martes, 31 de enero de 2017

"El castillo de Otranto".- Horace Walpole (1717-1797)

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 Capítulo I

  «Manfred, príncipe de Otranto, tenía un hijo y una hija; ésta, hermosísima doncella de dieciocho años, se llamaba Matilda. El hijo, Conrad, tres años menor, era un joven enfermizo, apocado y poco prometedor; sin embargo, era el favorito de su padre, el cual nunca mostró síntomas de afecto por Matilda. Manfred había concertado el matrimonio de su hijo con Isabella, hija del marqués de Vicenza. Ésta había sido ya entregada por sus tutores a Manfred con el fin de que la boda se celebrase en cuanto lo permitiera el débil estado de salud de Conrad. La impaciencia de Manfred por llevar a cabo la ceremonia no había pasado desapercibida entre su familia y sus vecinos. Ciertamente, los primeros, conociendo la irascibilidad del príncipe, no osaban manifestar sus conjeturas ante tal precipitación. Su esposa, Hippolita, dama afable, se atrevía a veces a comentar el peligro que suponía casar a su hijo único tan pronto, alegando su extremada juventud y su falta de salud. Pero nunca obtuvo otra respuesta que los comentarios sobre su propia esterilidad, que le había dado tan sólo un heredero. Sus súbditos y arrendatarios eran menos cautos en sus observaciones. Atribuían esta boda precipitada al terror del príncipe a ver cumplida una antigua profecía, según la cual, al parecer, la familia actual perdería el castillo y el señorío de Otranto cuando el verdadero dueño se hiciera demasiado grande para habitarlo. Era difícil encontrar algún sentido a la profecía y aún más ver la relación que guardaba con la boda en cuestión. No obstante, estos misterios o contradicciones no disminuían el fervor con que el pueblo mantenía su opinión.
 Se fijó el cumpleaños del joven Conrad como fecha para los esponsales. Los invitados se encontraban reunidos en la capilla del castillo y todo estaba dispuesto para el comienzo del oficio religioso, cuando se vio que faltaba el propio Conrad. Manfred, que no había visto marcharse a su hijo, e impaciente ante el mínimo retraso, mandó a uno de los criados en busca del joven príncipe. El sirviente no se había ausentado tan siquiera el tiempo necesario para cruzar el patio hasta los aposentos de Conrad, cuando regresó corriendo, sin aliento y alteradísimo, con los ojos desorbitados y arrojando espuma por la boca. Sin decir palabra, señaló hacia el patio. Los invitados estaban presos de asombro y terror. La princesa Hippolita, sin saber lo que ocurría, pero temiendo por su hijo, se desmayó. Manfred, no tan asustado como irritado ante la dilación de los esponsales y la estupidez del criado, preguntó imperiosamente qué sucedía. El hombre no respondía y seguía señalando hacia el patio; pero al cabo contestó a las numerosas preguntas que le hacían, gritando:
 -¡El yelmo! ¡El yelmo!
 Entretanto, algunos de los invitados habían corrido hacia el patio, de donde provenía un ruido confuso de gritos, terror y sorpresa. Manfred, que empezaba a inquietarse ante la ausencia de su hijo, fue a enterarse del motivo de tan extraña confusión. Matilda se quedó con el fin de ayudar a su madre, y lo mismo hizo Isabella, que además deseaba evitar dar muestras de impaciencia por el novio, por quien, en realidad, sentía poco afecto.
 Lo primero que distinguió Manfred fue un grupo de criados esforzándose por levantar lo que parecía una montaña de plumas negras. Se quedó mirando sin dar crédito a sus ojos.
 -¿Qué hacéis? -gritó enfurecido-. ¿Dónde está mi hijo?
 Un coro de voces le contestó:
 -¡Ay, señor! ¡El príncipe! ¡El yelmo, el yelmo!
 Sobresaltado ante tan tremendos gritos y temiéndose cualquier cosa, se acercó apresuradamente. ¡Qué escena para un padre! Allí yacía su hijo, despedazado, medio sepultado bajo un inmenso yelmo, cien veces mayor que cualquier casco hecho jamás para uso humano y cubierto de numerosas plumas negras.
 El horror del espectáculo, la ignorancia de los presentes acerca de cómo había ocurrido aquella desgracia y, sobre todo, lo tremendo del fenómeno que tenía ante sí, dejaron al príncipe sin habla. Su silencio se prolongó más de lo que hubiera durado el producido por el dolor. Con los ojos clavados en aquello que en vano quería creer que era una visión, parecía menos afectado por la pérdida sufrida que sumido en meditación sobre el fabuloso objeto que la había ocasionado. Tocó, examinó el yelmo fatídico. Ni siquiera los restos sanguinolentos y destrozados del joven príncipe lograban desviar los ojos de Manfred del fenómeno que tenía ante él. Todos los que habían conocido su predilección por el joven Conrad se encontraban tan sorprendidos por la frialdad de su príncipe como atónitos ante el milagro del yelmo. Sin indicación alguna de Manfred llevaron el cadáver desfigurado hasta la sala principal. Tampoco prestó atención a las damas que habían permanecido en la capilla. Es más, sin mencionar siquiera a su esposa e hija, las afligidas princesas, las primeras palabras que brotaron de los labios de Manfred fueron:
 -Cuidad a Lady Isabella.»

