martes, 31 de diciembre de 2019

¡¡ Feliz año 2020 !!



¡¡¡¡   Feliz año 2020!!!!

Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres.- Jean-Jacques Rousseau (1712-1778)

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Segunda parte

«El primer individuo al que, tras haber cercado un terreno, se le ocurrió decir "Esto es mío" y encontró a gentes lo bastante simples como para hacerle caso, fue el verdadero fundador de la Sociedad Civil. Cuántos crímenes, guerras, asesinatos, cuántas miserias y horrores no le hubiera ahorrado al género humano el que, arrancando las estacas o cegando el foso, hubiera gritado a sus semejantes: "Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que las frutas a todos pertenecen y que la tierra no es de nadie..."
 Pero todo parece señalar que por entonces las cosas habían llegado ya al extremo de no poder aguantar tal y como se encontraban, pues esa idea de propiedad, dependiendo de las ideas anteriores que sólo pudieron nacer consecutivamente, no se formó de golpe en la mente humana: hubo que hacer muchos progresos, conseguir mucha industria y muchas luces, transmitirlas e incrementarlas generación tras generación antes de alcanzar este último término del estado natural. […]
 Mientras los hombres se conformaron con sus rústicas chozas, mientras se contentaron con coser sus vestimentas de piel con espinas o con raspas, con adornarse con plumas y con conchas, con pintarse el cuerpo de diversos colores, con perfeccionar o adornar sus arcos y sus flechas, con labrar con unas piedras cortantes cualquier canoa de pescadores o algunos groseros instrumentos de música; en una palabra, mientras sólo se aplicaron a realizar unos trabajos que un solo individuo podía hacer y a unas artes que no necesitaban del concurso de varias manos, vivieron libres, sanos, buenos y felices en la medida en que podían serlo por su naturaleza y continuaron disfrutando entre ellos de las amenidades de unas relaciones independientes. Pero tan pronto como un hombre necesitó la ayuda de otro, tan pronto como se dieron cuenta de que era ventajoso que uno solo tuviera provisiones para dos, la igualdad desapareció, se instauró la propiedad, el trabajo se volvió necesario y las extensas selvas se transformaron en unas campiñas sonrientes que hubo que regar con el sudor de los hombres y a través de las cuales pronto se vio germinar la esclavitud y la miseria que se incrementaba con las cosechas.
 La metalurgia y la agricultura fueron las dos artes cuya invención acarreó aquella gran revolución. Para el poeta, es el oro y la plata, pero para el filósofo es el hierro y el trigo los que han civilizado a los hombres y perdido al género humano; por eso el uno y el otro eran desconocidos de los salvajes de América que, por dicha razón, siguieron siendo tales; los demás pueblos parecen incluso haber permanecido bárbaros mientras practicaron una de estas artes sin la otra; y una de las mejores razones del por qué Europa ha sido, quizá, si no más temprana, a lo menos más constantemente, mejor organizada que las otras partes del mundo, es porque es a la vez más abundante en hierro y más fértil en trigo.
 Es muy difícil conjeturar de qué manera los hombres llegaron a conocer y emplear el hierro, pues no es creíble que hayan imaginado ellos mismos el extraer la materia de la mina y el darle las preparaciones necesarias para ponerla en fusión antes de saber lo que de ello resultaría. Por otra parte, cabe tanto menos atribuir este descubrimiento a algún incendio accidental ya que las minas sólo se forman en los lugares áridos y despoblados de árboles y de plantas, de modo que se diría que la Naturaleza había tomado sus precauciones para disimularnos ese fatal secreto. Sólo queda, por tanto, la circunstancia extraordinaria de que algún volcán al vomitar las materias metálicas en fusión hubiera dado a los observadores la idea de imitar esa operación de la Naturaleza, pero aún es preciso presuponerles mucho coraje y previsión para acometer un trabajo tan penoso y enjuiciar desde tan lejos las ventajas que podrían sacar de él, lo cual no conviene mucho sino a unos espíritus más desarrollados ya de cuanto éstos lo pudieran estar.
 En cuanto a la agricultura, el principio se conoció mucho antes de que su práctica se estableciera y es bastante difícil que unos hombres ocupados incesantemente en sacar su subsistencia de los árboles y de las plantas no tuviesen lo suficientemente pronto una idea de los medios que la Naturaleza emplea para la generación de los vegetales, pero su industria probablemente no se orientaría sino hasta muy tarde hacia ese lado, bien porque los árboles que con la caza y la pesca proveían a su alimento no necesitaban de sus cuidados, bien por no conocer el uso del trigo, bien por falta de instrumentos para cultivarlo, bien por falta de previsión por las necesidades futuras o bien finalmente por falta de medios para impedir que los demás se apropiaran el fruto de su trabajo. Al volverse más industrioso, cabe creer que con piedras agudas y unos palos puntales empezaron por cultivar algunas verduras o raíces alrededor de sus chozas mucho antes de saber preparar el trigo y de poseer los aperos indispensables para el cultivo en gran escala, sin hablar del hecho de que para acometer esa labor y sembrar las tierras, hay que resolverse a perder primeramente alguna cosa para ganar mucho después, precaución que mucho distaba de la mente del hombre salvaje que, como ya lo he dicho, a duras penas piensa por la mañana en sus necesidades de por la tarde.
 La invención de las demás artes fue pues necesaria para obligar al género humano a aplicarse a la de la agricultura. Tan pronto como se necesitaron hombres para fundir y forjar el hierro, hicieron falta otros hombres para alimentar a los primeros. […]
 Del cultivo de las tierras resultó necesariamente su reparto y de la propiedad una vez reconocida, las primeras reglas de la justicia: pues para darle a cada cual lo suyo es preciso que cada cual pueda tener alguna cosa; además dado que los hombres empezaban a otear el futuro y viéndose todos con algunos bienes que perder, no había ninguno que no tuviese que temer para sí mismo la represalia de los daños que le podía inferir al prójimo. […] Es el trabajo lo único que, al otorgarle al cultivador el derecho sobre el producto de la tierra que ha labrado, le otorga, por consiguiente, el derecho a ésta, por lo menos hasta la cosecha, y así año tras año, lo cual, al suponer una posesión continua, se transforma fácilmente en propiedad. Cuando los Antiguos -dice Grotio- le aplicaron a Ceres el epíteto de legisladora, y a una fiesta celebrada en su honor el nombre de Tesmoforias, dieron a entender con ello que el reparto de las tierras dio lugar al surgimiento de una nueva especie de derecho. Es decir, un derecho de propiedad diferente del que resulta de la Ley Natural.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Península, 1981, en traducción de Melitón Bustamante Ortiz. ISBN: 84-297-0834-0.]

