miércoles, 28 de febrero de 2018

Defensa de la filosofía.- Josef Pieper (1904-1997)


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VII.- Contacto actual entre el planteamiento científico y el filosófico

«Todos los resultados de la ciencia tienen en el fondo el carácter de descubrimiento, es decir, de manifestación de algo que anteriormente era inaccesible e ignorado. Investigar el mundo en este sentido constituye el orgullo de las ciencias. Evidentemente, de esto no puede gloriarse la filosofía. Con ello parece haberse pronunciado ya su sentencia. Lo curioso es, sin embargo, que en la "filosofía" esta deficiencia viene a ser expresamente en un punto de su programa. En el filosofar -se dice- se pone de hecho la mira en algo completamente distinto de la ampliación  de nuestro saber sobre el mundo. ¿Entonces, pues, en qué? Por vía de ensayo, podría darse esta respuesta: en recordar algo ya sabido, pero olvidado, y que sin embargo no debería seguir olvidado.
 Quien enfoca de manera filosófica, es decir, desde todo posible punto de vista, fenómenos como la culpa, la libertad, la muerte o examina la cuestión fundamental de la estructura del ser en general ("¿qué es algo real?"), es muy probable que experimente un progresivo esclarecimiento de la realidad cuanto más hondo penetre su energía conceptual de clarificación y cuanto más imparcialmente se abra y se deje afectar; y, naturalmente, debe hacerlo precisamente por esto. Sin embargo, no se puede decir propiamente que al que de esta manera filosofa, se le ofrezca a la vista algo absolutamente no sabido todavía, algo no pensado todavía, algo completamente nuevo y desconocido. Más bien sucede algo así como un mayor esclarecimiento de algo ya conocido oscuramente, como la posesión activa de algo poco menos que perdido, exactamente esa recuperación de lo olvidado que hemos llamado recuerdo. Incluso las adquisiciones realmente "nuevas" de los grandes, por ejemplo, el descubrimiento de Aristóteles, según el cual, contra la opinión de Parménides, hay algo además del ser y del no ser, a saber, lo que tiene propensión a realizarse, lo que está en espera de su actualización, la potentia (dynamis), esto mismo, hasta entonces no pensado ni dicho todavía, podía ser aceptado y reconocido como verdadero, no de resultas de una confrontación con hechos comparables empíricamente sino sólo por razón de un volver a conocer. Constantemente sucede en filosofía que algo que ya se ha "conocido en forma natural y espontánea", viene a conocerse, mediante un esfuerzo, que con respecto a esto es "secundario", con conocimiento reflejo y explícito.
 Esto es necesariamente menos impresionante si lo comparamos con las espléndidas realizaciones de las ciencias, que cada día ponen ante los ojos de los hombres algo nuevo, en cuanto a hechos, estructuras o relaciones y, todavía más, les ponen en la mano algo nuevo, sobre todo técnicas experimentadas y cada vez más perfectas de dominio de la naturaleza. En cambio, el que filosofa y la filosofía ¿no dicen siempre absolutamente lo mismo? ¿No se trata eternamente de los mismos problemas? Algo así se objetó ya en su tiempo contra las palabras de Sócrates; Alcibíades habla de ello en el Banquete de Platón. ¿Y qué decir sobre todo del progreso de la filosofía? ¿Se da siquiera tal progreso? Todas estas preguntas se pueden, sin duda alguna, orquestar con todo el menosprecio que de hecho recae constantemente sobre el asunto que trae entre manos el que filosofa, e incluso con razón, si el criterio de la cientificidad tiene, o reivindica con razón, una vigencia absoluta.
 Por lo demás, una cosa habrá que reconocer sin vacilar: el "progreso" en el campo filosófico, es una categoría verdaderamente problemática, si con ello se entiende un crecimiento colectivo del conocimiento, que a medida que pasa el tiempo eo ipso se va enriqueciendo. También en este sentido existe una analogía con la poesía. ¿Quién piensa en preguntar, por ejemplo, si Goethe está "más adelantado" que Homero? Se da indudablemente progreso filosófico, pero no tanto en la sucesión de las generaciones, sino más bien en la práctica personal de la vida del mismo que filosofa y ello en la medida en que él, callando y escuchando, divisa la profundidad y amplitud de su objeto a la vez nuevo y antiquísimo.
 Cuán poco se hallan las ciencias, por su misma naturaleza y por principio, en oposición al preguntar filosófico, es cosa que raras veces se ha podido observar con tanta claridad como en nuestro tiempo. La investigación científica de la realidad parece haber llegado hoy, por lo menos en determinados sectores, a un punto extremo, que es casi idéntico con el punto de mira del que filosofa. Y este punto de mira se adopta, las más de las veces incluso sin vacilar, supuesto que la mirada se mantenga dirigida con suficiente imparcialidad hacia lo que se muestra a la vista. Así es posible que el estudioso de física atómica, al preguntar, bajo el aspecto puramente físico, por la estructura elemental de la materia, venga a situarse tan cerca del planteamiento filosófico -¿qué es absolutamente, en último análisis, la realidad material?- que queden poco menos que suprimidos los límites entre física y filosofía. Esta experiencia particular puede explicarnos, al menos en parte, el hecho de que precisamente entre los estudiosos de física atómica haya no pocos que se hayan sentido impulsados a formular aserciones propiamente filosóficas.
 También al empírico que ahonda en el campo de la psicología profunda suelen ofrecérsele situaciones existenciales de tal naturaleza, que ya desde la primera tentativa de interpretación del "material" se ve a la vez inevitablemente en la necesidad de ocuparse con la pregunta por el sentido último de la existencia.
 Y hasta el mismo homo faber, debido a la técnica científica de explotación, viene a hallarse en una situación, en la que de tiempo en tiempo llega a su vez a avistar también ese punto extremo. Esto se efectúa, por ejemplo, precisamente en el momento en que el dominio de las energías de la naturaleza ha alcanzado esa extrema perfección a la que siempre se había aspirado. La experiencia de tan increíble poder de dominio sobre la naturaleza, parece forzar a la vez a reflexionar sobre la existencia en general. En confirmación de esto, basta con leer el relato documental de la primera explosión atómica en el desierto de Alamogordo. "Hasta los ateos más incondicionales quedaron tan conmovidos, que sus impresiones sólo pudieron describirlas con imágenes religiosas". Con frecuencia, se ha citado la observación de Robert J. Oppenheimer, a saber, que por fin, la ciencia ha adquirido conocimiento del pecado. Y la primera sesión de la Atomic Energy Commision fue inaugurada por su presidente con las últimas palabras de la fórmula tradicional de juramento: ¡Así Dios me ayude! (Sic me Deus adiuvet).
 Incluso aunque en todo esto no se quisiera ver más que un romanticismo o, si se quiere, hasta sentimentalismo barato, hay una cosa que no se puede negar: llega un momento en el que se deja ya de tratar del "sector" especial que hasta entonces se habían reservado la ciencia y la técnica. Con toda claridad se trata inadvertidamente del todo del mundo y de la existencia.»