lunes, 30 de enero de 2017

"Regalos".- Nuruddin Farah (1945)


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 Capítulo 15

 «Uno. Me parece a mí que los estados protestantes del sur de los Estados Unidos, temerosos de Dios, son conscientes de que la caridad como forma de propaganda no cuela a los ojos de Dios. Sólo sirve para vanagloriarse en la Tierra. Segundo. El burócrata de la Comunidad Europea sabe muy bien que los donativos de trigo no son más que muestras gratuitas, entregadas con la esperanza de que sus artículos se vendan bien cuando los africanos hambrientos de hoy se conviertan en los compradores potenciales de mañana. Hay suficiente literatura -estudios llevados a cabo por intelectuales- para llenar librerías enteras sobre el tema de las donaciones de ayuda alimentaria por parte de los Estados Unidos a Europa, Japón y sudeste asiático. Sugiero que recorráis este trillado sendero en compañía de Susan George o Teresa Hayter. Pero dejad que me refiera a la mentalidad del receptor, a su sistema de creencias y al significado que las donaciones tienen para él.  
La mayoría de los africanos son miembros tributarios de grandes familias, siendo éstas instituciones comparables a un gremio. A menudo, un patrimonio individual financia toda una red de necesidades dentro de esta unidad. A nivel psicológico, por lo tanto, podríamos decir que sin duda el africano está acostumbrado al intercambio de roles. Unos, los que tienen mucho, dan; otros, los que no tienen nada para dar, esperan que les den. En las zonas urbanas, hay miles de hombres y mujeres sanos y fuertes que reciben un "subsidio de paro" financiado por un miembro de su gran familia, alguien que tiene un empleo. Cuando el que gana el pan no cubre las necesidades de todos; cuando la tierra no produce por falta de medios para trabajarla; cuando se cultivan cosechas que producen sustanciosos beneficios y los ingresos se utilizan para pagar el interés de las deudas; y justo cuando el pueblo al completo se prepara para levantarse contra el corrupto gobernante neocolonial, un barco cargado de arroz, que tal vez nadie ha pedido, atraca en el puerto; arroz de buena calidad, cultivado con el esfuerzo y sudor de otro pueblo. Ya conocéis el resultado. El hambre (mis disculpas a Bertold Brecht) es el as que el poderoso se guarda en la manga; no tiene nada que ver con los ciclos estacionales ni con la escasez de lluvias.
 Si pudiera evitar mostrarme cínico, diría que el africano, como no tiene nada mejor, acepta todo lo que se le da, es un insulto rechazar lo que te ofrecen. Si su primo, o cualquier miembro de la gran familia, no da, Dios dará, u otra persona lo hará. Dios, tal como Le conocemos, nos ha sido "dado" junto con toda la parafernalia mitológica y tópicos genealógicos que nos clasifican como seres inferiores, sin olvidar la máxima filosófica de Oriente Medio de que Dios (en un sentido monoteísta) es el progreso. Sí, la verdad es que Dios y esos antepasados de los que nos han hablado no te dan nada; y puesto que tienen un principio, también tienen un final.
 Los somalíes son de la opinión de que los alimentos, por su propia esencia, deben ser compartidos. Si llegas a un lugar donde hay gente comiendo, te invitan a que comas con ellos. Por supuesto, el motivo es, en parte, la profiláctica tendencia a evitar la mirada envidiosa del hambriento, pero esto no constituye la razón principal por la que se te invita. Ligada a la idea del alimento está la opinión respecto a la corta vida de todos los artículos perecederos. Las calles de Mogadiscio están atestadas de mendigos con cuencos vacíos en las manos que van de puerta en puerta suplicando que les den las sobras del día. ¿Es posible, me pregunté el otro día, equiparar los excedentes de alimento que nos dan los gobiernos a las sobras que ofrecemos a los mendigos hambrientos? ¿O estoy exagerando?
 Cuando la cicatería de alguien exaspera a los somalíes, comentan: "Fulano no te da ni un vaso de agua". Así que cuando oyen hablar de mantequilla almacenada en cámaras frigoríficas subterráneas, comida conservada a temperaturas bajo cero, estantes y estantes repletos de carne, filas y filas de arroz y otros lujos conservados en enormes sótanos más fríos que el Ártico, los somalíes dicen: "Esos tipos son unos tacaños". Presiónales para que te digan por qué deberían darles algo y se refugian en las generalizaciones. Pregúntales por qué Rusia no les proporciona ayuda alimentaria y se pondrán cínicos. La única diferencia entre Rusia y nosotros, aunque comemos el mismo trigo americano, es que nosotros lo pagamos con la mendicidad y ellos con sus divisas.
 La semana pasada el mundo corría y África se moría de hambre. Sin duda, la televisión crea sus propias figuras, los donantes ya han sacado sus fotos sonrientes, alternadas con escenas de esqueletos etíopes. Por primera vez África ha tenido el récord de audiencia pero, por desgracia, África no tiene voz, y está hambrienta. En El corazón de la oscuridad, de Conrad, la única ocasión en que un africano habla en toda la novela, el pobre utiliza una estructura gramatical incorrecta. Y fue de una gran importancia literaria, lo nunca visto. Cien años después, una película llamada Memorias de África, dirigida por un americano, basada en un libro escrito por una danesa que vivió en África y que tal vez se enamorase de aquella parte del continente pero que sin duda no amó a las gentes del lugar, contaba entre sus actores con la más famosa hija de Somalia, Iman. ¿Lo adivináis? Su personaje no decía ni una palabra. Pensad lo que queráis de todo esto; pero preguntaos: ¿y ahora qué? ¿Quién recibe qué, quién da qué a quién?
 Me retiro a un silencio sepulcral: cuando el mundo corre y África, hambrienta, se muere de hambre; cuando las cámaras disparan y los corredores recuperan el aliento tras romper las cintas de una gloria momentánea; y cuando el público de la televisión y los equipos de rodaje se dan la vuelta y me piden que diga algo, me vuelvo tímido, no me salen las palabras.»

