domingo, 19 de mayo de 2024

Obras morales y de costumbres I (Moralia).- Plutarco (45-120)


Plutarco de Queronea (ca. 50-120 d. C.). Museo de Delfos, Grecia ...
Sobre cómo se debe escuchar

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  «Por esto en fin, porque el escuchar proporciona a los jóvenes un gran provecho y un no menor riesgo, creo que es bueno dialogar siempre con uno mismo y con otro, sobre el oír. Ya que también de esto vemos que la mayoría hacen mal uso, los que se ejercitan en hablar antes de acostumbrarse a escuchar y creen que de las palabras existen un aprendizaje y una práctica; en cambio, de la acción de escuchar creen que también los que la utilizan de cualquier forma sacan provecho. Sin embargo, para los que juegan a la pelota se da a la vez el aprendizaje de lanzar y coger la pelota, pero en el uso de la palabra el recibirla bien es anterior al lanzarla, igual que el recibir y mantener algún germen de vida es anterior a su nacimiento.
 En efecto, también se dice que las aves tienen partos de huevos vacíos procedentes de ciertas concepciones imperfectas y sin vida; también el discurso de los jóvenes, que no son capaces de escuchar ni están acostumbrados a beneficiarse del acto de oír, surgiendo, en realidad, vacío:
       Se esparce bajo las nubes sin gloria y sin ser visto*.
 Por otra parte las vasijas se inclinan y se vuelven para la recogida de los líquidos vertidos, para que, en realidad, se produzca una adquisición y no una pérdida; en cambio, ellos no aprenden a entregarse al que habla y adaptar lo escuchado con atención, para que no se escape ninguna de las cosas dichas con utilidad, sino que lo que es más ridículo de todo es que, si se encuentran casualmente con alguien, que les cuenta un banquete, una fiesta, un sueño o un ultraje que le ha ocurrido a él con otro, lo escuchan en silencio y continúan escuchándolo con interés; pero si alguien, intentando convencerlos, les enseña algo de utilidad o les aconseja lo necesario, o les reprocha cuando cometen errores, o les apacigua cuando se enfadan, no lo soportan, sino que, si pueden, pretendiendo ser superiores, discuten abiertamente sus palabras; si no lo consiguen, escapándose cambian a otras conversaciones y vaciedades, llenando sus oídos como vasijas de mala calidad y rotas de todo tipo de cosas más que de lo necesario. En efecto, a los caballos, los que los crían bien, los hacen obedientes al freno y a los niños sumisos a las palabras, enseñándoseles a escuchar mucho, pero no a hablar. Pues también Espíntaro, elogiando a Epaminondas, decía que no era fácil encontrar a ningún otro hombre que conociera más cosas y que hablara menos. También se dice que la naturaleza nos dio a cada uno de nosotros dos orejas, y en cambio, una sola lengua, porque debe cada uno hablar menos que escuchar.

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 Ciertamente, en cualquier caso, para el joven un adorno seguro es el silencio, sobre todo, cuando, al escuchar a otro, no se altera ni se alborota ante cada cuestión, sino que, aunque el discurso no sea demasiado agradable, lo soporta y espera a que termine el interlocutor, y una vez que termina, no se lanza inmediatamente a la réplica, sino que, como dice Esquines, deja pasar un tiempo, por si quisiera añadir algo a lo dicho el que ha hablado o cambiar y quitar algo. Los que inmediatamente se oponen, actúan torpemente, porque ni escuchan ni son escuchados al hablar a los que estaban hablando; pero el que está acostumbrado a escuchar con moderación y con respeto recibe y conserva el discurso provechoso; en cambio, distingue y descubre mejor el inútil o falso, mostrándose amigo de la verdad y no amigo de la disputa ni impetuoso ni alborotador. De ahí que, no sin razón, dicen algunos que es más necesario sacar de los jóvenes el aire presuntuoso y la vanidad que el aire de los odres, si se quiere verter en ellos algo provechoso, y, si no, no pueden admitir nada, porque están llenos de orgullo y de arrogancia.

