viernes, 30 de abril de 2021

Gente de las pusztas.- Gyula Illyés (1902-1983)


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9.-Los habitantes de las pusztas entre ellos. Su lenguaje social. Altercados. Regalos. Ocasiones para el regocijo.


 «Los criados escuchan los insultos con asiática indiferencia.
 -Sólo me gustaría saber a quién insulta ese pobre buey –me dijo una vez, ablandado y meneando la cabeza un criado después de recibir una sarta de improperios.
 Porque hasta los exabruptos se basan en una jerarquía precisa. El terrateniente increpa al administrador, éste a sus ayudantes, éstos al inspector, éste a los encargados, éstos a los criados. Y a continuación sólo vienen los niños y los bueyes.
 -A lo mejor insulta al carro –añadió-. Al carro y al árbol.  Y el árbol al Dios de los cielos que creó este…
 Así volvió, sin darse cuenta, de la momentánea blandura a los cauces de siempre.
 Las relaciones de los aldeanos se rigen por una etiqueta tan estricta y compleja como en la corte de los príncipes. Comunican, mediante gestos apenas perceptibles, los hechos o sentimientos difícilmente expresables: por ejemplo, si ven con agrado a un visitante o si el chico puede esperar algo de una muchacha a la que se acerca con buenas intenciones. Estos movimientos no sólo difieren según los pueblos, sino según los barrios e incluso según las temporadas. ¿Quién coge el sombrero del invitado, el dueño de la casa, su esposa o su hija? ¿Y dónde lo pone, en el perchero, sobre el baúl o sobre la cama? El visitante se entera en un instante de cosas que tardaría medio año en conocer si recurriese a las palabras. Un extraño no se entera nunca, claro. Pasé unas vacaciones escolares en B. y solía visitar a menudo a los vecinos que compartían la bodega con mis parientes. Al marcharme, siempre daba la mano a todos los presentes, y en una ocasión tendí la mano a la  hija de la familia. Ella me la estrechó cohibida, y hasta me dio la impresión de que se sonrojaba. Por la noche me enteré de que su padre la había zurrado sin piedad en cuanto me hube marchado.
 Cuando una muchacha le da la mano a un muchacho está diciendo: ¡confieso que tengo una relación con él y no me avergüenzo de ello! De hecho, sólo lo dice si el apretón de manos se produce en presencia de sus parientes. Además, esto sólo es así en la parte alta del pueblo, no en la baja. Aquí significa otra cosa.
 Entre la gente de la puszta no existen tales formalidades. Viven día y noche juntos y el roce es tan continuo que, a decir verdad, ni siquiera se saludan. Cuando esto ocurre, no se desean ni buenos días ni buenas tardes, sino que se comunican algún dato objetivo. “Hoy toca frío” dicen a primera hora de la mañana, y la respuesta es: “Pues sí, frío”. Quien se acerca con la azada es recibido por preguntas tales como: “¿Ya está?” o “¿Aún queda?” o “¿Falta mucho?” Y, si el interpelado es un hombre, la respuesta es: “Falta”, seguida de una retahíla de tacos.
 Solamente se suele saludar al entrar o salir de casa. Al llegar se dice “Alabado sea Dios” y, al marcharse, “Adiós”. Apenas conocen otras fórmulas. De la tía Szabó me despedí una vez diciendo:
 -Pues hasta luego, señora Szabó…
Y ella parpadeó un tanto perpleja y dijo, sonrojándose:
 -A ti también, alma mía.
 El contacto es muy estrecho en la pequeña comunidad de la puszta, porque casi todos están unidos por lazos de parentesco.
 Para los jóvenes, casi todos los mayores son padrinos. Yo tenía unos veinticinco y llamaba así no sólo a los padrinos de mis padres, sino a los de mis hermanos y primos, y también a sus padrinos de confirmación, que se consideraban parientes más cercanos que los del bautizo, puesto que a ellos les pedían luego sus ahijados que hicieran de padrinos de boda y se encargaran de organizarla.
 El contacto permanente y estrecho y el continuo sufrimiento los vuelven irritables. No se toleran mutuamente, como si vieran en el otro el reflejo de sí mismos. Los jóvenes se llevan bien. Los mayores se pelean. Rezongan, se envidian, se chinchan y serían los primeros en sorprenderse si alguien les dijera que a pesar de todo son solidarios los unos con los otros. Conviven como una manada de lobos: se enzarzan en peleas, la necesidad extrema o un botín casual los hacen llegar a las manos, pero así y todo nunca se abandonan.
 El tono llano de la gente de la puszta asombra a los extraños. Gente pacífica y sumisa en el fondo del alma, expresan con palabrotas hasta los parabienes y las muestras de cariño. Manifiestan mediante toda una paleta de maldiciones esos matices que los campesinos muestran a través de complejas costumbres. ¡Qué rica y variada es esa paleta! “¡Que no te alcance el rayo, pero que se empotre a un metro de distancia de ti!” Esto, por ejemplo, es una maldición, pero no se considera una ofensa. Cuando a una muchacha se le desea “¡Que el diablo se lleve a la novia en tu boda!”, de hecho se le está dirigiendo un cumplido. Son asimismo cariñosas las frases que animan a trabajar, tales como “No te quedes mirando el suelo, que de todos modos te pudrirás allí dentro” o “No dejes colgar la cabeza como un girasol”. Las advertencias reforzadas mediante una comparación a menudo sólo se expresan por amor al símil o al juego de palabras. Frases como “No te hagas esperar como una propina” actúan como un gesto amistoso y resultan regocijantes. Por supuesto, las hay también mucho más especiales, ingeniosas o duras. La gente de la puszta muestra una extraordinaria fantasía en este terreno.
 Uno podría creer que los hombres expresan sus sentimientos con la mayor precisión en los momentos culminantes de la pasión, arrastrados por un verdadero impulso lírico. Pero, aunque resulte extraño, no es así. La lengua del fervoroso enamorado se traba, y cuanto más sincero es su amor, más decididamente farfulla esos lugares comunes de los que la humanidad dispone desde Adán y Eva. La mayoría de las lenguas sólo cuentan con una o dos fórmulas esquemáticas para expresar ira o indignación. El vocabulario de algunas naciones es en este sentido tremendamente pobre. Los diversos grados de cólera extraen, de individuos pertenecientes a los más diversos niveles culturales, las mismas tres o cuatro palabras. No ocurre así entre la gente de la puszta. ¿Ha de atribuirse esto a nuestro ancestral lirismo?
