lunes, 30 de noviembre de 2020

Estancias, Orfeo y otros escritos.- Angelo Poliziano (1454-1494)

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La bruja
II

  «-[…] Pongamos ante nuestros ojos la misma vida humana. ¿Qué es esa vida sino una vana sombra o, como más acertadamente dijo Píndaro, un sueño de sombra? El hombre es sólo una burbuja, como decía un antiguo proverbio. ¿No vemos cómo nos vence en fuerza el elefante y la liebrecilla en velocidad? ¿No vemos cómo esta deslumbrante gloria, que tan poderosamente nos atrae, no es más que una mera bagatela, una simple niebla? Si miras las cosas desde lejos te parecen grandes, pero si te acercas a ellas se desvanecen. La compostura y nobleza del cuerpo humano nos resultan bellas y estimables porque nuestra vida es deficiente; si fuéramos como los linces y pudiéramos penetrar con la mirada en el interior de las cosas y verlas bien, incluso lo que solemos llamar hermoso nos causaría repugnancia; ¡hasta tal punto se presentarían sombrías y feas y hasta deformes muchas cosas a nuestra vista! ¿Y para qué voy a mencionar los placeres obscenos, que siempre van acompañados del remordimiento?
 Dime, pues ¿qué es lo que hay de realmente consistente y duradero en nuestras cosas? Es sólo nuestra fragilidad misma y la brevedad de nuestra vida lo que hace que algunas veces nos parezca firme y duradera una cosa.
 Por ello, aunque no sea del todo cierto, tampoco debe parecernos absurdo sin más lo que pensaron algunos hombres de la antigüedad: que nuestras almas, al estar encerradas en nuestros cuerpos como en unas cárceles, están purgando las penas de enormes delitos. En verdad, al estar el alma unida y aglutinada al cuerpo y extendida y desplegada por todos los miembros y como por todos los conductos de los sentidos, a mí me da la impresión de que está padeciendo el mismo suplicio que aplicaba a sus súbditos infieles el famoso Mecencio, de quien nos habla Virgilio. Lo describe así nuestro poeta:

 Ataba los cadáveres a los cuerpos de los vivos, 
uniéndoles manos con manos y bocas con bocas
-¡suplicio horrendo!- y, sumidos en asquerosa podredumbre, 
en triste abrazo, los mataba con prolongada muerte.
                                (Virgilio, Eneida VIII, 485-488)
 
Nada hay, pues, en las humanas cosas que merezca nuestras preocupaciones y cuidados, excepto aquella que Horacio llamó bellamente partícula de soplo divino, que hace que, en medio del ciego torbellino de la existencia, tenga la vida de los hombres gobierno seguro. Porque algo divino es nuestra alma, algo divino ciertamente, fuera Eurípides el primero que osó afirmarlo, o fuera más bien Hermótimo o Anaxágoras.
 Podrá acaso decirse que a los que cultivan la filosofía no les espera ninguna recompensa. La verdad es que yo no busco recompensa alguna cuando es suficiente recompensa lo mismo que uno hace. Así cuando se representa en el teatro alguna comedia o alguna tragedia y cuando luchan los gladiadores en la arena, acudimos espontáneamente allí todo el pueblo, sin que nos sirva de estímulo recompensa alguna. ¿Y no vamos a ser capaces de ponernos a contemplar desinteresadamente la naturaleza misma, que es, de todas las cosas, la más hermosa?
 -Pero la filosofía no se dedica a la acción; sólo se dedica a la contemplación.
 -Concedido; pero es ella, sin embargo, la que da las 
normas para toda acción; lo mismo que en los cuerpos es la vista la que, aunque no ejecute directamente la acción, sólo por el hecho de ser ella la que observa y aprecia todo, representa tal ayuda para los que realizan el trabajo, que éstos se sienten no menos deudores de sus ojos que de sus manos.
 -Pero el filósofo es un hombre rudo e insociable, que ni siquiera conoce la calle que lleva al foro, ni sabe dónde se celebran las reuniones del Senado, ni cuál es el sitio donde se reúne el pueblo, ni dónde se celebran los juicios. Ignora las leyes y los decretos y los edictos de la ciudad; y, en cuanto a los manejos de los candidatos y sus reuniones, banquetes y meriendas, eso ni siquiera se lo sueña. Y, por lo que se refiere a los hechos ajenos, a quién le van bien y a quién le van mal las cosas, o quién es aquel a cuya mujer o a cuyos padres pueden señalársele tachas, o si pueden señalársele a él mismo, todo eso lo ignora tanto como
 
cuanto es el número de libias arenas / que hay en la perfumada Cirene (Catulo, VII).
 
