domingo, 29 de mayo de 2022

La isla en peso.- Virgilio Piñera (1912-1979)


Virgilio Piñera | Planeta de Libros
Si muero en la carretera I [De Una broma colosal (1988)]


 «Si muero en la carretera no me pongan flores.
Si en la carretera muero no me pongan flores.
En la carretera no me pongan flores si muero.
No me pongan si muero flores en la carretera.
No me pongan en la carretera flores si muero.
No flores en la carretera si muero me pongan.
No flores en la carretera me pongan si muero.
Si muero no flores en la carretera me pongan.
Si flores me muero en la carretera no me pongan.
Flores si muero no en la carretera me pongan.
Si flores muero pongan en me la no carretera.
Flores si pongan muero me en no la carretera.
Muero si pongan flores la en me en carretera.
La muero en si pongan no me carretera.
Si flores muero pongan en me la no carretera.
Flores si pongan muero me en no la carretera.
Si muero en las flores no me pongan en la carretera.
Si flores muero no me pongan en la carretera.
Si en la carretera flores no me pongan si muero.
Si en el muero no me pongan en la carretera flores.
[…]

Poemas de amor 1 [De Una broma colosal (1988)]

Como ayer no viniste me moría,
como tus ojos no vieron los míos,
como tus pasos no sentí en el día,
como el calor se convertía en frío…
   
A soñarte empecé por no perderte:
y soñé que tus ojos me veían,
soñé tus pasos y alejé mi muerte,
y soñando soñé que te veía.
   
En ese sueño tus labios me decían
mis ojos a los tuyos están viendo,
mis pasos son los que tú estás sintiendo,
y tus ojos en mis ojos se confían.
   
Fue entonces que soñé que despertaba,
fue entonces que tus ojos me veían,
fue entonces que tus pasos yo sentía
y entonces fue que tú te aproximabas.
[…]

Pequeño poema de Navidad [De Una broma colosal (1988)]

¿Naciste ya, Señor?
¿O esperas la señal
del dolor para venir al mundo?
Tu cuerpo, sin mundo todavía,
¿se estremece y se dobla como el dolor del hombre?
   
¿Naciste ya, Señor?
¿Eres humano y triste?
   
Tú, Señor, jadeante y perruno
chocas con las paredes
del templo de tu padre.
Y tú, Señor, también
 a tu padre le pides
 la venida a la tierra de un salvador del mundo.
 […] 

Una niñada de Piñera [De Una broma colosal (1988)]

Querida, no dijiste que hoy es tu natalicio, y que soñaste subir
penosamente los escalones del templo del Dolor; tampoco
aseveraste que se te quemó el pastel de pollo. Ni siquiera te
pasa por la mente dónde irá a parar el humo de esa chimenea
que sobresale por entre árboles esqueléticos; ni que esta tarde
el aire te trae el recuerdo de otra vida; ni que yo, como un perro
desvalido, ladro al fantasma de mi desesperación.
Ana María,
esta divagación me ayuda a soportarme; como un niño
malcriado hundo el dedo en el helado de fresa, interrumpo la
conversación de los mayores, enumero en voz alta las verrugas
de mi madre…
Ana María,
ayúdame a salir de mí. Llévame por ese camino interminable a la
quietud de un esplendor permanente.
[…]

¿Se dijo? [De Una broma colosal (1988)]

¿Se dijo o no se ha dicho?
Oíamos entretanto la música, acompañada del piafar de los
caballos. Un modo de eludir las enojosas preguntas.
Con todo, si se ha dicho o no, me preocupa.
¿Te acuerdas del sentido?
Si carece de sentido, callaremos.
¿Callar, se puede?
La Isla En Peso - librerialernerDe cada lengua salen pistas de aterrizaje, hacia las pistas
practicadas en los oídos. Callar sería catastrófico: secaría la
emoción. Las palabras no podrían despegar.
—Dime si ya se dijo. Quizá recuerdes una palabra. Lánzala de tu
rampa de despegue. Lánzala hacia este oído, que se está
muriendo por oír.
Tu silencio llena mi pecho con vacíos pintados de cal.
Blanco, esparcido blanco.
Si te obstinas en callar, sin una mancha estará mi alma.
Enviléceme: habla.
Dime cuatro verdades.
Necesito tu voz y tu verbo.
Deberé luego hundir un puñal en tu pecho.
[…]

En arje kai jo logos [De Una broma colosal (1988)]

