jueves, 31 de diciembre de 2020

El mal menor. Ética política en una era de terror.- Michael Ignatieff (1947)

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5.-Las tentaciones del nihilismo

  «En El agente secreto, de Joseph Conrad, escrito bajo el impacto de los incidentes terroristas anarquistas ocurridos en Londres y París en la década de 1890, hay un personaje llamado el Profesor que deambula por las calles de Londres, con una mano aferrada a un detonador unido a una carga de explosivos que lleva en el abrigo. Puede saltar por los aires en cualquier momento si la policía trata de detenerlo. Conrad imagina que el Profesor ha sido ayudante en un instituto técnico y luego técnico de laboratorio para un fabricante de tintes, y cuando le despiden concibe una venganza contra el mundo. Como señala Conrad, «el Profesor tiene talento, pero carece de la virtud social de la resignación». El Profesor vive en extrema pobreza en habitaciones alquiladas en uno de los barrios más pobres de Londres y se dedica día y noche a perfeccionar los sistemas detonadores. Está listo para vendérselos a cualquiera que desee «romper la superstición y el culto a la legalidad» de la sociedad que le rodea. Frecuenta los grupos extremos de los socialistas revolucionarios clandestinos, pero en realidad considera a los revolucionarios con el mismo desprecio que considera a la policía. «El terrorista y el policía son tal para cual. La revolución, la legalidad, movimientos opuestos del mismo juego; formas de indolencia en el fondo idénticas.» Están aferrados a la vida, dice amargamente, mientras que él sólo desea la muerte y es por ello invulnerable. Los sueños revolucionarios, la legalidad burguesa, todos estos ideales eran mediocres, pensaba el Profesor, comparados con el objetivo al que él había dedicado su vida: fabricar «el detonador perfecto».
 El Profesor es el primer gran retrato de un terrorista suicida en la literatura moderna. Lo que Conrad pretende que veamos en este retrato demoniaco de la motivación terrorista es que objetivos políticos como revolución, justicia y libertad tienen poco que ver con lo que realmente impulsa al Profesor. El centro de su motivación es mucho más sombrío: desprecio por una sociedad que se niega a reconocer su talento; fascinación por la invulnerabilidad que le confiere su propia voluntad de morir; y obsesión por dominar los métodos de la muerte. El Santo Grial del Profesor —el detonador perfecto— es sólo un símbolo de la verdadera promesa del terrorismo: un momento de violencia que transformará a una persona insignificante y sin un céntimo en un ángel vengador.
 Este retrato del terrorista plantea un desafío especial al análisis al que me he dedicado hasta ahora. ¿Qué sucede en una guerra contra el terror cuando la violencia queda fuera de control, cuando ambas partes empiezan a comportarse como el Profesor, obsesionadas con los medios de su lucha e indiferentes a los fines a los que se supone que sirven esos medios? Hasta ahora he argumentado como si los terroristas y los estados que luchan contra ellos impusieran un control sobre los medios que emplean en función de los fines que persiguen. Los que recurren a la violencia política lo hacen en nombre de la libertad y la autodeterminación, en defensa de los oprimidos. Los que luchan contra el terrorismo, por su parte, luchan para defender los principios del Estado. Si nos basamos en estas suposiciones, es posible imaginar que el deseo de ambos bandos sería no empañar los fines que persiguen con los medios que emplean. Los valores que están encargados de defender podrían persuadir a los interrogadores que trabajaran para los estados democráticos liberales de que el uso de la tortura traiciona la mismísi