  Podemos añadir que no conoce siquiera a su propio vecino y no sabe si es blanco o moreno, si es realmente un hombre o una bestia. No ve siquiera lo que tiene ante los mismos pies. Y así se cuenta que la criada tracia de Tales de Mileto se rio de él porque, por ir mirando de noche las estrellas, se cayó a un pozo; y le dijo: "Te has comportado como un necio, Tales, pues te dedicabas a contemplar el cielo y no viste lo que tenías ante tus propios pies".
Resultado de imagen de angelo poliziano estancias orfeo Si a un hombre así lo llevas a palacio o ante un magistrado o a una reunión y le dices luego que te explique lo que allí se trata y todas esas cosas que tiene ante sus ojos y entre sus propias manos, comenzará a vacilar, a titubear, a desconcertarse, a obnubilarse como un pájaro atrapado en la viscosa liga, como un murciélago al sol, haciendo que se rían de él no sólo las criadas tracias sino también los traviesos chiquillos que empiezan a trazar garabatos en la pizarra, y a los que a duras penas conseguirá impedir con su bastón que se le suban a las barbas. Si alguien lo injuria con palabras, se callará, se quedará mudo, no encontrará palabras para responder porque él ignora los defectos de los demás por no haber metido nunca sus narices en vicios ajenos. De modo que si alguien se autoalaba y se pondera más de lo debido en presencia de éste y si uno se empeña en proclamar la felicidad de los reyes o de los tiranos y si otros fanfarronean de poseer campos de mil yugadas o insisten en repetir la excelencia de su linaje desde sus trisabuelos, él se limita a pensar que todos están locos y se echa a reír sin tino, no sé si por excesiva insolencia o por estupidez.
 Así es en realidad, podrás tú decirme, ese ilustre filósofo tuyo que tan sin fundamento y tan sin medida, creo yo, estás tú ponderando.
 ¿Y qué voy a decir yo a todo esto? ¿Qué puedo responder? Confieso que todo eso es más cierto que la verdad misma. No tiene ni idea el filósofo de lo que es un tribunal o un pleito o la vida de palacio o una camarilla; ignora las humanas debilidades, en parte porque se considera ajeno a todo eso y en parte porque lo considera demasiado pequeño e insignificante; razón por la cual desprecia todo eso y lo deja a la vil turba humana, como cosas a las que cualquier plebeyo puede dedicarse.
 El famoso caudillo, Temístocles, como anduviera inspeccionando los cadáveres de los soldados bárbaros que había desbaratado a la orilla del mar, al ver esparcidos por tierra ciertos collares y anillos de oro, pasó de largo pero se los indicó a uno de sus acompañantes, diciéndole: "Cógelos tú, porque tú no eres Temístocles". De la misma manera procede el filósofo absteniéndose de todas esas cosas como despreciables, como indignas de él. Hasta tal punto las ignora, que ni siquiera se da cuenta de que las ignora; […]»
 
  [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 1984, en traducción de Félix Fernández Murga, pp. 248-251. ISBN: 84-376-0460-5.]
 

domingo, 29 de noviembre de 2020

Composición francesa: regreso a una infancia bretona.- Mona Ozouf (1931)

