sábado, 27 de noviembre de 2021

Leyendas negras de la Iglesia.- Vittorio Messori (1941)


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III.-La Revolución Francesa y la Iglesia

18.-Derechos del hombre / 1

  «Mirando la televisión francesa (se ve bien en Milán), voy a parar al mismo debate de siempre sobre los “derechos humanos”.
 Participa también un sacerdote, un teólogo. En realidad, escuchándolo, parece uno de esos intelectuales transalpinos más preocupados por su imagen de personas inteligentes y al día, que solidarios (o por lo menos coherentes) con su Iglesia. Uno de esos que corren el riesgo de hacer de la “ciencia de Dios” –la que Tomás de Aquino practicaba metiendo, para inspirarse, su gran cabeza en un tabernáculo- una ideología a plasmar según los gustos de la época, como si tuviesen ante todo un fin: obtener la aprobación (“¡Bravo!”, “¡Bien!”) de aquel Constantino de hoy que es el tirano mediático, sin la cual le niegan a uno el sitio en las mesas redondas.
 El guión es el de siempre: el clérigo exhibiéndose en excusas contritas por una Iglesia tan grosera y miope que no celebró desde el primer momento y sin reservas los “inmortales principios” proclamados por la Revolución Francesa en 1789 y luego confirmados en la “Declaración universal” aprobada por las Naciones Unidas en 1948. Igual que un Pedrito arrepentido, el reverendo jura que esto no sucederá más: ahora los católicos se han hecho “adultos” y han comprendido cuán equivocados estaban ellos y cuánta razón tenían los demás. Los “demócratas” pueden estar tranquilos: a su lado tendrán curas como éste, conscientes de que el Evangelio no es más que “la primera, la más solemne declaración de derechos humanos”. Dice exactamente eso.

 He vivido un tiempo suficiente para no dejarme impresionar demasiado. Tenía yo la edad de la razón, ya desde hacía mucho tiempo, cuando el marxismo parecía triunfador y se creía que el nacimiento del hombre nuevo y de la historia nueva había que fijarlos deferentemente en 1917, en San Petersburgo. En aquellos tiempos no se organizaban mesas redondas sobre la “libertad” burguesa nacida de la Revolución francesa (o, si se prefiere, de la americana), sino sobre la “justicia” proletaria. Recuerdo muy bien a teólogos como el de esta noche –y los intelectuales junto a él- ironizando sobre los “derechos puramente formales”, la “libertad ilusoria”, aquel “vender humos en beneficio de la clase burguesa” que fue, en palabras de Marx, la declaración de 1789. ¡Cuántos católicos “modernos” teorizaban, ante la complacencia de los medios de comunicación, que la Iglesia traicionaría la humanidad y la cita decisiva con la historia si no se transformaba en una especie de “Sección católica de la Internacional Comunista”! ¡Cada parroquia, cada diócesis tenía que convertirse en un soviet!
 Pero el viento cambia, y los intelectuales con él, incluso los eclesiásticos. He aquí entonces los mismos nombres, las mismas caras, con los mismos tonos perentorios, reclamando una reorganización de la Iglesia como “Sección católica de la Internacional liberalmasónica”. En efecto (documentos en la mano), antes de ser proclamada por la Asamblea Nacional francesa, la “Declaración de los derechos del hombre” fue elaborada en las logias y en las “sociedades del pensar”, donde –entre delantales, paletas y triángulos- se reunía la burguesía europea “ilustrada”.

 Mientras que hasta hace muy poco se consideraba la Biblia entera como el manifiesto de la justicia social y el “manual del proletario” (hasta hubo estudiosos especializados en “nuevas lecturas del Evangelio desde el enfoque del materialismo dialéctico”), ahora esa misma Biblia no sería otra cosa que el manual del liberal, el motivo de inspiración para los que creen en la sociedad democrática de tipo norteuropeo.
 El modelo al que la Iglesia debería adecuarse ya no es el soviet, sino el Parlamento elegido por sufragio universal. Antes, según la opinión de algunos eclesiásticos, toda la obra de Marx-Engels tenía que ser la base de una nueva religión universal al servicio de la justicia. Ahora –en opinión de sus seguidores- la nueva religión capaz de unir a los hombres es únicamente la de los derechos humanos, del lema liberté, égalité, fraternité. Por lo tanto, profetas del Verbo ya no son los bolcheviques, sino esos jacobinos y girondinos hacia quienes el marxismo dirigió, durante más de un siglo, duras injurias, tratándolos como a las moscas en el carro de la burguesía.