Desde el principio nos acompañó el logos. ¿Quién nos acompañará en el final? Extiende sábanas, y que el viento las mueva. Eso ha de ser el logos. Suspendidas entre el cielo y la tierra, obedecerán las leyes de la gravedad. Míralas caer hasta quedar inertes. Mi cerebro arde de ideas o de sueños. Un ómnibus me lleva por una escalera. Viajo solo, y alguien me dice: Estás muerto. Como estoy vivo, para salir del ómnibus, despierto. Refulge mi logos. Qué suavidad la suya. Me acaricia con sus plumas de luz; me pinta un paisaje, y en el paisaje un niño que me llama con su dedito. Soy yo, aprendiendo a decir «mamá». Pienso en una torre colmada de sordo-mudos y de ciegos. En ella trato de refugiarme. Apenas entro, se desploma. Se convierte en una colmena de furiosas abejas. Mi logos entonces, con un golpecito en la sien, instaura el silencio y la negrura.
He comprendido.
[…]

Óyelo bien [De Una broma colosal (1988)]

Si alguna vez tuviste bellos días, tardes apacibles, amables
conversaciones; si en un instante magnífico viste crecer la rosa
y colorearse el aire; si decir «buenos días» era algo
perfectamente natural; si…, para qué seguir cuando el corazón
de todo se ha secado. En tu diccionario personal no aparece
la palabra salvación. Y en cambio, fueron sustituidas las demás
por una sola: «condenado», infinitamente repetida.
[…]

Para ti [De Una broma colosal (1988)]

Para ti ya no habrá formas ni contornos. Esperas por un sol
que no ha de salir. Sin estar ciego, aún ignoras —en tu casa
todavía hay luz—, que todo se volverá negrura en un instante,
y en un instante nunca más te verás como eres.
¿Qué dices…? El genio del hombre, la tecnología, los adelantos
de la ciencia…
Amigo mío, esa mano que busca otra mano, tus ojos que
pugnan por insertarse en otros, pronto sabrán que no son ojos
ni mano. De modo que asómate, y disfruta el último paisaje.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Tusquets Editores, 2000, en compilación de Antón Arrufat. ISBN: 84-8310-70-4-X]

miércoles, 25 de mayo de 2022

Frankenstein o el moderno Prometeo.- Mary Shelley (1797-1851)