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 Y, ciertamente, la envidia, cuando se presenta con la maledicencia y la mala voluntad, no sólo a ninguna acción hace bien, sino que para todo lo bueno es un obstáculo y para el que escucha es el peor asesor y consejero, porque hace lo provechoso molesto, desagradable y difícil de admitir a causa de que los que tienen envidia disfruten más con cualquier cosa que con lo que está bien dicho. Sin embargo, al que le molesta la riqueza, la fama y la belleza que se encuentra en otros, es simplemente un envidioso; pues se disgusta con los demás porque son afortunados; pero, en cambio, cuando uno se irrita con un discurso bien expresado se aflige de su propio bien. En efecto, así como la luz para los que ven, también la palabra para los que oyen es un bien, si quieren aceptarla. Ciertamente, algunas otras inclinaciones deformadas y perversas crean envidia en otras cosas; la engendrada contra los que hablan a partir de una inoportuna ambición y de un injusto afán de honra, ni siquiera permite que el que está en esta situación ponga atención a lo que se dice, sino que se inquieta y desvía su pensamiento, porque al mismo tiempo inspecciona su propia condición, si es inferior a la del que habla, porque a la vez observa a los demás, por si se maravillan y se quedan admirados y porque está perturbado por los elogios y enfadado con los presentes, si aceptan al orador, dejando y descuidando los discursos ya pronunciados, porque le causa pena al recordarlos, y ante los que quedan por pronunciar, agitado y temeroso de que puedan llegar a ser mejores que los que ya se han pronunciado, esforzándose, para que los que hablan terminen lo más rápidamente posible cuando hablan hermosamente; y, una vez acabada la intervención, no está a favor de nada de lo que se ha dicho, sino que está dispuesto a poner a votación las voces y las posturas de los presentes y a los que hacen elogios, huyéndoles como a los locos y apartándose de ellos; en cambio, corre y se une en rebaño con los que censuran y distorsionan lo dicho. En el caso de que no haya nada que distorsionar, lo comparan con otros, en la idea de que han hablado mejor y con mayor poder de persuasión sobre el mismo tema, destruyendo y estropeando la intervención, hasta que, la convierten en algo inútil y vano.
078. Obras morales y de costumbres I. Sobre la educación de los ... 
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 Por eso, es preciso que, uno, habiendo hecho un pacto con su deseo de escuchar frente a su deseo por la fama, escuche al que habla con actitud propicia y favorable, como si estuviera invitado a un banquete sagrado y a las primicias de un sacrificio, elogiando aquellas partes, en las que halla fuerza, compartiendo con gusto el afán mismo del que expone en público aquellas cosas que conoce e intenta convencer a los demás por medio de los argumentos por los que él mismo ha sido convencido. En efecto, lo que se ha tratado rectamente se debe pensar que, no de casualidad ni de manera espontánea, se ha tratado bien, sino por dedicación, esfuerzo y aprendizaje, y se deben imitar estas cosas admirándolas e intentando emularlas; en cambio, en las que se han cometido errores es necesario que la inteligencia inspeccione a causa de qué motivos y de dónde ha surgido la desviación.
 Pues, así como dice Jenofonte que los que administran la casa compran tanto a los amigos como a los enemigos, así también los oradores, no sólo cuando lo hacen rectamente sino también cuando cometen errores, proporcionan provecho a los que están pendientes de ellos y prestan atención a su discurso, pues también la simplicidad del pensamiento, la pobreza en la expresión, la forma vulgar, la inquietud con un deleite, falto de gusto hacia el elogio y otras cosas semejantes se nos hacen más evidentes en otros, cuando escuchamos, que en nosotros mismos, cuando hablamos. Por lo que es preciso trasladar el examen del que habla hacia nosotros mismos, observando atentamente por si cometemos algún error semejante sin darnos cuenta. Pues es lo más fácil del mundo reprochar al vecino, aunque sea sin provecho y sin fundamento, a no ser que nos lleve a una rectificación y vigilancia de errores semejantes. Y no debe uno vacilar, ante los que cometen errores, de aplicarse a sí mismo aquello de Platón: “¿Seré yo acaso igual que ellos?” pues, así como en los ojos de los más cercanos vemos que brillan los nuestros, así también en los discursos es preciso que los nuestros se reflejen en los de los demás, para que no despreciemos con demasiado atrevimiento a los otros y nos esforcemos en poner mayor cuidado al hablar nosotros.
 También es provechosa para esto la comparación, cuando, al quedarnos solos después de la audición y habiendo tomado alguna de las partes, que parece que no ha sido expresada de forma bella o conveniente, intentamos lo mismo y nos animamos a nosotros mismos, ensayando unas veces la manera de cómo subsanar un fallo, rectificar otras, decir lo mismo de manera diferente o reelaborar el tema desde el principio en otras ocasiones. Esto también lo hizo Platón con el discurso de Lisias. Pues el hacer objeciones a un discurso ya dicho no es difícil sino muy fácil; pero el oponer otro mejor es, ciertamente, laborioso.
 Igual que aquel lacedemonio, que habiendo oído que Filipo había destruido Olinto totalmente, dijo: “Pero él no hubiera sido capaz de levantar una ciudad semejante”. En efecto, cuando en una discusión sobre el mismo tema no nos diferenciamos claramente de los que ya han hablado, nos cuidamos mucho de despreciarlos, y, rápidamente, quedan rotas nuestra presunción y propia estima, refutadas con tales comparaciones.»