[El extracto pertenece a la edición en español de la Editorial Herder, en traducción de Alejandro Esteban Lator Ros. ISBN: 84-254-0806-7.]

martes, 27 de febrero de 2018

Beau Geste.- Percival Cristopher Wren (1875-1941)


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Capítulo V.- El fuerte de Zinderneuf
5

«Las ideas del bien y del mal, del honor y del deshonor, de la conducta leal y desleal, discrepaban demasiado y estaban influidas por otras ideas y motivos, como el miedo, el odio, el aburrimiento, la venganza y la desesperación.
 Michael dirigió la palabra a la reunión diciendo:
 -Como ya sabéis, hay una conspiración para asesinar a Lejaune y a los sargentos y cabos y para desertar y abandonar el fuerte. Schwartz es el jefe de la pandilla y dice que los que no estén con él estarán contra él y serán tratados del modo adecuado. Por mi parte no ajusto mi conducta a lo que diga Schwartz, ni tampoco me parece bien matar a los hombres cuando están en la cama. Y aun suponiendo que estuviese conforme, me parecería mal ser capitaneado por Schwartz en el desierto para morirme allí de sed. Por todas estas razones estoy contra esta conspiración y os invito a todos a sumaros a mi partido y a decírselo así a Schwartz. Le advertiremos que, si no desiste de ese proyecto loco de asesinato y de rebelión, avisaremos a Lejaune.
 Entonces interrumpieron las palabras de Michael unos gruñidos de desaprobación de Marigny y de Blanc y algunos movieron vigorosamente la cabeza.
 -Juro que avisaré a Lejaune -exclamó entonces Saint-André-, pero antes avisaré a Schwartz y si desiste de los asesinatos que figuran en su programa quedará en libertad para hacer lo que guste. Todo imbécil que quiera morir en el desierto puede desertar si quiere, pero por mi parte no quiero saber nada de ninguna rebelión.
 -¡No hay que hacer traición! -gritó Marigny, que era un viejo soldado típico, de cabello gris y rostro arrugado. Era un individuo honrado, sin seso y testarudo, que admiraba a Schwartz y aborrecía a Lejaune.
 -¡No rebuznes así! -exclamó Michael volviéndose hacia él- y procura no ser más imbécil de lo que Dios te hizo.  ¿Dónde está la traición si contestamos a Schwartz: " Muchas gracias, pero no queremos unirnos a tu cuadrilla de asesinos. Además, nos proponemos impedir el asesinato.  De modo que es preferible que abandones el proyecto"? ¿Quieres hacerme el favor de explicarme cómo se hace traición al cariñoso Schwartz, obrando de este modo?
 -Pues sostengo que es hacer traición a los camaradas el avisar a ese maldito perro de Lejaune de que se conspira contra él. Repito que es una traición -exclamó Marigny.
 Michael suspiró impaciente.
 -Pues bien, ¿qué vas a hacer tú, Marigny,  puesto que no tienes más alternativa que estar con Schwartz o contra él? -preguntó Maris.
 -Estoy con él -contestó Marigny sin vacilar.
 -¿De modo que te dispones a ser un miserable asesino? -preguntó Michael con profundo desdén-. Había llegado a creer que eras un soldado decente.
 -Estoy con Schwartz -repitió Marigny.
 -Pues entonces vete con él -exclamó Michael-. ¡Vete! ¡Fuera de aquí! Lo preferimos porque no somos tan cobardes que nos asuste Schwartz, ni tampoco unos miserables asesinos.
 Marigny se sonrojó, apretó los puños y, profiriendo una blasfemia, se llevó la mano a la bayoneta como si estuviera dispuesto a arrojarse contra mi hermano; pero sin duda cambió de pensamiento al advertir que Michael cerraba la mano derecha y fijaba los ojos en la mandíbula de Marigny.
 Y el viejo soldado se alejó, gruñendo al mismo tiempo: "¡Traidores asquerosos!"
-¿Hay alguien más que piense como ése? -preguntó Michael.
 -Por mi parte no estoy dispuesto a traicionar a Schwartz -dijo Blanc, un marinero de Marsella, bullicioso, alegre, valiente y débonnaire. Era un provenzal fanfarrón, de ojos negros y de hablar enfático.
 -Bueno, pues entonces di qué piensas hacer -exclamó Michael secamente-. Dinos si quieres reunirte con los asesinos o con nosotros.
 -No estoy dispuesto a reunirme con los que lamen las botas a Lejaune -replicó Blanc.
 -Pues vete con la cuadrilla de asesinos de Schwartz -ordenó Michael-. Tal vez allí estarás más seguro.
 Y Blanc desapareció gruñendo.
 -Creo que debo reunirme con mis compatriotas -dijo Glock.
 -¡Temes a Schwartz! -exclamó Michael con acento burlón-; pero no hay motivo para eso, porque estarás más seguro si no formas parte de esa cuadrilla de asesinos.
 -No puedo hacer traición a mis compatriotas -replicó Glock.
 -Pues bien, en tal caso, vete a donde están ellos y diles lo siguiente, que es la verdad: "No creo en el asesinato y estoy seguro de que todo esto terminará con la muerte de todos nosotros. Abandonad vuestro propósito o mis amigos y yo os obligaremos a ello". ¿Estás dispuesto a hacer esto? -preguntó Michael.
 El enorme y estúpido Glock se rascó la cabeza.
 -Me matarían -dijo.
 -Como te matarán seguramente es de sed, si permites que te lleven por ahí -replicó Michael señalando el desierto.
 -De todos modos, tenemos que morir -dijo Glock.
 -Pues eso es precisamente lo que quiero impedir, cabezota -contestó Michael-. Si todos los hombres decentes de esta guarnición obran de común acuerdo y obligan a Schwartz a abandonar su estúpido propósito, nadie morirá.
 [...] Por fin resultó que solamente Cordier estaba dispuesto a unirse con Michael, Saint-André, Maris y yo para formar el partido contrario a Schwartz en favor del deber, de la disciplina, condenando el asesinato y dispuesto a decir a los rebeldes que, si no abandonaban su criminal proyecto, Lejaune sería avisado.
 Uno a uno se alejaron los demás, algunos dando disculpas, otros indignados, otros honradamente deseosos de apoyar a Schwartz y otros asustados de lo que iban a hacer.
 Cuando, por fin, los cinco nos quedamos solos, Michael dijo:
 -Me parece que no vamos a poder hacer desistir a Schwartz de su proyecto.
 -No -replicó Cordier-. Parece, más bien, que vamos a aumentar su trabajo. Es decir, proporcionarle más cerdos que matar.»
 
