigarrillo.
 No obstante, había hecho todo lo posible para vivir. Se había defendido hasta el fin. Ahora, las etapas de su lenta decadencia le volvían a la memoria... , un combate interminable en el que poco a poco se había gastado.
 Era un muchacho bien educado, de familia seria; un protestante acostumbrado a cierta austeridad. Años atrás había hecho sus estudios elementales y luego los superiores, que le permitieron entrar en la enseñanza como maestro. Su madre murió entonces. Una vez terminado el servicio militar había empezado, en sus horas libres, una licenciatura de historia. Su ambición era ser profesor. Siendo necesario el latín, Pierre lo atacó valientemente. El sistema de equivalencias le daba acceso a las facultades.
 Había pasado ya dos certificados, los más difíciles, y le faltaba el tercero, cuando llegó la catástrofe.
 Pierre Jésarrez era algo místico y vivía en una irrealidad de hombre de estudio y de reflexión. Se hizo amigo de unos muchachos de su edad que se ocupaban de política. Pierre, como muchos, pensaba que en este mundo no todo iba bien, y tenía arraigado, sobre todo desde el día en que su padre había desaparecido en algún lugar de Argonne, el odio y el horror de la guerra.
 Su paso por el regimiento no contribuyó a hacerle cambiar de ideas. En las reuniones de juventud que frecuentaba, en las conversaciones con los maestros sus colegas, o bien en las discusiones de ideas propias de los estudiantes, se afirmaba cada vez más en él la idea de que cada uno, según sus fuerzas, debía luchar contra la guerra y el militarismo. Cuando el Ejército lo llamó para cumplir su período de reservista se negó a presentarse. Lo condenaron a seis meses de prisión, y lo destituyeron.
 Esta destitución lo dejaba en la calle. Al salir de la cárcel no comprendió que tal vez podría explotar aquella situación. Pero no tenía nada de agitador ni de profesional de la política. Se había negado a presentarse porque su conciencia se lo impedía, y nada más.
 Lo que primero le sorprendió fue ver cómo las puertas se le cerraban, o cómo se le iban alejando los amigos. No supo explicarse por qué los mismos que tan insistentemente le habían animado a perseverar en la rebelión se apartaban ahora de él. Pronto, acabados sus últimos recursos, se encontró en la miseria, sin amigos y sin trabajo. Habían olvidado su gesto. El tiempo, la inconstancia de una actualidad siempre a la zaga de novedades, no tardó en borrar el recuerdo de su acto de protesta. Ahora comprendía la total inutilidad de esta rebelión contra los más fuertes. ¿Fue solamente un ejemplo? Nadie lo había seguido. Y los más furiosos antimilitaristas, los que oía perorar a su alrededor en la taberna Vouters o en otros lugares, se iban dócilmente tan pronto recibían la orden de movilización.
 Esta gente ni siquiera parecía darse exacta cuenta del alcance del acto de Pierre. Todos, más o menos, se sentían vagamente orgullosos de haber servido, de haber hecho la guerra. Y uno se daba cuenta de que casi consideraban al muchacho como un rebelde, como un desertor.
 Desde entonces, Pierre lo había intentado todo para intentar sobrevivir. Los puestos del Estado le estaban vedados. La crisis, casi tanto como el eco de su rebelión, le impidió encontrar un puesto de empleado. Las clases particulares le fueron pagadas a precios irrisorios. Intentó comerciar, trató  de vender mantequilla, y con este trabajo se ganaba la vida poco a poco. Iba a Cassel y volvía con dos grandes cestas de mantequilla de una granja, que ofrecía en los mercados. Su modesta clientela empezaba a extenderse, cuando empezó la huelga. Los pocos centenares de francos de beneficio que realizaba todas las semanas, se volatizaron. Pierre se comió su capital iniciando otras operaciones y, desde entonces, empezó la miseria.»

domingo, 24 de septiembre de 2017

"Carta al discípulo".- Abu Hamid Al-Ghazali (1058-1111)