 Ventajas de la edad: como ya he conocido las intransigencias “proletarias”, no me dejo conmover por los actuales entusiasmos “liberales”. Los oí cuando arremetían contra los iniciadores –franceses o americanos- de la “democracia formal” del 1700. ¿Cómo podría impresionarme su enamoramiento actual por los réprobos de ayer, su renegar de 1917 para “volver a descubrir” el 1789?
 No soy (desgraciadamente) cartujo, pero aquí, en mi despacho, tengo el emblema de aquella orden gloriosa, que en mil años nunca quiso revisar sus reglas (Cartusa numquam reformata, quia numquam deformata, por decirlo a su manera, humildemente orgullosa: la Cartuja nunca reformada, ya que nunca fue deformada). Debajo del emblema, el famoso lema: Stat crux, dum volvitur orbis, la cruz permanece firme, mientras el mundo da vueltas. No todos, ciertamente, están llamados a esta apacible imperturbabilidad, vocación de un élite que ha recibido “la buena parte que no le será quitada” (Lc. 10, 42). Pero incumbe sobre todos los cristianos el deber de ser conscientes de que “el mundo da vueltas”; que la indulgente ironía de quienes saben que los tiempos cambian mientras el Evangelio permanece igual debe combinarse –en difícil síntesis- con la atención por la actualidad.
 Y como hoy forman parte de la actualidad aquellos “derechos del hombre” que los masones del siglo XVIII y los funcionarios de la ONU del siglo XX quisieron proclamar, habrá que interrogarse sobre el tema. ¿Por qué la Iglesia desconfió de ellos durante tanto tiempo? ¿Por qué la primera encíclica que parece aceptarlos –la Pacem in terris de 1963- se preocupa de advertir: “En algún punto estos derechos han provocado objeciones y han sido objeto de reservas justificadas”?
 Intentaremos esbozar una respuesta en los párrafos que siguen.

 19.- Derechos del hombre / 2

Resultado de imagen de vittorio messori leyendas negra sd el la iglesia Vamos a tratar entonces de esclarecer el tema, tan inflado desde hace algún tiempo, de los “derechos del hombre”, tal como se entienden en la Declaración de 1789 y en la de las Naciones Unidas de 1948.
 En su significado actual, la palabra “derecho”, que no existe en el latín clásico (el ius es otra cosa), es bastante reciente. Algunos afirman que su origen no se remonta más allá de los siglos XVI-XVII.
 La perspectiva anterior, basada en una visión religiosa, prefería hablar de “deberes”. En efecto, toda la tradición judeo-cristiana también se basa en una “Declaración”, pero que concierne a “los deberes del hombre”: es el Decálogo, la ley que Dios entregó a Moisés.
 El mismo Jesús no habla de “derechos”: al contrario, protagonista positivo de sus parábolas es el servidor, que obedece fielmente a su amo sin discusiones. Y uno de sus mayores elogios lo recibe el centurión de Cafarnaum, que expone una visión de la vida y del mundo basada totalmente en la obediencia -por lo tanto, en los “deberes”- y no en las reivindicaciones –los “derechos”-: “Porque también yo, que soy un subordinado, tengo soldados a mis órdenes y digo a éste: ‘Ve’, y él va; a aquél: ‘Ven’ y viene; y a mi criado: ‘Haz esto’, y lo hace”. “Jesús se admiró al oírlo…” (Mt. 8, 9-10).

 Inútil recordar las palabras de Pablo a los romanos: “Todos han de someterse a las potestades superiores; porque no hay potestad que no esté bajo Dios, y las que hay han sido ordenadas por Dios. Por donde el que resiste a la potestad, resiste a la ordenación de Dios; y los que resisten se hacen reos de juicio” (Rom. 13, 1-2). Según Pablo, de manera coherente con toda la estructura bíblica, la mujer tiene obligaciones con el hombre, el esclavo con su amo, el creyente con los responsables de la Iglesia, los jóvenes con los ancianos; y todos las tienen el uno con el otro y con Dios.
 “Yo, por mi parte, no me he aprovechado de nada de eso; ni escribo esto para que se haga así conmigo; porque mejor me fuera morir antes que nadie me prive de esta mi gloria”. Esto dice el apóstol en la Primera Carta a los Corintios (1 Cor. 9, 15): por lo tanto, si alguien puede legítimamente reconocerse a sí mismo algún “derecho”, renunciar a éste será una “gloria”. En 1910, volviendo a afirmar la doctrina católica, san Pío X escribía en una carta a los obispos de Francia: “Predicadles ardidamente sus obligaciones tanto a los potentes como a los débiles. La cuestión social estará más cerca de su solución cuando los unos y los otros, menos exigentes en sus derechos respectivos, cumplan sus deberes con mayor precisión”.

 En esta misma perspectiva , como cristiano, se encontraba Aleksandr Solzhenitsin cuando –en el discurso que pronunció en Harvard en 1978, que convertiría en desconfianza la simpatía que hasta entonces le había otorgado la intelligentsia occidental- pedía a todo el mundo que “renunciara a lo que nos corresponde de derecho” y aconsejaba “la autolimitación libremente aceptada”. Y seguía así: “Ha llegado el momento, para Occidente, de afirmar los deberes de los pueblos más que sus derechos”. Y aún más: “No veo ninguna salvación para la humanidad fuera de la autorrestricción de los derechos de cada individuo y de cada pueblo”. Fuerte de toda la tradición cristiana, Solzhenitsin pedía a “un mundo que sólo piensa en sus derechos” que “volviera a descubrir el espíritu de sacrificio y el honor de servir”.
 En efecto, todos los autores espirituales nos dicen que el non serviam!, ¡no serviré! (y, por lo tanto, “no reconozco obligaciones, sólo reivindico mis derechos”) es el grito de rebelión de Satanás contra Dios.
 Tan profunda era la conciencia de ello entre los creyentes, que el abbé Grégoire, que sin embargo fue fiel a la Revolución desde el principio y votó la “Declaración de derechos” en la Asamblea Nacional, pidió –pero en balde- que se elaborara una “declaración de deberes” paralela. De espíritu religioso, incluso en su lucha contra la Iglesia, el mismo Giuseppe Mazzini tituló su “catequismo” Los deberes del hombre: para él tampoco podía existir libertad, ni organización social firme y duradera, sin pasar antes por el cumplimiento del deber, del que derivaban (pero en un segundo momento) los derechos.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, 2006, en traducción de Stefania Maria Ciminelli, Celia Filipetto y Juana María Furió, pp. 85-91. ISBN: 84-08-01778-0.]