lunes, 30 de diciembre de 2019

Principios de gobierno y política en la Edad Media.- Walter Ullmann (1910-1983)

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Parte III: El pueblo
2.-Hacia el populismo

«Desde un determinado punto de vista, el surgimiento de numerosas sectas heréticas que se desarrolla a partir del siglo XIII podría ser considerado como una manifestación de populismo, también en este caso, con pleno carácter de oposición. A pesar de que los dogmas proclamados por tales sectas eran por doquier la pobreza apostólica y la prédica ambulante, la importancia que ellas adquirieron no se debió tanto a este hecho como a su carácter de movimientos que llevaban en sí el espíritu de la multitud revolviéndose contra las formas contemporáneas de la Cristiandad. Sus postulados demostraban que desde su punto de vista la jerarquía eclesiástica se había apartado radicalmente de sus deberes y, en consecuencia, había actuado en contradicción con la naturaleza del cristianismo. Al trasladar estas quejas a un plano superior, es claro que la oposición se dirigía entonces contra los portadores del poder gubernamental, a saber, contra los obispos y papas. Se trataba de la rebelión contra la concepción descendente del gobierno que, como consecuencia, desplazó a la aceptación de la autoridad jerárquica poniendo en su lugar el juicio de la misma multitud, debido a que el propio concepto de oposición o rebelión implicaba el derecho a condenar el objeto de ella. En su esencia, los movimientos heréticos atacaban la concepción de la Iglesia en cuanto unión visible, orgánica y jurídica de todos los cristianos, pero eran movimientos que no estaban organizados y que al enfrentarse a la cooperación existente entre el organismo eclesiástico ortodoxo fuertemente organizado y los gobiernos reales, no podían tener los efectos que quizás pudiera haberse esperado de ellos. Lo que interesa recalcar es que en su origen, alcance y fines, tales movimientos eran marcadamente populistas: las reuniones de la multitud en los conventicula, los individuos vagando y rezando por lugares públicos, los ritos de iniciación, son todos aspectos, entre muchos otros, capaces de probar la naturaleza populista del movimiento. Lo importante radica en el carácter de estas sectas en tanto que movimientos que cuentan, por una parte, con un número indefinido de gente, y por otra con unos objetivos definidos. La expansión de las herejías significaba que grandes sectores cada vez más amplios del populus se apartaban de los portadores del poder y que este extrañamiento era consecuencia de la influencia ejercida por los propios miembros del populus. Por tanto, la reacción hostil del papado -y en parte la de los reyes en extremo teocráticos- encuentra su explicación no sólo en los principios invocados, sino también, y quizás en mayor grado, en el carácter populista inherente a estas sectas: tales movimientos, indudablemente, contenían, desde la perspectiva teocrática, gérmenes de vicio e infección. ¿Cómo podría controlarse y manejarse a la multitud? ¿Dónde basaban sus jefes el conferimiento divino de su "oficio"? Apoyándose en la aprobación de la multitud, en su consentimiento y cooperación, las sectas heréticas constituían -independientemente del aspecto dogmático- un foco canceroso dentro de la respublica christiana. Por ello se comprende perfectamente la cooperación inmediata que se llevó a cabo entre papas, emperadores y numerosos reyes con el fin de exterminar tales sectas.
 Pero, por el contrario, el surgimiento de los frailes era el reconocimiento tácito de que lo que importaba era el populus y nadie apercibió mejor que Inocencio III esta amenaza populista. Podría decirse que la autorización que dio a Santo Domingo en 1206 marca su "conversión" a la herejía, en cuanto que da la aprobación para hacer lo que hacían los herejes, o sea, provocar en el pueblo la discusión en público para argumentar como lo hacían aquellos y para vagar vestidos de harapos, hasta el punto de no diferenciarse de los auténticos herejes. Tales instrucciones muestran, pues, que Inocencio se vio forzado a tomar en cuenta a las multitudes, pero para poder contenerlas invirtió el sentido del movimiento, tomando su dirección, en vez de dejarlas que se dirigieran a sí mismas. Puesto que el genocidio no podía ser aplicado, sólo quedaba el camino de atraer de nuevo a las masas o, al menos, de prevenir el crecimiento de aquel cáncer. La aceptación de la prédica ambulante por el Papa era una prueba concluyente de cuán real llegó a ser el miedo a la multitud amorfa. El permiso que el mismo Inocencio dio a San Francisco en 1210 es otra muestra clara de que los medios para convencer a la multitud venían a ser los mismos que habían adoptado los herejes: la diferencia sólo se hace presente si se le da la debida consideración a la exigencia que le hizo Inocencio a Francisco de obedecer al Papa y de que sus inmediatos seguidores le obedecieran a él mismo. Con esto, el postulado descendente se cubría con su ropaje tradicional. El llamamiento a las masas era la característica del movimiento de los frailes del siglo XIII. Ni el clero secular ni los monjes podían hacer lo que los frailes. En razón de su inmovilidad, los monjes no podían llevar a cabo esta tarea; el clero secular ni podía ni quería llevarla a cabo. En cambio, los frailes -y esto es lo esencial del asunto- constituían una fuerza creada para entenderse con la multitud.
 Apenas cabe duda del éxito que tuvieron los frailes, lo cual, en efecto, testimonia la importancia del populus en la esfera pública. Pero, sobre todo, lo que los había hecho necesarios era la gran concentración de población anónima en las ciudades como resultado del abandono del campo, hecho que adquirió inmensas proporciones en el siglo XIII. Esta concentración de grupos relativamente grandes permitió un intercambio de opiniones y un contacto social relativamente fáciles, lo que era muy favorable para el desarrollo de las herejías. De aquí la necesidad de contrarrestar este peligro de infección que se diseminaba dentro de los confines de las ciudades. Así, los frailes, en virtud de su movilidad y flexibilidad, constituían el instrumento para prevenir la pérdida de control de la corriente populista: inmunizaban al populus en la medida precisa para controlar la fertilidad de un terreno que de otra manera hubiera sido demasiado fecundo. La utilización de los frailes como inquisidores se adaptaba perfectamente a su naturaleza: por propia experiencia, conocían las condiciones que favorecían el desarrollo de las opiniones heréticas y, además, fueron los primeros que intentaron -lo cual parece paradójico- reconciliar las tesis populistas y teocráticas, tratando con ello de construir la síntesis de la antítesis.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Revista de Occidente, 1971, en traducción de Graciela Soriano. Depósito legal: M-5.727-1971. ]

