miércoles, 30 de junio de 2021

Escritos.- Kazimir Malévich (1879-1935)


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Las banderas en la calle

Una arquitectura que abofetea al hormigón armado (1918)

 «El arte ha sacado sus vanguardias de los túneles de tiempos pasados.
 El cuerpo del arte se reencarna incansablemente y refuerza la base de su esqueleto con los lazos tenaces y sólidos de la armonía con el tiempo.
 Los volcanes de nuevos embriones de fuerzas creadoras lo barren todo, descomponen el viejo caparazón y fabrican uno nuevo.
 Cada siglo corre más deprisa que el precedente, toma una carga más pesada, se construye carreteras de hormigón armado.
 Nuestro siglo corre a la vez hacia los cuatro puntos cardinales, como el corazón que se agranda aparta las paredes del espacio, penetrando por todo.
 La época prehistórica se lanzó por una sola línea, a continuación por dos y luego por tres; actualmente, nuestra época se lanza al espacio por cuatro líneas, despegándose de la tierra (1).
 El futurismo ha esbozado los nuevos paisajes de la rápida sucesión de las cosas en la época actual, ha expresado sobre los lienzos el nuevo dinamismo de la vida del hormigón armado.
 Así, el arte pictórico ha progresado tras las huellas de la técnica de las máquinas modernas.
 La literatura ha abandonado el trabajo de funcionario de la palabra, se ha aproximado a la letra y ha desaparecido en su esencia.
 La música ha abandonado la melodía del salón, las tiernas arias, para ir hacia el sonido puro como tal. El arte entero ha liberado su rostro del elemento exterior, sólo la arquitectura lleva todavía en la cara los granos de la época actual y las verrugas del pasado que no dejan de crecer.
 Por obligación los más bellos edificios se apoyan en columnas griegas, muletas de lisiado.
Por obligación la corona de hojas de acanto ciñe el edificio.
 El rascacielos con sus ascensores, sus lámparas eléctricas, sus teléfonos, está decorado con venus, querubines y los diferentes atributos de la época griega.
 Por otro lado el difunto estilo ruso no da tregua.
 De repente sobrenada; algunos originales piensan incluso en resucitarlo y manchar con sus excentricidades los campos del siglo de la rapidez.
 Aquí está Lázaro que camina resucitado sobre hormigón y asfalto, levanta la cabeza para mirar los hilos eléctricos, se asombra a la vista de los automóviles y pide volver a su tumba.
 Los tranvías, automóviles y aeroplanos consideran también con asombro al desgraciado ciudadano y, apiadados, le dan tres kopecks.
 ¡El ridículo e insignificante Lázaro resucitado con su manto, entre la velocidad desenfrenada de nuestras máquinas eléctricas!
 Sus hombros son lamentables y el tiempo que carga sobre su espalda lo aplastará como una torta. Señores originales, dense prisa en llevarse los cadáveres de sus venerables sabios que obstruyen el acceso a los rápidos del espíritu joven.
 No impidan que corra. No impidan que el nuevo cuerpo temple sus músculos vivos.
 Persuádanse de que a pesar de todos sus esfuerzos para resucitar un cadáver, no deja de ser un cadáver.
 Sólo la imaginación enfermiza e ingenua del arquitecto original supone que un cadáver untado de hormigón y forjado con metal será capaz de sostener su esqueleto podrido.
 La falta total de talento, la indigencia de fuerzas creadoras, nos obligan a errar por los cementerios y a arrancar podredumbre.
 Los últimos edificios con los que se ha enriquecido Moscú: la estación de Kazán y el Ministerio de Finanzas, el pasaje Afanasiev, prueban evidentemente la nulidad de los constructores.
 En su carrera nerviosa nuestro tiempo palpita inmensa y violentamente sin un instante de reposo; su impulso es impetuoso y fulminante, cada segundo que ve nacer un puntito rojo desencadena la indignación. Nuestra época es la de la velocidad.