La fuga de amor de Mary Shelley contada por ella misma | El ...
Capítulo 1


 «Mi padre tenía una hermana a quien amaba tiernamente y que se había casado muy joven con un caballero italiano. Poco después de su boda, había acompañado a su marido a su país natal, y durante algunos años mi padre tuvo muy poca relación con ella. Murió alrededor de la época de la que hablo, y pocos meses después mi padre recibió una carta de su cuñado haciéndole saber que tenía la intención de casarse con una dama italiana y pidiéndole que se hiciera cargo de la pequeña Elizabeth, la única hija de su difunta hermana.
  —Es mi deseo —dijo— que la consideres como hija tuya y que como a tal la eduques. Es la heredera de la fortuna de su madre, y te enviaré los documentos que así lo demuestran. Reflexiona sobre esta propuesta y decide si preferirías educar a tu sobrina tú mismo o que lo haga una madrastra.
  Mi padre no dudó un instante, y de inmediato se puso en camino hacia Italia con el fin de acompañar a la pequeña Elizabeth hasta su futuro hogar. A menudo he oído a mi madre decir que era la criatura más preciosa que jamás había visto, e incluso ya entonces mostraba síntomas de un carácter dulce y afectuoso. Estas características y el deseo de afianzar los lazos del amor familiar hicieron que mi madre considerara a Elizabeth como mi futura esposa, plan del cual nunca encontró razón para arrepentirse.
  A partir de este momento, Elizabeth Lavenza se convirtió en mi compañera de juegos y, a medida que crecíamos, en una amiga. Era dócil y de buen carácter, a la vez que alegre y juguetona como un insecto de verano. A pesar de que era vivaz y animada, tenía fuertes y profundos sentimientos y era desacostumbradamente afectuosa. Nadie podía disfrutar mejor de la libertad ni podía plegarse con más gracia que ella a la sumisión o lanzarse al capricho. Su imaginación era exuberante, pero tenía una gran capacidad para aplicarla. Su persona era el reflejo de su mente, sus ojos de color avellana, aunque vivos como los de un pájaro, poseían una atractiva dulzura. Su figura era ligera y airosa y, aunque era capaz de soportar gran fatiga, parecía la criatura más frágil del mundo. A pesar de que me cautivaba su comprensión y fantasía, me deleitaba cuidarla como a un animalillo predilecto. Nunca vi más gracia, tanto personal como mental, ligada a mayor modestia.
  Todos querían a Elizabeth. Si los criados tenían que pedir algo, siempre lo hacían a través de ella. No conocíamos ni la desunión ni las peleas, pues aunque éramos muy diferentes de carácter, incluso en esa diferencia había armonía. Yo era más tranquilo y filosófico que mi compañera, pero menos dócil. Mi capacidad de concentración era mayor, pero no tan firme. Yo me deleitaba investigando los hechos relativos al mundo en sí, ella prefería las aéreas creaciones de los poetas. Para mí el mundo era un secreto que anhelaba descubrir, para ella era un vacío que se afanaba por poblar con imaginaciones personales.
  Mis hermanos eran mucho más jóvenes que yo; pero tenía un amigo entre mis compañeros del colegio, que compensaba esta deficiencia. Henry Clerval era hijo de un comerciante de Ginebra, íntimo amigo de mi padre, y un chico de excepcional talento e imaginación. Recuerdo que, cuando tenía nueve años, escribió un cuento que fue la delicia y el asombro de todos sus compañeros. Su tema de estudio favorito eran los libros de caballería y romances, y recuerdo que de muy jóvenes solíamos representar obras escritas por él, inspiradas en estos sus libros predilectos, siendo los principales personajes Orlando, Robin Hood, Amadís y San Jorge.
 Juventud más feliz que la mía no puede haber existido. Mis padres eran indulgentes y mis compañeros amables. Para nosotros los estudios nunca fueron una imposición; siempre teníamos una meta a la vista que nos espoleaba a proseguirlos. Este era el método, y no la emulación, que nos inducía a aplicarnos. Con el fin de que sus compañeras no la dejaran atrás, a Elizabeth no se la orientaba hacia el dibujo. Sin embargo, se dedicaba a él motivada por el deseo de agradar a su tía, representando alguna escena favorita dibujada por ella misma. Aprendimos inglés y latín para poder leer lo que en esas lenguas se había escrito. Tan lejos estaba el estudio de resultarnos odioso a consecuencia de los castigos, que disfrutábamos con él, y nuestros entretenimientos constituían lo que para otros niños hubieran sido pesadas tareas. Quizá no leímos tantos libros ni aprendimos lenguas tan rápidamente como aquellos a quienes se les educaba conforme a los métodos habituales, pero lo que aprendimos se nos fijó en la memoria con mayor profundidad. Incluyo a Henry Clerval en esta descripción de nuestro círculo doméstico, pues estaba con nosotros continuamente. Iba al colegio conmigo, y solía pasar la tarde con nosotros; pues, siendo hijo único y encontrándose solo en su casa, a su padre le complacía que tuviera amigos en la nuestra. Por otro lado nosotros tampoco estábamos del todo felices cuando Clerval estaba ausente.
