11.-Dos millones y medio de historias
«Mi investigador y yo nos sentamos en
esterillas de paja a la preciosa sombra de un árbol pequeño. Siete personas,
reunidas por el jeque durante nuestro paseo, nos hacían compañía para contarnos
sus historias. Unas cuantas querían que el mundo supiera las cosas terribles
que habían padecido y exigían que le contáramos sus historias, personalmente,
al secretario general de las Naciones Unidas, cuyo nombre conocían. Algunas
pensaban que nosotros debíamos de conocerlo tan bien como ellos conocían a su
jeque. Otras eran más silenciosas en su dolor y sólo hablaban con nosotros por
respeto a su jeque y a petición suya.
Así pues, a veces, las historias salían a
borbotones y, otras, las dejaban delante de nosotros lentamente, quedamente,
como si fueran té. Estas historias lentas eran contadas con tanta contención
que los ojos se me llenaban de lágrimas y la voz se me quebraba cuando las
traducía, porque cuando a alguien parece no quedarle ninguna emoción para su
historia, tu propio corazón debe proporcionársela.
A
mucha gente le sirve de ayuda que alguien escuche y escriba su historia; si
alguien, quien sea, toma nota de su sufrimiento en algún sitio, entonces pueden
liberarse de él con más facilidad porque saben dónde está. No obstante, se
puede ofrecer muy poco consuelo a una mujer o una niña a la que han destrozado.
El dolor está profundamente grabado en su voz y en sus ojos inexpresivos. Cree
que ya no le queda nada. Escuchábamos con las cabezas inclinadas, con mucho
cuidado de seguir adelante sólo cuando ella aceptaba otra pregunta o quizás un
par más.
El
primer día fue muy duro para todos los que contaban su historia y para los que
los escuchábamos. Había huellas de lágrimas en el polvo del campamento que
cubría la cara de incluso los más experimentados investigadores. Los días
siguientes no serían más fáciles.
Con frecuencia, las historias de los ataques
eran como la mía, aunque comprendí lo afortunada que había sido nuestra aldea
al contar con un líder como Ahmed. Eran muchos los pueblos a los que habían
cogido completamente por sorpresa: rodeados, quemados vivos, aniquilados desde
los helicópteros y por los janjaweed,
eran muchos los pueblos donde sólo unos pocos consiguieron escapar y donde
algunos que acudieron de otras aldeas encontraron a todos sus habitantes
muertos y los cuerpos quemados en posturas que partían el corazón; madres
muertas tratando de proteger a sus hijos y hombres muertos tratando de proteger
a sus esposas. Cientos de miles de muertos. Millones sin hogar.
Aquella primera noche, mientras esperaba a que
volvieran algunos equipos que se habían aventurado más lejos, hacia el
horizonte de este enorme campamento, un administrador salió de las oficinas y
me vio:
-¡Daoud! –exclamó-. ¿Qué estás haciendo aquí?
Él
sabía que, siendo un refugiado en Chad, el trabajo que hacía iba contra la ley,
así que me dirigí lentamente hacia él, ganando tiempo para pensar. Cuando había
recorrido la mitad de la distancia, un hombre cerca de la cuarentena, vestido
con un turbante y ropas sucias y desgarradas, apareció de repente saliendo de
entre los arbustos que rodeaban el campamento y vino hacia mí. Parecía presa de
una gran emoción y tal vez un poco demente. El dolor surgía de su cara como el
calor de un horno. Me aferró la mano y no la soltó, dándome suaves palmadas.
-Eres un zaghawa –dijo- y necesito decirte
algo a ti solo.
Me
llevó a pocos pasos de allí, entre los arbustos, y me pidió que me sentara con
él en la arena, a lo que, en aquellas circunstancias, accedí encantado. La
esposa del hombre se acercó rápidamente y dijo suplicante:
-No está bien de la cabeza. Por favor, no le
hagas preguntas. –Pero yo veía que él tenía algo que necesitaba sacarse de
dentro así que le pregunté a su esposa si podía escucharlo nada más, como dos
hombres zaghawa que, en cualquier caso, deben ser amigos. Ella aceptó y se
quedó cerca, dando vueltas, y observándonos.
Eran de Darfur Septentrional. Su aldea había
sido atacada y destruida unos meses antes que la mía.
-Todos huyeron tan rápido como pudieron. Mi
esposa llevaba a nuestro hijo de dos años en los brazos y corrió a través de
los arbustos. Gracias a Dios, eligió un buen camino. Yo cogí a mi hija de cuatro
años, Amma, y corrimos tan rápido como pudimos por otro camino alrededor de los
arbustos. Ellos me atraparon, los janjaweed,
así que le solté la mano y le dije que corriera. Pero no siguió corriendo; se
quedó mirando desde unos arbustos mientras me pegaban y me ataban a un árbol
con los brazos atrás, así –formó un aro con los brazos detrás de la espalda-.