miércoles, 24 de noviembre de 2021

La niña verde.- Herbert Read (1893-1968)


Resultado de imagen de herbert read «Al fundar esas colonias, los jesuitas siguieron el principio de que la suya era una corporación distinta de los poderes civiles o eclesiásticos de la comunidad. Desde luego, eran fieles al Papa, su padre espiritual, y al rey, que gobernaba por derecho divino. Pero en la práctica sus instituciones eran independientes de toda autoridad externa, posición paradójica que sólo podía mantenerse en las regiones remotas donde habían fundido sus colonias.
 La disciplina de la Compañía de Jesús era inquebrantable. La gobernaba un superior que vivía en Candelaria, punto central desde donde podía visitar fácilmente los demás establecimientos. El superior tenía dos lugartenientes, uno de ellos vivía en los barrancos del río Paraná; el otro en Uruguay. Además de esos funcionarios, que dirigían los asuntos más importantes de la comunidad, cada ciudad o colonia tenía su cura, asistido por uno o más sacerdotes, según la importancia y el número de la población. Un cura tenía a su cargo el bienestar espiritual de la comunidad, oficiaba en el altar y enseñaba rudimentos de lectura y escritura. Otro cura se ocupaba de los asuntos temporales, vigilando el desarrollo de la agricultura y la enseñanza de los oficios.
 Los nativos aprendían el arte de gobernarse a sí mismos. Tenían su alcalde, jueces y regidores que presidían tribunales y concilios. Pero desde luego un pueblo tan inocente de las tradiciones políticas dependería en gran parte del consejo de los curas, en quienes depositaban su autoridad. Los jesuitas insistían sobre todo en el principio de la igualdad absoluta en cuanto a la posición social, las horas de trabajo y aun la vestimenta. Los escogidos para desempeñar un cargo debían ofrecer un buen ejemplo a quienes no tenían ese honor y, salvo la admiración de sus amigos, no parecían recibir ninguna remuneración.
 En el ámbito económico, las misiones seguían el principio de la comunidad de bienes. El ganado y los caballos eran propiedad común del pueblo; toda la producción agrícola se repartía equitativamente o se almacenaba para el uso público. Las ganancias obtenidas mediante cualquier venta ingresaban en el “fondo de la comunidad” y se utilizaban para la construcción y decoración de las iglesias y para servicios públicos tales como un hospital y una escuela.
 No hay duda de que dentro de esa comunidad igualitaria los sacerdotes detentaban un poder autocrático. Insistían en que los indígenas asistieran regularmente a la misa y mantenían la disciplina moral más estricta. Y hasta cuidaban de corregir la apatía conyugal. A determinadas horas, durante la noche, hacían batir tambores en las aldeas. Porque los indígenas, poco sensuales por naturaleza, después de una jornada de labor en los campos preferían las delicias del sueño a cualquier otro placer y era preciso despertar de esa manera su sentido de los deberes conyugales.
 Es indudable que en el curso de dos siglos los jesuitas acumularon en Sudamérica una considerable riqueza en tierras, ganado y utensilios de plata y oro. La consecuencia de tal riqueza fue que adquirieron un poder demasiado extenso y evidente para no suscitar el encono de las autoridades civiles y eclesiásticas que, dirigidas desde Europa, consideraban las colonias como legítimas fuentes de pillaje. La historia de la expulsión de los jesuitas es archisabida. Las consecuencias para los nativos fueron desastrosas. Una vez más se convirtieron en víctimas de la expoliación, el robo, la administración pervertida; sus posesiones decayeron rápidamente y poco a poco se hundieron en un estado de pobreza e indiferencia. Durante muchos años padecieron a los sacerdotes y frailes enviados en reemplazo de los hermanos jesuitas; además eran absolutamente incapaces de entender el sistema de autoridad dual a que habían sido sometidos, ya habituados a la autoridad única de la Compañía, que por intermedio de sus hermanos dirigía tanto los asuntos espirituales como los temporales. Con el cambio de sistema se les exigió que aceptaran por un lado la autoridad de un sacerdote y por el otro la de un seglar; y puesto que esos individuos representaban un permanente conflicto de intereses, los indígenas vivían en permanente confusión. Los sacerdotes, por ejemplo, podían ordenarles que asistieran a la misa a una hora determinada que el administrador civil encontraba inoportuna. Ninguna de las autoridades cejaba, con el resultado de que los pobres nativos eran castigados hiciesen lo que hiciesen.
 Reducidos a la miseria o a la esclavitud por la explotación económica, profundamente desmoralizados por gobiernos débiles, desintegrándose por tendencia natural, las primitivas colonias o misiones fundadas por los jesuitas desaparecieron gradualmente. El país todo habría retrocedido acaso a cierta forma de barbarismo de no mediar el auge de los criollos. Despreciados por sus allegados de sangre, los españoles, ese antagonismo fue poco a poco haciéndoles conscientes de su condición racial y hasta llegaron a aspirar al mando de la tierra en que habían nacido. Se convirtieron así en los campeones de la libertad y la independencia, en oposición al dominio español. En Roncador pude comprobar que sin su ayuda la formación de repúblicas independientes nunca habría sido posible.
 Durante mi estudio del manuscrito del pai Lorenzo adquirí varias convicciones que no me abandonaron mientras permanecí en Roncador. Es posible que el cuadro de las colonias jesuitas pintado por el desconocido historiador fuera demasiado benévolo. Es posible, asimismo, que yo leyera en sus descarnadas descripciones una concepción de la sociedad que estaba ya latente en mi mente. No muchos años antes había leído La República de Platón con extraordinario entusiasmo; de manera inconsciente, podía haber imaginado las misiones jesuitas como una realización de los ideales que entonces había abrazado. Pero sólo la coincidencia de la teoría con la historia y la posibilidad de acción en esas precisas circunstancias pudieron impulsar el espíritu de resolución que desde ese momento nació en mí.
