jueves, 2 de agosto de 2018

Cuentos chinos.- Anónimo (¿...?)


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11.-Los tres dioses que gobiernan el mundo

«Hubo una vez tres señores en el cielo, en la tierra y en las aguas a los que se dio el nombre de los tres dioses gobernantes. Los tres son hermanos y son hijos del padre del monje de Yangtsekiang. En una ocasión en que iba paseando por la orilla del río fue arrojado al agua por unos ladrones, pero la verdad es que no se ahogó; un tritón le salió al encuentro y le salvó la vida. Le cogió y le llevó consigo al palacio de los dragones. El rey de los dragones se dio cuenta de que era una persona extraordinaria; por eso le entregó a su hija en matrimonio. Ella tuvo tres hijos. Estos jóvenes sintieron siendo muy jóvenes una preferencia por las ciencias ocultas, por eso se fueron los tres a una isla que estaba en el mar. Allí se pusieron a ejercitar la contemplación. No oían nada, no veían nada, no decían nada, ni se movían. Los pájaros llegaban y anidaban en sus cabellos; las arañas llegaban y tejían las telas sobre sus rostros. Los gusanos y los insectos entraban y salían de sus narices y orejas. Ellos no se daban cuenta de nada.
 Después de haber pasado muchos años así, alcanzaron el conocimiento secreto y se convirtieron en dioses. El Señor hizo que fueran los gobernantes del mundo. El cielo disponía, la tierra ejecutaba y el agua producía. Los tres gobernantes unieron sus fuerzas originales para poder ayudar y disponer, por eso reciben también el nombre de dioses primigenios. En cualquier rincón de la tierra hay templos dedicados a ellos.
 Si uno entra en esos templos, se ve a los tres gobernantes dispuestos en un altar. Tienen una cinta a modo de sombrero y un cetro en la mano como si fueran reyes. Pero el que está sentado en el lugar más bajo, a la derecha, tiene los ojos saltones y la mirada colérica.
 Si preguntamos por su significado, la gente cuenta lo siguiente: “Los tres eran hermanos y los tres fueron convertidos en gobernantes por su padre; no hacían más que hablar de cómo iban a colocarse. El más joven propuso: “Mañana por la mañana, vendremos aquí antes de que salga el sol. El primero que llegue, se sentará en el centro, en el sitio de honor; el segundo, en el segundo sitio y el tercero en el último lugar”. Los tres hermanos estuvieron de acuerdo. Al día siguiente llegó el hermano pequeño a una hora tempranísima y fue el primero, se colocó en el medio y  se convirtió en el dios del agua. El mediano llegó en segundo lugar; se colocó a la izquierda y fue el dios del cielo. Finalmente llegó el hermano mayor en último lugar. Cuando vio que sus hermanos ya estaban colocados en sus respectivos sitios, se enfadó muchísimo, aunque no podía decir nada. La cólera le subió al rostro, las pupilas se le salieron como esferas de sus órbitas y se le hincharon las venas como si estuviera abotargado. Se colocó a la derecha y fue el dios de la tierra. El artesano que realizó las imágenes de los dioses lo vio y así  lo dibujó.”
[...]
 