domingo, 29 de diciembre de 2019

La civilización del kibbuts.- Clara Malraux (1897-1982)

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2.-Historia

«En 1880, los judíos adquieren el derecho de ciudadanía en todas las democracias europeas. Sin embargo, en Alemania, el canciller Bismarck, después de haberse aprovechado de la ayuda moral y financiera de hombres que, como los diputados Lasker y Bamberger, fueron sus amigos, juzgó útil dejar que se desencadenase una campaña, a la vez, antiliberal y antisemita. Fue entonces cuando se fundó la "liga antisemita", curiosa alianza de reaccionarios, clericales y socialistas-paternalistas.
 También en Austria-Hungría, hacia la misma época, el antisemitismo se convirtió en un arma antiliberal. […] Sin embargo, la atmósfera  creada fue tal, que casi nadie se asombró cuando estalló el asunto Solymossi. El carácter trágico de este desencadenamiento popular, a la vez espontáneo y provocado, llegó a tal extremo que ha podido, sin gran dificultad, servir de tema a una película de Pabst. […]
 Más tarde, en 1894, estalló el caso Dreyfus.
 Durante todo este tiempo, los judíos carecían en Rusia de los derechos más elementales de la ciudadanía: obligados a residir en zonas delimitadas, prohibida su residencia en los pueblos, despojados de toda posibilidad de propiedad (algunos judíos que en aquella época se dedicaban a actividades agrícolas debieron recurrir a personas complacientes que les prestasen el nombre), excluidos de numerosas actividades profesionales, limitados en sus desplazamientos, sometidos a un numerus clausus; no estaba permitido más que a unos diez de ellos el acceso a una enseñanza superior y les era cerrado, en gran parte, el acceso a la enseñanza en general. Objeto de la más total arbitrariedad, fueron víctimas en 1881 del primer gran pogromo de nuestros tiempos. […]
 A este pogromo sucedieron otros; el zar Nicolás II aceptó la presidencia de una liga, verdadera agrupación de la clase extremista, oficialmente antisemita: Los Cien Negros.
 Veamos cómo se presentaba la condición judía durante la misma época en los países musulmanes: por ejemplo, en Persia, en 1875; todo objeto tocado por la mano de un judío era considerado impuro. No les estaba permitido tener ninguna tienda o bazar, excepto en el pueblo de Hamadán (la antigua Ecbatana de la reina Ester). En los días de lluvia les estaba prohibido salir de su barrio, ya que el contacto de un judío con las ropas húmedas de un musulmán convertía a éste en impuro. No eran aceptados ni el testimonio ni el juramento de un judío; si un musulmán asesinaba a un judío, debía pagar a los familiares de éste ciento cuarenta Kraus, quedando seguidamente en libertad. A un judío le estaba prohibido apelar contra la sentencia de un tribunal.
 En Marruecos, la ley no permitía a los judíos ser miembros del Imperio califal, sino que pertenecían al sultán del que eran protegidos, y del estado de humor del mismo, así como de sus cualidades, dependían el bienestar y aun la vida misma de "sus judíos".
 Todavía en 1905, en el Yemen, y de hecho hasta su partida hacia el Estado de Israel en 1948, los judíos no debían levantar la voz delante de un musulmán, ni construir casas más altas que las suyas, ni rozar sus ropas al pasar por la calle, ni hacer la misma clase de negocios, ni montar sobre los animales a horcajadas, según era costumbre, etc. Delante de un musulmán debían permanecer de pie. A ello debemos añadir ciertas prescripciones antiguas, que proceden en parte de Mahoma: prohibición de usar colores claros, de poseer armas; estar relegados en barrios especiales con la prohibición de abandonarlos desde la puesta a la salida del sol; obligación de dejarse tirar de los cabellos, de hacer la limpieza de letrinas en todo el país, de mandar a los huérfanos judíos al imán para ser convertidos al islam.
 Aunque excluidos de los centros intelectuales en la Europa oriental, y sometidos en numerosos países de la Europa occidental a un numerus clausus más o menos oficial, la juventud judía irrumpe en la cultura moderna, esforzándose en pensar en su condición y situarla dentro del conjunto de la condición humana. Específicamente en Rusia, algunos jóvenes se unieron al movimiento revolucionario, mientras otros intentaron resolver los problemas especialmente judíos.
 Lentamente, vemos aparecer algunos teóricos judíos de la "cuestión judía".
 Verdaderamente, la creación de un Estado en los lugares en donde había habitado el pueblo bíblico (y ello sin relación directa con las promesas divinas), no había parecido jamás una hipótesis absurda. Spinoza lo previó y también, mucho antes que nosotros, el príncipe de Ligne y Rousseau. Pero era necesario esperar al siglo XIX para que algunos hombres reflexionasen de manera científica sobre el destino judío. Es posible que el iniciador de estas reflexiones no fuese Moshé Hess, pero, en todo caso, fue él quien influyó sobre Hertzl, considerado como el padre del nuevo Estado. […]
 Después de Hess, y en su misma línea, encontramos a Borokov, también marxista, que retuvo sobre todo el carácter particular presentado por el pueblo judío en el exilio, como la Golah, a cuyos miembros sólo les estaba permitido ejercer profesiones no productivas. Fue el primero en utilizar el término de "pirámide invertida" para definir a la sociedad judía tal como la habían obligado a ser, con su gran número de intelectuales, intermediarios y artesanos, su minoría de obreros y agricultores, término todavía utilizado corrientemente por los trabajadores del kibbuts en las largas discusiones de que tanto gustan.
 A estos primeros teóricos debemos añadir a Nachmann Syrkine y a Berl Katznelson, de los que la URSS entregó las cenizas a Israel. […]
 "Colocar la pirámide sobre su base" fue el anhelo constante de los sionistas-socialistas; su esfuerzo, como sucede consciente o inconscientemente en toda experiencia que se inserta profundamente en la realidad, debía concluir a la creación de la sociedad de los kibbutsim.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Labor, 1968, en traducción de Agustina Fort Fornas. Depósito legal: B-27915-68.]