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«¿Y qué me dices del siguiente hadiz*: "El islam se levanta sobre cinco pilares: dar testimonio de que no hay dios sino Dios, persistir en la oración, pagar la limosna, ayunar en Ramadán y hacer la peregrinación a la Casa si uno tiene la posibilidad"? [...] Oh, hijo mío, la perfección del saber es que sepas lo que son la obediencia y la adoración. Has de saber que la obediencia y la adoración consisten en la conformidad con el Legislador en cuanto a preceptos y prohibiciones, tanto de palabras como de actos; esto es, que todo cuanto dices, haces y dejas de hacer siga el modelo de la Ley de modo que si, por ejemplo, ayunaras el día de la fiesta de Id al-Adha o los días de Tashriq, serías un rebelde; o si rezaras con una ropa robada, aunque pareciera devoción, estarías pecando.
 Oh, hijo mío, te conviene que tus palabras y tus actos se apeguen a la Ley, pues conocimiento y acción que no tienen a la Ley como modelo son error. No debes dejarte confundir por los excesos y exageraciones de los místicos, pues el viaje por este camino es combatiéndose a sí mismo, quebrando los apetitos del alma y sometiendo sus deseos con la espada de la disciplina, ¡no con exageraciones y vanas quimeras! Has de saber que una lengua suelta y un corazón atiborrado de vanidad y caprichos son signos funestos, y si no sometes tu alma en la sinceridad de la guerra interior, tu corazón no será vivificado por las luces de la gnosis.
 Has de saber que algunas de las preguntas que me has hecho no pueden responderse ni escribiendo ni hablando; si llegas al estado correspondiente sabrás las respuestas y, si no, es imposible porque pertenecen al ámbito de la percepción y la descripción de todo lo que pertenece a la percepción está más allá de la palabra, así como la dulzura de lo dulce y la salinidad de lo salado, que no se conocen sino a través del gusto.
 Se cuenta que un hombre impotente escribió a un amigo pidiendo que le describiera el placer sexual. El amigo le respondió así: "Ay, Fulano, yo sólo te tenía por impotente. Ahora sé que eres impotente y además tonto porque este placer es de los sentidos: si lo experimentas lo conocerás, pero no puede describirse hablando o escribiendo."
 Oh, hijo mío, algunas de tus preguntas son como esta última y otras, las que pueden ser respondidas, ya las he tratado en la Revivificación de las Ciencias y en otras obras. Voy a recordártelas un poco aquí, pero ya sabes que debes referirte a ellas. Así pues, había escrito:
 El viajero espiritual tiene cuatro necesidades:
 1.-Una doctrina auténtica, libre de innovaciones.
 2.-Una compunción sincera, después de la cual no se regrese al pecado.
 3.-Reconciliarse con los enemigos hasta no dejar ni una sola cuenta pendiente.
 4.-Adquirir suficiente conocimiento de la ley religiosa como para cumplir con la voluntad de Dios Altísimo, y luego de las otras ciencias en las que se halla salvación.
  Se cuenta que Shibli había estado al servicio de cuatrocientos maestros y que solía decir:
 Después de leer cuatro mil hadices, escogí uno solo y lo puse en práctica dejando de lado todo lo demás, pues meditándolo encontré en él mi liberación y mi salvación; en él estaba todo el conocimiento de los antiguos y de los modernos y quedé satisfecho con él, y dice así: "El enviado de Dios dijo a uno de sus compañeros: 'Trabaja por la vida del mundo en proporción a tu estadía en ella y trabaja por el más allá en proporción a tu subsistencia eterna allí. Trabaja por Dios en proporción a la necesidad que tienes de Él y trabaja por el fuego del infierno en proporción a tu capacidad para soportarlo'".
 Oh, hijo mío, estudiando bien este hadiz, no necesitarás muchos estudios.
 Medita también esta otra historia: Hatim al-Assam era uno de los compañeros de Shaqiq al-Balkhi y, un día, éste le dijo: "Me has acompañado ya durante treinta años. ¿Y qué has ganado con eso?" Hatim respondió: "He aprendido ocho lecciones que me bastan pues con ellas espero ganar mi liberación y mi salvación." Y dijo Shaqiq: "¿Cuáles son?" Hatim respondió:
 "He observado a las criaturas y he visto que todas tienen un objeto de amor y de cariño al que aman y quieren. Algunos de estos acompañaban a la persona durante su enfermedad postrera y algunos incluso hasta el borde de la tumba, pero luego todos se retiraban, dejándola sola y desamparada; ni uno solo de ellos entraba a la tumba. Y reflexioné sobre esto y me dije: el mejor de los amores es el que lo sigue a uno hasta la tumba y le hace compañía también allí. Y no encontré nada que fuera capaz de ello sino las buenas obras; y las he hecho objeto de mi amor para que me sean una luz en mi tumba y me acompañen sin dejarme solo.
 He visto que las criaturas son guiadas por sus caprichos y se afanan por seguir los deseos de su alma. Esto me ha hecho meditar en las palabras del Altísimo: [...]
 He visto a toda la gente sin excepción correr atesorando las cosas del mundo y luego aferrase a ellas ansiosamente, y esto me ha hecho meditar en las palabras del Altísimo: [...]
 He visto algunas de las criaturas pensar que su honor y poder dependían del tamaño de sus naciones y tribus y así se envanecían de éstos. Otros pensaban que dependían de sus riquezas y del número de sus hijos y se enorgullecían de éstos. Otros creían que el honor y el poder consistían en despojar a otros de sus bienes, tiranizarlos y derramar su sangre; otro grupo pensaba que consistían en ganar dinero, prodigándolo y desperdiciándolo; esto me hizo meditar en las palabras del Altísimo: [...]
 He visto a los hombres insultarse y calumniarse y observé que esto se debía a la envidia de las propiedades, el prestigio y el saber. Esto me hizo meditar en las palabras del Altísimo: [...]
 He visto a los hombres hacerse enemigos por todo tipo de causas y motivos. Esto me hizo meditar en las palabras del Altísimo: [...]
 He visto a todos empeñarse y esforzarse por ganar su pan y subsistencia hasta el punto de ser llevados a caer en lo equívoco y en lo prohibido, terminando vencidos por sus almas y degradados. Esto me hizo meditar en las palabras del Altísimo: [...]
 He visto a todos poner su confianza en algo perecedero: unos en el dinero, otros en la riqueza y en las propiedades, otros en el comercio y en el oficio y otros en cosas semejantes. Esto me hizo meditar en las palabras del Altísimo:" [...]
 Y dijo Shaqiq: "¡Dios Altísimo te valga! Yo he examinado la Torá, los Evangelios, los Salmos y el Corán y he observado que los cuatro libros tratan justamente de estas ocho lecciones. Así pues, quien actúa de acuerdo con ellas, actúa de acuerdo con esos cuatro libros".» 
  
 *Un dicho o sentencia (hadiz) del Profeta sólo es segundo en autoridad a la palabra del Corán.