 ¡Y resulta que quieren que esta velocidad lleve el traje del mamut y arreglar las catacumbas de Kiev para los partidos de fútbol!
 Ridículo proyecto. No hay que aprisionar a nuestro siglo XX en el caftán del zar Alexis Mijailovich ni ponerle el gorro de Monómaco; tampoco se lo debe sostener con columnas griegas de elegante pesadez. Todo eso se reducirá a cenizas bajo la presión de nuestra fogosidad.
 Yo vivo en la inmensa ciudad de Moscú, espero que se reencarne y me siento feliz cada vez que veo demoler un hotelito particular que data del tiempo de los Alexeiev.
 Espero con impaciencia que la casa recién nacida sea contemporánea de su padre y de su madre, llena de vida y de fuerza.
 En realidad, todo ocurre de otra manera, menos complicada pero original: se recoge al muerto, se lo entierra y bajo Rogneda, al lado del cuerpo y en su lugar, crecen los cimientos, se coloca la construcción enfoscada o previa según las recetas del hormigón armado, se instalan vigas con sección de T en los lugares podridos.
Resultado de imagen de kazimir malevich escritos Cuando la venerable estación de Kazán expiró en su tiempo (muerta porque su esqueleto no podía contener la carrera moderna), creí que se reconstruiría en su lugar un cuerpo esbelto y poderoso, capaz de sostener la riada de la época actual.
 Envidié al constructor que podría manifestar su fuerza y realizar el gigante que la potencia iba a poner en el mundo.
 Pero se le encargó a un original. Tomó el ferrocarril y se fue al servicio de pompas fúnebres arqueológicas de Novgorod y Iaroslavl, a consultar la lista de muertos consignados en el registro.
 Quiso jugar al nacionalista, no es más que un mero incapaz.
 ¿Se han imaginado los jefes de la línea de Kazán nuestro siglo, el del hormigón armado? ¿Han visto las bellas criaturas de músculos de hierro que son las locomotoras de doce ruedas?
 ¿Han oído su vivo aullido? La calma es el suspiro. El gemido es durante la carrera. ¿Han visto las luces vivas de los semáforos? ¿Ven la carrera de los viajeros?
 Evidentemente, no. Han visto frente a ellos el cementerio del arte nacional y han concebido como un cementerio toda la vía férrea con sus ramales. Esto es lo que han realizado con un edificio que pretendía ser contemporáneo.
 ¿Se ha preguntado el constructor lo que es una estación? Aparentemente, no. ¿Ha comprendido que una estación es una puerta, un túnel, la pulsión nerviosa del estremecimiento, el aliento de la ciudad, su vena vibrante, su corazón palpitante?
 Expresos de doce ruedas corren allí como meteoritos, jadeantes, se hunden en la laringe del cuello de hormigón armado, otros se lanzan fuera de la garganta de la ciudad llevando una multitud de viajeros, que se agitan como vibriones en el organismo de la estación y de los vagones.
 […]
 La estación es el volcán de la vida, no hay allí lugar para el reposo.
 ¡Y se coloca sobre la fuente hirviente de los rápidos la techumbre de los viejos monasterios!
 El hierro, el hormigón, el cemento, la electricidad son ultrajados como la joven que ultraja el amor de un viejo.
 Las locomotoras rugen de odio viendo un hospicio ante ellas.
 ¿Qué esperan entonces las paredes de cemento? Esperan ser pintarrajeadas por los pintores de antiguos iconos, alimentadas con los pasteles bien dorados y el esteticismo de las viejas confiterías de la pintura.
 Las vanguardias de las destrucciones revolucionarias avanzan por toda la humanidad del mundo, la vida se deshace de la vieja cosecha, en los lugares del campo revolucionario deben construirse edificios apropiados.
 Estamos en el punto culminante de la fuente moderna, el reino de las máquinas, de los motores, su funcionamiento en la tierra y en el espacio.»