*Verso de autor desconocido, quizá de Empédocles.

  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Gredos, 1992, en traducción de  C. Morales Otal y J. García López y revisada por R. M. ª Aguilar, pp. 102-105. ISBN: 978-84-2490-973-4.]

domingo, 12 de mayo de 2024

El caballo amarillo. Diario de un terrorista ruso.- Boris Sávinkov (1879-1925)


Borís Sávinkov - Wikipedia, la enciclopedia libre
17 de marzo


 «No sé por qué me he involucrado en actos terroristas, pero sé cuál es la razón que impulsa a muchos otros. Heinrich está convencido de que para conseguir la victoria del socialismo es necesario que se desencadene una campaña de terror. Mataron a la mujer de Fiodor. Erna dice que se siente avergonzada de continuar viva. Vania… Pero dejemos que Vania hable por sí mismo.
 Anoche me llevó por todo Moscú. Quedamos en Sujarevka, en una taberna destartalada. Apareció ataviado con botas altas y un poddiovka*. Ahora lleva la barba cuidadosamente recortada.
 —¿Alguna vez piensas en Cristo? —me pregunta.
 —¿En quién?
 —En Cristo. Dios hecho hombre, Cristo… ¿Alguna vez piensas en la forma que debe adoptar nuestra fe, nuestra vida? Cuando estoy en casa leo los evangelios a menudo, ¿lo sabías? He llegado a la conclusión de que sólo hay dos caminos posibles. En el primero se permite todo, ¿entiendes? Todo. Es el camino de Smerdiakov**. Te sientes capaz de hacer cualquier cosa. Y en ese camino no existe Dios, y Cristo no es más que un hombre, y tampoco existen los sentimientos… Y el otro camino es el camino de Cristo. Es muy sencillo: si eres capaz de amar, si de veras amas con todo tu ser, entonces eres capaz hasta de matar. ¿Lo entiendes?
 Y yo contesté:
 —Uno siempre puede matar.
 —No, no siempre. Matar es un pecado terrible. Pero recuerda que no existe amor más sincero que el de entregar tu alma a tus camaradas. No me refiero a tu vida, sino a tu alma. ¿Lo comprendes? Tienes que ser capaz de aceptar el sufrimiento de la cruz, tienes que decidir hacerlo todo por amor, y como signo de amor. Pero debe ser así, como te digo. Si no cumples estos preceptos, vuelves a ser como Smerdiakov, o al menos a encontrarte en su camino. Así es como rijo yo mi vida. Y, ¿para qué? Es posible que viva cada día esperando la hora de mi muerte. Mi único ruego, Señor, es que se me conceda la muerte en el nombre del amor. En tu caso, en cambio, tus plegarias no incluyen el asesinato. Tú matas, pero luego no te pones a rezar… A pesar de todo, sé que en realidad poseo muy poco amor dentro mí, y que por ello la cruz que cargo es pesada. No te rías —añadió tras un minuto—. ¿Qué tiene esto de divertido? Me limito a explicarte las palabras del Señor, y tú lo único que piensas es que estoy delirando. ¿Me equivoco?
 Permanecí en silencio.
