viernes, 31 de julio de 2020

Es mi hombre.- Carlos Arniches (1866-1943)

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Acto primero
Escena IX

  «Don Mariano: Algo de eso, sin ser eso. La cosa no es ninguna ganga: no quiero engañarte, Antonio. Pagan bien; pero hay que ganarlo.
 Don Antonio: A mí el trabajo no me asusta.
 Don Mariano: No es cosa de trabajo.
 Don Antonio: ¿Que no...? ¿Entonces, qué es?
 Don Mariano: Os voy a sacar de dudas. De lo que yo puedo colocarte, hoy mismo si quieres, es de inspector de sala en la casa de Andorra.
 Don Antonio: (Con cierta perplejidad.) ¿Inspector de qué?
 Marcos: ¿En la casa de Andorra?
 Leonor: ¿Y qué es eso?
 Don Mariano: Pues nada, un círculo de recreo... Inspector de sala de un círculo de recreo.
 Don Antonio: (Con decepción.) ¡Mi madre!
 Don Mariano: De recreos mayores, vamos. Donde se... (Se moja el dedo índice y sobre la palma de la mano golpea como pasando cartas.)
 Don Antonio: Ya, ya... ¿Y yo...?
 Don Mariano: El contratista de juego es un íntimo amigo mío, Paco el Maluenda; hombre serio y formal en estos negocios y, el otro día, hablando, me dijo que necesitaba un hombre, un hombre de agallas...
 Leonor: ¿De qué?...
 Don Antonio: De agallas, hija.
 Don Mariano: Es una casa algo castigadilla por tahúres y barateros y hay que limpiar aquello; ya comprenderás... Y yo me he acordado de ti.
 Don Antonio: Te has acordao de mí pa limpiar...
 Leonor: ¿Limpiar mi papá?
 Don Mariano: La chica me pidió una cosa a la desesperá, fuese lo que fuese; porque estáis muriendo de hambre. Yo os hubiera querido traer la gloria; pero no he podido más que esto. Si sirve, sirve, y si no...
 Don Antonio: Sí; pero yo en una casa de juego, entre matones, para tenerlos a raya... Bueno, Mariano; esto ha sido buscarme una colocación, pero en la estantería de una sacramental...; porque ni mi carácter ni mis chichas...
 Don Mariano: ¡Por Dios, Antonio; no seas apocao, que os va a matar la miseria en un rincón a tu hija y a ti! Hay que tener bríos; hazlo siquiera por ella... Hay que lanzarse al mundo, tener acción, pegarle dos patás al hambre, tener gana de vivir. Cuando la vida vuelve la espalda, se la pone de cara a bofetás, a bocaos, ¡cómo sea!
 Don Antonio: Sí, lo comprendo. Pero es que yo...
 Don Mariano: Y te advierto que salíais d'apuros, porque dan mil pesetas mensuales.
 Don Antonio: (En el colmo del asombro y de la exaltación.) ¿Qué?... ¡Qué has dicho!... ¿Mil pesetas?...
 Don Mariano: ¡Mil! y si ties empuje y suerte, pue que más.
 Don Antonio: ¡Más!... ¡Yo, mil pesetas!... ¡Uno..., dos..., cinco...; cerca de siete duros diarios!... ¡Voy, Mariano, voy!
 Don Mariano: ¡Bien hecho!
 Don Antonio: ¡Mil pesetas!... Voy, sea como sea.