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Una composición francesa

 «Estoy tanto más convencida de ello cuanto que en muchos de los problemas que han agitado, y que aún agitan, la vida pública francesa, me he sentido incómoda con "republicanos" que son amigos míos y con los que comparto muchas opiniones. Ya se trate de la representación de hombres y mujeres, del uso del velo, de la tolerancia ante las lenguas regionales (tres cuestiones que remiten al lugar que una sociedad concede a sus diferencias), los republicanos abogan, sin fisuras, por la igualdad abstracta y contra los particularismos; y también sostienen que la verdad es única y el error múltiple. Envidio la tranquilidad con la que abordan y zanjan estas cuestiones. Frente a ellos, me siento perpleja y desorientada, oscilando sin cesar entre el punto de vista universal y el particular, dependiendo del problema considerado. He llegado a buscar consuelo entre los que se dicen comunitaristas frente a los liberales y entre los que se dicen liberales frente a los comunitaristas. Pero todo esto no basta para disipar mi confusión.
 Para empezar, he tenido esta experiencia en las controversias en torno a la paridad. No tengo problemas en hacer mío el objetivo que persiguen sus partidarios (acabar con la escasa representación de las mujeres en la vida pública). He vivido en un mundo de mujeres solas que no contaban más que con ellas para vivir y sobrevivir, convencidas (sin que hubieran leído necesariamente a Jules Renard) de que ser feminista significa, de entrada, no creer en el príncipe encantador. Creo que soy feminista si entendemos por ello la satisfacción que procura un trato más equitativo hacia la mujer, el placer que provoca cualquier logro femenino. Así, el campo de la paridad debería ser el mío.
 Sí, pero no. Tengo verdaderas dificultades para entrar en la argumentación de aquéllos que quieren inscribir la paridad en la Constitución e imponerla por ley. ¿Las mujeres poseen las virtudes que tan generosamente les presta el manifiesto de la paridad? Dulzura, humanidad, compasión, escucha, resistencia a la abstracción: en todas estas palabras tiernas resuena un discurso muy viejo y zalamero, que, lejos de haber servido para emancipar a las mujeres, las ha confinado durante mucho tiempo a las cunas y los fogones. Todavía tengo más dificultades para creer (porque este argumento es habitual en la reivindicación) que sólo las mujeres están capacitadas para representar a las mujeres. ¿No sería confundir (en contradicción con la doctrina republicana) la representación con la representatividad? En conclusión, yo no alcanzo a ver en las mujeres una comunidad dotada de derechos particulares. En todo este asunto, me inclinaría por medidas efectivas que puedan favorecer la participación de las mujeres en la vida política, entre las que estaría, en primer lugar, la prohibición de los mandatos sucesivos.
 Es cierto que los partidarios de la paridad me esperan aquí con un argumento tenido por irrefutable. De creerlos, la distinción sexual, a la que ningún ser humano puede escapar, es de tal evidencia, que no contradice lo universal; mientras que sí entraría en contradicción con lo universal la consideración de cualquier otra distinción (étnica o religiosa). En consecuencia, la representación del grupo sexuado es la única, dicen ellos, que se puede evocar desde el momento en que hablamos de derechos políticos. Pero ¿esto es así realmente? En este caso, ¿no se fundarían los derechos en la naturaleza? Algo me dice también que la humanidad no es la suma de individuos masculinos y de individuos femeninos, sino de lo que ambos tienen en común. De ahí que la consideración de la pertenencia biológica (o de cualquier otra pertenencia) no sea apropiada en el campo de la política, en el campo del bien común. La fuerza del principio democrático radica en no hacer depender los derechos de ninguna especificación particular: el sujeto de derechos, universal en la exacta medida en que está despojado de todo, es un ser sin cualidades, ni ambiguo ni sexuado.