 —Recuerda lo que Juan escribió en el Apocalipsis: “Los hombres buscarán en aquellos días la muerte, y no la hallarán, y desearán morir, y la muerte huirá de ellos”. ¿Qué puede ser peor que la muerte escapándose de ti cuando la llamas y la buscas? Y la buscarás, todos lo haremos. ¿Cómo serías capaz de derramar sangre si no buscaras la muerte? ¿Cómo te resultaría posible vivir al margen de la ley? Porque derramamos sangre, e incumplimos las leyes. Tú no sigues ninguna ley, y la sangre para ti es como el agua. Pero, escúchame, llegará el día en que recordarás estas palabras. Intentarás encontrar el final del túnel, y no serás capaz de hallarlo. La muerte se escapará de ti. Creo en Cristo. Creo en Él. Pero no estoy con Él. No soy digno de estar con Él en la porquería y en la sangre. Pero Cristo, en su misericordia, estará conmigo.
 Lo miré fijamente. Y entonces dije:
 —Entonces no mates. Abandona el terrorismo.
 Vania empalideció:
 —¿Cómo puedes decir eso? ¿Cómo te atreves? Cuando me dispongo a matar mi alma se eleva, pero no puedo hacerlo si no poseo amor. Si la cruz es pesada, álzala aún más. Si el pecado es grande, comételo. Y el Señor sufrirá contigo, y te perdonará.
 “Y te perdonará”, repitió suspirando.
 —Vania, eso no son más que tonterías. No pienses en ello.
 Dejó de hablar.
 Cuando salí a la calle ya me había olvidado de todo lo que me había dicho.
[…]

3 de septiembre

IMPEDIMENTA » El caballo amarillo   Hoy sentenciarán a Vania. Estoy tumbado en un diván, entre almohadas cálidas, en un apartamento de fortuna. Es de noche. La ventana enmarca un firmamento nocturno. En el cielo hay un collar de estrellas. La Osa Mayor.
 Sé que Vania se habrá pasado todo el día echado sobre su litera de la prisión; de cuando en cuando se habrá levantado, se habrá acercado a la mesa y habrá escrito algo. Y ahora la Osa Mayor brilla para él como lo hace para mí. Y, como yo, no podrá dormir.
 Sé otra cosa: mañana mismo ejecutarán la sentencia. El verdugo llegará en su camisa roja, con su túnica y su látigo, atará las manos de Vania detrás de su espalda, y enrollará una cuerda alrededor de su cuerpo. Mientras camine, sus espuelas tintinearán; el vigilante ajustara perezosamente el seguro de su pistola. Las verjas se abrirán… Una neblina caliente colgará sobre el área cubierta de sol, y los pies de Vania trastabillarán sobre la hierba mojada. El este se tornará rosa. Y sobre el cielo rosa pálido, se recorta una estructura alargada y ennegrecida que se eleva. Esto es la horca. Esto es la ley.
Vania será conducido hacia el cadalso. En la penumbra de la mañana su silueta será grisácea, sus ojos y su pelo del mismo color. Hará frío, y Vania se enroscará sobre sí mismo, hundirá sus mejillas profundamente en su cuello echado hacia arriba. A continuación el verdugo se pondrá una máscara y anudará la soga. Una blanca mortaja y el verdugo de rojo en el fondo. De repente, el tambor funeral hará sonar su música monótona con fuerza. Y el cuerpo estará colgado; Vania estará colgado.
 Las almohadas me queman el rostro. Las sábanas se han caído al suelo. No es cómodo estar aquí echado. Veo a Vania, sus ojos alegres, su pelo rizado. Y me pregunto con furia: ¿Por qué las horcas? ¿Por qué la sangre? ¿Por qué la muerte?
 Y de repente recuerdo: «También nosotros debemos ofrecer nuestras vidas por los hermanos». Eso es lo que dijo Vania. Pero Vania no está ya entre nosotros.