sábado, 28 de diciembre de 2019

Cuentos.- Gilbert Keith Chesterton (1874-1936)

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La cruz azul

 «Valentin se detuvo, fumando, frente a los visillos listados y se quedó un rato contemplándolos.
 Lo más increíble de los milagros está en que acontezcan. A veces se juntan las nubes del cielo para figurar el extraño contorno de un ojo humano; a veces, en el fondo de un pasaje equívoco, un árbol asume la elaborada figura de un signo de interrogación. Yo mismo he visto estas cosas hace pocos días. Nelson muere en el instante de la victoria y un hombre llamado Williams da la casualidad de que asesina un día a otro llamado Williamson: ¡una especie de infanticidio! En suma, la vida posee el cierto elemento de coincidencia fantástica, que la gente, acostumbrada a contar sólo con los prosaico, nunca percibe. Como lo expresa muy bien la paradoja de Poe, la prudencia debiera contar siempre con lo imprevisto.
 Arístides Valentin era profundamente francés y la inteligencia francesa es, especial y únicamente, inteligencia. Valentin no era "máquina pensante" -insensata frase, hija del fatalismo y el materialismo modernos-. La máquina es solamente máquina por cuanto no puede pensar. Pero él era un hombre pensante y, al mismo tiempo, un hombre claro. Todos sus éxitos, tan admirables que parecían cosa de magia, se debían a la lógica, a esa ideación francesa clara y llena de buen sentido. Los franceses electrizan al mundo, no lanzando una paradoja, sino realizando una evidencia. Y la realizan al extremo que puede verse con la Revolución francesa. Pero, por lo mismo que Valentin entendía el uso de la razón, palpaba sus limitaciones. Sólo el ignorante en motorismo puede hablar de motores sin petróleo; sólo el ignorante en cosas de la razón puede creer que se razone sin sólidos e indisputables primeros principios. Y en el caso no había sólidos primeros principios. A Flambeau le habían perdido la pista en Harwich y, si estaba en Londres, podría encontrárselo en toda la escala que va desde un gigantesco trampista, que recorre los arrabales de Wimblendon, hasta un gigantesco toastmaster en algún banquete del "Hotel Métropole". Cuando sólo contaba con noticias tan vagas, Valentin solía tomar un camino y un método que le eran propios.
 En casos como éste, Valentin se fiaba de lo imprevisto. En casos como éste, cuando no era posible seguir un proceso racional, seguía, fría y cuidadosamente, el proceso de lo irracional. En vez de ir  a los lugares más indicados -Bancos, puestos de Policía, sitios de reunión-, Valentin asistía sistemáticamente a los menos indicados: llamaba a las casas vacías, se metía por las calles cerradas, recorría todas las callejas bloqueadas de escombros, se dejaba ir por todas las transversales que lo alejaran inútilmente de las arterias céntricas. Y defendía muy lógicamente este procedimiento absurdo. Decía que, a tener alguna vislumbre, nada hubiera sido peor que aquello; pero, a falta de toda noticia, aquello era lo mejor, porque había al menos probabilidades de que la misma extravagancia que había llamado la atención del perseguidor hubiera impresionado antes al perseguido. El hombre tiene que empezar sus investigaciones por algún sitio y lo mejor era empezar donde otro hombre pudo detenerse. El aspecto de aquella escalinata, la misma quietud y curiosidad del restaurante, todo aquello conmovió la romántica imaginación del policía y le sugirió la idea de probar fortuna. Subió las gradas y, sentándose en una mesa junto a la ventana, pidió una taza de café solo.
 Aún no había almorzado. Sobre la mesa, las ligeras angarillas que habían servido para otro desayuno le recordaron su apetito; pidió, además, un huevo escalfado y procedió, pensativo, a endulzar su café, sin olvidar un punto a Flambeau. Pensaba cómo Flambeau había escapado en una ocasión gracias a un incendio; otra vez, con pretexto de pagar por una carta falta de franqueo y otra, poniendo a unos a ver por el telescopio un cometa que iba a destruir el mundo. Y Valentin se decía -con razón- que su cerebro de detective y el del criminal eran igualmente poderosos. Pero también se daba cuenta de su propia desventaja: "El criminal -pensaba sonriendo- es sólo el crítico." Y levantó lentamente su taza de café hasta los labios..., pero la separó al instante: le había puesto sal en vez de azúcar.
 Examinó el objeto en que le habían servido la sal; era un azucarero, tan inequívocamente destinado al azúcar como lo está la botella de champaña para el champaña. No entendía cómo habían podido servirle sal. Buscó por allí algún azucarero ortodoxo...; sí, allí había dos saleros llenos. Tal vez reservaban alguna sorpresa. Probó el contenido de los saleros, era azúcar. Entonces extendió la vista en derredor con aire de interés, buscando algunas huellas de aquel singular gusto artístico que llevaba a poner el azúcar en los saleros y la sal en los azucareros. Salvo un manchón de líquido oscuro, derramado sobre una de las paredes, empapeladas de blanco, todo lo demás aparecía limpio, agradable, normal. Llamó al timbre. Cuando el camarero acudió presuroso, despeinado y algo torpe todavía a aquella hora de la mañana, el detective -que no carecía de gusto por las bromas sencillas- le pidió que probara el azúcar y dijera si aquello estaba a la altura de la reputación de la casa. El resultado fue que el camarero bostezó y acabó de despertarse.
 -¿Y todas las mañanas gastan ustedes a sus clientes estas bromitas? -preguntó Valentin-. ¿No les resulta nunca cansada la bromita de trocar la sal y el azúcar?
 El camarero, cuando acabó de entender la ironía, le aseguró tartamudeante que no era tal la intención del establecimiento, que aquello era una equivocación inexplicable. Tomó el azucarero y lo contempló y lo mismo hizo con el salero, manifestando un creciente asombro.»
   
    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1987. ISBN: 84-85471-18-0.]


viernes, 27 de diciembre de 2019

Narraciones breves.- Carl Spitteler (1845-1924)

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Gustav
Capítulo I: ¡Suspendido!