ma esencia del Estado. Los terroristas que justificaran las matanzas de civiles como el mal menor podrían ser persuadidos de alejarse del terror si se les pudiera demostrar que se pueden conseguir las mismas metas por medios pacíficos. Si asumimos que tanto el terror como la lucha contra el terror son fenómenos políticos, impulsados por metas e ideales políticos, sería posible imaginar que estas metas impedirían a ambas partes caer en una espiral de mutua consolidación de la violencia.
 ¿Y si estas suposiciones no son verdaderas? ¿Qué sucede cuando la violencia política deja de estar motivada por ideales políticos y pasa a estar motivada por las fuerzas emocionales que Conrad entendió tan bien: resentimiento y envidia, codicia y sed de sangre, violencia por la violencia misma? ¿Qué sucede cuando la lucha antiterrorista, asimismo, deja de estar motivada por los principios y pasa a estar motivada por la misma obsesión de impulsos emocionales?
 Una cosa es sostener que el terrorismo debe ser entendido políticamente y otra pretender que los objetivos políticos son los que determinan siempre las acciones de los terroristas. Es posible que motivos mucho más bajos, los que animaban al Profesor, sean los que necesitemos entender, si es que queremos hacernos una idea de por qué es tan frecuente que las metas nobles sean traicionadas por aquellos que piensan que están haciendo un servicio a esos objetivos. Lo mismo puede ocurrir con los agentes enviados para apresar a gente como el Profesor. Pueden estar dirigidos por códigos y valores que nada tienen que ver con los de la sociedad a la que están representando: los códigos de lealtad a los suyos propios de los guerreros, los valores de venganza y la pura emoción de infundir temor en otros.
 En este capítulo me propongo estudiar la violencia como nihilismo y trataré de explicar las razones por las que tanto el terror como la lucha contra el terror pueden convertirse en fines en sí mismos y las razones por las que muchas guerras contra el terror degeneran en una espiral de violencia. Ya he sugerido una razón por la cual podría suceder esto: los terroristas tratan de provocarlo deliberadamente para entrar en el ciclo de decisión del Estado al que se oponen y empujarlo hacia una opresión cada vez más brutal. La meta del terrorista es erosionar la identidad moral del Estado y su voluntad de resistencia y forzar a una población sometida a abandonar la obediencia a su gobierno. Si ésta es una meta política explícita de la mayoría de las estrategias terroristas, es vital que los líderes de los estados democráticos eviten caer en la trampa.
 Pero es más fácil decirlo que hacerlo. Lo que necesitamos explicarnos es por qué las guerras contra el terror se escapan del control político, por qué caen en la trampa que ponen los terroristas, pero también por qué los propios terroristas pierden el control de sus campañas e imponen terribles pérdidas a los de su propio bando antes que reconocer la derrota. Para explicar estas características sombrías, tenemos que desplazarnos de la política y el derecho a la psicología del nihilismo.
  Vamos a explicar primero lo que es el nihilismo. El nihilismo significa literalmente no creer en nada, la pérdida de cualquier límite o de un conjunto de metas que sirvan de inspiración. No quiero utilizarlo en ese sentido literal ni dar a entender que los terroristas o los que luchan contra los terroristas no creen en nada. Tanto unos como otros pueden empezar con altos ideales y perderlos en la carnicería de la lucha. Estoy utilizando la palabra, ante todo, para captar una forma de alienación en la cual ambas partes de la guerra contra el terror pierden de vista sus propios objetivos. Los medios coercitivos dejan de servir a determinados fines políticos y se convierten en fines en sí mismos. Tanto los terroristas como los que luchan contra los terroristas terminan atrapados en una espiral descendente de brutalidad que se refuerza mutuamente. Esta es la trampa ética más grave que nos espera en la larga guerra contra el terror que se extiende ante nosotros.
Resultado de imagen de el mal menor ignatieff La palabra nihilismo se emparejó por primera vez con el terrorismo en la década de 1860, en la Rusia de los zares. Dostoievski y otros la utilizaron para describir la visión de mundo de los terroristas dirigidos por Serguéi Nechaev, cuyo Catecismo de un revolucionario establecía un programa para la toma del poder. Nechaev promovía deliberadamente los actos de salvajismo para incitar al régimen zarista a un enfrentamiento sangriento. El nihilismo significaba originalmente un odio agresivo hacia las sofocantes e hipócritas convenciones burguesas. Sin embargo, el programa de los nihilistas no era literalmente nihilista, ya que se suponía que la destrucción preparaba el camino para la construcción de una sociedad justa sobre las ruinas de la sociedad antigua. Pero los adversarios de estos grupos aprovecharon el epíteto, argumentando que sus métodos destructivos menoscababan sus ideales sociales redentores. Los grupos que aceptaron el nihilismo como denominación lo hicieron porque captaba su absoluto rechazo del orden social existente. Al final, uno de esos grupos asesinó al zar liberador, Alejandro II, en 1881.
  No es casualidad que el mejor retrato literario del terrorismo como nihilismo sea ruso: el que hace Fiódor Dostoievski en Los poseídos, publicada en 1871. La novela narra la historia de una pequeña célula terrorista liderada por el carismático Stavrogin y el malvado embaucador Verkovenski, que se hacen con el poder en una pequeña ciudad rusa, consiguen el apoyo de los liberales crédulos que se detestan a sí mismos y luego desencadenan una serie de saqueos y destrozos que dejan edificios quemados, inocentes muertos y un miembro del grupo terrorista, que se había retractado, asesinado. Este último asesinato es la clave moral del significado del relato, ya que es el único que cree en los ideales políticos por los cuales se ha desatado la violencia. Debido a esto, parece decir Dostoievski, él es el único que se da cuenta de que los fines se han apoderado de los medios. Él paga con la vida su reconocimiento moral y su intento de denunciar al grupo y marcharse.
 Dostoievski, que había participado en un grupo conspirador, fue, como Conrad después de él, un maestro de la psicología del terrorista. Pero su retrato del terrorismo dependía de una elaborada crítica metafísica de la modernidad en la cual el terrorista se convertía en la expresión patológica de una sociedad que había perdido la fe compartida en Dios y se había rendido a un individualismo estrecho y cruel. El terrorismo, en el análisis de Dostoievski, es la imagen especular de la sociedad nihilista que los terroristas quieren destruir.
 No tenemos que aceptar las reflexiones apocalípticas de Dostoievski sobre la modernidad o creer, como él parecía implicar, que cuando las sociedades modernas son golpeadas por el terror están consiguiendo lo que se merecen. Podemos dejar estos pensamientos a un lado y en su lugar concentrarnos en la incomparable agudeza del retrato que hace el autor ruso del nihilismo como estado mental. En la novela, los terroristas sueltan la perorata retórica de los políticos revolucionarios, pero su retórica está tan vacía como sus almas. El mal llena su vacío espiritual. Lo que les atrae es el extremismo en sí. Esto es el nihilismo en un segundo sentido, la incredulidad cínica en las metas que uno manifiesta en apariencia. Al situar la acción en una pequeña localidad en vez de situarla en Moscú o San Petesburgo, Dostoievski quiere recalcar la inutilidad política del ejercicio: quemar un remoto pueblo ruso difícilmente va a iniciar la revolución por todo el Imperio ruso. Pero eso no parece importar a los conspiradores, que están enamorados de la conspiración en sí misma.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Santillana Ediciones Generales, 2005, en traducción de María José Delgado, pp. 151-156. ISBN: 84-306-0558-4.]