[El extracto pertenece a la edición en español de Club Internacional de Libro. ISBN: 978-84-407-1414-5.]

lunes, 26 de febrero de 2018

"El condenado por desconfiado".- Tirso de Molina (1579-1648)


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Jornada primera. Escena II

«Pedrisco: Como si fuera borrico / vengo de yerba cargado,
de quien el monte está rico; / si esto como, ¡desdichado!,
triste fin me pronostico. / ¡Que he de comer yerba yo,
manjar que el cielo crio / para brutos animales!
Deme el cielo en tantos males / paciencia. Cuando me echó
mi madre al mundo decía: / "Mis ojos santo te vean,
Pedrisco del alma mía." / Si esto las madres desean,
una suegra y una tía / ¿qué desearán? Que aunque el ser
santo un hombre es gran ventura, / es desdicha el no comer.
Perdonad esta locura / y este loco proceder,
mi Dios; y pues conocida / ya mi condición tenéis,
no os enojéis porque os pida / que la hambre me quitéis,
o no sea santo en mi vida. / Y si puede ser, Señor,
pues que vuestro inmenso amor / todo lo imposible doma,
que sea santo y que coma, / mi Dios, mejor que mejor.
De mi tierra me sacó / Paulo, diez años habrá,
y a aqueste monte aportó; / él en una cueva está,
y en otra cueva estoy yo. / Aquí penitencia hacemos
y sólo yerbas comemos, / y a veces nos acordamos
de lo mucho que dejamos / por lo poco que tenemos.
Aquí, al sonoro raudal / de un despeñado cristal,
digo a estos olmos sombríos: / "¿Dónde estáis, jamones míos,
que no os doléis de mi mal?" / Cuando yo solía cursar
la ciudad, y no las peñas / (¡memorias me hacen llorar!),
de las hambres más pequeñas / gran pesar solíais tomar.
Erais, jamones, leales: / bien os puedo así llamar,
pues merecéis nombres tales, / aunque ya de las mortales
no tengáis ningún pesar. / Mas ya está todo perdido;
yerbas comeré afligido, / aunque llegue a presumir
que algún mayo he de parir / por las flores que he comido.
Mas Paulo sale de la cueva oscura; / entrar quiero en la mía tenebrosa
y comerlas allí. (Vase y sale Paulo.)

Jornada II. Escena XI

Pastorcillo: ¿Pues no?
Aunque sus ofensas sean / más que átomos del sol
y que estrellas tiene el cielo / y rayos la luna dio
y peces el mar salado / en sus cóncavos guardó,
es tal su misericordia / que con decirle: Señor,
pequé, pequé, muchas veces, / le recibe al pecador
en sus amorosos brazos; / que en fin hace como Dios.
Porque si no fuera aquesto, / cuando a los hombres crio
no los criara sujetos / a su frágil condición.
Porque si Dios, sumo bien, / de nada al hombre formó
para ofrecerle su gloria, / no fuera ningún blasón
en su Majestad divina / dalle aquella imperfección.
Diole Dios libre albedrío / y fragilidad le dio
al cuerpo; y al alma luego / dio potestad con acción
de pedir misericordia, / que a ninguno le negó.
De modo, que si en pecando / el hombre, el justo rigor
procediera contra él, / fuera el número menor
de los que en el sacro alcázar / están contemplando a Dios.
La fragilidad del cuerpo / es grande; que en una acción,
en un mirar solamente / con deshonesta afición,
se ofende a Dios: dese modo, / porque este triste ofensor,
con la imperfección que tuvo, / le ofenda una vez o dos,
¿se había de condenar? / No, Señor, aqueso no;
que es Dios misericordioso, / y estima al más pecador,
porque todos igualmente / le costaron el sudor
que sabéis, y aquella sangre / que liberal derramó,
haciendo un mar a su cuerpo, / que amoroso dividió
en cinco sangrientos ríos; / que su Espíritu formó
nueve meses en el vientre / de aquella que mereció
ser Virgen cuando fue Madre, / y claro oriente del sol,
que como clara vidriera, / sin que la rompiese, entró.
Y si os guiáis por ejemplos, / decid: ¿no fue pecador
Pedro y mereció después / ser de las almas pastor?
Mateo, su coronista, / ¿no fue también su ofensor?
Y luego, ¿no fue su apóstol, / y tan gran cargo le dio?
¿No fue pecador Francisco? / Luego, ¿no le perdonó
y a modo de honrosa empresa / en su cuerpo le imprimió
aquellas llagas divinas / que le dieron tanto honor,
dignándole de tener / tan excelente blasón?
¿La pública pecadora / Palestina no llamó
a Magdalena, y fue santa / por su santa conversión?
Mil ejemplos os dijera, / a estar despacio, señor;
mas mi ganado me aguarda, / y ha mucho que ausente estoy.» -

[El extracto pertenece a la edición en español de editorial Cátedra. ISBN: 84-376-0019-7.]

domingo, 25 de febrero de 2018

Aspectos del vivir hispánico.- Américo Castro (1885-1972)