domingo, 29 de enero de 2017

"La loca de Chaillot".- Jean Giraudoux (1882-1944)


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 Acto primero

«El presidente: ¡Excelente! Pague, agente. (El agente paga.) Y ahora, explíquese.
 El desconocido: Me llamo Rogelio van Hutten. Bueno, no es ése mi nombre; en realidad, no tengo nombre. Soy hijo de un fabricante de bragueros de Arras que se negó a reconocerme. Eso explica mi carrera. Tras decidir no mostrar a nadie mi acta de nacimiento, me alejé de esa vida en la que uno pasa exámenes, se casa, hace el servicio militar, hereda..., en dos palabras, de la vida que os exige el carnet de identidad, y me cambié al bando de los que pasan de todo eso. He hecho buenas migas con objetos que tampoco tienen carnet: cerillas belgas, puntillas y cocaína. También con libros porno. En la vida de un aventurero hay siempre una época en la que uno vive del desenfreno. En cierta ocasión me vi obligado a hacerle pasar a un aduanero la frontera que sólo se pasa una vez. Tras esto, creí conveniente embarcarme como pañolero de respeto y abordé en las costas de Malasia. En Malasia pude quitarme el disfraz y organizar el contrabando de cuernos de rinoceronte, base de la medicación china. Para la caza del rinoceronte, perseguida con la pena de muerte, armaba a los indígenas con trabucos de pólvora, y los dejaba así atados a los árboles para que vigilaran, mientras yo me llevaba las fieras. Perseguido por la policía (han de saber que tengo tatuada en la piel mi identidad) me largué a Sumatra donde mi habilidad con el ajedrez, juego nacional de la isla, me granjeó la simpatía del jefe y los dones de su hija, que me dio un niño. No tuve que reconocerlo. Allí es el hijo quien reconoce a su padre, si lo juzga digno, llegado a la mayoría de edad. Abusando de la confianza de mi esposa, descubrí un yacimiento petrolífero, tenido por sagrado y prohibido a la curiosidad de los blancos. Se lo comuniqué a Lloyd y éste me admitió entre el personal altamente considerado de sus prospectores. En cuanto a mi mujer, murió empalada por traidora.
 El presidente: ¡Prospector! ¡Es usted prospector!
 El prospector: Para servirle. Imagino que le basta ese nombre para identificarme.
 El agente: ¡Buena idea!
 El barón: ¿La prospección? ¡No entiendo nada!
 El presidente: ¡La prospección! Pero, mi querido barón, si es la reina actual del mundo... La que descubre en las entrañas de la tierra los depósitos de líquido o de metal sobre los que se alza el único agrupamiento humano tolerable por nuestra época, cansada de las fórmulas nacionales o patriarcales: la sociedad anónima. El señor prospector colma nuestros deseos. Nos está proponiendo que fijemos nuestra sociedad en un campo de prospección.
 El prospector: ¡Exacto!
 El presidente: ¿En Sumatra?
 El prospector: Más cerca todavía.
 El agente: ¿En Marruecos? Está ahora de moda.
 El prospector: Aún más cerca. Mi título lo canta... En París...
 El presidente: ¿En París? ¿Yacimientos debajo de París?
 El agente: ¿De oro?
 El barón: ¿De petróleo?
 El prospector: ¿Qué buscan ustedes, señores, un estrato, un filón o un título?
 El agente: Un título para nuestros accionistas... y un filón para nosotros.
 El presidente: No lo habrá dicho al azar, prospector. ¿Qué el subsuelo de París oculta millones?
 El prospector: Estoy convencido... Aunque nadie lo sospeche, pues París es el lugar menos prospeccionado del mundo.
 El barón: ¡Increíble! ¿Y cómo es eso?
 El prospector: Mi querido barón, los demonios o los genios que velan por los tesoros subterráneos son encarnizadamente activos. Quizá tengan razón. Cuando vaciemos nuestro planeta de sus equilibrios y sus bolsas internas, éste correrá el riesgo, libre de gravedad, de largarse por los caminos del cielo... Peor para nosotros. Puesto que el hombre ha elegido ser, no el habitante, sino el jinete de su globo, que corra los riesgos de su carrera. Pero la tarea del prospector es dura.
 El presidente: Lo sé: la chince azul en Tabriz, las desolladuras en Celeba.
 El prospector: Por ejemplo, en nuestro siglo, la fe y los mártires se encuentran en los carburantes. Pero la peor arma de nuestros enemigos es aún el chantaje. En la superficie de la tierra disponen, en forma de parajes o de ciudades, de bellezas que el respeto humano impide entregar a nuestra explotación, o a nuestro saqueo, si prefiere así, pues por donde pasemos ya no crecerá la hierba ni los monumentos. Convencen a los espíritus retrógrados de que esas mediocres reacciones de la memoria, la historia, la intimidad humana, deben prevalecer sobre las reacciones de los metales y los líquidos infernales. Hacen que jueguen aquí mismo, en las plazas, los niños más dotados para las excavaciones. El oro del Rin está peor guardado por sus gnomos que el oro de París por sus guardias de glorietas.
 El presidente: Indíquenos esa excavación, prospector. Tengo una idea para procurarnos un visado, aunque sea en el centro de las Tullerías.
 El prospector: No es fácil olfatear su emplazamiento en esta ciudad, convertida en un basurero del pasado. Para despistar a nuestros sabuesos, dejan que se amontonen en todos los puntos sensibles, en las encrucijadas, en las cimas de las colinas, en las terrazas de los cafés y de los jardines, junto a los cementerios... Dejan que se amontonen los estratos espirituales depositados allí durante siglos pro almas ilustres en el amor y en la guerra. Reconozco que todo eso me desorienta. En los barrios en los que olfateo el efluvio del alquitrán, del hierro, del platino, un efluvio más fuerte asciende desde las generaciones muertas, de los apasionados vivientes, y disipa y enturbia el anterior. La aventura humana se divierte despistándome por doquier de la aventura mineral... Aquí mismo.
 El Barón: ¿Aquí? ¿En Chaillot?»