«-No lo comprendo, realmente -repitió suspirando cuando llegó a la rectoría y cerró el paraguas.
 -Y a mí me hubiera sorprendido lo contrario -le replicó su mujer-. Gustav no será médico en toda su vida. Debían haberle dejado estudiar música, como yo siempre dije.
 -¡Eso no tiene nada que ver! Muchos con menos conocimientos han pasado el examen -respondió celosamente el pastor-. Pronto sabremos lo ocurrido, pues espero que venga de un momento a otro.
 -¡Por amor del cielo, Gustav, dime lo que te pasó! -interpeló a su protegido cuando éste llegó una hora después.
 -No tengo nada de particular que decirles -fue la lamentable respuesta.
 -¿Tomaste apuntes durante el curso?
 -Bastantes -respondió Gustav titubeando.
 -En papel de música -añadió la señora del pastor, la cual asistía al interrogatorio despóticamente.
 -O ¿es que te has fumado las clases, como se dice en el argot estudiantil?
 -No muchas veces. Quizá algunos días del invierno, para asistir a algún baile académico. Yo pensé que, siendo los profesores los que los organizaban y los que tanto agradecían que se sacara a bailar el schotis a sus hijas, era imposible que en el examen se lo reprocharan a uno.
 -Es decir -observó irónicamente la señora-, que el funicular de Ütli tuvo en ti un buen abonado.
 Esta alusión encendió el ánimo del delincuente. De ningún modo quería disculparse, estaba dispuesto a aceptar todas las censuras y recriminaciones que quisieran hacerle. Solamente no podía soportar el contradecirse a sí mismo, pues desde niño le había causado gran antipatía. Su idiosincrasia se revelaba contra esto y lo llamaba simplemente hipocresía. Día a día le habían predicado desde la cátedra y había aprendido en los libros -¡y con qué insistencia!- el postulado fundamental de que el hombre era un "animal aéreo"; que en las viviendas se respiraba "aire viciado" o "aire excremental"; que todo hombre debía estar seis horas diarias, por lo menos, al aire libre. "Mens sana in corpore sano". Que echaran la cuenta el señor párroco y su señora, si les placía: cinco horas de colegio y Anatomía, donde no olía precisamente muy bien; a esto había que añadir dos horas para las tres comidas, pues no podía hacerlo en medio de la calle de la Estación, bajo un paraguas abierto, por negarse a ello las criadas y prohibirlo los guardias. Esto le ocupaba ya siete horas, sin contar las visitas que tenía que hacer o recibir, o las cartas que tenía que escribir, o las estadas en la biblioteca y una multitud de parecidas excrementalidades que no se pueden rehusar. Por eso se había impuesto la obligación de pasar las horas que le restaban en la colina de Ütli, para arrojar de su cuerpo todo el veneno acumulado y continuar siendo un perfecto animal aéreo. De este modo, no había hecho otra cosa que cumplir lo que se le había ordenado, por lo cual era una injusticia que clamaba al cielo el venirle ahora a reprochárselo.
 -¡Muy bien! -objetó el párroco-. ¡Echa las culpas a los demás! ¡Ese es el mejor medio para llegar al conocimiento de uno mismo!
 -Mejor sería que te refiriera su examen escrito -dijo la señora del párroco, sonriendo burlona y mordaz.
 -¿Qué ocurre con el examen escrito? -exigió el párroco angustiado.
 Su mujer se encargó de responder.
 -Se dice que, desde que el mundo es mundo, ningún tribunal calificador se ha visto en el caso de tener que leer un ejercicio en el que el candidato se burla de los libros de sus examinadores.
 -¡Esto faltaba! -exclamó el viejo Rebenach, saltando del asiento.
 -Creí -aclaró Gustav con solemne convencimiento- que con esto hacía a los señores una exquisita cortesía suponiendo que estaban por encima de la vulgar susceptibilidad de la vanidad herida.
 El párroco ladeó el bonete sobre la oreja izquierda.
 -Ahora empiezo a comprender -dijo.
 -En cambio -sonrió la señora guiñando un ojo y lanzando rayos con el otro-, todos han reconocido el mérito de la parte artística. Tinta roja, letra gótica, caligrafía, rasgos, iniciales y viñetas; una obra maestra. Todos lo reconocieron unánimemente. Y en cada capítulo un delicioso dibujo a todo color de la efigie de su profesor.
 -¡Esto ya es el colmo! -gimió el párroco, dejándose caer desalentado en el sofá-. Vete a casa, Gustav; por hoy ya he sabido bastante. Por cierto que me has resultado un tipo original, ¡sí! Vete, ya juntaremos más tarde los trozos de los platos rotos. ¡Sí, sí! ¡Buena cosa hemos hecho!
 -¡Qué diablo de chico! -murmuró apasionado dando un chasquido con la lengua en cuanto Gustav desapareció.
 -Entretanto puede dar lecciones de piano a nuestros hijos -opinó sencillamente la señora.
 -No está mal pensado. ¡Es una buena idea! Pero antes quiero hablarle a la conciencia, fuera del púlpito, para arrojar de él el vanidoso demonio del orgullo que le posee. Hay que preparar la tierra antes de arrojar la semilla.
 Y como el enojo le soliviantara los pensamientos y no era de esperar que el sueño venturoso viniera esta noche, envió a su mujer a la cama y se dedicó a preparar un sermón expiatorio lleno de amargas verdades y sustanciosas sentencias. Pronto logró dar con una idea primorosa, la cual engendraba a cada momento una docena de otras afines y hasta tuvo la fortuna de que los pasajes de la Biblia y los proverbios que mencionaba, se amoldaran tan extraordinariamente a Gustav como si éste hubiera servido de modelo en el momento de su redacción.»

     [El texto pertenece a la edición en español de Club Internacional del Libro, 1990. ISBN: 84-7461-144-X.]

jueves, 26 de diciembre de 2019

Billy Budd.- Herman Melville (1819-1891)