 Por tanto, en esta controversia, yo quedaba del lado de mis amigos republicanos: firmemente universalista, segura de la capacidad de la razón para poner en suspenso la determinación de origen. Elegir un representante equivale a decir que es capaz de contribuir al bien común, y la cuestión de saber si es hombre, mujer, blanco, negro, homo o heterosexual debe quedar como elemento claramente subordinado. Estaba convencida de que, en la esfera de la política, había que hacer un elogio más apasionado de la abstracción, rechazando los adjetivos que vinculan lo universal con un contenido particular. Así, lo universal "masculino" del que se habla a propósito de la suerte que la Revolución y, más tarde, la República francesa, han dado a las mujeres. Un oxímoron en el que se evapora el sustantivo, porque, si es masculino, ya no es universal. O el "falso" universal (en consonancia con la igualdad "formal") que, con tanta frecuencia, denunciara el pensamiento socialista. Este universal es tan poco universal que las mujeres no se dejaron engañar y aprehendieron rápidamente su verdad. Cuando el sufragio censitario contradecía directamente la así proclamada universalidad de derechos, las mujeres vieron en ella, no la ilusión, sino el arma que necesitaban. Esta universalidad les sirvió para sentir y hacer sentir esta exclusión como insoportable. Esta universalidad es la que ha hecho que sus reivindicaciones sean escuchadas. La virtud de un pensamiento universalista consiste en desvelar las insuficiencias de lo que es, haciendo brillar en el horizonte lo que debería ser. La igualdad, en cuanto igualdad "formal", es una bebida embriagadora, una pasión fuerte, que lleva a los seres humanos a desear su extensión: paso a paso, esta universalidad es la que ha hecho entrar a las mujeres en el espacio público.
Resultado de imagen de mona ozouf composicion francesa  Estoy poco dispuesta a llevar el género a la política, convencida de que existen situaciones y roles en los que la singularidad tiene poco que decir. ¿Deseo que se me juzgue "como mujer" en el contexto profesional? Soy investigador, he sido profesor: en estos roles lo que importa es la función, no el género; lo que se ha de juzgar es la forma en que se ejerce esa función, de ahí que sea un tanto reticente a la feminización de los hombres. También me plantean dudas las consecuencias que los universalistas desean imponer a quienes les prometen lealtad, exigiendo de ellos el rechazo de todas las diferencias, la superación de todos los particularismos. La suspensión de la diferencia sexual no puede generalizarse. Si como cualquier otra singularidad, esta diferencia tiene poco que decir en la vida política, por el contrario, tiene mucho que decir en otros ámbitos de la existencia. ¿Tiene algún sentido la diferencia sexual en la relación amorosa, en el vínculo familiar, en la filiación?  Desde luego, parece que la vida democrática debe disolver hoy todas las diferencias en la gran marea cálida de la indistinción. Pero dudo que esta indistinción pueda convertirse jamás en similitud: soy muy consciente de hasta qué punto la evocación de la "naturaleza" femenina ha podido servir para someter a las mujeres, pero no creo que pueda ignorarse que existe una singularidad de la existencia femenina arraigada en la naturaleza, que hace más angustiosa su relación con el tiempo y más estrecha su dependencia con la parte no elegida de la existencia.
 Por otra parte, suponiendo que la indistinción fuera efectivamente posible, ¿sería deseable? Evidentemente, lo es cuando las diferencias sirven para justificar la opresión o cuando las imponen medidas inicuas como las novatadas, la tortura o la cárcel. Pero no es deseable si convenimos que las diferencias que nos distinguen a unos de otros, también nos vinculan y dan a la existencia humana su variedad, su relieve y su tono novelesco. En resumen, me niego a considerar como antagonistas la igualdad abstracta (que me hace vacilar ante la paridad) y la diferencia sexual. Una inconsecuencia, me dicen.»
 