Resultado de imagen de herbert read la niña verde Comprendí claramente que un gobierno estable sólo era posible en determinadas condiciones que empecé a formularme a mí mismo con frases precisas. La autoridad debe ser una. Por una no entendía residente en un solo individuo; es cierto que los jesuitas apelaban en última instancia a la autoridad personal del superior de su Compañía, pero el gobierno de cada colonia estaba confiado a dos curas, uno para los asuntos espirituales y otro para los temporales. Pero el mismo propósito moral animaba a ambos curas y ésa era la unidad verdadera y suficiente. El Estado debe bastarse a sí mismo. Este principio se deduce del anterior, ya que la autoridad de un Estado disminuye en la medida en que depende de otro exterior. En tal caso su poderío se diluirá en exportaciones y letras de cambio y otra autoridad competidora se instalará a su lado, tanto más peligrosa por invisible e impalpable. El Estado debe armarse contra la invasión. Otro principio deducido de los anteriores, ya que todo Estado inerme provocará la codicia de vecinos ambiciosos. El Estado debe ser incorruptible o, por así decirlo, poderoso contra la sedición. Únicamente, la injusticia provoca la sedición, pero la injusticia no sólo implica una mala administración de las leyes establecidas para el bienestar común, sino además la existencia de irrecusables injusticias, entre las cuales la principal es la desigualdad de la riqueza.
 Cuanto más estudié su historia, más firme fue mi convicción de que los jesuitas habían fracasado por una única razón: habían provocado la envidia de gobernantes y saqueadores, ante todo mediante la acumulación de bienes y en segundo término por su incapacidad de defenderse contra la invasión.
 No encontré dificultad para hacer que la Junta aprobara ciertas medidas cuyo objeto era poner en práctica esos principios de gobierno. Fijé mi propio salario y la paga de todos los empleados y oficiales en cifras bajas pero proporcionadas, suficientes para sostener un hogar decente, aunque no para dejar un margen de ahorros. El ejército profesional quedaba disuelto, salvo una plana de oficiales; pero cada familia debía aportar un varón apto para el servicio que permanecería bajo bandera hasta que lo reemplazase un relevo. Para asegurar la homogeneidad del Estado, quedaba prohibida la unión entre españoles, con lo cual se aseguraba automáticamente la asimilación  de elementos foráneos. Ningún extranjero podía ingresar al país sin permiso; sólo podía establecerse en él casándose con una mujer nativa. Todas las desigualdades sociales desaparecían, ya que cada ser humano tiene los mismos derechos ante la ley. El Estado asumía el dominio de toda la tierra: los hacendados o estancieros debían explotar sus propiedades en beneficio común, so pena de expropiación. La única diferencia que subsistía era la división del trabajo: un hombre puede dirigir una estancia, así como la autoridad del Estado. Pero así como son diversas las aptitudes de los hombres, diversas han de ser sus funciones, aunque no sus ventajas.
 Las leyes que aseguraban esos principios fueron promulgadas durante el primer año de nuestro gobierno, pero tomar todas las medidas necesarias fue, desde luego, labor de varios años. Hubo que deportar a algunos elementos rebeldes, todos españoles. Algunos comerciantes se declararon en quiebra: se les ofrecieron tierras o la alternativa de abandonar el país. Algunos estancieros se mostraron reacios ante la requisición de parte de sus ingresos, pero también para ellos la única alternativa fue emigrar. En general, las dificultades no eran las que se habrían suscitado en una cultura más avanzada. Aunque la esclavitud no era desconocida en Roncador, aunque los campesinos de condición más baja eran ignorantes y míseros, no existían diferencias sociales. Aparte los españoles, era la nuestra una sociedad sin clases y el único problema radicaba en encontrar los medios para igualar los bienes de todos los miembros de dicha sociedad.
 En suma, nuestro método (aplicado gradualmente) consistía en destinar parte de la producción para el trabajador individual y parte para el Estado. Esa parte asignada al Estado la fijaba el estanciero, que reunía su producción y tomaba de ella lo necesario para sí mismo. En cada ciudad y distrito había almacenes donde se recogía el excedente para el Estado, y allí se intercambiaba con la producción de los oficios. Así, un zapatero podía cambiar en la ciudad un par de zapatos por determinada cantidad de té, tabaco, carne o trigo, según tarifas fijas. El excedente de este tráfico local, reunido en la capital, se intercambiaba a través de comerciantes con importaciones de manufactura extranjera. Tales importaciones eran de diversa índole: para la distribución (sal y artículos de adorno) y para el uso directo del Estado (equipos para el ejército). El exceso de exportaciones sobre las importaciones podía acumularse como una reserva de crédito por cuenta de los importadores extranjeros; en ninguna circunstancia quedaba autorizado el exceso de importaciones.
 Tal era nuestra sencilla economía y no peco de cándido si imagino que civilizaciones más complejas deberían imitar sus líneas generales. Lo que no puede dudarse es su adecuación al Estado de Roncador. Al cabo de tres años de gobierno había en el país una atmósfera general de paz y contento. Hombres y mujeres vivían en relación de mutua confianza, cultivando la tierra y disfrutando con felicidad de la abundancia de sus frutos.
 De todo ello resultó algo imprevisto.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Duomo Ediciones, 2010, en traducción de Enrique Pezzoni, pp. 83-87. ISBN: 978-84-92723072.]