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Capítulo IV

«En este asunto de escribir, por más que uno esté resuelto a mantenerse en el camino real, algunos senderos laterales tienen un atractivo que no es fácil resistir. Voy a vagar por uno de esos senderos. Si el lector me hace compañía, me alegraré. Al menos, nos podemos prometer ese placer que perversamente se dice que hay en el pecado, pues esta digresión será un pecado literario.
 Muy probablemente no sea una observación  original decir que los inventos de nuestra época han acabado por producir un cambio en la guerra naval, correspondiente por su importancia a la revolución que en todo el desarrollo bélico produjo la introducción de la pólvora desde China a Europa. La primera arma de fuego europea, un artilugio grosero, recibió el desprecio, según se sabe, de no pocos nobles, que la vieron como un vil instrumento, quizá bastante bueno para tejedores demasiado cobardes para decidirse a cruzar acero con acero en franca pelea. Pero, así como en tierra firme la valentía caballeresca, aunque desprovista de sus blasones, no desapareció con los caballeros, del mismo modo en los mares, por más que cierta clase de valor ostentoso haya pasado de moda porque no resulta aplicable a las nuevas circunstancias, las nobles cualidades de magnates tales como don Juan de Austria, Doria, Van Tromp, Jean Bart, la larga línea de los almirantes británicos y los Decatur americanos de 1812, no se han quedado anticuadas junto con sus murallas de madera.
 No obstante, a cualquiera que pueda estimar el presente en lo que vale sin dejar de apreciar el pasado, se le podrá perdonar si piensa que el casco viejo, solitario y arrumbado de la Victory de Nelson, en Portsmouth, flota allí no sólo como el monumento en ruinas de la fama incorruptible, sino también como un reproche poético, suavizado por su carácter pintoresco, para los Monitor y otros buques europeos aún más poderosos, de esos que se han blindado de hierro. No se trata únicamente de que tales navíos sean feos porque les falta inevitablemente la simetría, la grandeza de líneas que hay en los viejos buques de guerra; lo son también por otras razones.
 Hay algunos, quizá, que aunque no sean del todo inaccesibles a ese reproche poético a que acabamos de aludir, tal vez estén dispuestos a hacer un quite en obsequio al nuevo estado de cosas, y si es preciso, pueden llegar a ser iconoclastas. Por ejemplo, estimulados al ver la estrella que en el puente del Victory señala el lugar donde cayó el Gran Marinero, esos utilitarios marciales podrán formular apreciaciones que implican que la ostentosa exhibición personal de Nelson en batalla no sólo era innecesaria, sino que además tampoco era militar y, como si fuera poco, tenía cierto sabor a ligereza y vanidad. Quizás añadan también que en Trafalgar se trataba nada menos que de un reto a la muerte, y la muerte se hizo presente; y de no ser por esa bravata, el almirante victorioso quizá podía haber sobrevivido a la batalla; y así, en vez de permitir que con su muerte sus sagaces indicaciones fueran anuladas por su inmediato sucesor en el mando, una vez decidido el combate, él en persona podría haber llevado a puerto su flota destrozada; quizá así se hubiera evitado la deplorable pérdida de vidas en los naufragios provocados por la tempestad, con que la naturaleza emuló a la batalla.
 Bien, si dejamos a un lado el tema, más que discutible, de si por razones varias resultaba posible que la flota anclara, en tal caso los benthamitas de la guerra son capaces de defender lo que arriba se dice.
 Pero aquello de "podría haber ocurrido" no es más que un terreno pantanoso para edificar en él. Y, por supuesto, en la previsión hasta sus últimas consecuencias del más amplio resultado de un encuentro, y en los ansiosos preparativos previos -marcar con boyas el camino mortal y elaborar un mapa, como en Copenhague-, pocos jefes han sido tan concienzudamente meticulosos como ese mismo incauto que tanto arriesgaba su integridad personal en el combate.
 Aunque venga dictada por consideraciones poco egoístas, la prudencia personal no es virtud específica en un militar; en cambio, el amor ilimitado a la gloria, que llena de pasión un impulso poco ardiente, y el sentido honesto del deber constituyen la primera. Si el nombre de Wellington no suena como una trompeta para la sangre como el más sencillo nombre de Nelson, el motivo de ello puede deducirse de lo anterior. Alfred, en su oda fúnebre al vencedor de Waterloo, no se atreve a llamarlo el mayor soldado de todos los tiempos, aunque en el mismo poema invoca a Nelson como "el mayor marinero desde el comienzo del mundo".
 En Trafalgar, a punto de comenzar el combate, Nelson se sentó a escribir sus breves disposiciones finales. Si con el presentimiento de la más magnífica de todas las victorias, coronada por su muerte gloriosa, una especie de motivación sacerdotal lo condujo a revestir su persona con los trofeos galanos de sus brillantes hazañas; si el haberse adornado así para el altar y el sacrificio fue en efecto cosa de vanagloria, entonces no hay más que afectación y ampulosidad en cada línea heroica de los grandes poemas épicos y tragedias, porque en esas líneas el bardo no hace más que dar cuerpo poético a las exaltaciones que una naturaleza como la de Nelson pone en acción cuando se presenta la oportunidad.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1987, en traducción de Julián del Río. ISBN: 84-85471-51-2.]

miércoles, 25 de diciembre de 2019

Apoteosis.- Aurelio Prudencio (348-413)

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Sobre la naturaleza del alma