 Siento placer al evocar mi infancia, antes de que la desgracia me empañara la mente y cambiara esta alegre visión de utilidad universal por tristes y mezquinas reflexiones personales. Pero al esbozar el cuadro de mi niñez, no debo omitir aquellos acontecimientos que me llevaron, con paso inconsciente, a mi ulterior infortunio. Cuando quiero explicarme a mí mismo el origen de aquella pasión que posteriormente regiría mi destino, veo que arranca, como riachuelo de montaña, de fuentes poco nobles y casi olvidadas, engrosándose poco a poco hasta que se convierte en el torrente que ha arrasado todas mis esperanzas y alegrías.
 La filosofía natural es lo que ha forjado mi destino. Deseo, pues, en esta narración explicar las causas que me llevaron a la predilección por esa ciencia. Cuando tenía trece años fui de excursión con mi familia a un balneario que hay cerca de Thonon. La inclemencia del tiempo nos obligó a permanecer todo un día encerrados en la posada, y allí, casualmente, encontré un volumen de las obras de Cornelius Agrippa. Lo abrí con aburrimiento, pero la teoría que intentaba demostrar y los maravillosos hechos que relataba pronto tornaron mi indiferencia en entusiasmo. Una nueva luz pareció iluminar mi mente, y lleno de alegría le comuniqué a mi padre el descubrimiento. No puedo dejar de comentar aquí las múltiples oportunidades de que disponen los educadores para orientar la atención de sus alumnos hacia conocimientos prácticos, y que desaprovechan lamentablemente. Mi padre ojeó distraídamente la portada del libro y dijo:
  —¡Ah, Cornelius Agrippa! Víctor, hijo mío, no pierdas el tiempo con esto, son tonterías.
  Si en vez de hacer este comentario, mi padre se hubiera molestado en explicarme que los principios de Agrippa estaban totalmente superados, que existía una concepción científica moderna con posibilidades mucho mayores que la antigua, puesto que eran reales y prácticas mientras que las de aquélla eran quiméricas, tengo la seguridad de que hubiera perdido el interés por Agrippa. Probablemente, sensibilizada como tenía la imaginación, me hubiera dedicado a la química, teoría más racional y producto de descubrimientos modernos. Es incluso posible que mi pensamiento no hubiera recibido el impulso fatal que me llevó a la ruina. Pero la indiferente ojeada de mi padre al volumen que leía en modo alguno me indicó que él estuviera familiarizado con el contenido del mismo, y proseguí mi lectura con mayor avidez.
  Mi primera preocupación al regresar a casa fue hacerme con la obra completa de este autor y, después, con la de Paracelso y Alberto Magno. Leí y estudié con gusto las locas fantasías de estos escritores. Me parecían tesoros que, salvo y o, pocos conocían. Aunque a menudo hubiera querido comunicarle a mi padre estas secretas reservas de mi sabiduría, me lo impedía su imprecisa desaprobación de mi querido Agrippa. Por tanto, y bajo promesa de absoluto secreto, le comuniqué mis descubrimientos a Elizabeth, pero el tema no le interesó y me vi obligado a continuar solo.
Frankenstein o el moderno Prometeo | Biblioteca Virtual Fandom ... Puede parecer extraño que en el siglo XVIII surja un discípulo de Alberto Magno, pero nuestra familia no era científica, y yo no había asistido a ninguna de las clases que se daban en la universidad de Ginebra. Así pues, mis sueños no se veían turbados por la realidad, y me lancé con enorme diligencia a la búsqueda de la piedra filosofal y el elixir de la vida. Pero era esto último lo que recibía mi más completa atención: la riqueza era un objetivo inferior; pero ¡qué fama rodearía al descubrimiento si y o pudiera eliminar de la humanidad toda enfermedad y hacer invulnerables a los hombres a todo salvo a la muerte violenta!