sábado, 20 de noviembre de 2021

La comunicación no verbal. El cuerpo y el entorno.- Mark L. Knapp (1938)

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4.-Los efectos de territorio y del espacio personal

Densidad y aglomeraciones

  «Analicemos primero algunos interesantes ejemplos de comportamiento animal en condiciones de gran densidad o superpoblación. Durante años, los científicos se sintieron intrigados por la elevada tasa de suicidios de conejillos árticos, conejos y ratas. El interés de estos científicos aumentó debido a que en el momento del suicidio los animales parecían disponer de toda la comida necesaria, no había depredadores a la vista ni contaminación alguna. Un etnólogo con experiencia en patología médica formuló la hipótesis de que los suicidios eran provocados por una reacción endocrina en los animales, resultado de un estado de tensión que en ellos se había producido durante el crecimiento de la población. Esta hipótesis se vio confirmada en un estudio realizado con la población de ciervos de James Island, isla a una milla de a costa de Maryland en la bahía de Chesapeake. Cuidadosos estudios históricos que se prolongaron durante años mostraron que los ciervos de James Island morían por sobreproducción de las glándulas suprarrenales como consecuencia de stress. Las glándulas suprarrenales desempeñan una función importante en la regulación del crecimiento, la reproducción y el nivel de defensas del organismo. Así pues, la superpoblación causaba la muerte no por hambre, infección o agresión de otros animales sino por una reacción fisiológica al stress creado.
 Los experimentos de Calhoun fueron más allá aún y sugirieron modalidades peculiares de comportamiento en condiciones de superpoblación. Calhoun observó que, con abundancia de comida y sin peligro de depredadores, las ratas de Noruega, en un recinto al aire libre de un metro cuadrado, estabilizaban su población en alrededor de 150 individuos. Estas observaciones, realizadas durante un período de veintiocho meses, indicaron que las relaciones espaciales eran extremadamente importantes. Luego Calhoun diseñó un experimento en que pudo mantener una situación de stress en una superpoblación mientras se criaban tres generaciones de ratas. Denominó a este experimento “antro del comportamiento”, es decir, un área en que la mayoría de las ratas exhibieron grandes distorsiones del comportamiento. Algunas de las observaciones de Calhoun son dignas de mención: 1) Algunas ratas se retiraron por completo del intercambio social y sexual mientras que otras comenzaron a “montar” todo lo que se hallara a la vista; las pautas de cortejo se interrumpieron totalmente y a menudo las hembras eran perseguidas por varios machos. 2) Las pautas de nidificación –de ordinario nítidas- se volvieron muy desaliñadas o directamente desaparecieron. 3) Los camastros de las ratas jóvenes se hicieron mixtos; las ratas recién nacidas o jóvenes eran pisadas o comidas por machos invasores hiperactivos. 4) Los machos dominantes, incapaces de establecer territorios espaciales, peleaban por posiciones próximas a los comederos; los territorios eran compartidos por “clases” de ratas, que exhibían conductas similares; los machos hiperactivos violaban todos los derechos territoriales corriendo por doquier en bandas, con total falta de respeto por todos los límites salvo los que eran defendidos por la fuerza. 5) Las ratas preñadas a menudo abortaban; eran numerosos los desórdenes en los órganos sexuales y sólo la cuarta parte de los 558 recién nacidos en el antro lograron sobrevivir en el destete. 6) La conducta agresiva creció significativamente.
 ¿Se puede generalizar a hombres y mujeres a partir de ratas? Algunos estudios iniciales que hallaron correlaciones moderadas entre diferentes resultados  socialmente indeseables –como crimen, delincuencia, desórdenes físicos y mentales- y la gran densidad de población, parecen contestar afirmativamente esta pregunta. Otros, en cambio, comentan irónicamente que la única generalización que podemos extraer del trabajo de Calhoun es ésta: “¡No te metas con una rata!” Sobre la base de la investigación realizada hasta aquí en torno a la densidad humana y el hacinamiento, se desprende con claridad que no contamos con una respuesta simple a la pregunta acerca de si “el hacinamiento es bueno o malo”.
 Uno de los problemas de interpretación  de este cuerpo de investigaciones estriba en la multitud de perspectivas desde las cuales ha sido estudiado el tema. Por ejemplo, no son lo mismo densidad y hacinamiento. La densidad se refiere a la cantidad de personas por unidad de espacio, mientras que el hacinamiento es un estado de ánimo que puede sobrevenir en situaciones de alta o baja densidad. La sensación de hacinamiento puede verse influida por: 1) factores ambientales como, por ejemplo, espacio disponible, ruido y disponibilidad de recursos y el acceso a ellos; 2) factores personales, como personalidad y estilos de comportamiento o experiencias previas en situaciones de gran densidad; y 3) factores sociales como, por ejemplo, la frecuencia y la duración del contacto, la naturaleza del contacto (cooperativo o competitivo), las personas implicadas (amigos o extraños), o la cantidad de personas implicada (uno, varios o toda una comunidad). Las definiciones de densidad también son complejas y variadas.
Resultado de imagen de mark knapp la comunicacion n overbal  Efectos de la gran densidad. El aumento de la densidad no significa automáticamente el aumento de stress o comportamiento antisocial en los seres humanos. A veces hasta buscamos placer en la densidad, como en partidos de fútbol o conciertos de música rock. Si nos hacemos responsables de nuestra presencia en una situación de gran densidad de población y si sabemos que la misma concluirá en cuestión de horas, las oportunidades de efectos negativos parecen mínimas. Ciertos estudios han llegado a resultados que parecen adecuarse a la teoría del “antro de comportamiento” como, por ejemplo, agresión, stress, actividad criminal, hostilidad hacia los demás y un deterioro de la salud mental y física. Sin embargo, en la mayoría de los casos encontramos otros estudios que no llegan a los mismos resultados. Casi siempre la diferencia reside en que una o varias de las variables mencionadas antes ejerció una influencia que redujo los efectos indeseables. Rohe y Patterson, por ejemplo, descubrieron que si se proporciona a los niños suficiente cantidad de los juguetes que desean, el aumento de la densidad no provoca ni la retirada ni la agresión que los estudios previos parecían sugerir. Ciertas vecindades de gran densidad y muy homogéneas presentan en realidad un índice bajo de problemas de salud mental y física. Galle y otros observaron cierta cantidad de medidas de densidad que previamente se habían asociado con elevada actividad criminal. Pero a diferencia de sus predecesores, este equipo de investigación trató de controlar el nivel d educación, el marco étnico de diferencia, el estatus ocupacional, etc. La cantidad de personas por habitación fue la medida que suministró la mayor correlación entre densidad y delincuencia juvenil, las mayores tasas de fallecimientos y crecimiento vegetativo, así como más asistencia pública. La gran densidad puede producir enorme cantidad de problemas, pero los seres humanos no permanecen pasivos en situaciones que exigen una convivencia prolongada en condiciones de gran densidad. Por el contrario, ensayamos diversos métodos para enfrentar o eliminar los efectos más perjudiciales de tal situación.
 Para manejar la gran densidad. Milgram cree que los habitantes de las ciudades están expuestos a una sobrecarga de información, personas, objetos, problemas y muchas otras cosas. Como consecuencia de ello, los habitantes de las ciudades se ven involucrados en conductas cuya finalidad es reducir esa sobrecarga, que a veces lleva a los forasteros a verlos como distantes y emocionalmente distanciados de los demás. Algunos de esos métodos para manejarse en ciudades populosas son: 1) invertir menos tiempo en cada intervención (por ejemplo, tener conversaciones más cortas con la gente); 2) no tomar en cuenta las situaciones de escasa prioridad (por ejemplo, ignorar al borracho en la acera o no hablar con la gente a la que se ve todos los días en el viaje al estudio o al trabajo); 3) trasladar a otros la responsabilidad de ciertas transacciones (por ejemplo, sustituir al conductor del autobús de la responsabilidad de dar cambio); 4) eliminar ciertas situaciones, por ejemplo, por medio de porteros que se ocupan de los edificios de apartamentos.
 Desplazamos ahora la atención de las relaciones espaciales en condiciones de superpoblación a las relaciones implícitas en una conversación de dos personas.