 Leonor: No, papá.
 Don Antonio: (Exaltado.) ¡Voy!
 Marcos: Pero, don Antonio...
 Don Antonio: (Gritando.) Voy, he dicho. No contradecirme. Ahora, que quizá no me admitan; porque como yo tengo este aspecto así...
La señorita de Trevelez. Es mi hombre de Carlos Arniches: Salvat ... Don Mariano: Está previsto. Le he dicho al Maluenda que de figura eres poquita cosa, pero que ties un valor frío, que hielas la sangre.
 Don Antonio: ¿Que hielo yo...?
 Don Mariano: Y que ni en la bronca más terrible se te oye la voz.
 Don Antonio: ¡A mí qué se me va a oír en las broncas!
 Don Mariano: Y que, siempre correzto y bien educao, con la mayor finura le metes al tío de más fachenda una cuarta de acero en el estómago...; por lo cual le he dicho que te llaman Antonio Jiménez, el Modoso.
 Don Antonio: ¡El Modoso!... ¿Yo, el Modoso?... Y una cuarta de... (Hace gestos como de contraer el estómago.) ¡Ay, que me da frío!
 Leonor: ¡Mi papá con mote!
 Don Antonio: Pues nada, Mariano, sea lo que Dios quiera; voy.
 Leonor: No, papá.
 Marcos: Pero, don Antonio, que con las chichas de usté, si le dan un cate...
 Don Antonio: Voy, he dicho. Y no contradecirme, ¡vaya!... (Los asusta con su energía.) Bueno, Mariano, ¿y desde cuándo podría yo cobrar? (Lo ha llevado aparte.)
 Don Mariano: Desde en seguida, verás. Yo, por lo pronto, te voy a dejar cinco duros. Toma. (Se los da.)
 Don Antonio: (Se los guarda.) Gracias.
 Don Mariano: Coméis hoy, te arreglas, y a las tres te espero yo, con Paco el Maluenda, en la calle de Sevilla.
 Don Antonio: Muy bien.
 Don Mariano: Te presento, habláis, nos vamos a la casa de Andorra; te darán tu "smoking".
 Don Antonio: ¿"Smoking..."? ¿De modo que eso de la cuarta hay que hacerlo de etiqueta? (Acción de dar un navajazo.)
 Don Mariano: Es lo obligao. Empiezas tu servicio a la noche, y si te arreglas, te darán hoy mismo el dinero; porque pagan adelantao.
 Don Antonio: ¿Adelantao?... Ni una palabra más.
 Don Mariano: Yo te ilustraré de too. Estoy allí de cajero.
 Don Antonio: Bueno; oye, tú, ¿y qué clase de tipos son los que...?
 Don Mariano: Naa, hombre; too es tomarle el aire a la cosa.
 Don Antonio: ¿El aire?
 Don Mariano: El peorcito es uno que le llaman el Ciclón.
 Don Antonio: ¿El Ciclón?... ¿Y dices que tomarle el aire?...
 Don Mariano: Y si me crees a mí, pocas palabras; dos tiros a tiempo y te haces el amo.
 Don Antonio: ¿Dos tiros a tiempo y el amo?...
 Don Mariano: A propósito... (Le enseña una pistola discretamente.) Tú no tendrás...
 Don Antonio: No, no tengo...
 Don Mariano: Pues toma. Está cargada.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Salvat Editores, 1969. Depósito legal: B. 34.701-1969.]