sábado, 28 de enero de 2017

"La destrucción o el amor".- Vicente Aleixandre (1898-1984)


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 Soy el destino

 «Sí, te he querido como nunca.

 ¿Por qué besar tus labios, si se sabe que la muerte está próxima,
si se sabe que amar es sólo olvidar la vida,
cerrar los ojos a lo oscuro presente
para abrirlos a los radiantes límites de un cuerpo?

Yo no quiero leer en los libros una verdad que poco a poco sube como un agua,
renuncio a ese espejo que dondequiera las montañas ofrecen,
pelada roca donde se refleja mi frente
cruzada por unos pájaros cuyo sentido ignoro.

No quiero asomarme a los ríos donde los peces colorados con el rubor de vivir,
embisten a las orillas límites de su anhelo,
ríos de los que unas voces inefables se alzan,
signos que no comprendo echado entre los juncos.

No quiero, no; renuncio a tragar ese polvo, esa tierra dolorosa, esa arena mordida,
esa seguridad de vivir con que la carne comulga
cuando comprende que el mundo y este cuerpo
ruedan como ese signo que el celeste ojo no entiende.

No quiero, no, alzar la lengua,
proyectarla como esa piedra que se estrella en la frente,
que quiebra los cristales de esos inmensos cielos
tras los que nadie escucha el rumor de la vida.

Quiero vivir, vivir como la hierba dura,
como el cierzo o la nieve, como el carbón vigilante,
como el futuro de un niño que todavía no nace,
como el contacto de los amantes cuando la luna los ignora.

Soy la música que bajo tantos cabellos
hace el mundo en su vuelo misterioso,
pájaro de inocencia que con sangre en las alas
va a morir en un pecho oprimido.

Soy el destino que convoca a todos los que aman,
mar único al que vendrán todos los radios amantes
que buscan a su centro, rizados por el círculo
que gira como la rosa rumorosa y total.

Soy el caballo que enciende su crin contra el pelado viento,
soy el león torturado por su propia melena,
la gacela que teme al río indiferente,
el avasallador tigre que despuebla la selva,
el diminuto escarabajo que también brilla en el día.

Nadie puede ignorar la presencia del que vive,
del que en pie en medio de la flechas gritadas,
muestra su pecho transparente que no impide mirar,
que nunca será cristal a pesar de su claridad,
porque si acercáis vuestras manos, podréis sentir la sangre.»

viernes, 27 de enero de 2017

"La isla del tesoro".- Robert Louis Stevenson (1850-1894)