  [El texto pertenece a la edición en español de Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2015, en traducción de Scheherezade Pinilla Cañadas, pp. 224-228. ISBN: 978-84-16272-73-0.]
 

sábado, 28 de noviembre de 2020

Libro de los hechos.- Jaime I (1208-1276)

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 «[497] Después fuimos a Tarazona y el rey de Castilla nos siguió, pues no se quiso separar de Nos mientras estuvimos en su tierra. Nos le rogamos que pasase la fiesta de Navidad que estaba próxima con Nos, pero él dio algunas excusas, aunque al final lo tuvo que hacer a instancias nuestras, y vino con Nos a Tarazona.
 Nos, habiéndolo preparado con antelación, previnimos para él y para todos los que le acompañaban todo lo que necesitaban; lo dispusimos de manera que cada ricohombre que fuera con él tuviese en su tienda pan, vino, cera, salsa, fruta y todas las cosas que pudiese necesitar, a fin de que no andasen molestándose unos a otros pidiéndose cosas.
 [498] Pasó allí siete días con Nos y, en aquellos siete días, le dimos siete consejos para que los aplicase en sus asuntos.
 El primer consejo fue que, si había dado su palabra a alguien, la cumpliese por encima de todo, pues más le valía pasar la vergüenza de decirle que no a alguien que le pidiese algo, que no tener que lamentarse de no haber cumplido lo que se había prometido.
 El segundo consejo fue que, si se había comprometido por escrito con alguien, se atuviese a ello, pero que pensase bien antes si convenía hacerlo o no.
 El tercer consejo fue que retuviese a su gente bajo su señoría, porque la gente se mantiene fiel al rey bajo el que Dios la ha puesto, si éste la sabe mantener con afecto y según sus exigencias.
 El cuarto consejo fue que, en caso de tener que elegir a quién conservar, que antepusiese a dos estamentos: esto es, el eclesiástico, por un lado, y el popular y los ciudadanos del país, por otro; pues son gente que ama Dios por encima de los caballeros, dado que los caballeros se alzan antes contra la señoría que ellos. Si bien sería preferible que pudiese conservarlos a todos; pero de no ser así, que conservase a aquéllos, puesto que con ellos destruiría a los otros.
 El quinto consejo fue que Dios le había dado Murcia, y Nos, con Nuestro Señor, se la habíamos ayudado a tomar y conquistar; y que los documentos que habíamos otorgado a los pobladores de Murcia, y los que él les había otorgado después, no se cumplían sino que se infringían y se les mermaban las heredades. Pues se les daban veinte o treinta tahúllas*, o al que más le daban, le daban cincuenta, y que cincuenta tahúllas no eran sino dos yugadas de Valencia, que no suponen más que doce cahíces de sembradura. Por lo que, siendo Murcia la mejor villa que solía haber en Andalucía, excepto Sevilla, era un gran error permitir que la gente dijese que él y sus hombres no sabían repartir la tierra. Pues nunca sería buena Murcia si no hacía una cosa, a saber: "Que pongáis cien hombres valiosos, que os sepan acoger como corresponde cuando vayáis allá, y que procuréis que estén bien remunerados, pues ni con cien tahúllas ni con doscientas estaría bien remunerado un hombre de valía. Del resto, que se encarguen los menestrales. Así organizaréis una buena villa. Y si se lo habéis dado a hombres que no viven allí, pactad con ellos y dádselo a hombres que residan allí".