 
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I.-Mesianismo, espiritualismo y actitud personal
 Imperialismo y mesianismo

«Cuanto llevo dicho permite ampliar la perspectiva del mesianismo español. No fue éste debido al movimiento espiritual de los alumbrados que rodeaban al cardenal Cisneros, puesto que ya en el siglo XV el mesianismo dirigía su anhelo hacia los Reyes Católicos, e incluso hacia Cristo, que renacía en la conciencia de las gentes al efecto de una redención terrena. Lo importante es la tensión mesiánica en sí misma, de abolengo hispano-semita, pronta a dispararse sobre cualquier ocasión o prodigio, con tanta más violencia cuanto que no existe la indagación racional que le sirva de contrapeso. Charles de Bovelles, el amigo de Lefevres d'Etaples, visitó a Cisneros y dejó en torno a él un eco de sus profecías y locas imaginaciones; pero Bovelles era matemático y filósofo, y estaba empapado de la filosofía de Nicolás de Cusa; en él la exaltación convivía con el afán de conocimiento. Lo característico de España, en cuanto a conocimiento, habría que buscarlo entonces en la tradición de Raimundo Lulio, teólogo, poeta, cabalista, que soñaba con reducir a los infieles del mundo entonces conocido al redil de la creencia cristiana y a tal empresa sacrificó su vida. Lulio murió apedreado en Berbería, en 1315; Cisneros conquistó Orán en 1509.
 Al gran cardenal lo rodeaba una aureola de prodigiosas esperanzas; pero este mesías se muestra a su vez "mesianizado" por las beatas que hierven en torno a él. De una de ellas, sor Juana de la Cruz, se predecía que iba a ser madre de un nuevo Salvador; el mito de la Sibila venía así a satisfacer en la vida real aquella apetencia insaciable de más allá, que aparece literariamente en la Sibila Casandra, de Gil Vicente, junto a otros motivos que hacen del maravilloso poeta un condensador de los anhelos de la Hispania de entonces: mesianismo, imperialismo, espíritu cristiano (deturpado según él por el materialismo eclesiástico del tiempo), caballería, ilusión y exaltación poéticas. Pero no haría ninguna falta, en efecto, hablar del erasmismo de Gil Vicente, por ser metódica y cronológicamente innecesario.
 La exaltación -mística, poética- no concebía otro hacer que el suscitado por la furia heroica. De ahí que el hispano no valorara en un ardite la prosa fría del convivir diario, fundado en propósitos y razones comunales, tanto como en el amor de la perfección menuda -mate y silenciosa. Observemos cómo era entonces el vivir básico de las gentes, cuando España hervía en iluminados, mesiánicos, imperialistas y erasmistas. En general, los españoles se agrupaban para la guerra y se desunían en la paz, que para ellos significaba ocio. El agruparse para la guerra y la acción acontecía bajo la cúpula de la creencia monárquico-religiosa, no en virtud de enlaces interesados, unidos a la tierra, como los puritanos que vinieron a Norteamérica y se estructuraron agrícola, comercial e industrialmente, porque entre ellos el "acá" dominaba al "allá". Las ciudades surgían en Hispanoamérica tras una invocación a la Santísima Trinidad y su majestad el rey. Así fundaba Jujuy, en 1593, el capitán don Francisco de Argañarás, "echando luego mano a su espada; y haciendo las ceremonias acostumbradas, echó tajos y reveses, y dijo en voz alta si había alguna persona que contradijese el dicho asiento y jurisdicción, y no hubo contradicción de persona alguna". Religión de Dios y religión del rey mantenían a las gentes elevadas sobre el suelo de la diaria prosa, sin base ni cimientos. Y así lo veían y lo sentían en las Indias quienes observaban con ojos inteligentes la vida en torno:
 
 "De las discordias que entre los cristianos ha habido en los tiempos passados o primeros años que acá pasaron, dieron mucha ocasión los ánimos de los españoles que de su inclinación quieren antes la guerra que el ocio, o si no tienen enemigos extraños, búscanlos entre sí, como dice Justino, porque su agilidad e grandes habilidades los hacen muchas veces mal sofridos. Quanto más que han acá pasado diferentes maneras de gentes; porque aunque eran los que venían vasallos de los reyes de España, ¿quién concertará al vizcaíno con el catalán, que son de tan diferentes provincias y lenguas? ¿Cómo se avendrán el andaluz con el valenciano, y el de Perpiñán con el cordobés, y el aragonés con el guipuzcoano, y el gallego con el castellano, y el asturiano e montañés con el navarro, etc.? Así de esta manera no todos los vasallos de la corona real de España son de conformes costumbres ni semejantes lenguajes".*
 
 Lo que el rey era a la totalidad del reino, eso era el noble para la subagrupación social pendiente de su poder y prestigio: religión, monarquía, nobleza, hidalguismo. Cúpulas menores subordinadas a las cúpulas máximas. Lo que no cabía bajo ellas fue villanaje informe o mundo picaresco, sobras y fracturas de una sociedad que sólo sabía vivir de la emanación de arriba y no de las sustancias vitales que ella segregara; éstas surgieron a veces como un "by-product" de aquel sentirse actuado desde afuera.
Así cobra pleno sentido el Escudero del Lazarillo, personaje por cierto más impresionante que cómico.  Aquel buen hombre cultivaba la hidalguía en "espíritu", se sentía "alumbrado" por ardiente fe nobiliaria. Su vivir interior se resuelve en pura actitud, consiste en un querer ser hidalgo, reflejado en la postura apariencial. No es un farsante porque su existir último no es sino su aspecto. La espada, la capa y el paso razonable y entonado son al porte y balumba del auténtico grande lo que el conventículo sería al convento. El hidalguismo interior se bastaba a sí solo, era una utopía.
 Quienes no se albergaban bajo las cúpulas solemnes de la Iglesia o de la nobleza regia quedaban socialmente a la intemperie. El dicho sabido reza: "Iglesia o mar o casa real". [...]  
 El español, cuando no lo poseía el entusiasmo, carecía de gusto objetivo por ninguna tarea. Un observador inteligente, Juan Ginés de Sepúlveda, llega a preguntarse si no habría valido más no conquistar Granada, porque tiene la impresión de que dentro de casa el español ha suprimido el estímulo para la acción, aunque haya extendido el imperio: al vivir en el más allá correspondía la inercia doméstica.»
 