miércoles, 30 de diciembre de 2020

Las flores del mal.- Charles Baudelaire (1821-1867)

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18.-La belleza

  «Como un sueño de piedra yo soy bella, ¡ oh mortales!,
y mi seno que a todos por turno torturó
fue hecho para inspirar al poeta un amor
tal como la materia, eterno e indecible.
 
Incomprendida esfinge, yo reino en el azul;
un níveo corazón junto al blancor del cisne:
detesto el movimiento que desplaza las líneas
y jamás he llorado, como jamás reí.
 
Los poetas, delante de mis gestos altivos,
que parecen copiados de antiguos monumentos,
consumirán sus días en árida labor;
 
que para fascinar a estos mansos amantes
poseo puros espejos que embellecen las cosas:
mis dos enormes ojos de eterna claridad.
[...]

36.-Póstumo remordimiento

  Cuando por fin reposes, mi bella tenebrosa,
al fondo de un panteón todo de negro mármol,
y cuando ya no tengas por alcoba y morada
sino una hueca fosa, una lluviosa cueva;
 
cuando la losa oprima tu pecho estremecido
y esos flancos pulidos por tu encanto indolente,
y al corazón impida el deseo y el latido
y a tus pies proseguir su aventurera senda,
 
la tumba, confidente de mi sueño infinito,
(porque la tumba siempre comprenderá al poeta),
en esas largas noches de desterrado sueño
 
te dirá: "¿De qué os sirve, cortesana imperfecta,
no haber reconocido lo que los muertos lloran?"
Y te roerá el gusano como un remordimiento.
[...]
91.-El abismo


   Pascal tuvo su abismo, que con él se movía.
-Todo es abismo, ¡ay! - ¡acción, sueño, deseo,
palabra! Y en mi vello, que de pronto se eriza
más de una vez del Miedo sentí el soplo cruzar.

Arriba, abajo, en todo, en lo hondo, la arena,
el silencio, el terrible y el cautivante espacio...
Al fondo de mis noches, Dios, con su dedo sabio,
traza una pesadilla multiforme y sin tregua.
 
Tengo miedo del sueño, como de un agujero
lleno de vago horror, que arrastra no sé a dónde;
sólo veo infinito por todas las ventanas,
 
y mi espíritu, siempre preso del mismo vértigo,
la insensibilidad de la nada apetece.
-¡Ah! ¡No salir jamás de Seres y de Números!
[...]


100.-El rebelde

 Un ángel fiero cae del cielo como un águila,
empuña los cabellos del hombre descreído
y grita, sacudiéndolo: "¡La Ley acatarás!
(Porque soy tu Ángel bueno, ¿comprendes?) ¡Y lo quiero!
 
Entiende que hay que amar, sin hacerle remilgos,
al pobre, al contrahecho, al malo, al infeliz,
para que cuando pase Jesús puedas hacerle
una triunfal alfombra de caridad tejida.
 
¡El Amor es así! Y antes de que tu alma ceda,
en la gloria de Dios avivarás tus éxtasis;
¡tales son los deleites de atractivos durables!"
 
Y el Ángel, que castiga con vigor a quien ama,
con sus puños enormes tortura el anatema;
mas el réprobo siempre le responde "¡No quiero!"»