(1)   Malévich se refiere a la “cuarta dimensión”. [N. del T.]
(2)   Vladimir Monómaco, príncipe de Kiev (1113-1125) [N. del T.]
(3)   Rogneda, hija del príncipe Polotski y mujer del príncipe Vladimir de Kiev. [N. del T.]
  

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Síntesis, 2007, en traducción de Miguel Etayo, pp.353-357. ISBN: 978-84-975654-4-8.]

martes, 29 de junio de 2021

La escopeta de caza.- Yasushi Inoué (1907-1991)


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Carta de Saiko


  «Sí, ahora que he dicho tanto, no quiero ocultar nada más. Te suplico que no te enfades. Durante aquella noche en que el viento sopló tan fuerte, en Atami, aquella noche en que, ambos, pusimos a prueba nuestra decisión de ser pecadores y de engañar a todo el mundo al objeto de velar por la seguridad de nuestro amor…
 Luego de jurar que permaneceríamos fieles a nuestro audaz amor, inmediatamente después, no supimos ya qué decirnos. Yo estaba tumbada en la sábana y contemplaba en silencio la oscuridad por encima de mi cabeza. En ningún otro momento, había experimentado tal sensación de sosiego. ¿Duró mucho tiempo aquello? ¿Cinco, seis minutos? ¿Duró media hora o una hora el rato que permanecimos silenciosos, cada cual en su sitio?
 Yo me sentía entonces muy sola. Había olvidado tu presencia a mi lado y abrazaba mi alma solitaria. Acabábamos de establecer un frente unido para defender nuestro amor, pero si íbamos a ser tan felices como es posible serlo, ¿por qué sucumbía yo a aquel acceso de desesperada tristeza?
 Habías tomado aquella noche la precaución de engañar a todo el mundo. Quiero creer que no decidiste engañarme también a mí. Pero yo, por mi parte, en aquel instante no hacía ninguna excepción, ni siquiera contigo. “Mientras viva, engañaré a todo el mundo, no sólo a Midori-san y a todos los demás, sino también a ti y a mi misma. Tal es mi destino”. Este pensamiento ardió apaciblemente, como la llama de un fuego fatuo, en el fondo de mi corazón solitario.
 Antaño, hube de romper totalmente con Kadota. No puedo decir si lo hice por amor o por odio. Aun cuando su falta fuera producto de la inconsciencia, me sentía incapaz de perdonarle su conducta. Y entregada al placer de separarme de él, no me preocupé ni de qué sería de mí ni de lo que tendría que hacer. Más tarde, conocí la auténtica angustia. Busqué con todas mis fuerzas un remedio para ahogarla.
 ¡Qué poco razonable resultaba! Trece años después, todo se presenta bajo el mismo aspecto que antaño.
 ¡Amar, ser amada! Nuestros actos son patéticos. Por la época en que estudiaba segundo o tercero en el colegio de niñas, nos preguntaron en un examen de gramática inglesa la voz activa y pasiva de los verbos. Golpear, ser golpeado; ver, ser visto. Entre muchos ejemplos de esa índole, brillaba esta pareja de palabras: amar, ser amado. Mientras cada alumna examinaba las preguntas meditando con atención y chupando la punta del lápiz, una de ellas, no sin malicia, hizo circular un trozo de papel, y la chica que estaba detrás de mí me lo pasó. Cuando lo tuve ante los ojos me topé con la siguiente pregunta: “¿Deseas amar? ¿Deseas ser amada?” Y bajo las palabras “deseas ser amada” aparecían numerosos círculos trazados con tinta, con lápiz azul o rojo. En cambio, bajo las palabras “deseas amar” no figuraba ningún signo. No me erigí en excepción y añadí un círculo más debajo de “deseas ser amada”. Aun a los dieciséis o diecisiete años, pese a no acabar de saber en qué consiste “amar” o “ser amada”, las mujeres parecemos conocer ya por instinto la dicha de ser amadas.
Resultado de imagen de la escopeta de caza Pero, durante aquel examen, la alumna sentada a mi lado cogió el papel, le echó un vistazo y sin vacilar, trazó un gran círculo, apretando bien el lápiz, en el sitio en que no figuraba ningún signo. Ella deseaba amar. Aun hoy, recuerdo perfectamente que en aquel momento me sentí desconcertada, como si me hubiesen atacado de repente a traición; con todo, en el mismo instante, me invadió un leve sentimiento de rebelión, a causa de la actitud intransigente de mi compañera. Era una de las alumnas más grises de la clase, una muchacha apagada, más bien encerrada en sí misma. Ignoro qué habrá sido de su vida, con su pelo tirando a castaño y siempre sola. Pero hoy, mientras escribo esta carta, ya más de veinte años después, me vuelve el rostro de aquella muchacha solitaria, como si sólo hubiese transcurrido un breve espacio de tiempo.
 Cuando sus vidas tocan a su fin, cuando descansan en paz, vuelto el rostro hacia el muro de la muerte, ¿a cuál de ambas concede Dios el auténtico descanso, la paz eterna, a la mujer que puede pretender haber gustado plenamente del placer de ser amada, o a la que puede afirmar haber amado, por desdichada que haya sido su vida? ¿Pero existe alguna en este mundo que pueda pretender ante Dios el haber amado? Sí que debe de haber. Aquella muchacha de pelo ralo estaba sin duda abocada a ser una de esas escasas elegidas. ¡Pese a su cabello arreglado sin gusto y su ropa poco cuidada, pese a su cuerpo sin atractivo, puede enorgullecerse de haber amado!
 ¡Cómo la odio! ¡Cuánto me gustaría olvidar su imagen! Pero no puedo zafarme del recuerdo de su rostro, que no deja de obsesionarme, por muchos esfuerzos que haga por liberarme de él. ¿Por qué ha de agobiarme esta insoportable angustia en el momento en que me enfrento con la muerte, una muerte que estará aquí dentro de unas horas? Recibo el castigo merecido por una mujer que, incapaz de limitarse a amar, intentó hacer suya la felicidad de ser amada.
 Tras conocer trece años de felicidad porque me amaste, cuán penoso me resulta verme obligada a escribir este tipo de carta.
 El momento, que sabía que había de llegar fatalmente, el momento en que el barco de pesca ardiendo en la superficie del mar debe hundirse sepultado en las llamas, ha llegado por fin. No me quedan fuerzas suficientes para seguir viviendo. Ahora, te he mostrado mi auténtico yo. Con ser la vida contenida en esta carta una vida extremadamente corta –apenas quince o veinte minutos-, es mi vida real, la auténtica vida de Saiko.
 Déjame decirte una vez más, antes de concluir, que estos trece años resultan para mí tan nebulosos como un sueño. Con todo, he conocido la felicidad, gracias a tu inmenso amor. Más que nadie en este mundo.»

