«Recuerdo que me eché en la cama con una pirueta infantil y salté un rato sobre ella y que era dichoso porque, por un lado, me había quitado de en medio el incordio de la muerte y por otro ahora estaba libre de cuidados: de las responsabilidades, del tiempo, de la enfermedad, de las guerras, de la vejez, del trabajo, de los jefes, del miedo y hasta de la esperanza. Pensé: "Ya nadie puede exigirme nada, ahora soy libre y tengo toda la eternidad por delante para estar aquí solo, a mis anchas, tan ricamente tumbado a la bartola, a salvo del prójimo y de las penalidades de vivir".
Sería bonito que la muerte fuera así, ¿no cree? O que pudiéramos al menos morir acompañados. Tomar una mano amiga, contar hasta tres y dar juntos el saltito final. O entrar en la eternidad dando zapatiestas de arlequín y alejarse del mundo bailando al compás de la música. O que la muerte fuese como registrarse en un hotel modesto, en una pequeña habitación que da a un patio interior.
¿Le parece absurdo? Bah, no crea que tanto. Vivir es convertir el absurdo en el blanco de nuestros dardos lanzados al albur del momento. Entretanto, el viento va borrando las huellas de nuestros pasos descarriados. Y así, vamos por buen camino hacia ninguna parte. Yendo al azar, vamos a lo seguro. Y, a propósito de esto, ahora recuerdo que... Pero ¿no oye? Escuche. Sí, ahora sí. Ésa es la señal. Ya están ahí. Ahora empiezo a ver claramente las nieves perpetuas de mi Kilimanjaro. Y me pregunto si se acordará usted de mí durante mucho tiempo y qué recordará. De joven vi una vez una representación de Edipo Rey, de Sófocles, y como yo estaba entonces hechizado por la música verbal, lo que vi y oí en esa obra fue ante todo la historia de una voz. Al principio, cuando Edipo sale de su palacio y se dirige al pueblo, su voz es grave, solemne, serena y quizá hasta un punto arrogante, como corresponde por otro lado a un rey que además es un hombre ejemplar, un varón famoso en todo el mundo por su poder y sus virtudes. Luego hay un momento en que, al enfrentarse a Tiresias y a Creonte, su voz va subiendo de tono y perdiendo las formas hasta hacerse colérica, feroz, soberbia, amenazante. Cuando al fin se sosiega y cuando luego empiezan las primeras sospechas de que acaso el asesino al que busca sea él mismo, el propio Edipo, la música de su voz se va quebrando, va adquiriendo matices de incertidumbre y de zozobra, y por ese camino desemboca en la autoconmiseración, en la queja, en el balbuceo, y el metal de ese tono nos produce un sentimiento de piedad que después es también de pánico y de horror cuando finalmente su voz se rompe y se desgarra y ya es sólo el grito inhumano que anuncia su caída en la mayor miseria humana que uno se puede imaginar. Y así, la línea melódica va recogiendo, como un sismógrafo, los más leves y profundos movimientos del alma. He ahí, pues, la historia de una voz. La primera vez no me enteré del argumento porque sólo atendí a aquella música de palabras que por sí misma, sin necesidad de ninguna significación, contaba a su manera la triste historia de aquel hombre.
Y me he acordado de eso ahora, en este último instante, porque mi voz ha durado toda la noche pero siempre ha sido más o menos la misma, ¿no es así? Una voz sin historia, como mi propia vida. Me pregunto si mañana, o dentro de un mes, recordará usted algo de lo que le he contado, o al menos, la música de mi voz. Porque eso es lo que recuerdo yo en estos últimos instantes, las voces de la gente a la que conocí. Oigo la música de todos, la música de la vida, una sinfonía verbal en la que apenas se distinguen palabras. Sólo algunas frases puras, indestructibles y esenciales: "Se vende este local", "No tengo aquí las herramientas".
Y así podría seguir hablando y hablando y hablando, pero ya no hay tiempo para más. ¿Qué le ha parecido mi vida? ¿Le parece ridícula, insípida, trivial, curiosa, o una vida a medio vivir, o solamente una más entre tantas? Yo no sabría cómo definirla y menos aún cómo juzgarla. Es así, créame. Al cabo de tanto tiempo, lo ignoro todo sobre mí. Sí, sólo ahora, al haber destilado mi vida en palabras, me doy cuenta de lo ignorante que soy de mí mismo. Por ejemplo. ¿He sido feliz en el amor? Creo que no, pero no estoy seguro. ¿Y en el trabajo? Pues tampoco está claro. Soy ateo, como ya le dije, pero ¿no habré sido sin saberlo un hombre religioso, un creyente que va por libre, la oveja aquella descarriada de la parábola? Pues quizá. ¿Ha merecido o no la pena vivir? Tampoco lo sé, porque no consigo abarcarme a mí mismo y ver mis años desplegados en panorámica, formando un argumento. Y eso sin contar que siempre me ha gustado más mirar el espectáculo del mundo que tomar parte en él. No sé nada, nada, nada. Ni siquiera sé si he vivido o no con cierta dignidad. Aunque, eso sí, tres o cuatro veces en mi vida he tenido el privilegio de caminar sobre las aguas... Y Cecilia... Me gustaría que mi vida hubiese sido al final una historia trágica de amor, para poder despedirme ahora con un pequeño discurso altisonante. Sería bonito. Pero no puedo. Como diría Bertini: "No tengo aquí las herramientas".
Y ahora sí, ya es hora de acabar. Adiós y suerte, amiga, y gracias por su compañía.»
[El texto pertenece a la edición de Tusquets Editores. ISBN: 978-84-8383-192-2.]
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