5 de septiembre

 Me digo a mí mismo que Vania se ha ido. Son palabras simples, pero no las creo. No puedo creer que Vania ya haya muerto. Llamará a la puerta, entrará en silencio, y le oiré decir, como siempre: «El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor».
 Vania creía en Cristo, yo no. ¿Por qué somos tan diferentes? Yo digo mentiras, espío a la gente y asesino. Vania dijo mentiras, espió a la gente y asesinó. Los dos vivimos rodeados del engaño y la sangre. ¿En el nombre del amor?
 Cristo subió al Gólgota. No mató, le dio la vida a los hombres. No mintió, le dijo a la gente la verdad. No traicionó a los otros, él mismo fue traicionado. Y he aquí la alternativa: o bien el camino hacia Cristo… o como Vania dijo: Smerdiakov… De manera que yo soy Smerdiakov.
 Conozco esta única verdad: Vania ha sido bendecido con la muerte y su calvario es verdadero; esta bendición y esta verdad son cosas que no puedo entender, son incomprensibles. Yo moriré, como él, pero mi muerte será sombría, pues las aguas amargas saben a ajenjo.»

* Tipo de levita propia de los que trabajan en la calle. [N. del T.]
** Personaje de Los hermanos Karamazov de Dostoievski, hijo ilegítimo de Fiodor Karamazov, nihilista y asesino de su padre. [N. del T.]

  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Impedimenta, 2009, en traducción de James Womack y Marian Womack, pp. 17-18 y 79-80 . ISBN: 978-84-937110-8-5.]

domingo, 5 de mayo de 2024

Una mujer difícil.- John Irving (1942)