*Gonzalo Fernández de Oviedo: Historia general y natural de las Indias (1535).
 
[El extracto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial. Depósito legal: M.15056-1970]
 

sábado, 24 de febrero de 2018

Siete cuentos góticos.- Isak Dinesen [o Karen Blixen] (1885-1962)


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Los caminos de los alrededores de Pisa
I.-El pomo de perfume

«El conde Augustus von Schimmelmann, joven danés de carácter melancólico que habría sido muy guapo si no fuese un poco demasiado grueso, estaba escribiendo una carta sobre una mesa hecha con una piedra de molino en el jardín de una osteria cercana a Pisa, una agradable tarde de mayo de 1823. No conseguía terminarla, así que se levantó y se fue a estirar las piernas por el camino real mientras dentro le preparaban la cena. El sol casi había llegado al horizonte. Sus rayos dorados se hundían entre los altos álamos a lo largo del camino. El aire era cálido y puro y estaba cargado de un dulce olor a hierba y a árboles, y un sinfín de golondrinas daban pasadas arriba y abajo como si quisieran aprovechar la última hora de luz.
 El conde Augustus seguía con el pensamiento puesto en la carta. Iba dirigida a un amigo de Alemania, compañero de sus tiempos felices de estudiante en Ingolstadt, y única persona a la que podía abrir su corazón. Pero pensaba: ¿soy verdaderamente sincero en esta carta? Daría un año de mi vida por poder conversar con él esta noche y, mientras le hablase, observarle su expresión. Qué difícil es conocer la verdad. Me pregunto si es posible ser absolutamente veraz cuando se está solo. La verdad, como el tiempo, es una idea que emana y depende del contacto humano. ¿Cuál es la verdad de una montaña de África que no tiene nombre ni la cruza ningún sendero? La verdad de este camino es que conduce a Pisa, y la verdad de Pisa puede encontrarse en los libros que escriben y leen los seres humanos. ¿Cuál es la verdad de un hombre en una isla desierta? Y por lo que a mí respecta, soy como un hombre en una isla desierta. Cuando era estudiante, mis amigos solían reírse de mí porque tenía la costumbre de mirarme en los espejos y de decorar con espejos mis habitaciones. Lo atribuían a mi vanidad personal. Pero en realidad no era eso. Me miraba para ver cómo era. El espejo le dice a uno la verdad sobre sí mismo. Recordó, con un estremecimiento de repugnancia, cómo de niño lo habían llevado a visitar la sala de los espejos del Panoptikon de Copenhague, donde te ves reflejado a derecha e izquierda, en el techo e incluso en el suelo, en un centenar de espejos, cada uno de los cuales deforma y pervierte tu cara y tu figura de maneras diferentes -acortándola, alargándola, ensanchándola, comprimiéndola y conservando, no obstante, cierta semejanza-, y pensó cuán parecida a eso era la vida real. Tu propio yo, tu personalidad y existencia, se reflejan en el espíritu de cada una de las personas con las que te relacionas y convives a la manera de un retrato, de una caricatura de ti mismo que se nutre de tu verdad y, en cierto modo, pretende encarnarla. Incluso un retrato favorecedor es una caricatura y una mentira. Un espíritu amistoso y comprensivo como el de Karl, pensó, es como un espejo veraz para el alma y eso es lo que hace tan preciosa para mí su amistad. Y el amor debería serlo aún más. Significaría, en los caminos de la vida, la compañía de otro espíritu en el que se reflejarían tus propias venturas y desventuras, probándote que no todo es ensueño. La idea del matrimonio ha sido para mí la presencia en mi vida de alguien con quien poder hablar mañana de las cosas que sucedieron ayer.
 Suspiró, y sus pensamientos volvieron a la carta. En ella trataba de explicar a su amigo los motivos que le habían alejado del hogar. Había tenido la desgracia de casarse con una mujer muy celosa. No es que tenga celos de otras mujeres, pensó. En realidad, eso es lo que menos le preocupa; porque en primer lugar, sabe que puede prevalecer frente a casi todas ellas ya que es más encantadora y tiene más talento que ninguna; y en segundo lugar, sabe lo poco que ellas significan para mí. El propio Karl recordará que las pequeñas aventuras que tuve en Ingolstadt significaron para mí menos que la ópera, cuando venía una compañía de cantantes a representarnos Alceste o Don Giovanni; menos incluso que mis estudios. En cambio, tiene celos de mis amigos, de mis perros, del bosque de Lindenburg, de mis armas y mis libros. Tiene celos de las cosas más absurdas.
 Recordó algo que había ocurrido unos seis años después de su boda. Había entrado en la habitación de su esposa a llevarle unos pendientes que había pedido a un amigo que le comprase en París, de una testamentaría del duque de Berry. Siempre había sido aficionado a las joyas y sabía apreciar su calidad y su talla. A veces incluso le había fastidiado que no pudieran llevarlas los hombres, y una vez casado se había dado el gusto de hacer que realzasen la belleza de su joven esposa, a la que le sentaban tan bien. Estos pendientes eran muy hermosos, y se alegró tanto de conseguirlos que había querido ponérselos él y luego le había sostenido el espejo para que se viese. Ella lo observó, y se dio cuenta de que su mirada estaba fija en los diamantes y no en su cara. Se los quitó rápidamente y se los devolvió. "Me temo -dijo con los ojos secos, más trágicos que si hubiesen estado arrasados en lágrimas- que no tengo el mismo gusto que tú por las cosas bonitas". A partir de ese día dejó de llevar joyas y adoptó un estilo de ropa austero como el de una monja, pero con tanta gracia y elegancia que produjo sensación y dio lugar a toda una escuela de imitadoras.
 ¿Cómo hacer comprender a Karl, pensó Augustus, que tiene celos de sus propias joyas? Seguramente no hay nadie que pueda entender semejante insensatez. Lo que sé es que yo no la comprendo y a menudo pienso que la hago tan infeliz como ella me hace a mí. Esperaba encontrar en mi esposa a alguien con quien poder ser absolutamente franco, con quien poder compartir cada movimiento de mi espíritu. Pero con Malvina, eso es lo más imposible de todo. Me ha obligado a mentirle veinte veces al día, a engañarla incluso con la mirada y la voz. No, estoy seguro de que no podía continuar, y que he hecho bien en dejarla; porque mientras estuviera con ella, siempre sería lo mismo.
 Pero, ¿qué me ocurrirá ahora? No sé qué hacer conmigo ni con mi vida. ¿Puedo confiar en que el destino me tienda la mano por una vez?
 Se sacó un pequeño objeto del bolsillo del chaleco y lo miró. Era un frasquito de esencia, como los que solían usar las damas de la generación anterior, en forma de corazón. Tenía pintado un paisaje con grandes árboles y un puente sobre un río. En el fondo, en lo alto de un cerro o una peña, había u castillo de color rosa con una torre y, debajo, en una franja, había escrito: Amitié sincère.
 Sonrió al pensar que este frasquito había jugado un papel en su decisión de viajar a Italia.»
 