 Distancia conversacional

 Probablemente todos hemos tenido la experiencia (tal vez no conciente) de retroceder o movernos hacia adelante cuando hablamos a otra persona. A veces este movimiento se debe a una necesidad de encontrar una distancia conversacional cómoda. En diferentes situaciones, cuando analizamos diferentes temas, esta distancia “cómoda” varía. ¿Hay alguna coherencia en las distancias elegidas? ¿Hay una distancia específica que la mayoría de la gente escoge cuando habla a los demás?
 El antropólogo Edward T. Hall ha realizado agudas observaciones relacionadas con la conducta espacial humana, observaciones que se publicaron en un libro que lleva por título The Silent Language. Este libro, más que ningún otro trabajo probablemente, es responsable de una corriente de interés académico en tratar de responder a estas y otras preguntas conexas. Hall identificó varios tipos de espacio pero lo que aquí nos interesa es lo que él llama “espacio personal” o “informal”. El espacio informal acompaña a todo individuo y se expande o contrae bajo circunstancias diversas, en función del tipo de encuentro, la relación de las personas intercomunicantes, sus respectivas personalidades y muchos otros factores. A continuación clasifica Hall el espacio informal en cuatro subcategorías: íntima, casual-personal, social-consultiva y pública.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Paidós Ibérica, 2005, en traducción de Marco Aurelio Galmarini, pp. 118-122. ISBN: 84-7509-185-7.]    
   