jueves, 30 de julio de 2020

Escritos de juventud.- Andréi Tarkovski (1932-1986)

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Carta sin destinatario

  «Primero me sentí muy ofendido y tuve vergüenza. Por mí y por ella.
 Al principio la ofensa se debió a que ella clavaba sobre mí la mirada glacial de sus ojos desencajados y se negaba a entender que era injusta con el hombre que la amaba, quien en ese minuto apenas se dominaba para no cometer una tontería y soltarle un grito, indignado por su grosería y su actitud absurda, obtusa y estúpida, si bien pasajera.
 Esto es lo que nos pasaba. Esos minutos de incomprensión mutua se transformaban en noches de insomnio, en una terrible fatiga, en un rencor y una amargura sin parangón y que, para mí, alcanzaban proporciones cósmicas.
 Para ella tampoco era fácil. Pero era una mujer y no era preciso pedirle que fuera lógica.
 En cualquier caso, todo acabó muy mal. Por una disputa. Absurda y profundamente ofensiva.
 Las cosas de las que hablo aquí son muy fuertes y dolorosas. Me parece que de esto no se habla con nadie. No se comenta porque resulta ridículo hablar de ello. Y además no creo que pueda interesar a nadie más que a mí.
 Todo esto es espantoso e impide vivir. Y lo más desagradable es que no queda atrás. Cada riña deja en el corazón una herida profunda cuyos bordes se desparraman: uno siente el deseo de tender un puente en las aguas negras del otoño.
 He leído lo que acabo de escribir. Es de mal gusto. Pero ¿qué voy a hacer si estoy horrorizado?
 De todas maneras, ésa no es la cuestión. Necesito escribir algo al respecto, de lo contrario no me liberaré.
 Hoy caminaba por la calle. Había caído ya la tarde. El borde de la acera estaba sembrado de hojas otoñales. Copiosamente. Paseé varias veces de arriba a abajo, amontonando con los pies esas susurrantes hojas de álamo que exhalan un perfume acre. Luego me las metí en los bolsillos.
 Si un día no puedo más, buscaré un montón de hojas como éste, me pegaré un tiro en la cabeza e iré a caer con la nariz sobre el fragrante amargor del otoño.
 Nunca habría creído que el mundo entero pudiera encerrarse en una sola persona.
 Bueno, basta, o acabaré perdiéndome en trivialidades.
 Esta noche me desperté y fui a fumar a la cocina. Todo estaba tranquilo... Se oía el solitario zumbido del contador y el incesante goteo del agua a través del grifo. Fumé unos diez minutos. Extinguí la colilla bajo el agua del grifo, la arrojé al cubo de basura y regresé a la habitación. Ella estaba sentada en la cama. Y me sonreía de una manera que me oprimió el corazón. Luego de pronto mudó el semblante, que adquirió un aspecto grave y me señaló con el dedo la habitación de al lado. Di media vuelta, fui hacia allí. Pero me olvidé de por qué estaba yendo en esa dirección y regresé a la habitación. Ella no estaba. Si hubiese tenido un arma, me habría pegado un tiro al instante, sin moverme del sitio, porque ya no aguantaba más. Pero eran los nervios. Nadie lo sabría. Los otros nunca lo adivinarían.
 Adoro todo lo que me rodea. El sol, las tuberías herrumbrosas y las pequeñas piedras en el canalón. Las hojas anaranjadas en los árboles y sobre la calzada, las palomas que picotean granos de mijo en la acera.
 Ah, sí, ayer en la calle Bolshaia Pionérskaia cayó un árbol, , un nogal americano. Yacía de través en la calle, sus ramas flexibles se extendían en el asfalto. Alrededor, hojas caídas...
 Un individuo quiso atravesar esta calle en su Pobeda. Llegó hasta el árbol y luego, con cuidado, en primera marcha, pasó cada rueda sobre el tronco del nogal, antes de alejarse acelerando. El árbol permaneció allí. El dibujo de sus ramas quedó surcado por los rastros de los neumáticos del automóvil, sucios de barro.