viernes, 23 de febrero de 2018

La vida de los paseantes.- Sebastian Haffner (1907-1999)


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Acerca del tiempo

«Hablar del tiempo es considerado del todo injustamente como algo trivial. El tiempo posee hoy el encanto profundo y virgen de las cosas que han logrado eludir el influjo del espíritu tecnológico, con las que el destino afecta a la vida humana sin falseamientos y sin rodeos. ¡Y con qué consecuencias! No pienso solamente en los días playeros y las excursiones domingueras, o en la agricultura y en otros avatares en los que el hombre se ve forzado a establecer relaciones comerciales serias con el tiempo, para luego temblar a toda hora ante los cambios de humor de su socio enloquecido. De ningún modo, pues también el urbanita, cuyo trabajo y diversiones suelen llevarse a cabo bajo techo, sigue siendo un esclavo del tiempo. Y bien mirado, algunas cosas tan hermosas e importantes para la vida como el buen humor, la capacidad de trabajo, la inspiración o el optimismo, dependen de circunstancias como las precipitaciones, la presión atmosférica y los rayos del sol. Ciertas atmósferas cargadas previas a las tormentas, ciertos días de niebla y llovizna, o un vacilante tiempo invernal de frío y humedad favorecen el suicidio, las peleas, la demencia y todo tipo de catástrofes. Uno debería comparar alguna vez la estadística de criminalidad con la estadística meteorológica, seguro que sería muy aleccionador. También la estadística de los enamoramientos y noviazgos, de existir una, señalaría sin duda peculiares paralelismos con el tiempo. Hemingway sabe lo que se lleva entre manos cuando hace que llueva en todos los momentos terribles que tanto abundan en sus libros. El tiempo es nuestro destino.
 Y encima es impredecible. No hay quien escape a su perfidia. Es tan ingobernable como la bola de la ruleta. Parece mentira que nadie haya tenido aún la idea de apostar sobre el tiempo. Sería una grandiosa ocasión para enriquecer la vida, infinitamente más emocionante que las apuestas de caballos. ¡Y menuda fuente de impuestos para el Estado! Pero en lugar de esto la gente ha ido a dar en otra cosa; nada más y nada menos que en la predicción del tiempo.
 La predicción del tiempo se lleva a cabo con una seriedad que uno no sabe si calificar de sacra o de bestial. Dispone de un lenguaje científico en clave cuya incomprensibilidad provoca veneración y ansias de iniciación. Isóbaras, ciclones y anticiclones, altas y bajas presiones, y esto aún no es nada. Los hombres consagrados a ella no son en absoluto unos locos o charlatanes, sino serios hombres de ciencia, mal pagados al igual que los altos funcionarios, y en general respetados como antiguamente lo eran los exorcistas y los dispensadores de indulgencias; son sabios que residen en costosas torres y fortalezas de piedra, desde donde lanzan a diario, para toda la humanidad expectante, una profecía sobre el tiempo que hará al día siguiente, formulada en una lengua especial, imposible de utilizar en otro contexto (la palabra "predominante" es lo que la caracteriza), y ésta es recibida con una suerte de seriedad embobada y llena de respeto para luego ser difundida por doquier.  La voz del locutor de radio no tiembla de ningún modo por la risa contenida cuando informa que mañana estará predominantemente despejado, no se producirán precipitaciones dignas de mención, sólo en el este estará predominantemente nublado, en el noreste se dará nubosidad variable y temporales dispersos. Los periódicos, piensen lo que piensen sobre lo divino y lo humano, reproducen de forma unánime estos mapas completamente incomprensibles, salpicados de anillos y puntos, de los que se desprende el tiempo que hará mañana. saben positivamente que ninguno de sus lectores los consulta.
 Como es público y notorio, este tipo de profecías difundidas día tras día no se cumplen realmente. Su falta de puntería les permite incluso dar en ocasiones en el blanco, de modo que ni tan siquiera puede uno fiarse de sus desaciertos. Sería de mayor ayuda para los intereses de la humanidad pendiente del tiempo el que una mano inocente extrajera a diario de una caja una serie de fichas que contuvieran las palabras "despejado", "precipitaciones", "nubosidad", "amenaza de temporal", con unos cuantos "predominantemente" puestos aquí y allá. Nada de todo esto ha inducido nunca a los profetas del tiempo a disculparse ni tan siquiera un poquito y quizá a bajar ligeramente el tono de voz cuando por la noche, después de un día soleado para el que habían anunciado predominantemente fuertes precipitaciones, granizo y tormenta, se disponen a profetizar para el día siguiente un empeoramiento del tiempo. Los profetas del tiempo simplemente se fían de su propia autoridad y de la mala memoria del público. Ellos sí que saben de la psicología de la gente.
 Por lo demás, difícilmente perderían algo de su crédito si se instauraran las mencionadas apuestas sobre el tiempo. Al contrario, los pronósticos sobre el tiempo, hoy tan poco atendidos como las cabeceras de los periódicos o los anuncios de cigarrillos, serían devorados por los lectores, y del suelo brotarían gacetas meteorológicas con una aceptación semejante a la de los diarios deportivos y las revistas de astrología. A las profecías del tiempo les importaría un comino ser más fiables de lo que son ahora. No obstante, y bajo la forma del papel impreso, la meteorología ganaría ampliamente en popularidad. ¡Como si la fiabilidad y la popularidad tuvieran algo que ver! El secreto de la popularidad consiste en... Pero esto nos llevaría muy lejos del tema.
 Quien de veras anhele saber algo de antemano sobre el tiempo hará bien en dirigirse a algún conocido que haya tenido una suerte o una desgracia manifiestas con la meteorología, y entonces ajustará sus actividades a las de él, o prestará atención a la experiencia de la gente mayor y viajada, algo de la cual podemos hacer aquí pública bajo exclusión de toda responsabilidad. En lo concerniente a las vacaciones, las de Semana Santa son mayormente frías y ventosas, mientras que la Navidad es casi siempre cenagosa y suave. La Ascensión suele ser pasada por agua. Por lo que respecta a los días de la semana, los sábados tienden predominantemente a la nubosidad, pero uno no debe alarmarse, pues los domingos o bien son lluviosos o bien soleados. El mejor indicador del tiempo son las actividades culturales y lúdicas: los estrenos teatrales en otoño traen veranillo y calor, las vacaciones de Navidad en las montañas no pueden existir sin días de deshielo y la lluvia nunca falta en las celebraciones deportivas. La mejor manera de velar por el buen tiempo es poniéndose a ordenar la biblioteca o repasar viejas cartas.
 Esto nos lleva a otro capítulo, a saber, cómo influir en el tiempo. [...] Un buen método casero, probado en mil casos, consiste al final en hacerse con un paraguas. El paraguas es posible que no nos proteja del todo cuando empieza a llover, pero sí que impide por lo general que empiece a llover, y ello con tanta más seguridad cuanto más viejo, feo y detestable sea el paraguas en cuestión.»
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Ediciones Destino, en traducción de Joan Ibáñez Amargós y Jordi Ibáñez Farnés. ISBN: 978-84-233-4259-4.]