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 III.- La mancha negra

«Ya cerca del mediodía me detuve ante el cuarto del capitán con algunos refrescos y remedios para su salud. Estaba tendido en la cama igual que lo habíamos dejado, aunque mostraba algún síntoma de acentuada debilidad y excitación nerviosa.
 -Jim -me dijo-, tú eres aquí el único que vale algo y sabes bien que me he portado siempre notablemente contigo. Ni un mes siquiera he dejado de darte la moneda de cuatro peniques que te prometí. Ya puedes verme ahora, compañero, cansado, y abandonado por todo el mundo. Dime, querido Jim, ¿no vas a darme un sorbo de ron? ¿Verdad que lo harás? Anda, ve a traérmelo.
 -Pero el doctor dijo... -me atreví a balbucear.
 Se puso entonces a maldecir al doctor, haciéndolo con voz tan débil como realmente apasionada.
 -Todos los medicuchos son unos idiotas y no creo que ese doctor sepa cosa alguna de la psicología de la gente de mar. He frecuentado parajes tan calurosos como pueda serlo un horno, he visto a mis compañeros caer víctimas de la fiebre amarilla y la bendita tierra sacudida por los temblores igual que si fuera el océano. De todo esto, ¿qué sabrá tu doctor? Puedo asegurártelo: si aún estoy vivo, es gracias al ron. Para mí ha sido como el pan y el vino, como marido y mujer. Si no me traes el ron que te pido, seré como el tablón de un navío naufragado en la playa. Sobre ti caerá mi sangre, Jin, y sobre ese maldito doctor.
 Seguidamente repitió los peores juramentos que sabía.
 -Mira, Jim, cómo me tiemblan las manos -prosiguió en tono suplicante-. No puedo estarme quieto, de verdad, y eso que hoy no he bebido una gota de alcohol. Te aseguro que ese doctor está chiflado. Si no bebo ni una pizca de ron, pronto comenzaré a ver fantasmas, Jim. Ya he visto algunos. Ahí mismo, en aquel rincón, se me ha aparecido el viejo Flint justamente detrás de ti, como si le viera impreso en un libro de grabados. Te juro que lo he visto. Si comienzo a ver espectros va a ser espantoso, ya que toda mi vida ha sido algo horrible como la del propio Caín. Incluso tu doctor ha afirmado que un solo vaso no me haría ningún daño. Te prometo, Jim, que te daré una guinea de oro por un chato de ron.
 Cada vez estaba más excitado. Esto me alarmó de veras, ya que aquel día mi padre se encontraba muy mal y su estado de salud reclamaba silencio. Por otra parte, habían contribuido a serenarme las palabras del doctor citadas por Bill, aunque me había ofendido su promesa de gratificarme con dinero.
 -No quiero saber nada de vuestro dinero -le contesté yo-, si no es el que adeudáis a mi padre. Os daré un vaso y se acabó.
 Cuando se lo traje al cuarto, lo bebió con gran avidez de un solo trago.
 -¡Ah, qué estupendo! -exclamó entonces-. Esto es mejor. Ahora dime, compañero: ¿cuánto tiempo ha dicho el doctor que tengo que estarme en el catre?
 -Una semana, al menos -le respondí.
 -¡Mil truenos! -gritó-. ¿Una semana? Imposible. A tal plazo, ya habré recibido la mancha negra. Esos perillanes ya sabrán ahora por dónde ando. Las gentes de su calaña no saben conservar lo que tienen y fácilmente intentan tomar lo que no les pertenece. No es así como deben portarse los hombres de mar. Yo siempre he sido ahorrador. Jamás malgaste mi dinero ni nunca lo perdí. Los burlaré otra vez; no les tengo ningún miedo. Izaré el velamen, muchacho, y se quedarán con las ganas.
 Al tiempo que así hablaba, intentó incorporarse en la cama apoyándose con tanta fuerza en uno de mis hombros, que estuve a punto de lanzar un grito de dolor. Movía las piernas igual que un lastre. Sus palabras, por enérgicas que quisieran parecer, contrastaban dolorosamente con la escasa voz que empleaba para decirlas. Apenas logró instalarse en el borde del catre, dejó de hablar.
 -Ese doctor ha acabado conmigo -balbuceó apenas-. Me zumban los oídos. Anda, muchacho, ponme otra vez en cama.
 No bien fui yo en su ayuda, se derrumbó todo él sobre el lecho y durante largo rato no dijo palabra.
 -Jim -pronunció al fin-, ¿has vuelto a ver al marinero?
 -¿A Perro Negro? -le pregunté yo.
 -¡Ah, ese Perro Negro! -exclamó-. Mal tipo es ése, pero peores son todavía los que andan detrás suyo. Si no me largo ahora, recibiré sin falta la mancha negra. Recuerda que van tras el baúl. ¿Has montado alguna vez a caballo? Pues bien, ya que no hay solución, coge una montura y dirígete a la casa del maldito matasanos. Dile que reúna a toda la gente, magistrados y otros tales, y que los atraparán a todos ellos en el "Almirante Benbow". Sí, muchacho, toda la tripulación del viejo Flint, marineros y grumetes; en fin, cuanto de ella quede. En otro tiempo yo fui su lugarteniente, el lugarteniente del viejo Flint, y nadie más que yo conoce el sitio. En Savannah me lo confesó, ya agonizante, como tú me ves ahora. Sin embargo, te ruego que no vayas a denunciarlos hasta que no me hayan enviado la mancha negra. A no ser que vuelvas a toparte con Perro Negro o con el marinero de una sola pierna. Sobre todo si ves a éste, Jim.
 -Capitán, ¿qué significa eso de la mancha negra? -le pregunté yo entonces.
 -Es un aviso, muchacho. Si llegan a realizarlo, ya te lo explicaré. ¡Mejor será que andes con pies de plomo, Jim y entre nosotros dos nos lo vamos a repartir todo! ¡Palabra de honor!
 Siguió diciendo vaguedades durante un buen rato hasta que la voz fue debilitándose. Cuando le administré las medicinas del doctor, se las tomó como un niño.»