  No eran éstos mis únicos pensamientos. Provocar la aparición de fantasmas y demonios era algo que mis autores predilectos prometían que era fácil, cumplimiento que yo ansiaba fervorosamente conseguir. Atribuía el que mis hechizos jamás tuvieran éxito más a mi inexperiencia y error que a la falta de habilidad o veracidad por parte de mis instructores.
  Los fenómenos naturales que a diario tienen lugar no escapaban a mi observación. La destilación y los maravillosos efectos del vapor, procesos que mis autores favoritos desconocían por completo, provocaban mi asombro. Pero mi mayor sorpresa la suscitaron unos experimentos con una bomba de aire que empleaba un caballero al cual solíamos visitar.
  El desconocimiento de los antiguos filósofos sobre éste y varios otros temas disminuyeron mi fe en ellos, pero no podía desecharlos por completo sin que algún otro sistema ocupara su lugar en mi mente.
  Tenía alrededor de quince años cuando, habiéndonos retirado a la casa que teníamos cerca de Belrive, presenciamos una terrible y violenta tormenta. Había surgido detrás de las montañas del Jura, y los truenos estallaban al unísono desde varios puntos del cielo con increíble estruendo. Mientras duró la tormenta, observé el proceso con curiosidad y deleite. De pronto, desde el dintel de la puerta, vi emanar un haz de fuego de un precioso y viejo roble que se alzaba a unos quince metros de la casa; en cuanto se desvaneció el resplandor, el roble había desaparecido y no quedaba nada más que un tocón destrozado. Al acercarnos a la mañana siguiente, encontramos el árbol insólitamente destruido. No estaba astillado por la sacudida; se encontraba reducido por completo a pequeñas virutas de madera. Nunca había visto nada tan deshecho.
  La catástrofe de este árbol avivó mi curiosidad, y con enorme interés le pregunté a mi padre acerca del origen y naturaleza de los truenos y los relámpagos.
  —Es la electricidad —me contestó, a la vez que me describía los diversos efectos de esa energía.
  Construyó una pequeña máquina eléctrica y realizó algunos experimentos. También hizo una cometa con cable y cuerda, que arrancaba de las nubes ese fluido.
 Esto último acabó de destruir a Cornelius Agrippa, Alberto Magno y Paracelso, que durante tanto tiempo habían reinado como dueños de mi imaginación. Pero, por alguna fatalidad, no me sentí inclinado a empezar el estudio de los sistemas modernos, desinclinación que se vio influida por la siguiente circunstancia. Mi padre expresó el deseo de que asistiera a un curso sobre filosofía natural. Gustosamente asentí a esto, pero algún motivo me impidió ir hasta que el curso estuvo casi terminado. Por tanto, al ser ésta una de las últimas clases, me resultó totalmente incomprensible. El profesor disertaba con la mayor locuacidad sobre el potasio y el boro, los sulfatos y óxidos, términos que y o no podía asociar a ninguna idea. Empecé a aborrecer la ciencia de la filosofía natural, aunque seguí leyendo a Plinio y Buffon con deleite, autores, a mi juicio, de similar interés y utilidad.
  A esta edad las matemáticas y la mayoría de las ramas cercanas a esa ciencia constituían mi principal ocupación. También me afanaba por aprender lenguas; el latín ya me era familiar, y sin ayuda del diccionario empecé a leer algunos de los autores griegos más asequibles. También entendía inglés y alemán perfectamente. Este era mi bagaje cultural a los diecisiete años, además de las muchas horas empleadas en la adquisición y conservación del conocimiento de la vasta literatura.
 También recayó sobre mí la obligación de instruir a mis hermanos. Ernest, seis años menor que yo, era mi principal alumno. Desde la infancia había sido enfermizo, y Elizabeth y yo lo habíamos cuidado constantemente; era de disposición dócil, pero incapaz de cualquier prolongado esfuerzo mental. William, el benjamín de la familia, era todavía un niño y la criatura más preciosa del mundo; tenía los ojos vivos y azules, hoyuelos en las mejillas y modales zalameros, e inspiraba la mayor ternura.
 Tal era nuestro ambiente familiar, en el cual el dolor y la inquietud no parecían tener cabida. Mi padre dirigía nuestros estudios, y mi madre participaba de nuestros entretenimientos. Ninguno de nosotros gozaba de más influencia que el otro; la voz de la autoridad no se oía en nuestro hogar, pero nuestro mutuo afecto nos obligaba a obedecer y satisfacer el más mínimo deseo del otro.»