 En mi infancia, fueron los insultos los que estimularon y quizá hasta formaron mis dotes artísticas. Me asombraban las acertadas observaciones, las audaces asociaciones y esas creaciones realmente artísticas que en la poesía se denominan metáforas. Muy temprano me preparé para escribir una tesis doctoral sobre la psicología de los improperios.
 La densa acumulación de adjetivos y su repentina descarga, así como el compás de los períodos, permiten suponer la existencia de ciertas leyes estructurales y rítmicas. La improvisación, que desde luego necesita de un importante tesoro de ideas y de una inspiración heredada y siempre dispuesta, nos recuerda la poesía de nuestros parientes lingüísticos, los vogules, cuya principal característica es, como bien sabemos, precisamente el improvisar. El cantante convierte en melodía sus propias experiencias o aventuras, sea un viaje, sea la caza de un oso, ateniéndose en todo momento a las pautas marcadas por el estribillo y el ritmo de las ideas. La capacidad de la gente de la puszta para soltar una retahíla de improperios casi interminable, pero nunca monótona, es parecida a la facultad de expresión artística de aquellos cantores y una prueba psicológica de nuestro parentesco.
 Me cuesta escuchar los tacos de los hombres cultos,  porque me parecen afectados y carentes de talento. Los improperios de la gente de la puszta, en cambio, me asombraron una y otra vez. Veía hasta humor en ellos. No cabe la menor duda de que se trataba de una variante de la poesía popular, ni de que una creación de extraordinario valor artístico se salía de los cauces normales y se dispersaba por las ciénagas de la oscuridad. ¿O era el resto degenerado de un ancestral sentimiento religioso? ¿De la religión de un pueblo desesperado que sólo se nutre de ira contra el cielo? A la gente de la puszta le cuesta recordar a la primera una oración, pero enseguida suelta insultos contra cualquier santo de la Iglesia.
 ¿Qué terrible pasión reprimida se abre paso en estas maldiciones? ¿Qué tensión actúa en las almas que sólo son capaces de manifestarse mediante extremos, mediante expresiones cariñosas de dulzura asiática y palabras mágicas de exuberancia también asiática? Los enamorados hablan de violetas, perlas y palomas y acto seguido se refieren a modos de muerte que no pueden ni describirse. ¿Qué mezcla es esta de fragancia de flores y de hedor de cuerpos en descomposición? La han mamado con la leche materna.
Resultado de imagen de gente de las pusztas gyula illyes Durante mucho tiempo me consolé pensando que todo ello era corrupción de la lengua, no del alma. Que eran simplemente nombres distintos para un mismo significado. Que cuando la mujer, en vez de reprender a su hijo con un suave y conveniente “vaya, vaya”, le grita “que se te salgan los ojos” o “que los gusanos se te coman las tripas”, sólo está usando una expresión distinta. Sin embargo, el rubor de la furia que inunda su rostro y el golpe que propina al niño demuestran a las claras que la maldición tiene raíces y proviene del corazón. ¿Y qué conclusiones puedo sacar del hecho de que cada una de sus palabras, cada una de sus frases, se combine con un insulto; de que, cuando piensan, lo primero que suelta su cerebro, a modo de invocación, es un taco, con el que también llenan esas pequeñas pausas en la conversación en que el espíritu se toma un descanso? Ante los superiores sí que conocen sus límites. Pero cuando se sienten en su ambiente, enseguida lo señalan con una o dos palabrotas. Tan pronto como se toman un respiro, sueltan un taco u otro contra el mundo. ¿Qué instinto suicida los impulsa a desearse a gritos –los unos a los otros y, por tanto, a sí mismos- los martirios más espantosos, siempre con el rostro encendido y temblando de irritación? Parecen poseídos. A veces trato de imaginar al dios que anida en sus almas en esos momentos; al ser cuyo rostro se vislumbra en las palabras que le dirigen. No es el semblante dulce del Nazareno, sino más bien el de algún ídolo chino desfigurado por una terrible sonrisa.
 No sólo transmitían hacia abajo los insultos recibidos de los superiores, sino también los golpes. Las palizas también responden a reglas precisas. Hasta una determinada edad, los padres golpean a los hijos; luego se produce una pausa; una vez finalizado el intermedio, la situación da un vuelco, y son los hijos los que golpean a sus padres. Es la tradición. En mi familia contaban como anécdota las palabras del viejo tío Pálinkás. Cuando su hijo, tirándole de los pelos, lo arrastraba por la habitación compartida y la cocina hasta llegar al umbral, el viejo solía gritar:
 -Déjame aquí hijo, que hasta aquí arrastraba yo a mi padre.
 La naturaleza de la gente de las pusztas es en el fondo pacífica e incluso dócil. Cuando algún acontecimiento externo extraordinario – una muerte trágica, un gorro nuevo o una copa de buen vino- les hacía olvidar su destino y sentirse como seres humanos, se acercaban los unos a los otros sonriendo y se estrechaban la mano, felices. Se consolaban, se animaban o se colmaban de sinceros parabienes. Tartamudeaban torpemente y se abrazaban con lágrimas en los ojos. A veces se burlaban unos de otros con bromas vulgares que, sin embargo, contenían tantos buenos deseos, tanto amor disfrazado, que el bromista y su víctima acababan frotándose los ojos por la emoción, por la atmósfera que los buenos actos creaban en su entorno, parecida a la generada por los gases lacrimógenos. ¿Pero cuándo podían sentirse como seres humanos?
 En mi memoria, el ambiente de la puszta no se caracteriza por las risas, sino más bien por los insultos y las peleas.»