 Las hojas amarillas pisadas por las ruedas quedaron cubiertas de una capa de grasa.
 No podía seguir mirando el árbol. Y el coche se alejaba cada vez más. Ya no se distinguía el mono de madera que colgaba de una goma en la luna trasera.
 Cada uno tiene su amor. Yo también. ¿Es ridículo que me enorgullezca de poseer algo sagrado?
 ¿No es semejante esto a la persona que, teniendo la posibilidad de robar una maleta y no lo hace, va proclamando ahora a los cuatro vientos: "Soy un tipo honesto, hoy no robé esa maleta. ¡Soy digno de admiración!"?
 No lo sé. Pero cuando esa canalla arrolló el árbol con su coche tuve ganas de detenerlo y darle un puñetazo en la cara.
 Quizá exagere cuando hablo de darle un puñetazo.
 Lo cierto es que en todo lo que veo a mi alrededor, en todo lo que es bello o vinculo a mis mejores recuerdos, te veo.
 Pero eso es demasiado arduo. Arduo y, al mismo tiempo, muy fácil, claro y bueno.
Escritos de juventud ¡Demonios! Qué bella es la tierra, y en ella, qué pesar se siente a veces en el alma.
 Me apasioné y me puse a hablar por los codos... Pero, palabra de honor, no me gustaría que alguien se entrometiera con el objetivo de ayudarme. Sería ultrajante.
 Quiero escribir un libro. Un libro sobre el amor. No como se han escrito miles. Un libro a mi manera.
 En esa misma calle, la Bolshaia Pionérskaia, empecé a dar de comer a las palomas. Por la mañana se reúnen en el mismo lugar, donde les dan de comer. Exactamente a las 8,45 de la mañana. Siempre cojo un pedazo de pan para desmenuzarlo. Por la mañana hace frío y, cuando estoy de pie, en medio de las palomas que se empujan entre sí (hay muchas: treinta y seis), una joven pasa cerca de mí. Ahora me reconoce y nos saludamos.
 Sería un buen comienzo para una historia de amor. Pero si de repente me sintiera incómodo al saludarla (si ella decidía de repente que me gustaba), tendría que renunciar a alimentar a las palomas y a ir allí por las mañanas.
 Una de las palomas tenía las patas atadas con un hilo resistente. La había atado su amo, no quería que le dieran de comer al animal, pues era de su propiedad.
 Al día siguiente llevé una cuchilla y, después de coger la paloma ligada, le corté el hilo de las patas.
 Las palomas son muy hermosas. Algunas tienen reflejos de un verde azulado en el pecho. Una era blanca, con reflejos de un rojo brillante...
 ¿Qué me pasa? ¿Por qué esa joven caprichosa, egoísta y mezquina me hace sufrir? Ya no puedo más. Esto acabará mal. No soy un santo para perdonar la grosería, la mentira y los caprichos.
 Detrás de la pared, los automóviles hacen ruido. Tintinea el vaso debajo del platillo. Todo lo que oigo a mi alrededor -el ruido de un coche al pasar, el goteo del agua, el tintineo de la vajilla sobre la mesa, el silbido de la tetera en el fuego- desgarra como un cuchillo mi corazón: todo lo que me rodea me hace sentir de un modo atroz mi soledad, pero tú no estás ahí. Y tú te encuentras vinculada a todo lo que me rodea. A veces tengo tanto miedo que siento, de un modo brusco e inesperado, un nudo en la garganta.
 No se obran milagros en el mundo, lo único que no comprendo es la muerte, ese engullimiento en un abismo sombrío y denso donde se pierden los sentimientos y la conciencia. ¿Acaso es un milagro? No, es poco probable: es metafísica.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Abada Editores, 2015, en traducción de Marta Rebón y Ferrán Mateo. ISBN: 978-84-16160-44-0.]