miércoles, 17 de noviembre de 2021

El amor en serio.- Richard Carlile (1790-1843)


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Cartas

De Carlile a Wilberforce (The Republican, X, pp. 385-9)

   «Pecador,
Abordaré a continuación el tema que introduje en mi carta del día 10 del mes corriente. No tengo constancia de que la Asociación para la erradicación del vicio haya llevado sus persecuciones más allá de tres aspectos: primero, en referencia a los libros y estampas considerados “obscenos”; segundo, contra la venta de mercaderías el séptimo día de la semana; y tercero, para combatir publicaciones en las que se cuestionan los buenos fundamentos de la religión cristiana o de la religión en general.
 El primer punto, a saber, los procesos contra los libros y estampas llamados obscenos, para empezar admite preguntarse por qué se han iniciado dichas causas. ¿Qué son exactamente los libros y estampas obscenos? Debemos conocer cuál es el significado preciso de la palabra “obsceno” para poder justificar la condena de libros y estampas a los que se les atribuye tal rubro. Al buscar el vocablo “obsceno” en un diccionario Johnson de bolsillo, descubro que su definición se expresa en términos igualmente vagos, como impúdico, desagradable, ofensivo, lascivo o incasto. Ninguno de ellos pone absolutamente nada en claro, y tampoco contribuyen a una definición inteligible y adecuada que satisfaga cabalmente todos los gustos y temperamentos. La palabra “obsceno”, por consiguiente, se halla desprovista de una definición correcta y, como tal, no puede constituir con probidad objeto de acusación, de competencia legal y de penas judiciales. Debemos, por tanto, remitirnos a la esencia de la palabra, al acto que ella expresa. A este respecto, lo único que conozco de su aplicación es que refiere a lo que podemos llamar aquí el “misterio del trato carnal”.
 Y esto nos lleva a la siguiente pregunta: ¿qué encierra el trato sexual para que, en cualquiera de sus formas o sea cual fuera su índole o su representación, pueda aparecer bajo la categoría de obsceno o resultar desagradable? No creo que sea necesario aclarar lo que entraña la expresión “trato carnal”: doy por supuesto que escribo para personas adultas de ambos sexos, que entienden a la perfección su significado. Mas sí diré que, en su calidad de mero acto que se lleva a cabo por consentimiento mutuo, bajo ningún concepto puedo considerarlo desagradable u obsceno. Existen muchos ejemplos en los que el trato sexual puede resultar indecoroso desde el punto de vista social, dadas sus relaciones con otras circunstancias, tales como el incumplimiento de la fidelidad, el apremio para obtener los favores de la otra persona, o el aprovechamiento injusto de accidentes como la edad, la ignorancia, la pobreza, la situación, u otro cualquiera; circunstancias todas que equivalen al engaño. Puede que en dichas situaciones exista una gran vileza, pero no puedo asociar la palabra “vil” con la palabra “obsceno”. Es posible que me provoque disgusto la vileza en la que algunos incurren; sin embargo, no puedo vincular ese rechazo al acto sexual, sino al carácter de los métodos utilizados para llegar a él.
 El trato carnal, en tanto que su práctica concierna a personas mayores de edad, no contiene en sí mismo nada que pueda relacionarse con la obscenidad. Constituye una actividad natural, saludable y limpia; como tal, todas las representaciones que de ella se realicen, sea por mediación de la palabra o de cualquier otra expresión, gozan de la misma naturaleza. No pienso consentir que se diga, como si fuera un dogma, que resulta lícito cuando lo aprueba un sacerdote y abyecto si éste lo rechaza; pues el trato carnal merece siempre la misma consideración, con la salvedad de las circunstancias antes mencionadas. Aquella mujer que acepta vivir con un hombre durante un mes, un año o para toda la vida sin desembolsar la suma que cuesta un enlace sacerdotal, es tan virtuosa como si se hubiera casado con arreglo a los preceptos de la Iglesia, siempre que mantenga su promesa de fidelidad. Si llegado el caso se separa de ese hombre de mutuo acuerdo y más tarde accede a vivir con otro, respetando aún la fidelidad y sin incurrir en la falsedad, continúa siendo tan virtuosa como pueda serlo cualquier mujer casada. Y si procediese del mismo modo con un centenar de hombres distintos, su virtud se mantendría igual de firme. La religión, el provecho eclesiástico y la ignorancia, son los únicos responsables de que circule el infundio contrario. La licencia que otorga el párroco es más una licencia para el engaño, el adulterio y la desgracia que para preservar la virtud femenina.