John Irving - Wikipedia
I: Verano 1958

Eddie está aburrido… y también caliente

 «Pobre Eddie O’Hare. Estar en público con su padre le hacía sentirse siempre profundamente humillado, y aquella vez no era una excepción: el largo viaje hasta los muelles del transbordador en New London y la espera, que pareció todavía más larga, en compañía de su padre, hasta que llegó el transbordador de Orient Point. En Exeter, los hábitos de Minty O’Hare eran tan conocidos como los caramelos de menta que chupaba para refrescarse la boca. Eddie había aprendido a aceptar que tanto los alumnos como los profesores huyeran sin disimulo de su padre. La capacidad del señor O’Hare para aburrir al público, a cualquier público, era notoria. Su soporífera manera de enseñar era célebre en las aulas. Los alumnos a los que el señor O’Hare había hecho dormir eran legión.
 El método que tenía Minty para aburrir no era, digámoslo así, florido: consistía en la machaconería. Leía en voz alta los pasajes que consideraba más importantes de la tarea asignada el día anterior, cuando presumiblemente la materia estaba aún fresca en las mentes de los alumnos. Sin embargo, la frescura de sus mentes se iba marchitando a medida que avanzaba la clase, pues Minty siempre localizaba muchos pasajes importantes, que leía con gran sentimiento y entre numerosas pausas realizadas a fin de causar efecto. Las pausas más largas eran necesarias para que pudiera chupar sus caramelos de menta. No había demasiados comentarios tras la incesante repetición de aquellos pasajes excesivamente familiares, en parte porque nadie podía discutir la importancia evidente de cada pasaje. Lo único que uno podía poner en tela de juicio era la necesidad de leerlos en voz alta. Fuera del aula, el método de Minty para enseñar lengua y literatura inglesas era un tema de discusión tan frecuente que, a menudo, a Eddie O’Hare le parecía que realmente hubiera soportado las clases de su padre, aunque nunca lo había hecho.
 Eddie sufría en otro lugar. Se sentía agradecido porque, ya desde pequeño, había comido casi siempre en el comedor de la escuela, primero en una mesa de profesores con otra familia del profesorado y, más adelante, con sus compañeros de clase. Así pues, las vacaciones escolares eran las únicas ocasiones en las que la familia O’Hare comía en casa. Las cenas con asistencia de invitados, que Dot O’Hare organizaba con regularidad (aunque eran pocos los matrimonios a los que daba su renuente aprobación), eran algo muy distinto. A Eddie no le aburrían esas cenas porque sus padres restringían la presencia del muchacho en ellas a una aparición más breve y de cortesía.
 Pero en las cenas familiares, durante las vacaciones, Eddie se veía expuesto a un opresivo fenómeno: el matrimonio perfecto de sus padres, quienes no se aburrían mutuamente por la sencilla razón de que no se escuchaban. Lo que había entre ellos era una tierna cortesía; la mamá permitía que el papá se explayara a placer, y entonces le tocaba el turno a ella, casi siempre para hablar de un tema que no guardaba relación con lo que había dicho su marido. La conversación de los señores O’Hare era una obra maestra de incongruencias. Como Eddie no intervenía, podía distraerse tratando de adivinar si algo de lo que decía su madre o su padre sería recordado por el otro.
 Un ejemplo pertinente era una velada transcurrida en el hogar de Exeter poco antes de que el muchacho partiera hacia Orient Point. El curso escolar había terminado, los ensayos para la ceremonia de entrega de diplomas habían finalizado recientemente y Minty O’Hare filosofaba sobre lo que él llamaba la indolencia que habían mostrado los alumnos durante el último trimestre.
 —Ya sé que están pensando en las vacaciones de verano —dijo Minty tal vez por centésima vez—. Comprendo que la vuelta del tiempo cálido es de por sí una invitación a la pereza, pero no a una holgazanería tan desmesurada como la que he visto esta primavera.
 El padre de Eddie decía lo mismo cada primavera, y esas manifestaciones producían en el muchacho un profundo letargo. Cierta vez se preguntó si el único deporte que le interesaba, correr, no obedecería sino a un intento de huir de la voz paterna, la cual tenía las modulaciones predecibles e incesantes de una sierra circular en un almacén de madera.
 Minty aún no había terminado (el padre de Eddie nunca parecía haber terminado), pero por lo menos se había detenido para respirar o tomar un bocado, cuando la madre empezó a hablar.