miércoles, 29 de julio de 2020

Era el año 1914.- Eyvind Johnson (1900-1976)

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  «El hombre sentado delante de él bostezó y, en medio del bostezo, comunicó que se llamaba Kristiansson.
 -Krischaaansooaanh.
 Significaba amabilidad y confianza de su parte el decírselo. Pero luego añadió:
 -Soy lo que se puede decir famoso.
 Se quedó mirando la cara de Olof con sus ojos azules acuosos, como si esperara que diera un grito de sorpresa. Porque era Kristiansson, el famoso.
 -¿No has oído nunca hablar de mí? -preguntó.
 -No -contestó Olof, intentando desesperadamente recordar el nombre de Kristiansson. Comprendió que era un error suyo no conocer este nombre y a este hombre.
 -Bueno, he tomado parte en el tendido de un montón de vías férreas -dijo Kristiansson-. También estuve en lo del ferrocarril minero. Y he hecho carreteras. Y, una vez, tuve una exposición de fieras. Pero ahora quieren prohibir estas cosas, según he oído decir. Eso de enseñar animales al público. En realidad, el negocio no era mío, pero yo viajaba por ahí. Era, digamos, el director. -Se calló un momento para dejar que la palabra hiciese efecto en Olof. Luego dijo-: Pero no es por eso por lo que se me conoce tanto. Aparecí en el periódico por otras causas.
 "Ha aparecido en el periódico", pensó Olof.
 -Con fotografía -dijo Kristiansson-. Colocaron allí un aparato grande que hizo un estampido y, ¡zas!, allí me tenías todo entero en la placa.
 Describió con las manos el modo en que sucedió. Al decir ¡zas!, cerró un ojo para dar una idea de cómo su imagen había esperado fuera de la cámara antes de introducirse y quedar fijada en la placa.
 -Fui famoso por un invento que he hecho -dijo-. ¿No has oído hablar de mí? Kristiansson es el nombre.
 De nuevo, Olof contestó tímidamente que no lo había oído. Pero...
 -Bueno, tampoco puedo ser famoso en todas partes. Nadie puede serlo. Yo, por lo menos, no he encontrado nunca a una persona que haya sido famosa en todas partes. Y eso que, debo decirlo, he conocido a un montón de personajes famosos.
 Intentaba recordar. De pronto, el tren paró en una estación, y unos bajaron y otros subieron; a Olof esto le inquietaba: que las cosas otra vez cambiarían justo cuando empezaba a sentirse tranquilo. De repente le parecía que Kristiansson era un íntimo amigo. Pensaba esto, cuando dos hombres, vestidos de camisas azules de trabajo y pantalones de ratina, entraron y se sentaron en un banco. Llevaban sendas fiambreras. Uno de los hombres llevaba asimismo un paquete con mangos de herramientas, atado con una cuerda de las utilizadas para sujetar sacos con azúcar. Eran mangos nuevos para hachas y picos. Pero Kristiansson no les hizo ningún caso. Ni siquiera miró por la ventana cuando el tren paró. Estaba pensando. En la frente se le había formado un profundo pliegue a causa del esfuerzo que hacía para recordar personas famosas. Olof se sentía embarazado de este honor, demasiado grande; le daba vergüenza que Kristiansson se devanase los sesos por su culpa. Una persona adulta se estaba esforzando por él.
 El tren empezó a moverse. Quedó atrás el edificio de la estación.
 Olof distinguió la gorra de un uniforme. Kristiansson se puso las manos, grandes y desgastadas por el trabajo, encima de las rodillas y se quedo mirándolas un rato.
 -Pues, en este momento no puedo recordar a todas las personas famosas que he conocido -dijo al final-. Pero son muchas.
 A Olof le parecía que hablaba demasiado alto.
ERA EL AÑO 1914 - AQUI TIENES TU VIDA: Amazon.es: Eyvind Johnson ... -No habrás oído referir nada del coronel Blom, ¿verdad? -preguntó Kristiansson-. No, eres demasiado joven. Pero él construyó ferrocarriles en muchas partes. Y era un señor muy conocido y famoso. Yo lo conocí. Hablamos varias veces. Me encontraba más cerca de él que de lo que estoy de ti ahora. No era necesario andar con cumplidos con él; le podías decir lo que querías en la cara. Se llamaba Blom y era coronel.
 -Sí -dijo Olof.
 -Se murió alcoholizado, como otros muchos, pero de una manera más fina -dijo Kristiansson, relamiéndose los labios-. Primero construyó ferrocarriles y con esto se hizo rico. Luego compró una gran finca, blanca, bonita, tenía baranda y alrededor había árboles; decían que la casa tenía veinticinco habitaciones, pero esto no lo he visto yo, no se puede verlo todo, en especial cuando se viaja de un lado a otro como yo. Y allí estaba Blom, en una sala grande y daba fiestas. Tenía un hombre que continuamente iba a la ciudad para buscarle alcohol y vinos, en grandes cajas. Invitaba a todo el mundo que quería beber con él pero, claro, debía ser gente bien para saber brindar según los reglamentos. Estaban sentados a una mesa redonda en la sala grande, bebiendo botellas de vino caro. Hablé con él en varias ocasiones, cuando llegaba en su coche, y tan de cerca como te tengo ahora a ti, o incluso más.
 Kristiansson hizo una pausa. Su voz se hizo luego más solemne.
 -Al final, el coronel ni siquiera podía estar sentado cuando bebía; lo hacía echado, y los invitados a las fiestas estaban sentados alrededor de la mesa, mientras que él mismo estaba tendido en un sofá, mandando y echándose tragos. Y, finalmente, ni siquiera podía echarse los tragos él solo: debía tener a su lado un tío que se los fuera echando. Cuando su vida acababa dijo que todo lo terrestre era efímero, no valía nada.
 Kristiansson cerró el ojo como si estuviera rezando.
 -Y yo, por mi parte, como he tenido un poco de todo en mis días, le doy la razón al coronel.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1983, en traducción de Deerie Sariols. ISBN: 84-7530-179-7.]