  [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1982, en traducción de Antonio Martínez Sarrión, pp. 32, 49-50, 104-105 y 113-114. ISBN: 84-7530-040-5.]
 

martes, 29 de diciembre de 2020

Creer, saber, conocer.- Luis Villoro (1922-2014)

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7.-Razones para saber
Discriminar razones

  «Saber implica comparar las razones en favor o en contra de una creencia y eliminar las alternativas pertinentes que pudieran revocarla. Alvin Goldman (1978b, p. 121) ha señalado este punto con gran claridad: "Se dice que una persona sabe que p sólo cuando distingue o discrimina la verdad de p de alternativas pertinentes. Una atribución de saber le imputa a alguien la discriminación de cierto estado de cosas frente a alternativas posibles, aunque no necesariamente frente a todas las alternativas lógicamente posibles." Goldman se enfrenta al problema de determinar cuáles son las alternativas que un sujeto debe considerar y descartar, para poder inferir que las razones con que cuenta son incontrovertibles y, por ende, que sabe. Un sujeto no puede considerar todas las alternativas lógicas que podrían enfrentarse a sus razones; éstas son ilimitadas; tampoco puede reducirse a la consideración de las razones que de hecho, en ese momento, se le ocurran, pues podría dejar de lado otras pertinentes que revocaran su creencia. ¿Cuál es el criterio para establecer las alternativas que debe considerar y descartar un sujeto para poder inferir que sus razones son objetivamente suficientes? Nuestro concepto de "razones suplementarias" puede dar una respuesta al problema planteado por Goldman.
 No podemos calificar de "saber" ninguna creencia si no tenemos fundamentos para rechazar las razones suplementarias que podrían presentárseles u ocurrírseles a otros sujetos epistémicos pertinentes posibles, entre los que se incluye el mismo sujeto del saber en otro momento. Ahora bien, las razones suplementarias a considerar, en cada caso, son sólo las que sean accesibles a la comunidad epistémica pertinente; su número está pues limitado por las condiciones históricas de esa comunidad: información recabable de acuerdo con su posibilidades técnicas, nivel de conocimientos anteriores, marco conceptual aceptado. Sólo porque el abanico de razones suplementarias que considerar en cada saber está limitado por condiciones reales, puede ser manejado, de hecho, por una persona concreta. Esto es válido tanto para el saber ordinario como para el saber científico. En todos los casos se da ese proceso de inferencia a la inexistencia de alternativas accesibles que pudieran revocar mis razones. La alternativas pertinentes por considerar corresponden a los tres niveles de razones que deben poder compartir los sujetos epistémicos pertinentes, respecto de una creencia.
 No podemos tener seguridad en la veracidad de la percepción, mientras no la contrastemos con otras percepciones posibles del mismo objeto, desde otras perspectivas espacio-temporales, ante nosotros mismos en otros momentos, o ante otros observadores posibles. Cualquier saber basado en datos de observación requiere revisar los datos disponibles en la comunidad a que se pertenece. Ninguna creencia puede aspirar a saber si no ha tomado en cuenta la información asequible en ese momento, a modo de poder concluir que no es concebible que más tarde se descubran otros hechos que revoquen la información obtenida. Para ello no es menester, ni en el saber cotidiano ni en el científico, tener acceso a todos los datos observados, sino sólo a un número limitado, suficiente para inferir que no podrán encontrarse otros que los contradigan. El testimonio de una persona fidedigna, corroborado por otra, me permite inferir, para propósitos prácticos, que no habrá otros testimonios contrarios; la observación de una situación, repetida en distintas circunstancias, basta para concluir que no habrá otra observación que la revoque. Así, lo datos limitados recabados por Brahe son suficientes para que Kepler concluya que ningún otro astrónomo hará otras observaciones que los contradigan.
 Tampoco podemos calificar una creencia de saber mientras no tengamos razones para pensar que hemos considerado y rechazado las alternativas teóricas de interpretación y explicación, asequibles para el saber de nuestra comunidad epistémica. No sólo el científico, también el lego, debe considerar los argumentos, críticas, puntos de vista interpretativos contrarios que de hecho se hayan presentado, antes de poder asegurar que sus razones son objetivamente suficientes. Más aún, debe imaginar objeciones y contraejemplos, discurrir otras posibilidades de explicación, poner a prueba sus razones frente a razonamientos contrarios. Sólo si sus razones resisten, pueden ser declaradas objetivas. Una vez más, no es indispensable para ello revisar de modo expreso todas las alternativas de razonamiento, interpretación y explicación posibles. En la práctica científica normal, ningún investigador se detendrá a considerar alternativas que contradigan teorías o supuestos anteriores firmemente aceptados por la comunidad científica. El nivel del saber de un momento histórico marca un límite efectivo a las alternativas que son consideradas pertinentes. Esto permite que las razones examinadas para inferir la objetividad de una justificación sean reducidas y puedan, por ende, ser manejadas por una persona, sin necesidad de poner en cuestión, en cada razonamiento, la totalidad de los saberes anteriores. Porque las razones asequibles son relativas a una comunidad histórica, es posible, de hecho, inferir su objetividad y, en consecuencia, el saber.
 Pero ni siquiera es necesario que el científico revise todas las razones asequibles a su comunidad. Basta, en realidad, con que las que haya revisado sean las indispensables para descartar con seguridad que puedan ocurrirse otras que las revoquen, dados los conocimientos de que se disponen. Todo investigador debe decidir, en un momento, que la información manejada y los razonamientos teóricos discutidos, aunque no sean exhaustivos, son suficientes para inferir la ausencia de razones suplementarias que los contradigan.
 Igual sucede con el conocimiento no científico. Más aún, en este caso las alternativas por considerar suelen ser menos numerosas, por ser más escasas y simples también las razones en que se funda nuestro saber. La información que ofrece un diario prestigiado es razón bastante para saber, si su noticia es confirmada por algún otro noticiero. No necesitamos checar todas las fuentes de información asequibles ni examinar las alternativas de explicación que pudieran ocurrirse (errores de información, conjura de lo editores del diario para engañar a lo lectores, sabotaje, etc.); porque la experiencia anterior nos garantiza que el testimonio de unos cuantos diarios es suficiente para inferir la ausencia de razones que los contradigan.14