 —Como si no bastara con que, durante todo el invierno, hayamos tenido que soportar que la señora Havelock prefiera no llevar sostenes —dijo Dot O’Hare—, ahora que ha vuelto el buen tiempo debemos padecer las consecuencias de su negativa a depilarse los sobacos. ¡Y sigue sin llevar sostenes! ¡Ahora no lleva sostenes y tiene los sobacos peludos!
Una mujer difícil - John Irving | Planeta de Libros La señora Havelock era la joven esposa de un nuevo profesor del centro y, como tal, al menos para Eddie y la mayoría de los chicos de Exeter, era más interesante que las demás señoras de los profesores. Y el hecho de que la señora Havelock no usara sostén constituía, para los chicos, un punto a su favor. Aunque no era una mujer bonita, sino más bien rechoncha y feúcha, la oscilación de sus senos grandes y juveniles hacía que la tuvieran en gran aprecio tanto los estudiantes como no pocos miembros del profesorado que jamás habrían osado confesar su atracción. En aquellos días de 1958 anteriores a la época hippie, que la señora Havelock no llevara sujetador era algo poco frecuente y digno de mención. Los chicos la llamaban entre ellos la «Pechugona», y mostraban hacia el señor Havelock, a quien envidiaban profundamente, un respeto mucho mayor que el que profesaban a cualquier otra persona. A Eddie, que gozaba al ver los pechos oscilantes de la señora Havelock como el que más, le turbaba la cruel desaprobación de su madre.
 Y ahora el vello en las axilas… Eddie tenía que admitir que eso había ocasionado una consternación considerable entre los alumnos menos experimentados. En aquel entonces había muchachos en Exeter que o desconocían, al parecer, que a las mujeres les salía vello en las axilas, o estaban demasiado turbados para pensar en los motivos por los que cualquier mujer no se depilaba las axilas. Sin embargo, para Eddie, los sobacos peludos de la señora Havelock constituían una prueba más de la ilimitada capacidad de la mujer para proporcionar placer. Enfundada en un vestido veraniego sin mangas, la señora Havelock dejaba que sus pechos oscilaran al caminar y, además, mostraba el vello de las axilas. Desde que empezó el buen tiempo, no pocos de los chicos, además de llamarla “Pechugona”, la llamaban también “Peluda”. Con uno u otro nombre, a Eddie le bastaba pensar en ella para tener una erección.
 —Cuando menos te lo esperes, verás como deja de depilarse las piernas —añadió la madre de Eddie.
 Esa idea, ciertamente, hacía titubear a Eddie, aunque decidió reservar su juicio hasta comprobar por sí mismo si ese aditamento capilar en las piernas de la señora Havelock podía complacerle.
 Puesto que el señor Havelock era colega de Minty en el departamento de lengua y literatura inglesas, Dot O’Hare opinaba que su marido debería hablarle sobre la molesta impropiedad del estilo “bohemio” de su mujer en una escuela sólo para chicos. Pero Minty, aunque podía ser un latoso de campeonato, tenía el suficiente comedimiento para no inmiscuirse en la manera de vestir o en la depilación (o su carencia) de la esposa de otro hombre.
 —La señora Havelock es europea, mi querida Dorothy —se limitó a decir Minty.
 —¡No sé qué quieres decir con eso! —respondió la madre de Eddie, pero su padre ya había vuelto, con tanta naturalidad como si no le hubieran interrumpido, al tema de la indolencia estudiantil en primavera.
 Eddie opinaba, aunque jamás lo hubiera expresado, que sólo los pechos oscilantes y los sobacos peludos de la señora Havelock podrían aliviarle alguna vez de la indolencia que sentía, y que no era la primavera lo que le volvía indolente, sino las conversaciones interminables e inconexas de sus padres, que dejaban una auténtica estela de pereza, un rastro de sopor.
 A veces, los compañeros de clase de Eddie le preguntaban:
—Oye, ¿cuál es el verdadero nombre de tu padre?
 Sólo conocían al señor O’Hare por el apodo de Minty o, cuando hablaban con él, como el señor O’Hare.
 —Joe —respondía Eddie—. Joseph E. O’Hare.
 La E era la inicial de Edward, el único nombre por el que su padre le llamaba.
 —No te puse Edward porque quisiera llamarte Eddie —le decía a cada tanto su progenitor.
 Pero todos los demás, su madre incluida, le llamaban Eddie. Y Eddie confiaba en que algún día le llamarían sencillamente Ed.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Tusquets Editores, 2008, en traducción de Jordi Fibla, pp. 38-42. ISBN: 978-84-8383-514-2.]