jueves, 22 de febrero de 2018

La sabiduría de los cuentos.- Alejandro Jodorowsky (1929)


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Las historias de Mulla Nasrudin
 Los pimientos rojos
 
«En el curso de un viaje, Mulla Nasrudin llega a un pueblo. En el mercado, se queda pasmado delante de un tenderete de frutas exóticas, desconocidas, que encuentra de lo más apetitosas. Le dice al vendedor:
 -Estas frutas me parecen excelentes. ¡Póngame un kilo!
 Se va la mar de contento con su compra. Un poco más lejos, le hinca el diente a una de estas frutas rojas, pero al instante siente que la boca le echa fuego. Se pone rojo. Sus ojos lloran y, sin embargo, continúa comiendo. Un transeúnte, que le está mirando desde hace un momento, le aborda:
 -Pero, ¿qué hace usted?
 -Creía que estas frutas eran muy buenas. Pensando que no iba a tener bastante con una sola, he comprado un kilo.
 -Comprendo, pero ¿por qué se empeña usted en comérselas? Son pimientos rojos y son terriblemente fuertes.
 -No son los pimientos lo que yo me como ahora -profiere Mulla-, sino mi dinero.
 
 Uno ha hecho grandes esfuerzos para conseguir una situación o para formar una pareja u otra cosa y sin embargo se ha equivocado, pero insiste: uno se obstina en comerse los pimientos. En esta historia, los pimientos representan el esfuerzo que se ha realizado. No somos lo bastante humildes para reconocer que hemos cometido un error. Continuamos invirtiendo todo lo que poseemos en los pimientos.
 Si uno quiere cambiar, en un momento dado, hay que ser lo bastante humilde para decirse: "Me he equivocado. He comprado un kilo de pimientos que no puedo comerme, pues me hacen daño. Los dejo y empiezo otra cosa".
 "He pasado treinta años con esta mujer" o "he pasado veinticinco años llevando esta estúpida vida".
 "Tienes dos soluciones: volver a empezar tu vida o no poner fin a esta relación pero reorganizarla".
 Cuando se han pasado muchos años con alguien, es preciso reajustar la pareja. No continuar con una vieja organización que no se corresponde ya con la realidad presente. Uno mismo se dice:
 "Me había propuesto en mi juventud un ideal para mi familia, pero han pasado los años y los intereses han cambiado. No puedo seguir viviendo de este modo: voy a reorganizarlo todo".

 
 ¿Dónde está tu oreja, Mulla?
 Cuando le preguntaron a Mulla:
 -¿Dónde está tu oreja izquierda? -él se pasó el brazo derecho por encima de la cabeza y, tocándose la oreja, dijo:
 -¡Aquí está!
 -Pero, ¿por qué haces eso? ¿No sería más sencillo tocarte con tu mano izquierda la oreja que está del mismo lado?
 -Efectivamente, sería más sencillo -replicó él-, peor si lo hiciera como todo el mundo, entonces no sería ya Mulla Nasrudin.
 
 O dicho de otro modo, para ser yo mismo (o sentirme yo mismo), tengo que tocarme la oreja de esta forma excéntrica.
 Le pregunté a mi hijo, adolescente, qué pensaba de ello. Él me respondió:
 -Estamos todos condicionados a tocarnos nuestra oreja de la misma manera, estereotipada. Y sin embargo yo, que soy artista, ¿no puedo tocármela acaso de la manera que me dé la gana, como lo sienta?
 Es un punto de vista interesante.
 Se puede ver en la manera de actuar de Mulla Nasrudin el deseo de singularizarse mediante actos extravagantes, que llamen la atención. En este caso, en vez de identificarme con mi ser esencial, me identifico con algo teatral. No lo hago para "ser" sino, más bien, para "ser diferente" y creo que al serlo soy yo mismo.
 Pienso que éste no es el camino. Ser, es ser diferente de forma natural. Por consiguiente, ¿para qué tratar de hacer más con el fin de distinguirse?»