Resultado de imagen de creer saber conocer  Por último, las alternativas por considerar tienen un límite: el que establecen los supuestos conceptuales básicos de una comunidad socialmente condicionada. No pueden tomarse en cuenta alternativas que alteren esos supuestos. Kepler no podía aceptar como hipótesis dignas de estudio que los planetas trazaran sus órbita por deliberación voluntaria o que las observaciones recabadas ayer no valieran mañana; tampoco nosotros, al percibir este libro, manipularlo y comprobar su persistencia ante cualquier mirada, tenemos que tomar en cuenta la posibilidad extravagante de que el libro y los otros fueran, en realidad, imágenes soñadas. Las alternativas que debemos examinar y rechazar para inferir que sabemos, sólo pueden incluir razones admitidas dentro de un marco conceptual, porque sólo ellas son razones accesibles a la comunidad epistémica pertinente. Si para saber algo requiriéramos considerar todas las alternativas posibles no habría saber alguno. Por ello, la única opción frente al escepticismo es aceptar que las razones para saber son relativas a una comunidad epistémica históricamente determinada. O no hay saber o todo saber está condicionado socialmente. La historicidad del saber es la única alternativa válida frente al escepticismo.
 Hay otro límite a la consideración de alternativas, tanto de datos observables como de explicaciones posibles. Puesto que las razones suplementarias se definen como razones accesibles a cualquier sujeto epistémico pertinente, sólo pueden ser razones públicas; quedan excluidos “datos” o “evidencias” de carácter incomunicable, personal, privado. Siempre sería posible que alguien adujese en contra de las razones que fundan un saber, alguna intuición o revelación personal, por principio inasequible a los demás; también puede haber circunstancias en que una o varias personas tengan acceso a datos que, de hacerse  públicos, podrían revocar un saber. Pero sólo son pertinentes para saber los datos que pueda considerar cualquier sujeto de la comunidad epistémica. Nadie podría tomar en cuenta todos los datos privados que cada quien pudiera tener; si tuviera que hacerlo no habría, una vez más, saber alguno porque siempre cabría imaginar la posibilidad de hechos incomunicables, accesibles sólo a ciertos sujetos.»
 
  [El texto pertenece a la edición en español de Siglo XXI Editores, 1989, en edición de Eugenia Huerta, pp. 161-164. ISBN: 978-968-23-1694-4.]
 

lunes, 28 de diciembre de 2020

La mordaza.- Alfonso Sastre (1926)