jueves, 26 de enero de 2017

"Antología de Discursos y Escritos".- Andrés Bello (1781-1865)


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 XII: Modo de estudiar la historia

  «Suponer que se quiere que cerremos los ojos a la luz que nos viene de Europa, es pura declamación. Nadie ha pensado en eso. Lo que se quiere es que abramos bien los ojos a ella y que no imaginemos encontrar en ella lo que no hay, ni puede haber. Leamos, estudiemos las historias europeas; contemplemos de hito en hito el espectáculo particular que cada una de ellas desenvuelve y resume; aceptemos los ejemplos, las lecciones que contienen, que es tal vez en lo que menos se piensa: sírvannos también de modelo y de guía para nuestros trabajos históricos. ¿Podemos hallar en ellas a Chile, con sus accidentes, su fisonomía característica? Pues esos accidentes, esa fisonomía es lo que debe retratar el historiador de Chile, cualquiera de los dos métodos que adopte. Ábranse las obras célebres dictadas por la filosofía de la historia. ¿Nos dan ellas la filosofía de la historia de la humanidad? La nación chilena no es la humanidad en abstracto; es la humanidad bajo ciertas formas especiales; tan especiales como los montes, valles y ríos de Chile; como sus plantas y animales; como las razas de sus habitantes; como las circunstancias morales y políticas en que nuestra sociedad ha nacido y se desarrolla. ¿Nos dan esas obras la filosofía de la historia de un pueblo, de una época? ¿De la Inglaterra bajo la conquista de los normandos, de la España bajo la dominación sarracena, de la Francia bajo su memorable revolución? Nada más interesante, ni más instructivo. Pero no olvidemos que el hombre chileno de la Independencia, el hombre que sirve de asunto a nuestra historia y nuestra filosofía peculiar, no es el hombre francés, ni el anglo-sajón, ni el normando, ni el godo, ni el árabe. Tiene su espíritu propio, sus facciones propias, sus instintos peculiares. [...]
 Pero deseábamos hablar a los jóvenes. Nuestra juventud ha tomado con ansia el estudio de la historia; acabamos de ver pruebas brillantes de sus adelantamientos en ella; y quisiéramos que se penetrase bien de la verdadera misión de la historia para estudiarla con fruto.
 Quisiéramos sobre todo precaverla de una servilidad excesiva a la ciencia de la civilizada Europa.
 Es una especie de fatalidad la que subyuga a las naciones que empiezan a las que las han precedido. Grecia avasalló a Roma; Grecia y Roma a los pueblos modernos de Europa, cuando en ésta se restauraron las letras; y nosotros somos ahora arrastrados más allá de lo justo por la influencia de la Europa, a quien, al mismo tiempo que nos aprovechamos de sus luces, debiéramos imitar en la independencia del pensamiento. [...]
 Es preciso además no dar demasiado valor a nomenclaturas filosóficas; generalizaciones que dicen poco o nada por sí mismas al que no ha contemplado la naturaleza viviente en las pinturas de la historia y, si se puede, en los historiadores primitivos y originales. No hablamos aquí solamente de nuestra historia, sino de todas. ¡Jóvenes chilenos! aprended a juzgar por vosotros mismos; aspirad a la independencia del pensamiento. Bebed en las fuentes; a lo menos en los caudales más cercanos a ellas. El lenguaje mismo de los historiadores originales, sus ideas, hasta sus preocupaciones y sus leyendas fabulosas, son una parte de la historia, y no la menos instructiva y verídica. ¿Queréis, por ejemplo, saber qué cosa fue el descubrimiento y conquista de América? Leed el diario de Colón, las cartas de Pedro de Valdivia, las de Hernán Cortés. Bernal Díaz os dirá mucho más que Solís y que Robertson. Interrogad a cada civilización en sus obras; pedid a cada historiador sus garantías. Ésa es la primera filosofía que debemos aprender de la Europa.
 Nuestra civilización será también juzgada por sus obras; y si se la ve copiar servilmente a la europea aun en lo que ésta no tiene de aplicable, ¿cuál será el juicio que formará de nosotros un Michelet, un Guizot? Dirán: la América no ha sacudido aún sus cadenas; se arrastra sobre nuestras huellas con los ojos vendados; no respira en sus obras un pensamiento propio, nada original, nada característico; remeda las formas de nuestra filosofía y no se apropia su espíritu. Su civilización es una planta exótica que no ha chupado todavía sus jugos a la tierra que la sostiene.
 Una observación más y concluimos. Lo que se llama filosofía de la historia es una ciencia que está en mantillas. [...] Ella es todavía una ciencia fluctuante; la fe de un siglo es el anatema del siguiente; los especuladores del siglo XIX han desmentido a los del siglo XVIII. [...] La ciencia, como la naturaleza, se alimenta de ruinas y, mientras los sistemas nacen y crecen y se marchitan y mueren, ella se levanta lozana y florida sobre sus despojos y mantiene una juventud eterna.»