 [El extracto pertenece a la edición en español de Editorial Salvat, 2005, en traducción de Laura Robecchi. ISBN: 84-471-0234-3.]

miércoles, 21 de febrero de 2018

Una música constante.- Vikram Seth (1952)


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Segunda parte
2.20

«Son las 7.30 de una tarde de febrero. No entra luz por la claraboya que hay sobre el público. Mientras nos encaminamos a nuestras sillas, mi mirada se dirige adonde Virginie está sentada. Detrás de nosotros hay una pared curva de color crema y sobre nuestras cabezas una media cúpula adornada con un curioso y bello relieve. Nos sentamos. Se apagan los aplausos. Afinamos un poco y estamos listos para empezar. Piers levanta el arco para tocar la primera nota. Entonces Billy estornuda, muy escandalosamente. A menudo estornuda antes de un concierto, nunca -gracias a Dios- mientras tocamos. Eso parece divertir al público y despierta una corriente de simpatía. Miramos a Billy, que está rojo como un tomate y hurga en su bolsillo buscando un pañuelo. Piers espera unos segundos, se asegura de que todos estamos preparados, baja el arco y comenzamos a tocar.
 Es una tarde de invierno en el Wigmore Hall, la sagrada caja de zapatos de la música de cámara. Este último mes lo hemos pasado ensayando intensamente para esta noche. El programa es sencillo: tres cuartetos clásicos: el opus 20 número 6 de Hadyn en la mayor, mi cuarteto más querido; a continuación, el primero de los seis cuartetos que Mozart le dedicó a Hadyn, en sol mayor; y finalmente, tras el intermedio, esa maratoniana carrera de obstáculos, el etéreo, gracioso, milagroso, ininterrumpido y agotador cuarteto en do sostenido menor de Beethoven, que compuso un año antes de su muerte, y que, al igual que la partitura del Mesías le había consolado y deleitado en su lecho de muerte, iba a deleitar y consolar a Schubert mientras agonizaba en la misma ciudad, un año después.
 Mueren, resucitan, una caída agónica, un remontar el vuelo: las ondas de sonido brotan a nuestro alrededor mientras las generamos: Helen y yo en el centro y, flanqueándonos, Piers y Billy. Nuestros ojos son nuestra música; apenas nos miramos, pero entramos en el momento justo como si el propio Hadyn nos dirigiera. Qué extraño compuesto somos; no nosotros personalmente, sino el Maggiore, formado de partes inconexas: sillas, atriles, partituras, arcos, instrumentos, músicos, partes que están sentadas, de pie, moviéndose, sonando; y todo ello produce esas complejas vibraciones que sacuden el oído interno y, a través de ellas la masa gris dice: alegría; amor; tristeza; belleza. Y sobre nuestras cabezas, en el ábside, la extraña figura de un hombre desnudo rodeado de espinas y ascendiendo hacia un grial de luz, delante de nosotros quinientos cuarenta seres entrevistos concentrados en quinientas cuarenta marañas de sensaciones, actividades mentales y emociones, y a través de nosotros el espíritu de alguien que escribió esas notas en 1772 con la afilada pluma de un ave.
 Adoro todas las partes de este cuarteto. Es un cuarteto que puedo escuchar e interpretar sea cual sea mi estado de ánimo. La impetuosa felicidad del allegro; el encantador adagio en el que mis pequeñas figuras son como una contramelodía a la canción de Piers; el minueto y el trío que sirven de contraste, cada uno un microcosmos, y que, sin embargo, consiguen parecer inacabados; y la melodiosa y variada fuga, carente de toda pomposidad: todo me encanta. Pero la parte que más me gusta es cuando no toco. El trío realmente es un trío. Peters, Helen y Billy se deslizan y se detienen en las cuerdas más bajas, mientras yo descanso: de manera intensa, concentrada. Mi Tononi calla. Mi arco reposa sobre mi regazo. Mis ojos se cierran. Estoy aquí y no lo estoy. ¿Duermo sin dormir? ¿Huyo al otro extremo de la galaxia y quizá a un par de billones de años luz más allá? ¿Unas vacaciones, por cortas que sean, de la presencia de mis omnipresentes colegas? Sobria, profundamente, la melodía se apaga y ahora comienza de nuevo el minueto. Pero debería estar tocándolo, me digo lleno de ansiedad. Es el minueto. Debería haberme unido a los demás. Debería estar tocando otra vez. Y, por extraño que parezca, me oigo tocar. Y sí, el violín está bajo mi barbilla y el arco en mi mano, y toco.

2.21
 Tocamos los dos últimos acordes de la fuga de Hadyn a la perfección: sin ese imponente Dämmerung en el que luchan fuerzas sobrenaturales -este efecto lo guardamos para los tres tremendos acordes de doce notas que hay al final del cuarteto de Beethoven-, sino con un jovial au revoir, ligero, pero no leve.
 Nos aplauden al acabar y salimos a saludar varias veces. Helen y yo ponemos una sonrisa de oreja a oreja, Piers intenta mostrarse imperturbable y Billy estornuda un par de veces.
 Ahora viene el de Mozart. Hemos sudado más ensayando éste que el de Hadyn, aunque está en una tonalidad más natural para nuestros instrumentos. A los demás les gusta, aunque Helen tiene sus reservas. Billy lo encuentra fascinante; pero pocas piezas hay que Billy, desde el punto de vista compositivo, no encuentre fascinantes.
 A mí no me entusiasma. Piers, el ser más testarudo que conozco, afirmaba que yo me había puesto testarudo cuando lo comentamos en los ensayos. Intenté explicarme. Dije que no me gustaba la epidemia de contrastes dinámicos: me parecían recargados. ¿Por qué ni siquiera nos dejaba elegir cómo tocar los primeros compases? Tampoco me gustaba el cromatismo excesivo. Me parecía que lo había trabajado demasiado, de una manera nada mozartiana. Piers creía que yo estaba loco. De todos modos, aquí estamos, tocándolo bastante bien. Por fortuna, lo que yo pienso de la pieza no ha calado en los demás. Al igual que con el de Hadyn, el trío es mi fragmento favorito, aunque esta vez, para mi deleite, yo también tengo que tocar. En el último movimiento fugado -o mejor dicho, en forma de fuga-, son los fragmentos no fugados los que realmente cobran vida y hace lo que debería hacer toda fuga -especialmente una rápida-: huir. Ah, se acabó. No sé si ha sido una interpretación inspirada, pero aceptamos los aplausos con alegría.»

 [El extracto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, en traducción de Damián Alou. ISBN: 84-95971-04-6.]