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Cuadro primero

  «Andrea: Es un señor que pregunta por usted.
 Isaías: ¿Un señor? ¿Quién?
 Andrea: No lo conozco. No es del pueblo ni ha venido nunca por aquí.
 Isaías: ¿Y qué quiere a estas horas?
 Andrea: Dice que quiere hablar con usted.
 Isaías: (Se encoge de hombros.) No comprendo quién puede ser. Dile que pase. (Andrea sale y vuelve al poco con un hombre delgado, pálido, de ojos inquietos y extraviados. Isaías le observa y frunce el ceño.) ¿Qué quiere usted? ¿Qué busca a estas horas?
 El forastero: Es..., es usted Isaías Krappo, ¿verdad?
 Isaías: Sí.
 El forastero: Quería..., quería hablar con usted.
 Isaías: ¿No ha podido esperar hasta mañana?
 El forastero: Es que..., acabo de llegar. Tengo el coche en la carretera. He estado rodando siete horas por esos caminos hasta llegar aquí. Estoy muy cansado.
 Isaías: Usted me explicará si puede... o si quiere...
 El forastero: Desde hace tiempo tenía interés en hablar con usted. Pero no ha podido ser hasta ahora.
 Isaías: ¿Por qué razón?
 El forastero: He estado... (Trata de sonreír.), he estado sin salir durante algún tiempo... He estado... en la cárcel, por decirlo de una vez. Esta mañana, a primera hora, me han soltado. Después de ¿sabe usted?, después de tres largos años, tres largos años, ¿se da cuenta? He estado tres años sin hablar con nadie, pensando, esperando el momento de salir para darme una vuelta por estos pueblos, que para mí tienen ciertos recuerdos... aterradores. ¿Me permite sentarme? Estoy como mareado.
 Isaías: Siéntese.
 El forastero: Usted se habrá dado cuenta de mi caso. Sufro mucho con los nervios y no puedo dormir. Así que estoy enfermo y... desesperado... No sé lo que voy a hacer. Espero tranquilizarme cuando haga... lo que pretendo hacer; cuando mate a un hombre que no merece vivir... (Parece que le falta la respiración.) en esta tierra... quiero decir... en el mundo.
 Isaías: ¿De qué me está hablando? ¿Está loco o qué le ocurre?
 El forastero: Quizá esté volviéndome loco. Ha sido demasiado para mí. Y ahora me es imposible dormir. No puedo descansar.
 Isaías: (Que empieza a divertirse con la situación.) ¿Y qué tengo yo que ver en todo esto? Si usted quiere decírmelo.
 El forastero: Es difícil hablar de ciertas cosas. Usted ya se habrá figurado por qué he estado en la cárcel... desde hace tres años..., desde que terminó la guerra justamente.
 Isaías: Supongo que colaboró amigablemente con  las fuerzas de ocupación.
 El forastero: Exacto. Colaboré... amigablemente. Por eso estuvieron a punto de matarme. Me condenaron a muerte. Luego hubo personas que se interesaron por mí y he estado en una celda tres años, tres largos años, como le digo; tres años que han destrozado mis nervios por completo. Pero lo peor ya me había ocurrido antes, durante la guerra. Puede que usted sepa algo de aquello; por eso he venido a hablar con usted. Es lo primero que hago después de salir de la cárcel. Venir a hablar con usted. Usted puede que sepa...
 Isaías: ¿Cómo ha sabido mi nombre?
 El forastero: ¿Su nombre? No lo he olvidado. No podía olvidarlo, naturalmente.
 Isaías: ¿Lo recordaba... de la guerra?
 El forastero: Sí.
 Isaías: (Que está poniéndose nervioso.) Hable de una vez. Hable de una vez, si quiere.
 El forastero: (Lo mira, imperturbable.) Le hablaba de algo muy doloroso... de algo que me ocurrió durante la guerra... en estos alrededores; a cinco kilómetros del pueblo, aproximadamente. Lo recuerdo como si hubiera ocurrido ayer. Fue una cosa tan terrible que no he podido olvidarla. Y recuerdo hasta las caras de los que intervinieron.
 Isaías: Continúe.
 El forastero: Íbamos en dos coches. En el primero iba yo con... con una importante personalidad del... sí, del ejército de ocupación... En el otro iban nuestras mujeres y mi hija..., mi hija de doce años... Fuimos asaltados, a unos cinco kilómetros de este pueblo, como le digo, por una partida de la resistencia..., de patriotas..., de los que nosotros llamábamos terroristas... Por la partida de Isaías Krappo.
 Isaías: ¿Está seguro? Yo no recuerdo nada. No sé de qué me está hablando.
Resultado de imagen de alfonso sastre la mordaza El forastero: Las mujeres quedaron en poder de... de los patriotas... El general que iba conmigo recibió un balazo en el pecho y murió dos horas después. En el momento del ataque traté de ir en auxilio de las mujeres, pero el conductor no tenía otra idea que salir del círculo de fuego. Y lo consiguió. Sólo él y yo quedamos a salvo. Unos días después aparecieron los cadáveres de las mujeres y de la niña en un barranco. Estábamos preparando una expedición de castigo, pero ya no nos dio tiempo. La expedición quedó aplazada, y ahora he venido yo.
 Isaías: ¿A qué ha venido?
 El forastero: A hacer justicia.
 Isaías: ¿A buscar al que mató a su mujer y a su hija?
 El forastero: A ése ya lo he encontrado.
 Isaías: (Ríe.) ¿Piensa que fui yo?
 El forastero: No se ría. Sé que fue usted. Es curioso. Cuando venía hacia aquí me figuraba que no podría estar tranquilo ante Isaías Krappo. Me figuraba que trataría de abalanzarme sobre él y matarlo. Pero ahora estoy aquí y veo que ésa no sería la solución. Y se me ocurren... (Sonríe extraviadamente.) las más distintas y extraordinarias venganzas.
 Isaías: Todo eso es una especie de delirio suyo. No recuerdo nada de lo que dice. No tengo nada que temer.
 El forastero: Lo veremos.
 Isaías: Ahora, márchese de mi casa.
 El forastero: Me iré tranquilamente, sin apresurarme..., si usted me lo permite. Y usted me lo permitirá porque no le conviene, de ningún modo le conviene, despedirme de mala forma. Usted ya sabe lo que ocurre. Tiene un mal enemigo vivo, desesperado y libre..., completamente libre, por fin... Puede que esto llegue a quitarle el sueño. No le prometo, amigo Krappo, no le prometo que usted vaya a vivir aún muchos años... Y hasta es posible que muera de mala forma y que sus últimos días sean bastante desagradables...
 Isaías: (Con voz metálica.) Márchese, márchese de aquí.
 El forastero: A mí no me importa ya morir, ¿ve usted? Y sin embargo, usted desea, fervientemente lo desea, vivir muchos años... Se dará cuenta de cuál de los dos es el que va a sufrir de aquí en adelante... (Ríe nerviosamente.) Es hasta divertido pensarlo... Y ahora me retiro, señor. Esta noche puede dormir, se lo permito. (Ríe.) Buenas noches.»
 