domingo, 22 de mayo de 2022

Vida y destino.- Vasili Grossman (1905-1964)


Vasili Grossman, el gran cronista de la II Guerra Mundial > Poemas ...
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 «En el campo de concentración alemán, Mijaíl Sídorovich Mostovskói tuvo oportunidad, por vez primera después del Segundo Congreso del Komintern, de aplicar su conocimiento de lenguas extranjeras. Antes de la guerra, cuando vivía en Leningrado, había tenido escasas ocasiones de hablar con extranjeros. Ahora recordaba los años de emigración que había pasado en Londres y en Suiza, donde él y otros camaradas revolucionarios hablaban, discutían, cantaban en muchas lenguas europeas.
 Guardi, el sacerdote italiano que ocupaba el catre junto a Mostovskói, le había explicado que en el Lager vivían hombres de cincuenta y seis nacionalidades.
 Las decenas de miles de habitantes de los barracones del campo compartían el mismo destino, el mismo color de tez, la misma ropa, el mismo paso extenuado, la misma sopa a base de nabo y sucedáneo de sagú que los presos rusos llamaban "ojo de pescado" . Para las autoridades del campo, los prisioneros sólo se distinguían por el número y el color de la franja de tela que llevaban cosida a la chaqueta: roja para los prisioneros políticos, negra para los saboteadores, verde para los ladrones y asesinos.
 Aquella muchedumbre plurilingüe no se comprendía entre sí, pero todos estaban unidos por un destino común. Especialistas en física molecular o en manuscritos antiguos yacían en el mismo camastro junto a campesinos italianos o pastores croatas incapaces de escribir su propio nombre. Un hombre que antes pedía el desayuno a su cocinero y cuya falta de apetito inquietaba al ama de llaves, ahora marchaba al trabajo al lado de aquel otro que toda su vida se había alimentado a base de bacalao salado. Sus suelas de madera producían el mismo ruido al chocar contra el suelo y ambos miraban a su alrededor con la misma ansiedad para ver si llegaban los Kostträger, los portadores de los bidones de comida, los "kostrigui" como los llamaban los prisioneros rusos.
 Los destinos de los hombres del campo, a pesar de su diversidad, acababan por semejarse. Tanto si su visión del pasado se asociaba a un pequeño jardín situado al borde de una polvorienta carretera italiana, como si estaba ligada al bramido huraño del mar del Norte o a la pantalla de papel anaranjado en la casa de un encargado en las afueras de Bobruisk, para todos los prisioneros, del primero al último, el pasado era maravilloso.
 Cuanto más dura había sido la vida de un hombre antes del campo, mayor era el fervor con el que mentía. Aquellos embustes no servían a ningún objetivo práctico; más bien representaban un himno a la libertad: un hombre fuera del campo no podía ser desgraciado…
 Antes de la guerra aquel campo se denominaba campo para criminales políticos.
 El nacionalsocialismo había creado un nuevo tipo de prisioneros políticos: los criminales que no habían cometido ningún crimen.
 Muchos ciudadanos iban a parar al campo por haber contado un chiste de contenido político o por haber expresado una observación crítica al régimen hitleriano en una conversación entre amigos. No habían hecho circular octavillas, no habían participado en reuniones clandestinas. Se los acusaba de ser sospechosos de poder hacerlo.
 La reclusión de prisioneros de guerra en los campos de concentración para prisioneros políticos era otra de las innovaciones del fascismo. Allí convivían pilotos ingleses y americanos abatidos sobre territorio alemán, comandantes y comisarios del Ejército Rojo. Estos últimos eran de especial interés para la Gestapo y se les exigía que dieran información, colaboraran, suscribieran toda clase de proclamas.
 En el campo había saboteadores: trabajadores que se habían atrevido a abandonar el trabajo sin autorización en las fábricas militares o en las obras en construcción. La reclusión en campos de concentración de obreros cuyo trabajo se consideraba deficiente también era un hallazgo del nacionalsocialismo.
 Había en el campo hombres con franjas de tela lila en las chaquetas: emigrados alemanes huidos de la Alemania fascista. Era ésta, asimismo, una novedad introducida por el fascismo: todo aquel que hubiera abandonado Alemania, aun cuando se hubiera comportado de manera leal a ella, se convertía en un enemigo político.
 Los hombres que llevaban una franja verde en la chaqueta, ladrones y malhechores, gozaban de un estatus privilegiado: las autoridades se apoyaban en los delincuentes comunes para vigilar a los prisioneros políticos.
 El poder que ejercía el preso común sobre el prisionero político era otra manifestación del espíritu innovador del nacionalsocialismo.
Vida y destino (Narrativa): Amazon.es: Grossman, Vasili: Libros En el campo había hombres con un destino tan peculiar que no habían podido encontrar tela de un color que se ajustara convenientemente al suyo. Pero también el encantador de serpientes indio, el persa llegado de Teherán para estudiar la pintura alemana, el estudiante de física chino habían recibido del nacionalsocialismo un puesto en los catres, una escudilla de sopa y doce horas de trabajo en los Plantages.
 Noche y día los convoyes avanzaban en dirección a los campos de concentración, a los campos de la muerte. El ruido de las ruedas persistía en el aire junto al pitido de las locomotoras, el ruido sordo de cientos de miles de prisioneros que se encaminaban al trabajo con un número azul de cinco cifras cosido en el uniforme. Los campos se convirtieron en las ciudades de la Nueva Europa. Crecían y se extendían con su propia topografía, sus calles, plazas, hospitales, mercadillos, crematorios y estadios.
 Qué ingenuas, qué bondadosamente patriarcales parecían ahora las viejas prisiones que se erguían en los suburbios urbanos en comparación con aquellas ciudades del campo, en comparación con el terrorífico resplandor rojo y negro de los hornos crematorios.
 Uno podría pensar que para controlar a aquella enorme masa de prisioneros se necesitaría un ejército de vigilantes igual de enorme, millones de guardianes. Pero no era así. Durante semanas no se veía un solo uniforme de las SS en los barracones. En las ciudades-Lager eran los propios prisioneros los que habían asumido el deber de la vigilancia policial. Eran ellos los que velaban por que se respetara el reglamento interno en los barracones, los que cuidaban de que a sus ollas sólo fueran a parar las patatas podridas y heladas, mientras que las buenas y sanas se destinaban al aprovisionamiento del ejército.
 Los propios prisioneros eran los médicos en los hospitales, los bacteriólogos en los laboratorios del Lager, los porteros que barrían las aceras de los campos. Eran incluso los ingenieros que procuraban la luz y el calor en los barracones y que suministraban las piezas para la maquinaria.
 Los kapos —la feroz y enérgica policía de los campos— llevaban un ancho brazalete amarillo en la manga izquierda. Junto a los Lagerälteste, Blockälteste y Stubenälteste, controlaban toda la jerarquía de la vida del campo: desde las cuestiones más generales hasta los asuntos más personales que tenían lugar por la noche en los catres. Los prisioneros participaban en el trabajo más confidencial del Estado del campo, incluso en la redacción de las listas de « selección» y en las medidas aplicadas a los prisioneros en las Dunkel-kammer, las celdas oscuras de hormigón. Daba la impresión de que, aunque las autoridades desaparecieran, los prisioneros mantendrían la corriente de alta tensión de los alambres, que no se desbandarían ni interrumpirían el trabajo.
 Los kapos y Blockälteste se limitaban a cumplir órdenes, pero suspiraban y a veces incluso vertían algunas lágrimas por aquellos que conducían a los hornos crematorios… Sin embargo, ese desdoblamiento nunca llegaba hasta el extremo de incluir sus propios nombres en las listas de selección. A Mijaíl Sídorovich se le antojaba particularmente siniestro que el nacionalsocialismo no hubiera llegado al campo con monóculo, que no tuviera el aire altivo de un cadete de segunda fila, que no fuera ajeno al pueblo. En los campos, el nacionalsocialismo campaba a sus anchas pero no vivía aislado del pueblo llano: gustaba de sus burlas y sus bromas desataban las risas; era plebeyo y se comportaba de modo campechano; conocía a la perfección la lengua, el alma y la mentalidad de aquellos a los que había privado de libertad.»