«Al paso sale aquí con sus dudas un discutidor, y objeta si tiene cabida en la fe que una substancia inspirada por el soplo de Dios pueda sufrir tormento y que descienda a los abismos del infierno y se abrase en el averno. Cree que el alma no es Dios, pero cree que ella es la más excelsa de las cosas creadas; cree que también ella ha sido creada. Formada fue por la boca de Dios el alma que antes no existía, pero fue formada hermosísima en su modo de ser, ataviada con dádivas divinas, llena de Dios y semejante a su Creador. Pero ella no es Dios, porque no procede por generación, sino que es hechura de Dios. Del corazón del Padre sólo salió el Hijo verdadero, Él también Dios verdadero. Al alma, que antes no existía, se le dio súbita existencia. El Hijo, en cambio, es coeterno con el Padre y existe siempre en Él; no ha sido creado, sino nacido, tiene todo cuanto tiene el Padre. El alma es como sombra a semejanza de Dios. Así habló el Creador mismo cuando se disponía a formar al hombre a semejanza suya, asociando ambos elementos creados. Pero la sombra no posee la solidez del cuerpo real, cuya copia se refleja en la sombra; y una cosa es la verdad y otra la imagen de la verdad. El alma es semejante a Dios porque no se destruye con los siglos, porque es racional y capaz de justicia, y como reina del universo manda, prevé, sopesa, precave, habla, es inventora de palabras y de costumbres, está pertrechada de incontables recursos y enseñada a recorrer el cielo con el pensamiento. En todo esto hizo Dios el alma a su imagen, pero distinta en lo demás. Sin duda, es fácil entender el alma y cuál es la medida y figura que fija sus límites; pero Dios, inmenso y que desborda todo lo creado, no tiene en sí límite alguno de suerte que pueda ser encerrado o abarcado por el pensamiento del hombre. Inabarcado permanece el poder que carece de último confín y que se extiende en un espacio inconmensurable. Por tanto, el alma, creada, inferior a su gran Creador y mayor que las otras cosas y señora de todas ellas, la absorbe en su nacimiento la turbia corrupción de la carne gangrenada y al ser infundida en miembros corruptibles la hace partícipe de su propia hez; entonces surge la naturaleza pecadora, ya que es mezcla de lodo y de espíritu puro.
 Pero, puesto que el alma salió de la boca de Dios, quizá digas que no fue hecha ni creada, como si una parte de Dios (blasfemia es decirlo) pudiese, mancillada, contraer negras culpas y, condenada al abismo, precipitarse en el oculto caos del infierno. Que ella sea algo de Dios, no lo niego. Sin embargo, de ninguna manera puede llamarse parte de Dios la que tuvo principio en el tiempo, ni considerarse anterior o más antigua que el primer hombre. Pues yo la veo creada en el momento en que entró como hermana en el hogar del corazón amigo y, huésped del reciente limo, ella también reciente tomó asiento en su habitación fraterna. Ella es, sin duda, un soplo del Señor; pero no espíritu y fuerza llena de Dios, puesto que fue emitida en aquella exacta medida en la que el que le comunicó el aliento quiso mantener el ímpetu de su propio soplo.
 Es imposible contemplar los profundos misterios del Dios de los ejércitos, pero el hombre es el espejo de la divinidad. Inteligente, aprende a ver en el cuerpo un poder no corpóreo, según la enseñanza de Cristo, que en su cuerpo mortal muestra a su propio Padre. Examina con cuidado cuán variadas maneras de aliento emitimos de nuestra boca cuantas veces exhalamos las auras del alma que respira. A veces, el calor exhalado emite un soplo tibio, lanzando como brumitas de rocío de la húmeda garganta; cuando nos place, sale de nuestra boca, en forma de gélido viento con soplo frío, un