martes, 28 de julio de 2020

Estudios sobre elocuencia, política, jurisprudencia, historia y moral.- Salustiano de Olózaga (1805-1873)

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De la elocuencia
Discurso leído en la sesión inaugural de la Academia de Jurisprudencia y Legislación, celebrada el día 10 de diciembre de 1863

  «Entre los ejemplos modernos y la autoridad de los antiguos, vosotros escogeréis, mientras que yo intento daros a conocer algo de lo mucho que la experiencia y alguna meditación me han hecho pensar sobre el arte oratoria.
 Mi primera reflexión y a la que siempre he vuelto con el mismo convencimiento, era ésta: ¿han existido, puede haber oradores donde no se respeten los derechos de los hombres, donde no impere la ley, donde no haya libertad? Pues aunque no tuviera tantos encantos la elocuencia, la bendeciría yo porque no la consiente la tiranía ni la merece la esclavitud. Dichosa patria mía, que al fin tus hijos pueden decir, o sienten al menos la necesidad de comunicar a los demás lo que desean, lo que piensan, lo que saben. Hasta los que por sus principios, por sus antecedentes o por sus intereses habían sido los mayores enemigos de la discusión, la han aceptado. Y donde hay discusión, hay oradores. Los hubo, sin duda, en nuestras antiguas Cortes de Castilla: los habría y acaso mejores en las de Aragón, Cataluña y Valencia, que fueron por lo común más libres; pero, por desgracia no se conservan más que algunos ligeros extractos de ciertos discursos notables, que bastan a dar a conocer sus opiniones, que aun hoy parecerían a muchos por demás liberales, y aquella varonil entereza, y aquella tenacidad con que sin ofender al trono, le dirigían una vez y otra vez, las peticiones en que se formulaban las justas y casi siempre desatendidas exigencias de los pueblos; pero no llegaron a copiarse o no se han encontrado discursos íntegros por los que podamos formarnos una idea de lo que fue la oratoria entre nosotros en los tiempos que siguieron de cerca a la formación de la lengua castellana. Nos quedan únicamente los discursos que los reyes leían o mandaban que se leyesen en ciertas solemnidades que equivalían a la apertura de las Cortes; pero estos discursos se escribían y la elocuencia propiamente considerada está en la discusión, en la palabra, y las Cortes llegaron a ser mudas para que el pueblo consintiese en ser esclavo. Así de siglo en siglo fue perdiendo en forzado y degradante silencio la voz, y cuando en las Cortes de Cádiz resonaron las de sus más ilustres diputados, causaron tal extrañeza, y aun asombro, que la nación tuvo a maravilla el ver que en España había tantos y tan buenos oradores. Quiso la suerte que alguno se hubiese formado en la escuela inglesa, y ése es el origen de nuestra oratoria parlamentaria.
 La del foro no existía, porque no puede existir donde no haya amplia libertad para la defensa, y yo he alcanzado la triste época en que se interrumpía a un abogado y se le reconvenía por el presidente del Tribunal porque las ideas que sostenía eran ideas de este siglo. Y aun prescindiendo de esto, ¿cómo podían los abogados ser oradores si no aprendían siquiera la lengua castellana, si en todos sus estudios y hasta en sus ejercicios les obligaban a emplear la latina, o más bien un idioma bárbaro inventado y cada día más desfigurado por el mal gusto literario de nuestros tratadistas y glosadores?
 […] Hay un error que es muy cómodo, y por consiguiente muy general, que consiste en creer que el orador nace. Esto tiene dos ventajas para el común de las gentes, pues las dispensa de trabajar para adquirir lo que creen que no se puede lograr, y les permite rebajar a los oradores no reconociendo en ellos mérito propio, sino una gracia o habilidad natural, que pueda pedírseles que le ejerciten por vía de pasatiempo. Pero si en la injusticia en esto es aún más grande que el error, si el orador se hace, ¿dónde están las reglas que para serlo debemos seguir? Vosotros sabéis perfectamente las muchas y muy prolijas que nos dan los autores; yo confieso