miércoles, 25 de enero de 2017

"El sentir de los robots".- Paul Ziff (1920-2003)


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«¿Puede sentir un robot? Algunos dicen ¡claro!, otros ¡claro que no!
 1.-Me refiero al tipo correcto de robots. Deben ser autómatas y, sin duda alguna, máquinas.
 Supondré que fundamentalmente son máquinas computadoras con todos los microelementos y micromecanismos necesarios para el funcionamiento de esos prodigios de ingeniería. Además, supondré que los accionan microbaterías solares y que, en lugar de comer, se alimentan de luz.
 Una vez sentado que estos robots son, sin duda alguna, máquinas, en todos los demás aspectos serán tan humanos como se quiera. Son de tamaño humano. Una vez vestidos y enmascarados son prácticamente indiferenciables de los seres humanos en casi todos los aspectos: su apariencia, sus movimientos, lo que dicen, etc. Por lo tanto, de no ser por la máscara, cualquier persona los tomaría por seres normales. Al no inspirar sospechas de que son robots, no infunden desconfianza. Pero, sin la máscara, todo su entramado metálico queda a la vista. De lo que aquí se trata no es de si podemos diluir la línea entre el hombre y la máquina y atribuir sentimientos a la máquina. La cuestión estriba en si podemos atribuir sentimientos a la máquina para diluir esa línea entre el hombre y la máquina.
 2.-¿Pueden sentir los robots? ¿Pueden, por ejemplo, sentir cansancio o aburrimiento?
 Ex hipothesi, los robots son mecanismos, no organismos; no son seres vivos. Puede haber un robot estropeado, pero no muerto. Sólo los seres vivos pueden sentir realmente.
 Si digo "Se siente cansada", suele deducirse que de lo que se trata (o se trataba o se tratará, en el caso de hablar de espíritus) es de un ser vivo. De modo más general, en el entorno lingüístico "... sentirse cansado" suele referirse únicamente a expresiones relativas a seres vivos. Supongamos que ustedes dicen: "El robot se siente cansado". La expresión "el robot" se refiere a un mecanismo. Por consiguiente, puede deducirse que no se trata de un ser vivo. Pero, por el enunciado de la expresión predicativa "... sentirse cansado", puede deducirse que se trata de un ser vivo.  Por lo tanto, si se habla al pie de la letra y se dice: "El robot se siente cansado", se expresa una contradicción. En consecuencia, no se puede enunciar literalmente el predicado "...sentirse cansado" para "el robot".
 Insisto en que ningún robot hará nunca lo que una persona. Y ello independientemente de cómo se construyan o por complejos y variados que sean sus movimientos y operaciones. Los robots pueden calcular, pero no razonan en sentido estricto. Quizás agarren cosas, pero no las elegirían; matarán, pero no cometerían homicidio; presentarán excusas, pero no las sentirían. Todo esto son actos que sólo las personas pueden realizar: ex hipothesi, los robots no son personas.
 3.-"Un robot muerto" es una metáfora, pero una "batería muerta" es una metáfora muerta: si se tratase de un robot, habría matado a su metáfora.
 Lo que no quiero presuponer no tengo por qué presuponerlo. Una presunción puede paliarse: el sentido de una palabra puede acentuarse o restringirse, o cambiarse. Si uno desea que le entiendan, no hay que darle muchas vueltas: así de fácil. Señalando un cuadro entre otros muchos, digo: "¡Anda! Esto es un cuadro". ¿Quiero acaso decir con ello que los otros no lo son? Claro que no. Sin embargo, el énfasis en esto es contrastante. Asimismo, si digo "El robot, ese mecanismo, desde luego máquina y no ser humano, se siente cansado", no puede deducirse que esté hablando de un ser vivo. 
 Si digo de una persona: "Se siente cansado", ¿se piensa que estoy diciendo que es un ser vivo y nada más que eso? Si digo: "El robot se siente cansado", el predicado "... se siente cansado" significa lo que siempre significa, salvo que no se puede deducir que se trata de un ser vivo. Ésta es la única diferencia.
 Y lo que hemos dicho a propósito de "El robot se siente cansado" podría decirse perfectamente a propósito de "El robot es consciente", "El robot cogió mi gato" y así sucesivamente.
 4.-¿Pueden sentir cansancio los robots? ¿Puede sentir cansancio una piedra? ¿Puede sentir cansancio el número 17? Está claro que no existen razones para pensar que el 17 se sienta cansado. Pero esto nada demuestra. Una persona puede sentir cansancio y puede que no haya nada -ni tiene por qué haberlo- que lo demuestre. Asimismo en el caso de un robot, una piedra o el número 17.»

martes, 24 de enero de 2017

"El tiempo amarillo. Memorias (1921-1943)".- Fernando Fernán-Gómez (1921-2007)


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 Capítulo VIII: Prólogo para una tragedia
 Novelas y realidad 