 El siguiente consejo fue que no hiciese juicios en privado, pues no era propio de rey hacer justicia en su casa y particularmente. Esto tuvo lugar en Tarazona.
 [499] Él se marchó de Tarazona y se fue a Fitero**; aquí nos llegó un mensaje diciendo que estaba muy mal de una pierna a causa de una coz que le había dado un caballo en Burgos. Fuimos allí rápidamente, acompañándonos cuatro o cinco caballeros y nuestra comitiva; y lo vimos y le dimos ánimos.
 Llevamos con Nos a un cirujano nuestro -que se llamaba maestre Juan- y nos proveímos de todo cuanto pudiera ser necesario. Nos quedamos con él durante cuatro o cinco días, al cabo de los cuales nos rogó con mucho interés que regresásemos, pues ya se había curado.
 Y él se dirigió a Castilla y Nos nos encaminamos a Calatayud; y estuvimos en Calatayud un mes o más.
 […]
 [523] Después nos volvimos al reino de Valencia y, al llegar a Alcira, se nos presentó un mensajero del papa, llamado fray Pedro de Alcalá, con una carta del pontífice Gregorio X, en la cual se decía que nos rogaba que le diésemos consejo y ayuda acerca de la cruzada a Tierra santa en ultramar.
 Nos agradó mucho y nos alegramos sobremanera, y le contestamos que Nos nos presentaríamos en la fecha que nos indicaba. Acto seguido, nos preparamos para acudir al concilio a Lyon, tal como él nos había anunciado y rogado. Mucho antes de llegar encargamos lo relativo a nuestro alojamiento, enviando todo lo que necesitaríamos para dos o más meses.
Resultado de imagen de jaime I libro de los hechos A mediados de cuaresma, pues, nos pusimos en movimiento desde Valencia en dirección a Lyon. Al llegar a Gerona, el infante don Pedro, nuestro hijo, nos invitó el día de pascua en Torroella, donde estuvimos con él. Seguidamente, nos dirigimos a Perpiñán hasta donde nos acompañó, ordenándole aquí que regresara. Y Nos seguimos hacia Montpellier, donde pasamos ocho días. Después, proseguimos el camino.
  […]
 [525] El papa estaba en su habitación y, cuando le avisaron que veníamos, salió solemnemente revestido. Lo vimos pasar por delante de Nos y se sentó en su silla. Nos les hicimos aquella reverencia que los reyes hacen y que han acostumbrado hacer al papa. Nos habían puesto una silla para sentarnos, cerca de la suya, al lado derecho.
 Le dijimos que habíamos venido en la fecha en que nos había convocado, pero que, dado que era el primer día, en aquel día no debíamos hablar de ningún asunto hasta el siguiente. Al llegar el día siguiente, cuando estuviéramos delante de él y oyéramos lo que nos proponía, Nos le contestaríamos de modo que quedaría satisfecho de Nos.
 [526] Al llegar el día siguiente, Nos nos personamos ante él y lo encontramos en su habitación con sus cardenales. Entraron con Nos el arzobispo de Tarragona, el obispo de Barcelona, el de Valencia, el de Mallorca y el de Huesca; y tomamos asiento.
 A poco de estar sentados, el papa se puso a hablar de la empresa de Tierra santa en ultramar y de cómo se había desplazado con este propósito, y de que nuestro Señor los había guiado para llevar adelante aquella gesta.
 Añadió que se alegraba tanto de nuestra visita y que confiaba en Dios en que, por medio de Nos y de los otros, Dios le ayudaría de tal modo que sería beneficioso para Tierra santa y que gracias a ello se conquistaría.»
 