    [El texto pertenece a la edición española de Editorial Círculo de Lectores, 2007, en traducción de Marta-Ingrid Rebón Rodríguez, pp. 5-7. ISBN: 978-84-671-2716-1]

miércoles, 18 de mayo de 2022

El arte de no decir la verdad.- Adam Soboczynski (1975)


Soboczynski, Adam - Editorial Anagrama
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Mostrar interés

 «¡Cuánto anhelamos captar la atención! A menudo el que se convierte en centro de la conversación se gusta enormemente a sí mismo. Pocas cosas satisfacen más nuestra vanidad. Sobre todo en aquel que consigue cautivar a su público hasta el punto de que gusta a los que le escuchan por su narcisismo. Sólo entonces éstos muestran atención e interés hacia el que habla. Se olvidan de sí mismos y, como dice la bella expresión, beben de sus palabras. Y esto nuevamente complace mucho al narrador, que sabe perfectamente que gustarse a sí mismo sirve de bien poco si no se gusta también a los demás. Y lo mismo se puede decir en sentido inverso: el que quiere adular al narrador, lo escucha atentamente.
 Y hacerse escuchar atentamente es lo que hace una mujer durante un paseo a orillas del Rin. Es el primer día cálido del año: los patinadores se aventuran a salir con sus patines en línea y pasan de largo junto a la pareja de paseantes. La mujer observa algo absorta un barco de pasajeros que avanza parsimoniosamente río abajo.
 La mujer, que es cirujana, tiene el día libre. Los últimos días han sido agotadores: dos apendicitis, un aneurisma con complicaciones, y luego la historia con el enfermero. ¡Qué bien que hoy haya podido convencer a su viejo y buen amigo para salir a pasear un rato!
 Para simplificar, pongamos que el viejo y buen amigo se llama Andreas y la mujer María.
 Se conocen de la época de la universidad. Andreas sigue trabajando en su doctorado aún inacabado sobre los merovingios. En aquellas semanas llenas de privaciones que, como siempre, pasaba inclinado sobre un montón de fotocopias, asqueado por la desagradable maleza de las notas a pie de página de la bibliografía académica, víctima del síndrome de la página en blanco, María, que aún estudiaba, llamaba algunas noches a la puerta de su pequeño apartamento y traía consigo unas cervezas. Se las bebían juntos en la cama. También tenían patatas fritas y vídeos: todos los Bond que se podían conseguir. A Andreas le gustaba eso de beber cerveza en lugar de vino. Algunas noches, ella se quedaba dormida como un tronco y él, fumando un último cigarrillo junto a la ventana, descubría con cierta sorpresa que y a despuntaba el día. Le gustaba quedarse despierto mientras María dormía. Posaba complacido la mirada en sus párpados, ligeramente agitados en medio del sueño.
 Han pasado y a algunos años de todo aquello. Entonces, a los dos el mundo se les aparecía, al menos a veces, como un mar de posibilidades. Nunca habían salido lo que se dice juntos. En aquellos años de grandes ambiciones juveniles, se consideraban demasiado distintos. Era eso y nada más, pero tampoco nada menos: una idealización de la vida cotidiana incitada por el ansia de diversión. Cuando María se enamoró de otro hombre, ambos acordaron transformar su relación en una amistad sin mayores complicaciones. “Ahora sí que estoy enamorada de verdad”, decía ella con orgullo.
 Y mientras Andreas se enterraba cada vez más en su doctorado, que hasta el día de hoy financia gracias a una plaza como asistente universitario en el Instituto de Historia, María, tras finalizar la licenciatura, se dedicaba con perseverante pasión a su carrera. ¡Aún no había cumplido los treinta y ya era médica adjunta! Nadie podía quejarse; tampoco sus padres, que con motivo de la noticia le habían regalado un Volkswagen Polo, lo que a María le había parecido un tanto ridículo, puesto que precisamente entonces ya se podía permitir ella pagarlo a plazos.
 ¿Por qué contamos todo esto? Porque, secretamente, Andreas desea a María más de lo que se le suele suponer a una simple amistad. Aquellos párpados agitados a la luz del amanecer se le habían quedado grabados a fuego. Desde que acordaron evitar todas las muestras de cariño que iban más allá de una relación de amistad, Andreas no desea otra cosa que esas muestras de cariño. Hace mucho tiempo que espera la ocasión idónea para devolver la relación a su antiguo estado más apasionado.
 Andreas presiente que hoy puede ser el gran día. María está confusa, el mejor de los escenarios. Entrecortadamente, gesticulando, recorriendo la orilla a paso lento, habla de su novio, médico como ella (aunque en otra clínica), de lo fiel y atento que es, de que quiere tener hijos, es cariñoso y le gusta cocinar. Lo ama. Hasta cierto punto, al menos.
 Todo eso ya lo sabe, dice Andreas. ¡Suena maravilloso! ¿Cuál es el problema entonces?