48.-Las tres desgracias
 En los tiempos pasados vivió un joven que se llamaba Dschou Tschu. Era fortísimo, de forma que nadie podía ganarle. Era salvaje y poco dado a atender a razones y siempre había problemas y luchas a su alrededor. Pero los ancianos del lugar no se atrevían a castigarlo de una manera ejemplar. En la cabeza llevaba un sombrero alto, que había adornado con dos plumas de faisán. Iba vestido con traje de seda bordada y llevaba la espalda del manantial ceñida a su cintura. Se daba al juego y a la bebida y era un manirroto. Al que le molestaba le ocurría con seguridad alguna desgracia. Siempre se mezclaba donde fuera que hubiera peleas. Así actuó durante años y todos los que habitaban en las proximidades sollozaban por su dominio.
 En una ocasión vino un nuevo funcionario destinado a aquellos lares. Se dedicó en primer lugar a recorrer la tierra y a preguntar a la gente por sus problemas. Entonces se enteró de que había un gran malvado en el país.
 Entonces se puso unas vestimentas de tejido basto y se echó a llorar delante de la puerta de Dschou Tschu. Llegó hasta la casa de la moneda en la que se había emborrachado. Desenvainó su espada y se puso a cantar a gritos.
 Cuando volvía a su casa, preguntó: “¿Quién llora de esa forma tan triste?”
 El funcionario le respondió: “Lloro por los problemas del pueblo”. Luego Dschou Tschu le miró y se echó a reír a carcajadas.
 “Os equivocáis, amigo”, le respondió. “Hay menos movimiento que en el agua de una cacerola puesta en el suelo. En este rincón se está tranquilo y en paz. La cosecha es rica y el grano ha granado bien, así que todo el mundo va contento a su trabajo. Si me habláis de desgracia os parecéis al hombre que gime sin estar enfermo. ¿Quién sois vos que, en vez de quejaros por vos mismo, os quejáis por otra gente y qué estáis haciendo delante de mi puerta?”
 “Soy el nuevo gobernador”, le contestó el otro. “Nada más bajar del palanquín me he puesto a visitar los alrededores. El lugar me pareció bueno y sin problemas y todo el mundo tiene lo necesario para vestirse y para comer. Todo es como me habéis dicho pero, curiosamente, cuando los ancianos se reúnen no hacen más que gemir y quejarse. Cuando se les pregunta la razón de ello, dicen: “En nuestro hogar tenemos tres males”. De los dos primeros os daré razón; pero el tercero prefiero callármelo. Por eso lloro ante vuestra puerta.”
 “¿Y cuáles son esos males?”, le repuso Dschou Tschu. “¡Decidme libre y abiertamente todo lo que sabéis!”
 “El primero”, le respondió el gobernador, “es el malvado dragón del puente ancho, que nada en las aguas del río y hace que se ahoguen hombres y ganado. El segundo es el tigre de la frente blanca que habita en la montaña. El tercer mal sois vos.”
 Entonces, de vergüenza, se le subieron los colores a la cara y dijo haciéndole una reverencia: “Vos sólo sois el gobernador de este lugar y os duelen tanto los males del pueblo. Yo he nacido aquí y sólo doy preocupaciones a nuestros mayores. ¿Qué clase de hombre soy? Os lo ruego, ¡marchaos a vuestra residencia, que yo voy a encargarme de que todo mejore!”
 Luego se marchó a toda prisa a la montaña y venteó al tigre en su guarida. El tigre dio un salto en el aire que sacudió todo el bosque como si se tratara de una tormenta. Luego se revolvió gruñendo y alargó salvajemente el cuello para atraparlo. Dschou Tschub retrocedió un paso en el momento en que el tigre aterrizaba delante de él. Con la mano izquierda torció el cuello del tigre hacia el suelo y con la derecha le golpeó sin parar hasta que cayó muerto en la tierra. Se echó el tigre a la espalda y volvió a casa.
 Luego se dirigió al puente ancho. Se quitó la ropa y cogió la espada en una mano. Se metió en el agua. Apenas había entrado cuando empezó a espumear y a burbujear y las olas se estrellaban con un estrépito de espuma. Sonaba como si fueran caballos al galope. Tras un tiempo surgió un chorro de sangre de las profundidades y todo el agua se volvió roja. Entonces salió del agua Dschou Tschu con el dragón en la mano.
 Fue a informar al gobernador con una reverencia: “Le he cortado la cabeza al dragón y he vencido al tigre. He cumplido lo que ofrecí. Ahora me voy a poner en camino para que os veáis libre de la tercera desgracia. Señor, cuidad de mi tierra y decid a los ancianos que ya no se quejen”.
 Y cuando se lo hubo dicho, se enroló con los soldados. Se hizo un gran renombre en la lucha contra los ladrones y, cuando en una ocasión, un ladrón le hirió tan gravemente que se vio sin salvación, se giró hacia el este y dijo: “Me ha llegado el día en que tengo que pagar mis culpas con la vida”. Luego ofreció el cuello a su espada y murió.»
 
[Los fragmentos pertenecen a la edición en español de Editorial Paidós, en traducción de Paz Ortega Montes. ISBN: 84-493-0337-0]
 

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