     [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2003, en traducción de Javier Albiñana, con la colaboración de Yuna Alier, pp. 92-97. ISBN: 84-339-3122-9.]

lunes, 28 de junio de 2021

Rimas.- Michelangelo Buonarroti (1475-1564)


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LX


  «Sabes que sé que sabes, señor mío,
que vengo por gozarte más cercano,
que soy yo quien te busca; si es mi mano,
¿por qué no saludarnos sin desvío?

Si es cierta la esperanza que te fío
y a mi anhelo respondes soberano,
rómpase el muro entre los dos tirano,
que al ocultarse un mal, dobla su brío.

Si sólo amo de ti, señor querido,
lo que más amas tú, ya condesciende,
pues mi alma es de la tuya compañera.

Lo que en tu bella faz aprendo ardido,
el ingenio del hombre mal comprende:
ha de morir el que saberlo quiera.
[…]

LXXXVII

 Querer quisiera, oh Dios, lo que no quiero
entre el fuego y mi hielo, allí se esconde
un velo por el cual no corresponde
la pluma a mi papel, lo hace embustero.

Te amo con la lengua y desespero,
pues tu amor no me mueve y no sé dónde
abrir paso a la gracia que me inunde
y derrote por fin mi orgullo fiero.

¡Rasga el velo, Señor, rompe ese muro
que con dureza cruel aún retrasa
el gran sol de tu luz, que nos calienta!

La prometida luz, a tu conjuro,
llegue a tu bella esposa, y que su brasa
mi pecho alumbre y sólo a ti te sienta.
[…]

XC

 Me amo más que nunca me había amado
y valgo más desde que tu figura
vive en mi corazón, cual la escultura
más vale aún que el bloque no tallado.

Como algún folio escrito o dibujado
que un trozo vale más sin escritura,
valgo, desde que gozo la ventura
de que tus ojos me hayan señalado.

Con ese signo, firme, donde llego,
Resultado de imagen de michelangelo buonarroti rimascomo quien lleva talismán o espada,
cuidados y peligros tengo a menos.