 —¿El problema? —María suelta una carcajada de desesperación—. ¡El problema es el enfermero!
 —¿El enfermero? ¿Qué enfermero?
 —¡Es tan embarazoso! —exclama María, llevándose las manos a la cabeza y ruborizándose. Entonces cuenta el terrible lío. Al principio, todo se limitaba a  algunas miradas furtivas y a algún que otro contacto cuando el enfermero le alcanzaba los instrumentos médicos en alguna intervención. Aquello dio paso, primero, a los inevitables encuentros en la cantina, donde comían juntos escalope empanado con patatas fritas, luego a la breve y aún completamente inocente cerveza tras una guardia compartida, y finalmente al súbito retorno a los largamente olvidados arrebatos de la juventud, que empezaron con la exploración frenética de los diversos trasteros de la clínica durante pausas que programaban de mutuo acuerdo.
 ¿Qué debía hacer? ¿Confesarlo todo y acabar con aquella aventura? ¿Dejar a su novio? Todo era tan confuso: aquí la seguridad, allá la tremenda excitación…  ¡Ni siquiera conseguía concentrarse durante las incisiones de filigrana que le exigían las operaciones complicadas!
El arte de no decir la verdad - Soboczynski, Adam - 978-84-339 ... Alguien podría pensar que, frente no a uno sino dos competidores masculinos, Andreas no tiene ninguna posibilidad. Es justo lo contrario. Andreas supone, con toda la razón, que tanto el novio como el enfermero ya han peleado bastante. Sin que ellos tengan ninguna conciencia de ello, el enfermero es para María la prueba del aburrimiento de su novio, y su novio es la prueba de la poca solidez de la vida del enfermero: no sólo es que gane muy poco dinero, es que el simple hecho de llevarlo a una fiesta resultaría impensable. María se avergonzaría de la simplicidad de sus pensamientos.
 Pero todo esto, aunque lo piense, Andreas no lo dice. Escucha a María con atención, pone cara pensativa, fuma un cigarrillo y de vez en cuando, cuando quiere que ella le precise algo, le hace alguna pregunta. De este modo, consigue que el conflicto salga a la luz en toda su crudeza. Desde luego, no cae en el error de criticar a uno de los competidores, ni tampoco a los dos. Al contrario: si bien tímidamente, elogia, por un lado, el bello apasionamiento de la aventura amorosa (“¡Qué emocionante!”), y por otro la sólida serenidad de su pareja (“¡Un tipo de lo más agradable!”). De este modo, provoca la réplica de su vieja y buena amiga, que se lamenta de los apáticos e interminables domingos con su novio (“Últimamente jugamos a cartas… ¡y a mí ni siquiera me gustan las cartas!”), para quejarse luego del enfermero, que se ha dedicado a contar su conquista a los cuatro vientos. En todo caso, los compañeros no paran de pinchar a María con las bromas más repugnantes (“¿Vas a que te pongan la inyección?”).
 Si lo piensa un poco, afirma María, el dichoso enfermero, que por cierto es muy guapo, no es más que una aventura de transición anticipada. Nada más.
 Sólo en este momento, en el que el juego parece casi ganado, Andreas pasa de su actitud comprensiva al ataque. Señala hacia un lujoso pabellón de ladrillo rojo, situado sobre una pequeña colina, resplandeciente al sol de la tarde, donde hace poco han abierto un bar.
 A la segunda cerveza, los viejos y buenos amigos charlan de los viejos buenos tiempos (“¡Qué días más locos, aquéllos!”). A la tercera, la conversación se pone momentáneamente seria cuando María pregunta por el doctorado a Andreas, quien, en una interpretación extremadamente benévola de los hechos, lo describe como cercano a su fin. A la cuarta cerveza, María cae en la cuenta de que, en las últimas semanas, Andreas ha adelgazado bastante (“¡Te sienta de maravilla!”).
 Como colofón del día, Andreas propone alquilar una película. Tras una breve vacilación (no por la existencia de una duda, sino como pausa dramática), María responde:
 —¡Venga, por qué no!
 Unas horas más tarde, Andreas, fumando un último cigarrillo junto a la ventana, descubre con cierta sorpresa que ya despunta el día. Le gusta quedarse despierto mientras María duerme. Posa complacido la mirada en sus párpados, ligeramente agitados en medio del sueño.
 Y así es como el mostrar interés y el escuchar con paciencia vencen sobre la charla irreflexiva. Los demás, envidiosos, se burlan del que muestra un absorto interés tildándolo de “amigo de las mujeres”. Sin embargo, el que acierta en su proceder, evidentemente, es aquel que jamás infravalora la vanidad del que habla. Lo que más detesta el que habla es percibir que su interlocutor, en lugar de beber de sus palabras, está pensando y a en lo que va a replicar. Sólo cuando éste muestra una atención incondicional, el narrador cae en la trampa de abrirse completamente.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2013, en traducción de Francesc Rovira Faixa. ISBN: 978-84-339756-76.]