sonido agudo y hace silbar el aire. Añade, además, las diferentes clases de viento que crea la flauta de los músicos. O es exiguo, cuando se reduce a su modulación; o levanta henchido zumbido en abundante soplo, o rompe en roncas armonías, o susurra suave, o, al sacar sutil aire, produce notas agudas; o, al bajar la voz, articula un dulce murmullo. Cuando ves que tú puedes hacer todo esto en tu cuerpo mortal, ¿por qué no vas a creer que el Dios Eterno haya podido infundir el alma tal como Él la quiso? Puesto que, al darle existencia, la exhaló e infundió según el plan que Él trazara de antemano, resulta necesario que haya sido creada. Por último, la potencia de nuestra alma alcanza a saber muchas cosas; pero no las sabe todas, porque es delimitado lo que a ella se le ha ordenado saber y prever. A la que se ha dotado ya de un límite determinado y no se le ha concedido conocerlo todo, es hechura de Dios; por esto se demuestra haber sido creada y aumentada en su capacidad.
 Deduce, por comparación, si es ella hechura de Dios. La mano del Señor, ciertamente, creó el cuerpo mortal y configuró el lodo con sus dedos. ¿Pero es que la mano de Dios está compuesta de articulaciones? ¿Es que tiene Él palma? ¿Es que puede cerrar en puño las flexibles uñas o alargar las manos abiertas? Esa es la forma de nuestra mano, que no tiene en sí el Señor infinito, sino que se le atribuyó esa forma conocida y familiar a la mente humana para que diese a entender cómo se afirma, a través de esa imagen corpórea, que fue Él quien plasmó la figura del cuerpo. De igual manera, la substancia espiritual fue creada, a su vez, por un soplo incorpóreo, y se dice que ella es obra de la boca de Dios, por la cual apareció refulgente la forma del alma con su fina textura y percibió haber sido creada con un poder aún rudimentario.
 Si nuestra carne no es hechura de la mano de Dios, tampoco es el alma hechura de su boca, originada por un soplo y un aliento y transmitida a cierto lugar, al cuerpo; porque todo lo que saca a la existencia el momento del nacimiento, lo recibe un lugar concreto, y lo que un lugar puede contener es algo limitado y no se extiende a todas partes, y lo que es tan limitado que viene a fijarse en un lugar determinado, puede ya vacilar, y lo que vacila cae naturalmente en el pecado y, en fin, lo pecaminoso está expuesto al triste castigo. Esto no es Dios, creedme. O si el alma es divinidad, mostradme qué significa eso de que una gracia nueva se derrame abundante en el alma caída y necesitada de Cristo, a la que ennoblece, hecha justa por el bautismo, el Espíritu Santo, y añade a esa sierva de Dios el honor que le faltaba. Puesto que este honor se le otorga por méritos y por yerros se le niega, absurdamente se dice que sea Dios o una parte de Dios la que, por su obediencia, bebe unas veces de la fuente eterna el divino y sumo bien, y otras lo pierde por sus culpas y crímenes; ora sufre castigo, ora queda libre hollándolo bajo sus pies.
 ¿Te asombras de que peque el alma, a quien ha cabido en suerte habitar en una morada hecha de carne, cuando peca hasta el mismo ángel, que es incapaz de entrar en el frágil hogar de una coraza (cuerpo) corruptible? Peca porque también él ha sido creado, no engendrado. De qué manera haya sido él creado, lo sabe sólo el Señor, su hacedor. Básteme a mí saber que ha sido creado. Carece de mancha sólo el Creador de mundo, el Dios no engendrado y engendrado, el Padre y Aquél que nació del Padre. Y Él solo, exento de recibir triste tormento, actúa sin mancharse y no siente amargura alguna.»

    [El texto pertenece a la edición en español de La Editorial Católica, 1981, en traducción de Alfonso Ortega. ISBN:84-220-1020-8.]