Con tu señal doy luz a todo ciego,
al fuego venzo yo, y al agua helada
y con mi esputo sano los venenos.
[…]

CIX

 No es siempre a todos apreciable y caro / lo que al sentido tienta
mientras alguien lo sienta / aun si es muy dulce, pésimo y amargo.
El buen gusto es tan raro / que a la opinión del vulgo errante cede
quien a solas lo goza sin embargo. / Así yo pierdo, avaro,
a quien saber no puede / de un alma triste ayes y dolores.
El mundo es ciego y da lauros y honores / a aquel que menos digno se revele,
cual látigo que al par enseña y duele.
[…]

CCXLVII

 Me place el sueño, y más ser piedra inerte / mientras el daño y la ignominia duran.
No ver, nada sentir, me es gran ventura. / ¡Baja la voz! Que nadie me despierte.
[…]


CCLXIX


 Bien puede, al par de mi ardiente deseo
la esperanza brotar, y no engañosa;
si nuestra ansia al cielo es enojosa,
¿por qué Dios creó el mundo cual lo veo?

 Y ¿qué ocasión mejor, a lo que creo,
de amarte hay que gloriar la paz dichosa
que torna en ti divina toda cosa
y del alma piadosa es el recreo?

Falsa esperanza es la de amor que acaba
con la beldad que mengua a cada instante,
y adora faz que cambia de improviso.

Y es dulce aquella que en pudor se graba,
que ante arrugas y muerte es más constante
siempre, y aquí promete el paraíso.»

  [Los textos pertenecen a la edición en español de Editorial Pre-Textos, 2012, en selección y versión de Manuel J. Santayana, pp. 53, 77, 81, 105, 155 y 163. ISBN: 978-84-15297-68-0.]

domingo, 27 de junio de 2021

Tengo quince años y no quiero morir.- Christine Arnothy (1930-2015)