Uno de los janjaweed empezó a
torturarme. Mi hija no pudo soportar verlo, así que corrió hacia mí gritando “Abba, Abba”. –Estas palabras que
significan “Papá, Papá” las pronunció con la voz quebrada y guardó silencio
durante mucho rato-. El janjaweed que
me había atado al árbol vio que mi hija venía corriendo hacia mí. Bajó el rifle
y dejó que se ensartara en la bayoneta. Empujó con fuerza. La hoja le atravesó
el vientre de un lado a otro. Ella todavía gritó “¡Abba, Abba” una vez más. Luego levantó el arma, con mi hija clavada
en ella, con su sangre chorreando encima de él. Se puso a bailar con ella en el
aire y a decirles a gritos a sus amigos: “¡Mirad qué feroz soy!” y ellos le
respondían: “¡Sí, sí! ¡Eres feroz, feroz, feroz!”, mientras mataban a otras
personas. Mi hija me miró para que la ayudara y tendió los brazos hacia mí,
sufriendo atrozmente. Intentó decir Abba,
pero no salió nada de sus labios. Tardó mucho en morir y su sangre siguió
cayendo, fresca y roja, encima de ¿qué era: un hombre, un diablo? Estaba teñido
de rojo, con la sangre de mi hijita y seguía bailando, ¿qué era?
El
hombre había visto la maldad y no sabía qué hacer con esa visión. Buscaba una
respuesta para saber qué era y por qué su hijita se había merecido aquello.
Luego, después de llorar un rato, sin hablar, me dijo que ya no sabía quién
era.
-¿Soy una mujer que debe quedarse en este
campamento o un hombre que debe ir a luchar, dejando a mi esposa y a mi hijo
sin protección? –me miró como si yo debiera saber la respuesta a su vida
actual. Esperó una respuesta que yo no podía darle.
-Sigues vivo –le dije-. No te mataron.
-¿Qué mejor tortura que ésta? –exclamó
furioso-. ¿Qué mejor tortura que tener que contarles esto a mi esposa y a mi
hijo?
Su
esposa se acercó de nuevo y se sentó junto a su marido. Le quitó algunas hojas
del turbante que le envolvía la cabeza. Me explicó que su cabeza no era la
misma desde el ataque.
-Gracias a Dios que tenemos a nuestro hijo y
es bueno –dijo-. Le he dicho a mi marido que Amma se ha ido y que tenemos que
pensar en el futuro. Pero no puede quitarse de la cabeza lo que vio.
La
mujer me contó que había conocido a un hombre en el campamento que escribe y
tiene tinta y una pluma para hacerlo. Le pidió que escribiera pasajes
consoladores del Corán en pequeñas tablillas de madera, que luego se lavaban
para poderle dar a beber el agua entintada a su marido. Es un viejo remedio
que, a veces, funciona muy bien… pero que a él sólo le había ayudado un poco.
Lo intentarían de nuevo. El marido asintió.
Cuando volví al mismo campamento mucho tiempo
después y le pedí al jeque que me ayudara a encontrar a esta familia, el hombre
se había ido y su esposa no se acordaba de mí. Parecía más desconcertada que
antes. Me dijo que seguía teniendo a su hijo, que en aquel momento estaba en la
escuela del campamento. Yo había vuelto porque la historia que no quería
abandonar la cabeza de aquel hombre ahora estaba dentro de la mía y formaba
parte de mis sueños, junto con otras historias, que me despertaban casi cada
noche. Pensé que volver a hablar con él quizá nos ayudara a los dos, pero él se
había ido, puede que a luchar y a acabar con su vida, igual que hacía yo a mi
manera.
Es
interesante las muchas maneras que hay de herir y matar a alguien, de
aterrorizar y quemar pueblos, para que los niños mueran en el desierto y las
jóvenes madres sufran. Diría que es imposible describir estas maneras de morir
y sufrir; sin embargo, las describieron: entrevistamos a 1.134 seres humanos en
las semanas siguientes; sus historias se arremolinaban en mis noches casi en
blanco. Descubrí que si dibujaba las escenas que me describían, a veces,
conseguía quitármelas de la cabeza el tiempo suficiente para poder dormir un
poco. Me despertaba, dibujaba, y luego podía dormir un poco. Estas historias de
los campamentos, mezcladas con cosas que
yo había visto con mis propios ojos, como la joven madre colgada de un árbol y
sus hijos con la piel como papel marrón, y otras madres con sus bebés muertos
en brazos, sin querer soltarlos… Daba gracias porque no podía dibujar muy bien
las escenas; en realidad, eran apenas unos trazos burdos. Pero incluso así me
ayudaba.»
[El fragmento pertenece a la edición en español de Tendencias Editores, 2008, en traducción de María Isabel Merino. ISBN: 978-84-936194-1-1.]
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