 Puesto que, como queda dicho, la palabra “obsceno” no puede aplicarse con propiedad al trato carnal en sí mismo, sostengo que constituye un atropello la utilización de la que se ha servido su Asociación para la erradicación del vicio para abrir procesos contra individuos que han vendido libros y estampas en los que se describe dichos actos; que tales obras no eran viciosas, ni fueron publicadas con malicia; que no debiera haberse instigado su erradicación; que si se hubiese tolerado su publicación, si todas las personas estuviesen familiarizadas con ellas, no provocarían mayor arrebato que el que produce contemplar el retrato o el rostro de una mujer bella. A buen seguro habrá quienes consideren mis argumentos y mis conclusiones del todo repugnantes. Bien, que así sea: su aversión no prueba más que las consecuencias de una educación indebida. Yo, por mi parte, siento un enorme rechazo por la prostitución, un fenómeno que existe en todos los países cristianos; que, de hecho, ha devenido incluso un distintivo de los países donde el Cristianismo ha impuesto sus restricciones indecentes, enfermizas y realmente obscenas sobre el muy conveniente y virtuoso trato carnal. Me desagradan profundamente las Memorias de Harriette Wilson, que sólo podrían tener cabida en un país cristiano, y todo apunta a que su muy religioso amigo Erradicador del Vicio, 3.3. Stockdale, librero él –entre otras cosas, editor de Harriette Wilson-, así como su Asociación para la erradicación del vicio, caso que de veras exista, no se sienten en absoluto ofendidos por esa obra. También me atrevería a decir que Harriette y sus aristocráticos amantes rechazan de plano mi falta de principios religiosos, puesto que las rameras y sus amantes rezan sus oraciones y siguen los dictados de su religión con tanta, o tan poca, ceremonia como el resto de cristianos. He tenido noticia de que quienes practican crímenes contra natura sienten aversión por las mujeres. A las viejas solteronas les desagradan las mujeres casadas. Las mujeres maduras rechazan a las muchachas jóvenes, los hombres caducos a los mozalbetes. De modo que la vida humana, bajo esta luz, o a la luz de una pésima educación, no viene a ser más que una tanda de repulsiones sucesivas. Mi propósito consiste en confinar el rechazo a lo que hubiera de resultar repulsivo a todos por igual, al verdadero vicio, y no permitir que alcance asuntos que cualquier ser humano debiera poder gozar a su antojo sin temor, evitando así que el propio ser, la familia, la vecindad o la comunidad sufran menoscabo por esta causa.
Resultado de imagen de richard carlile el amor en serio Deseo poner en claro que no trato de defender o alentar la publicación de los llamados libros o estampas “subidos de tono”. No pretendo tal cosa; sin embargo, me veo en la obligación de aludir a ellos de manera explícita, con el fin de mejor exponer y condenar el papel de usted en calidad de exterminador del vicio. De no existir la Asociación para la erradicación del vicio, es más que probable que nunca hubiera yo abordado este asunto, pues me desagrada a tal punto que me sobrepongo a mis escrúpulos por la utilidad que pueda reportar al público presente y futuro. Dedicaré el siguiente número del Republican a la cuestión “¿Qué es el amor?”, y después abandonaré el asunto, quizás para siempre. Aunque le doy mi palabra de honor de que, caso que siga existiendo una Asociación para la erradicación del vicio cuya misión sea iniciar procesos contra libreros u otras personas con motivo de la publicación de los mencionados libros y estampas, haré cuanto esté en mi mano para oponer la misma resistencia a tales persecuciones, como me he alzado contra los procesos a obras antirreligiosas. De este modo concluye, o concluirá, su carrera de Exterminador del Vicio.
 Por cierto que la Biblia, su libro predilecto, puede ofrecer algunos magníficos contenidos a la prensa que usted tilda de “obscena”. Para empezar, podríamos exhibir a Adán y Eva, tal como obscenamente los acabó su ídolo Jehová, antes de que creara los pámpanos o los pañetes para cubrirles. A continuación, el momento en que dice que “Adán conoció a su mujer”. Luego el muy obsceno episodio entre los hijos de Dios y las bellas hijas de los hombres. A continuación, Noé ebrio y desnudo, rodeado por sus avergonzados hijos. Más tarde, esa obra magna para una imagen religiosa, la escena o escenas entre Lot y sus licenciosas hijas. Estos pasajes, y otros cien si hiciera falta, pronto harían que su Asociación aborreciera nuevos enjuiciamientos, del mismo modo que usted se ha hartado de instigar procesos contra libros que no expresan admiración por la religión de su Biblia y con los que, a buen seguro, su Asociación seguirá topando si persiste en buscar encuentros de este tipo en lo por venir.
 No he leído las memorias de Harriette Wilson más allá de los extractos que han aparecido en la prensa; sin embargo, he tenido suficiente noticia de dicha obra como para poder recomendarle su lectura y se pregunte qué bien ha hecho usted en calidad de Exterminador del Vicio. La publicación de ese libro concluye con el cometido de la Asociación para la erradicación del vicio. Se ha observado de manera general que su Asociación sólo ha ido en pos de gente pobre o, cuando menos, de personas que no nadan en la abundancia y que nunca alcanzó a distinguir o a suprimir el vicio donde más a sus anchas campaba: entre la aristocracia. Una aristocracia virtuosa constituye una anomalía cuya mera existencia es del todo imposible, puesto que nace de la opresión, del latrocinio de los bienes que el hombre trabajador obtiene con el sudor de su frente. Mas, ¿cuándo o dónde ha intervenido la Asociación para la erradicación del vicio para proteger al pobre obrero oprimido de su pudiente opresor? Su Asociación debería haber perseguido el vicio de la opresión, recaiga ésta en personas de raza blanca o en los esclavos negros. Por el contrario, sólo tenemos la certeza de que ha sido instituida por una aristocracia corrupta con el fin de poner obstáculos a la felicidad e impedir que la clase trabajadora tenga acceso a los medios para conquistar el conocimiento.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Trama Editorial, 2008, en traducción de Eugenia Vázquez Nacarino, pp. 64-71. ISBN: 978-84-89239-83-8.]