 *Medida agraria, generalmente de terrenos de regadío, algo superior a las once áreas.
 ** Población de la provincia de Soria, cercana a Tarazona.

  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Gredos, 2003, en traducción de Julia Butiñá Jiménez, pp. 500-502 y 516-19. ISBN: 84-249-2371-5.]

viernes, 27 de noviembre de 2020

El misántropo.- Molière (1622-1673)

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Acto primero
Escena I

  «Filinto: Pero, hablando en serio, ¿cómo proponéis que actúe?
 Alcestes: Quiero que seáis sincero, y que, como hombre de honor, no digáis palabras que no os salgan del corazón.
 Filinto: Cuando un hombre viene a abrazaros gozoso, lo lógico es pagarle con la misma moneda, responder como se pueda a sus efusiones, y devolver cumplido por cumplido y promesa por promesa.
 Alcestes: No, no puedo soportar esa forma de actuar cobarde que finge la mayoría de los que, como vos, presumís de seguir la moda. Y nada aborrezco tanto como las contorsiones de todos esos grandes gesticuladores al uso, esos individuos especializados en repartir pródigos abrazos, esos complacientes voceros de palabras huecas, que con todos rivalizan en cortesías y tratan de igual modo al hombre honesto que al fatuo. ¿Qué provecho supone que un hombre os agasaje, os jure amistad, fidelidad, celo, estima, ternura y se deshaga en elogios sobre vuestra persona, si os consta que hace lo mismo con cualquier pelele? No, no, no existe ningún alma mínimamente digna que acepte una estima así prostituida, y la más insigne tiene por baratos esos dones, desde el momento en que ve que se la mezcla con todo el universo. La verdadera estima consiste en preferir a uno frente a los demás, y el que estima a todos es porque no estima a nadie. Y ya que incurrís en estos vicios de la época, perdonad que no os considere de los míos. Rechazo la excesiva complacencia de un corazón que es incapaz de discernir los méritos. Quiero que me distingan y, hablándoos con franqueza, os diré que ser amigo del género humano no es algo que me caracterice.
 Filinto: Pero, cuando se vive en sociedad, se hace imprescindible cumplir con los convencionalismos que las circunstancias exigen.
 Alcestes: Os digo que no. Se debería castigar sin piedad ese vergonzoso comercio de fingidas amistades. Quiero que por encima de todo seamos hombres, y que, en toda circunstancia, en nuestras palabras se revele el fondo de nuestro corazón, que sea él quien hable, y que nuestros sentimientos jamás se enmascaren bajo vanos cumplidos.
 Filinto: En muchas circunstancias, la franqueza absoluta resulta ridícula y fuera de lugar; y a menudo, mal que le pese a vuestro austero honor, no está de más ocultar lo que se lleva en el alma. ¿Sería oportuno y decoroso decir a mil personas todo lo que pensamos de ellas? Y cuando alguien nos desagrada y nos parece odioso, ¿debemos decírselo con sinceridad absoluta?
 Alcestes: Sí.
 Filinto: ¡Cómo! ¿Iríais a decirle a la vieja Emilia que a su edad le sienta mal ir dándoselas de coqueta, y que los afeites que usa escandalizan a cuantos la conocen?
 Alcestes: Sin duda.
 Filinto: ¿Y a Dorilas, tan inoportuno generalmente, le echaríais en cara que lo es y que no hay oídos en la corte a los que no agobie hablándoles de su valor y de su excelsa estirpe?
 Alcestes: Podéis estar seguro.
 Filinto: Bromeáis.
 Alcestes: No bromeo en absoluto y, en lo que a eso respecta, no hago excepción con nadie. Me hace daño a la vista, y la ciudad y la corte solo me dan motivos para revolverme la bilis: caigo en un humor negro, en una honda pena, cuando veo convivir a los hombres como ahora lo hacen. Por doquier no encuentro más que adulación cobarde, injusticia, intereses, traición y bellaquería. No puedo soportarlo, me enfurezco, y ganas me dan de cantar las verdades del barquero a todo el género humano.
 Filinto: Ese filosófico enfado está un tanto fuera de lugar. Me río de los negros arrebatos a los que os entregáis, y me parece ver en nosotros dos, educados de igual forma, a esos dos hermanos que aparecen en La escuela de los maridos, cuyos…
 Alcestes: ¡Por Dios! Ya basta de insulsas comparaciones.
 Filinto:  No, si no renunciáis de una vez a todas estas extravagancias. El mundo no ha de cambiar por mucho que os empeñéis. Y ya que tan preciada os resulta la franqueza, os diré que vuestra enfermedad provoca la risa allá por donde vais, y que tamaña inquina contra los usos mundanos os pone abiertamente en ridículo ante mucha gente.
 Alcestes: Tanto mejor, ¡pardiez! Tanto mejor, eso es lo que pido. Ésa es muy buena señal para mí, y no puedo menos de alegrarme: hasta tal punto me son odiosos todos los hombres, que me disgustaría parecerles sensato.
 Filinto: ¡Detestáis, pues, al género humano!
 Alcestes: Desde luego. He concebido por él un odio espantoso.