  «Cuando salíamos del colegio de los maristas, en la calle de Fuencarral, donde hoy están los minicines, unos cuantos tirábamos hacia la glorieta de Quevedo y el grupo iba desgranándose poco a poco. Los últimos que quedábamos éramos Ángel García del Barrio, el hijo del comandante de carabineros, y yo. Hablábamos de películas, de cosas del colegio y también de política. Nuestras tendencias eran imprecisas. Casi todos los chicos tenían, o creían tener, las ideas de sus padres; aunque en los que eran un poco mayores que nosotros, los que en vez de quince años, como Ángel, tenían ya diecisiete o dieciocho, empezaban a apuntar las divergencias que se convertirían en trágicas. Éramos muchachos de la clase media, más bien de la baja clase media aunque muchos de ellos se creyeran otra cosa, y esa clase media en aquellos años no sabía para dónde tirar. De ella salieron los fascistas y también los intelectuales antifascistas. Ángel García del Barrio, de los más inteligentes del curso -en todas las asignaturas iba el segundo, porque al primero, Bernardo Rodríguez de Toribio, algo mayor que los demás alumnos, no había quien le superase-, sabía que su padre era monárquico, y poco más, y con eso tenía suficiente. Pero la derecha, toda la derecha, incluso la derecha liberal, en el año 36, después del triunfo del Frente Popular en las elecciones del 16 de febrero, daba la impresión de sentirse fascista, de ver en el fascismo su única tabla de salvación, de defensa de sus privilegios -ridículos privilegios los de la clase media, pero que a ellos les parecían grandes y respetabilísimos al compararse con los miserables obreros de entonces-. Por ello no es ilógico ni capcioso que socialistas, comunistas, anarquistas, llamasen fascistas a todos los que estaban enfrentados con la revolución obrera, aunque fuera desde otros ángulos. En aquellos tiempos, Gil Robles, líder de la democracia cristiana -que entonces no se llamaba así- no sólo parecía fascista, sino que lo era; como Calvo Sotelo, como Salazar Alonso. José Antonio Primo de Rivera lo confesaba, los otros, no. Pero todos parecían estar deseando ocupar su puesto en una futura España nacional-sindicalista, autoritaria, corporativa, católica, imperial. Los programas políticos de la extrema izquierda parecían demagógicos y la actitud de los partidos obreristas y de los sindicatos a partir de febrero del 36 quizás demostraba un enloquecido resentimiento y una falta de eficaz sabiduría política.
 De estas cosas, y, como he dicho, de películas, de chicas, de los profesores del colegio, cada uno con su mote, "el Rabias", "el Gameto"..., hablábamos Ángel García del Barrio, el hijo del comandante de carabineros, y Arturo Fernández, el hijo del próspero ebanista, y yo, mientras íbamos, calle de Fuencarral arriba, y luego Eloy Gonzalo, hacia nuestras casas, vistiendo pantalones bombachos y con los libros bajo el brazo.
 Pero definirse no era fácil. Estudiábamos en aquel sexto curso del bachillerato Ética y Derecho; en el Centro Mariano-Alfonsiano de Juventud de Acción Católica nos enseñaban Apologética; el hermano Daniel y los jóvenes falangistas nos enseñaban corporativismo y la teoría del golpe de Estado; en casa se leía el Heraldo, diario demagógico y divertido de izquierdas. Si eras un muchacho de derechas, un muchacho fascista, las chicas que estaban bien te miraban con mejores ojos. Pero había leído yo a Eugenio Sue y a otros folletinistas, como Michel Zevaco. [...]
 Era yo en aquel año de 1936 un alumno de los maristas, hijo de una cómica, aspirante de la Juventud de Acción Católica, amigo y compañero de juegos de los hijos de los obreros de mi barrio, y también amigo de los hijos del comandante, del nieto del registrador de la propiedad. Mi madre era monárquica y, quizás por deformación profesional, le gustaba ir siempre bien vestida. Mi abuela era liberal (liberala, decía ella) y socialista -sin advertir la incongruencia entre tales términos, como parecen no advertirla los gobernantes de hoy- y no sé cuántas cosas más: odiaba a los curas y adoraba a San Antonio porque la ayudaba a encontrar el dedal, las gafas, el huevo de zurcir, etc.
 Por lo que a mí respecta, en cuanto a política, era liberal, anarquista, católico -éste era un concepto político- y un poco de derechas por parte de madre, aunque nunca conseguí ser monárquico como ella. Mi madre era monárquica porque en los tiempos en que empezó en el teatro de la Princesa, Alfonso XIII solía ir a un palco a ver las representaciones. En cambio, mi abuela se consideraba liberal y republicana porque su marido tenía el mismo oficio que Pablo Iglesias y le había conocido. Aparte de estos motivos circunstanciales, a mí las razones de mi abuela para protestar siempre me parecieron más válidas que las de mi madre para estar conforme. El caso es que cada una tiraba para su lado y yo, a veces, me veía obligado a comportarme con cierta hipocresía. En algún aspecto tenía más claro el problema. Cuando andaba por los trece o catorce años, mi abuela insistía en su tendencia a vestirme de pobre y mi madre era partidaria de disfrazarme de muchacho rico. En eso, yo estaba con mi madre. »