  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Castalia, 1987, en edición de Farris Anderson, pp. 142-146. ISBN: 84-7039-187-9.]
 

domingo, 27 de diciembre de 2020

Una cama de nieve.- Roswitha Haring (1960)

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  «Mi madre no sabe esquiar, ¿verdad?, le digo a mi tío. No, creo que no, pero no estoy seguro, era muy pequeño cuando tu madre se fue a vivir a la ciudad. ¿Cuándo vio por última vez a su otro hermano?, pregunto, y mi tío lo piensa y dice, debe de hacer unos ocho o diez años. ¿Y a su otra hermana?, también, sucedió todo a la vez. Hace frío, quizá mi tía ha ventilado la sala demasiado tiempo. Quiero hundirme en un almohadón, el asiento es bajo, me resbalo como si diera una voltereta hacia atrás en la barra fija. Tengo un poco de frío, digo estremeciéndome. Mi tío se levanta y entorna la puerta. ¿Te preocupa?, dice, no sé casi nada, sólo lo que la tía me contó ayer en la heladería. ¿Qué te dijo? Que el tío hizo daño a mi hermana, que hizo con ella lo que sólo pueden hacer los que están casados. Mi tío suelta una carcajada, tu tía y yo tampoco estábamos casados, y yo respondo enseguida, no, quiero decir que hizo algo que un tío no puede hacer con su sobrina. Eso es cierto, dice mi tío, pero se trata de quién tiene razón. ¿Cómo que quién tiene razón?, le pregunto, y mi tío dice, no quiero decir nada más sobre este asunto, mueve la mano por el aire como si se pudiera cortar, yo no estaba, siempre me he mantenido al margen. Mi tío apoya el brazo como si fuera a levantarse. Lo deja descansar de nuevo y dice, pero sé que tu hermana lo soltó todo mucho más tarde y que tu madre armó un escándalo. No lo entiendo, digo. El sofá es duro y yo estoy tensa. En invierno el sofá gastado de mi padre es una sólida hamaca. Enfrente de mí están la mesa de centro cuadrada, los muebles enlustrados y lo dos sillones negros. Las páginas de la enciclopedia se enfrían. Yo tampoco lo entiendo, dice, si algo no me gusta lo digo inmediatamente y asunto liquidado. No, no me refiero a eso, digo, no entiendo por qué preguntas quién tiene razón. Porque puede ser, dice, que tu hermana mienta un poco. No me malinterpretes, no quiero acusar a nadie. Desgraciadamente estas cosas suceden a veces, mi tío mueve la cabeza, no es lo habitual, claro está, y lo siento por tu hermana. Pero, y me mira como si estuviera furioso contra mí, como si yo le hubiera mentido, lo extraño es que Helmut no negó absolutamente nada. ¿Por qué tendría que mentir mi hermana?, le pregunto. Ya no puedo hablar con tanta fluidez como querría. Incluso respiro más lentamente, a pesar de que no hace un calor de verano en el salón, y todavía consigo decir, pero nadie miente cuando siente dolor, cuando algo le hace daño. Mi tío se queda en silencio. Mira, dice tras una pausa y se desliza un poco hacia delante en el sillón, Helmut no lo niega. En realidad, tu hermana no miente, pero ¿qué consiguió con ello? ¿Por qué se lo dijo a tu madre meses después, si ella no lo había querido, si realmente le había hecho tanto daño? Ésa es la cuestión. El sofá es frío e incómodo. No puedo responder las preguntas de mi tío. Estoy sentada frente a él, se me seca la garganta. Quisiera beber algo, pero de repente no sé cómo pasar por delante de él y del sillón negro. ¿Qué quieres decir con qué consiguió?, le pregunto. Eres demasiado pequeña para entenderlo, dice, se deja caer sobre el respaldo y se incorpora de nuevo hacia delante. Mira, es como cuando uno se casa o conoce a alguien. Si dos personas se conocen, si dos personas se casan, quiere decir que ambas están de acuerdo con ello. No funciona si una no lo quiere. ¿Quizá tu hermana estaba de acuerdo? Quién sabe lo que le pasó por la cabeza. Una breve sonrisa se dibuja en el rostro de mi tío. Se reclina en el sillón. Miro hacia abajo. Me veo los pies, que están metidos en las zapatillas y permanecen inmóviles sobre la moqueta. Mi tío no ha sonreído, debo de haberme equivocado. ¿Que estaba de acuerdo?, digo. Ya no me salen las palabras, estoy cansada, agotada y eso que acaba de empezar la tarde y sólo he ido al Konsum a comprar patatas. No quiero estar más tiempo sentada en este sofá. Una lágrima me resbala por la mejilla. ¿Por qué la tía dice que le hizo daño?, ¿por qué dices tú que hizo algo que no debería haber hecho? Rompo a llorar.