 Filinto:  ¿Y todos los pobres mortales, sin excepción alguna, os merecen semejante aversión? ¿No hay acaso nadie en el siglo en que nos hallamos…?
 Alcestes: No. Mi aversión es general, y los odio a todos: a unos por ser malvados y dañinos, y a los otros por ser complacientes con los malos y no sentir por ellos ese odio vigoroso que debe provocar el vicio en las almas virtuosas. No podéis imaginar cómo se nota, en ese perfecto canalla con quien pleiteo, el injusto abuso de esta complacencia: a través de su máscara se adivina al traidor, y por doquier saben todos aquello de lo que es capaz; tan solo quienes no son de aquí se dejan impresionar por sus miradas lánguidas y su tono melifluo. Sabido es que ese patán, digno de que Dios lo confunda, con sucios manejos medró en la sociedad, y que su fortuna, revestida de un dudoso esplendor, al mérito escarnece y a la virtud deshonra. Por más que en todas partes le otorguen títulos viles, su miserable honor no encuentra crédito en nadie. Llamadle bellaco, infame y alevoso maldito, todos estarán de acuerdo y nadie os desmentirá. Y, sin embargo, su rostro melindroso es bien recibido allá donde va: por todas partes se le acoge, se le festeja, con todos se insinúa, y si hay un puesto que conseguir, no repara en artimañas, burlando al hombre más honrado. ¡Vive Dios que me hiere y me disgusta mortalmente ver la complacencia que se tiene con el vicio, hasta el punto de que a veces me sobrevienen súbitos impulsos de huir a un desierto, lejos del contacto de los hombres!
Resultado de imagen de el misantropo vicens vives Filinto: ¡Dios mío! Dejemos de afligirnos por las costumbres de la época, y concedamos un poco más de crédito a la naturaleza humana; no la examinemos con tanto rigor, y miremos con cierta indulgencia sus defectos. Vivir en sociedad exige una mínima virtud. A fuerza de cordura, podemos hacernos insufribles. La perfecta razón huye de todo extremo, y exige que seamos sensatos y a la par comedidos. Ese rigor tan grande de la virtud antigua choca demasiado en nuestro siglo con las costumbres al uso; exige demasiada perfección a los mortales: hay que plegarse sin obstinación a los nuevos tiempos, ya que es una locura sin igual empeñarse en corregir el mundo. Como vos, yo observo cada día cien cosas que podrían mejorarse de seguir otros rumbos; mas, aunque a cada paso se nos presentase alguna de ellas, en modo alguno me verían enfurecerme como lo estáis vos. A los hombres los tomo sencillamente como son; acostumbro a mi alma a soportar lo que hacen, y creo que, en la ciudad lo mismo que en la corte, mi flema es tan filosófica como abundante vuestra bilis.
 Alcestes: Mas esa flema, señor, que tan bien razona, ¿no podría acalorarse por nada? Y si, por un suponer, un amigo os traiciona; si, para entrar a saco en vuestros bienes, os tienden alguna celada o intentan propalar rumores malignos sobre vos, ¿lo veríais sin encolerizaros?
 Filinto: Por supuesto que no, ya que considero esos defectos contra los que vuestra alma se subleva como vicios inherentes a la naturaleza humana. Y mi espíritu, por consiguiente, no se siente más herido al ver a un hombre artero, injusto e interesado, que ante el espectáculo de unos buitres ansiosos de carnaza, de unos monos dañinos o de unos lobos feroces.
 Alcestes: Me decís, pues, que es posible verse traicionado, escarnecido, robado, sin que… ¡Maldita sea!, no quiero seguir hablando, hasta tal punto me siento en desacuerdo con vuestro razonamiento.
 Filinto: Haréis bien, a fe mía, en guardar silencio, enojaros menos con vuestro interlocutor y dedicar una parte de vuestros afanes a ganar vuestro pleito.
  Alcestes: No se los dedicaré; es cosa decidida.
 Filinto: ¿Y quién queréis entonces que abogue por vos?
 Alcestes: ¿Que quién? La razón, la equidad, mi justo derecho.
 Filinto: Entonces, ¿no vais a hablar previamente con ningún juez?
 Alcestes: No. ¿Es acaso mi causa injusta o dudosa?
 Filinto: En eso estoy plenamente de acuerdo con vos, pero ya se sabe lo que pasa en los litigios…
 Alcestes: No. Ya he decidido no dar ni un solo paso. O tengo razón o no la tengo.
 Filinto: Yo, en vuestro lugar, no me fiaría tanto.
 Alcestes: No moveré ni un dedo.
 Filinto: Vuestro enemigo es poderoso y puede, con sus manejos, arrastrar…
 Alcestes: No me importa.
 Filinto: Creo que os engañáis.
 Alcestes: Es posible. Pero ya veremos cómo acaba.
 Filinto: Sin embargo…
 Alcestes: Tendré incluso el placer de perder mi pleito.
 Filinto: Pero bueno…
 Alcestes: Ese pleito me permitirá ver si los hombres tienen el suficiente descaro y son lo bastante perversos, infames y malvados como para cometer conmigo semejante injusticia ante el universo entero.
 Filinto: ¡Qué hombre este!»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Vicens-Vives, 2015, en traducción de Juan Bravo Castillo, pp. 4-11. ISBN: 978-84-682-2220-2]