miércoles, 29 de agosto de 2018

Entre brumas.- J. Bernlef (1937-2012)


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«Oigo voces femeninas en la cocina. Hablan en inglés. La voz de Vera y otra que no conozco, una voz de mujer joven. Al principio sólo entiendo lo que dice la voz desconocida y bien modulada. Paciencia y los medicamentos adecuados, permanecer lo máximo posible en un entorno conocido. Entonces oigo a Vera.
 -Llevo cuarenta años casada con él. Y de repente esto. Por lo general sucede gradualmente. Pero en su caso ha empezado de golpe. Me ha pillado desprevenida. Es cruel e injusto. Unas veces me enfado y me rebelo al ver cómo me mira, como si estuviera en otro mundo. Otras veces me siento sola y triste y desearía tanto poder entenderlo. O le sigo la corriente y luego me avergüenzo de ello. Me alegro de que estés aquí porque hay momentos en los que me siento desbordada. No puedo soportarlo más. Al menos ahora podré salir de vez en cuando.
 Guarda silencio unos instantes. Siento las lágrimas cayéndome por los párpados y las mejillas.
 -Y  a veces, a veces su rostro irradia una paz absoluta. Como si fuese feliz como sólo un niño puede serlo. Son momentos tan fugaces que a veces creo haberlos imaginado. Pero sé bien lo que veo: alguien que es el vivo retrato de mi marido de antes. Cuando se es joven como tú resulta difícil de entender. Pero a nuestra edad, las personas vivimos de nuestros recuerdos. Si estos desaparecen, ya no nos quedan nada. Temo que se esté olvidando de toda su vida y se quede... vacío.
 Me tapo las orejas con las manos. No quiero oírlo, aunque sé que lo que dice es verdad. Me estoy escindiendo por dentro. Es un proceso contra el que no puedo hacer nada porque yo mismo soy ese proceso. Uno piensa "yo", "mi cuerpo", "mi mente", pero no son más que palabras. Antes me protegían. Cuando aún no tenía esto. Pero ahora hay una fuerza mayor que tiene poder sobre mí y que no tolera que se la contradiga. No quiero seguir pensando en eso. Voy a ponerme a trabajar un rato. El trabajo distrae. Tengo que revisar algunos informes para mañana. El texto de esos informes me reconforta, precisamente por la tranquilidad y la calma inexorable con las que se describe mediante cifras y porcentajes una inaprensible realidad submarina. Como si ese mundo fuese estático, como si pudiese medirse.
 El sol brilla sobre las nervaduras de la mesa del escritorio. No tengo ni idea de dónde he puesto esos informes. Quizás aún estén en mi cartera. Me agacho, pero la cartera no está en su sitio, debajo del escritorio. A lo mejor Vera la puso en otro lugar cuando limpió la sala.
 Me levanto y voy a la cocina. Me detengo en el umbral. Me tiemblan las piernas. Un jersey blanco de lana con el cuello vuelto sobre el cual cae una larga melena rubia. Saludo a Vera con la mano. Me llevo el índice a los labios. Entonces ella se da la vuelta y afortunadamente consigo decir un "buenos días, señorita". ¿Cómo iba a ser Karen? ¡Qué estúpido soy! ¿De dónde me vienen estos pensamientos?
 Se pone en pie. Es sorprendentemente alta, tiene manos grandes y prácticas. Nada de anillos. Ligeramente ancha de caderas donde los tejanos se le ajustan en ceñidos pliegues.
 -Phil Taylor.
 Habla atropelladamente, como si yo la pusiese nerviosa. Por lo que entiendo, quiere alojarse un tiempo en nuestra casa. Asiento, con cordialidad.
 -Kitty y Fred no están -digo-, así que tienes toda la planta de arriba a tu disposición.
 -¿Kitty y Fred?
 -Mis hijos.
 Vera señala la caja de cartón con la compra que hay sobre la encimera.
 -Phil ya ha hecho la compra. Esta noche comeremos rosbif. La carne que más te gusta.
 Así que se llama Phil. Tiene un bonito pelo largo y rubio. Una frente ancha y ligeramente abombada. De pronto me acuerdo de lo que me traía a la cocina.
 -¿Has visto mi cartera por algún lado?
 -¿No está debajo del escritorio?
 -No, ahí no está.
 -Ahora te la buscaré.
 -¿Qué buscarás?
 -¡La cartera!
 Me doy la vuelta bruscamente, voy derecho hasta el cuarto de delante y me siento a la mesa con las manos a la cabeza. Hay algo que piensa dentro de mí y que de repente se detiene a medio camino. Empieza con otra cosa distinta y la interrumpe también. Como un coche al que se le parase el motor continuamente.
 Me levanto y empiezo a andar. Pongo el embrague, por así decirlo. Intento que las cosas arranquen. Robert se levanta despacio y con pereza, me sigue torpemente frotándose contra mis piernas. No es de extrañar que un perro quiera salir de paseo con un tiempo tan agradable. Me detengo y pego las rodillas contra las barras del radiador.
 En estas ramas peladas se oculta la primavera. Aves que dentro de poco regresarán sobrevolando el mar, venidas de todas las direcciones. Detrás del Datsun azul de Vera hay un Chevrolet verde hierba con la plancha izquierda abollada... chapa... bollo... carrocería... chisme... toque... salpicadura... chapa... señal.
 -¡Joder! -golpeo la ventana con los puños.
 -Señor Klein.
 Me doy la vuelta, enarco las cejas. ¿Quién es? ¿Cómo ha llegado esta joven aquí?
 -Kitty no está en casa. ¿O tal vez has venido por Fred? ¿Eres una amiga de mi hijo?
 -¿Qué le parece si usted y yo sacamos a pasear al perro?
 -¿Y Vera? (Qué asustada suena mi voz de pronto).
 -Le duele un poco la espalda.
 ¿Por qué seré siempre tan tímido?
 -No me acuerdo de cómo te llamas -digo-. Además, ¿no resulta un poco raro que un viejales como yo salga a pasear con una chica tan joven y tan guapa? ¿Eres una compañera del colegio de Kitty?
 -Me llamo Phil Taylor -dice-. Voy a quedarme una temporada a vivir con usted y con su esposa.
 -Vaya. Eso no lo sabía. Pero por mí no hay ningún problema. Me parece estupendo.»

[El fragmento pertenece a la edición en español de Plataforma editorial, en traducción de Marta Arguilé Bernal. ISBN: 978-84-96981-91-1.]
 

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