 Mi tío sonríe, me mira. Ve las lágrimas, que fluyen incontenibles, como si quisiera lavarme los ojos. Las lágrimas caen sobre mi regazo. En qué quedamos, ¿le hizo daño o no?, digo, y pienso que un hombre que no conozco quizá le tapó la boca a mi hermana y por eso no pudo hablar, quizá se torció el brazo y tuvo que esperar a que se le pasara el dolor. Quizá no pudo evitar llorar y se metió en su cuarto, cuando nosotros no estábamos en casa, y lloró. Quizá pensó, nuestro tío ha venido a vernos, y quiso hacerle un favor especial, y como estaba sola en casa, hizo algo mal. Y tal vez ese día todos llegaron  muy tarde a casa y se fueron a la cama, y no hubo tiempo para contar nada más, y al día siguiente todos tuvieron que ir de nuevo al trabajo. No sé cómo sucedió. Mi tío está recostado en su sillón. Busco un pañuelo, tengo uno, muy arrugado y duro. Digo, ¿tal vez mi hermana quería casarse con el tío?, ¿tal vez no sabía nada de eso porque todavía era demasiado joven? No, no, mi tío se ríe, eso seguro que no, se ríe como si hubiera contado un chiste, se ríe como si todo fuera un chiste. Sujeto el pañuelo delante de la nariz, no alcanza para las lágrimas. 
 Mi tío está recostado y sonríe.
Resultado de imagen de roswitha haring unacama de nieve  ¿Por qué ya no viene a vernos esa tal Gisela?, ¿qué tiene que ver ella con todo esto? Cuanto uno más llora, más grandes se vuelven las lágrimas, y si uno no para, empiezan a salir por la nariz. Mi tío levanta un brazo y lo deja caer sobre el respaldo. Se oye un ruido sordo. Apoya la cabeza sobre el brazo que tiene doblado. No conozco todos los detalles, dice, siempre intenté mantenerme al margen. Tu madre fue a ver a Helmut y le pidió cuentas. Él no negó nada, entiendes, mi tío permanece serio por un instante, pero Gisela no creyó a tu madre. Dijo, Helmut debía tener sus motivos. Se implicó en el asunto, siempre ha querido meter baza en todas partes. Más o menos dijo, o mi hermano o tu hija. ¿Entiendes?, y ahora sonríe de nuevo, lo mejor es mantenerse al margen. Yo me llevo bien con todos, tengo amigos y conocidos, y también tengo hermanos y hermanas. El pañuelo es un guiñapo mojado.
 Mi tío me mira fijamente, sonríe. ¿Estará contando las lágrimas? Bajo la vista. Algunas lágrimas me resbalan hasta la barbilla y el cuello. Mi madre se fue a la sierra en autobús y se bajó en el pueblo de su hermano Helmut. Habló con él y se enfadó. La otra hermana llamó a la puerta porque armaban mucho escándalo y le dijo a mi madre, mientes. Entonces mi madre ya no supo qué decir y regresó a casa. Quiero ir a casa con mis padres, quiero bajar de este sofá negro. Se oye el ruido que mi tía hace con la vajilla en la cocina, golpes de puerta. […] Mi madre regresó sola, llorando, en el autobús, y su hermana no la acompañó a la parada, sino que dijo, mientes, tu hija tiene la culpa. Y mi madre no dejaba de llorar. Llegó a la ciudad y le dijo a mi padre, ¿por qué ha hecho esto mi hermano?, ¿por qué me lo han hecho? Lo decía una y otra vez, no sabía la respuesta y no paraba de repetir la misma pregunta. Nadie podía responder. Antes todos venían a vernos, entonces pasó algo y no regresaron nunca más. Mi hermana no podía hablar del dolor, por eso mi madre habló por ella. Dijo, tengo que defender a mi hija. Mi padre dijo, que pase una cosa así, no puede ser, pero ahora ya no hay remedio. Mis padres lloraban. Mi madre no paraba de llorar y de preguntar. Mi padre no sabía la respuesta y se fue al huerto o a buscar tarros de conservas al sótano, o simplemente se quedó sentado en la cocina.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Acantilado, 2005, en traducción de María Pous Saltor, pp. 97-102. ISBN: 84-96489-18-3.]