que las he olvidado, y no lo reputo esto por una desgracia, porque de poco o nada me han servido. Cuando pienso en el afán con que leía y aun devoraba los preceptos, los consejos y los ejemplos que nos han dejado los más célebres oradores de la antigüedad y de los tiempos modernos; cuando recuerdo mis trabajosos ensayos de improvisación en que atendía a un tiempo mismo a lo que deseaba decir, a las palabras que había de emplear, al estilo de que había que valerme, al orden de las ideas, a las imágenes que pudieran darle alguna brillantez, y a la entonación, y a las inflexiones de la voz, y a las pausas convenientes, y a la postura del cuerpo, y al movimiento de la cabeza, y al de los brazos, y a la expresión de la fisonomía, y a todas las minucias que según los maestros del arte constituyen la acción del orador, me avergüenzo de mi cándida ambición de llegar a serlo por este camino, y para que nadie lo siga en adelante, me creo obligado a proclamar aquí mi triste y vergonzoso desengaño.
Libro: Estudios sobre elocuencia, política, jurisprudencia ... Pudiera habérmelo evitado Cicerón, que declara que no salió orador de mano de los retóricos, sino que se formó en la Academia; pero como él da también tanta importancia a las reglas, que sujeta a ellas todo, desde el movimiento de las cejas hasta la colocación del pie izquierdo, aunque no me parecían eficaces, ni siquiera posibles, tuve que considerarlas como indispensables. Aun me parecieron más difíciles, más duras y aun peligrosas, viendo que Demóstenes, como otros oradores griegos, colocaba cerca de sí un músico, que con el sonido de la flauta les marcara la entonación conveniente del discurso si por acaso la perdía, y a la espalda, nada menos que la pica de una lanza, con la que por necesidad había de tocar si hacía un movimiento, a que era muy propenso, y que fácilmente se colige que no sería muy digno.
 […] Una reflexión ocurre naturalmente, y aunque todos la harán del mismo modo, es extraño que no saquen de ella su más lógica consecuencia. Si el más perfecto orador que la humanidad ha conocido tuvo que vencer los obstáculos que la naturaleza le oponía, y lo logró por la constancia sus esfuerzos, ¿por qué no han de seguir el mismo camino todos los que quieran serlo? Profundizando algún tanto en este punto; descartando el vulgar error de los que creen que el orador nace; viendo la imposibilidad de que se forme, por decirlo así, artificialmente por la observanza de ciertas reglas; contemplando la naturaleza del hombre, el único entre todos los seres vivientes a quien Dios concedió el misterioso don de la palabra, y con ella en eterna armonía, la expresión casi divina de su rostro, si no lo desfiguran instintos brutales o malas pasiones; viendo en la voz humana y en la variedad infinita de sus inflexiones y modulaciones, la natural y viva correspondencia a los innumerables afectos y pasiones que mansa o violentamente conmueven a nuestra alma; se viene en conocimiento de una gran verdad, aunque parezca una paradoja: todos los hombres son oradores. Sí, todos lo son naturalmente, y dejamos de serlo la mayor parte por los malos hábitos que desde los primeros años contraemos, por los vicios de la educación que recibimos y por las falsas ideas que acerca de la elocuencia nos formamos. ¡Quién no habrá sido elocuente alguna vez en la vida! ¡Qué mujer no lo es al llorar la muerte repentina o violenta de su adorado esposo; qué madre no conmueve con su acento y con su ademán al ver en gran peligro la vida de un hijo; qué hombre del pueblo al sentir una afrenta que rechaza, qué buen ciudadano al jurar eterna venganza contra los enemigos de la patria!
 No se necesita más que sentir, sentir bien, para expresarlo con verdad y ser elocuente en aquel momento. Para serlo siempre es menester sentir, estudiar, saber mucho. Esta es la fuente que señala Horacio a los que deseen escribir bien, y no hay otra, ciertamente, para los buenos oradores.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Analecta Editorial, 2011. ISBN: 978-84-92489-28-2.]