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XIII


 «Muertos de sueño, nos mantenemos sentados sobre los asientos de madera del tren local. Un revisor huraño agujerea los billetes con indiferencia. Frente a mí, un hombre enciende  su pipa con cuidado. El olor nauseabundo del tabaco barato me da asco. Llueve de nuevo. El paisaje se confunde con el cielo gris. A lo lejos desfilan las chimeneas de las fábricas y las ruinas, y siempre las ruinas. Tengo la impresión de encontrarme en el tren desde hace años, como si la suerte me hubiera clavado a este duro asiento de madera y me hiciera viajar sin cesar entre ruinas, entre seres silenciosos. Creía que más allá de la frontera, del otro lado de Hungría, en los países que llamamos occidentales, el cielo era azul y la gente estaba feliz. Creía que nos rodearían de alegría y que, al acogernos, su sonrisa nos haría olvidar el tiempo pasado. Pero en este tren nadie sonríe, y el humo del tabaco se hace cada vez más espeso e insoportable.
 Nos acercamos a Viena. Miro afuera con avidez. Mi corazón late apresuradamente. ¡Cuántas veces mis padres me han hablado de esta ciudad encantada, siempre chispeante de alegría! El tren se detiene en medio de ruinas. Debe de ser la estación, pues todo el mundo baja. Nosotros también bajamos. La lluvia corre a lo largo de las paredes incendiadas, negras, con las tuberías rotas. En pocos segundos nos mojamos hasta los huesos. La multitud nos arrastra hacia la salida. Mi abrigo pesa cada vez más, y me gustaría romper estos trapos que llevo encima desde hace días. De pronto siento que las ataduras que retienen el pliegue de mi camisón ceden. Imposible evitar que se deslice completamente. Estoy de pie bajo la lluvia, que corre por mi cara y sobre mi abrigo gris, debajo del cual se ve el camisón de seda. Me siento impotente y ridícula. Ese azul claro contrasta de tal modo con el gris, que comienza a atraer las miradas. La gente se detiene y me contempla sin la menor sonrisa.
 Llorando, corro hacia una barraca cercana. El camisón me molesta al correr, se me pega a los tobillos. El lodo penetra en mis zapatos y salpica mi ropa. Cuando llego a la barraca debo esperar a que mis manos dejen de temblar. Primero quiero desgarrar la tela que tan desgraciadamente sobrepasa mi abrigo, pero el tejido se resiste. Es más fuerte que yo. No me queda otra solución que la de los alfileres. Al fin puedo reunirme con mis padres y dejamos la estación. La cortina de lluvia enturbia la vista. ¿Dónde está Viena?
 Nos ponemos en marcha al azar. La suerte nos conduce ante la puerta de un café. Entramos en él. El mozo nos mira y luego sigue su conversación con un cliente. En otra mesa una pareja bebe café. El hombre dice algunas palabras de cuando en cuando. La mujer no responde nunca.
 Nos sentamos. El mozo se acerca y pasa la servilleta por la mesa.
 -Tres cafés y algo para comer –dice mi padre en alemán.
 Estamos tan fatigados que no encontramos nada que decirnos. Sentados, inmóviles, miramos la calle, donde el viento, ahora, forma remolinos con la lluvia. Una señora anciana y obesa empuja la puerta y entra con un perrito pachón muy gordo en los brazos. Eso me recuerda a nuestro perro. Quizá corre todavía desesperado persiguiendo el tren y la confianza en los hombres.
 El mozo nos trae el café y tres minúsculos panecillos grises. Me inclino sobre la taza a la vez que cierro los ojos. Este brebaje sólo tiene de café el nombre, pero está ardiendo y calienta el cuerpo y el corazón. La calle me parece ya menos hostil. Devoro uno de los panecillos. En ese momento me veo en un espejo que está frente a mí y me doy cuenta de que sonrío.
 -Lo hemos logrado –murmura mi padre.
Resultado de imagen de christine arnothy tengo quince años y no quiero morir Pide la cuenta, saca de un rollo de billetes uno de cien schillings y lo deposita sobre la mesa. El mozo se acerca y contempla el billete sin tocarlo.
 -Está caducado –dice-. Todo el dinero que usted tiene ahí se retiró de la circulación hace más o menos un año. No tiene ningún valor.
 El corazón me empieza a latir tan fuertemente que cada golpe me produce el mismo dolor que una herida. Mi madre está espantada, mi padre está pálido. Contemplamos los schillings sobre la mesa.
 El mozo adopta una actitud hostil.
 -¿No tienen ustedes con qué pagar la cuenta?
 Su voz se ha vuelto aguda como una voz de mujer.
 El hombre de la mesa vecina deja su periódico y observa la escena apoyándose en los codos. La pareja silenciosa se vuelve también hacia nosotros. La mujer del perro nos observa.
 Mi madre se quita su único anillo, su último anillo, el que no se quitaba jamás y que lo llevaba desde su boda en el mismo dedo que el de la alianza. Del brillante brota una chispa azul como un grito de angustia. Mi madre tiende el anillo al mozo.
 -Por esos cafés. Ignorábamos que nuestro dinero ya no valía.
 El mozo toma el anillo con desconfianza.
 -¿No será falso?
 Pero el brillante centellea a tal punto que no necesitamos nada más para convencerlo.
 -No se lo des –suplico a mi madre en húngaro.
 -No hay más remedio –dice mi padre-. Sabe Dios lo que nos espera si monta cualquier escándalo. Acabamos de llegar ilegalmente y no tenemos los papeles en regla.
 -Volveremos para recuperarlo –dice mi madre al mozo.
 Éste asiente, pero está claro que ha decidido no recordarnos nunca y, si se diera el momento, negarlo todo.
 Coge el anillo, lo lanza al aire y después se lo guarda en el bolsillo.
 Mientras recoge las tazas nos dice:
 -Acaban ustedes de llegar, ¿verdad? –pregunta, luego se retira al fondo de la sala.
 -¿Y ahora? –pregunto angustiada.
 Mis padres están callados. Durante esos cinco minutos han envejecido varios años.
 Una atroz desesperación se apodera de mí. Quisiera estallar en sollozos, pero mis ojos están secos.
 Y me pregunto si la vida tendrá un día al fin piedad de mí. Si consentirá que yo tenga una existencia propia.
 ¡Qué bueno sería nacer!»

   [El texto pertenece a la edición en español de Barril Barral editores, 2009, en traducción de Paula Emilia Sanz, pp. 119-123. ISBN: 978-84-937136-2-1.]