   [El texto pertenece a la edición de Editorial Minúscula, 2002, en traducción de Adan Kovacsics, pp. 185-192. ISBN: 84-95587-12-2.]  
             

jueves, 29 de abril de 2021

Andanzas y viajes.- Pedro Tafur (1410-1487)


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Viaje al imperio alemán

Brujas

 «Partí de Broselas en compañía de un cavallero, capitán del Esclusa, a quien el bastardo me avíe encomendado. E fuemos aquel día a comer a una villa donde no fallamos vino e yo dixe que no queríe comer fasta llegar a Brujas, donde lo fallaríamos. E él dixo que allí estava una dueña su parienta, abadesa de un monasterio, e que embiaría a ella a saber si lo tenía, e así lo fizo. E el abadesa embiole dezir que ella tenía asaz vino, pero que no lo daríe si no fuese a comer con ella e levase al cavallero de España. E fuemos allá e recibionos muy alegremente e fuemos muy bien refrescados. E en fin del comer ella me dixo cómo avíe venido en romería a Santiago e avíe recebido tanta honor de castellanos que no sabía en qué lo satisfazer, e que me rogava que reposase allí algunos días e descansaría de tan luengos caminos e que como fijo sería tratado, e yo tóvegelo en mucha merced e tomé licencia de ella. E partimos para Brujas e llegamos a ora de viespras, e fue a posar a un mesón que llaman del Ángel, e el capitán del Esclusa, que viníe conmigo, fuese a su lugar e rogome que fuese allí a aver placer con él e yo prometígelo.
 Esta cibdad de Brujas es una gran ciudad muy rica e de la mayor mercaduría que ay en el mundo, que dizen que contienden dos lugares en mercaduría, el uno es Brujas en Flandes, en el Poniente, e Veneja, en el Levante. Pero a mi parecer e aun lo que todos dizen, es que muy mucho mayor mercaduría se faze en Brujas que no en Veneja. Helo por qué es esto: en todo el Poniente no ay otra mercaduría sino en Brujas, bien que de Inglaterra algo se faze, e allí concurren todas las naciones del mundo e dizen que día fue que salieron del puerto de Brujas setecientas velas. Veneja es por el contrario, que bien que muy rica sea, pero no fazen otros mercaduría en ella salvo los naturales. Esta cibdad de Brujas es en el condado de Frandes e cabeça de él, es gran pueblo e muy gentiles aposentamientos e muy gentiles calles, todas pobladas de artesanos, muy gentiles iglesias e monasterios, muy buenos mesones, muy gran regimiento así en la justicia como en lo ál. Aquí se despachan mercadurías de Inglaterra e de Alemaña e de Bravante e de Olanda, e de Stlanda e de Borgoña e de Picardía a aun gran parte de Francia. E este parece que es el puerto de todas estas tierras e aquí lo traen para lo vender a los de fuera, como si dentro de casa lo toviesen.
 La gente es muy industriosa a maravilla, que la esterilidad de la tierra lo faze, que en la tierra nace muy poco pan e vino no ninguno, e no ay agua, que de bever sea ni fruta ninguna, e de todo el mundo les traen todas las cosas e han grande abastamiento de ellas por levar las obras de sus manos. E de aquí se tiran todas las mercadurías que van por el mundo, e paños de lana e paños de ras e toda tapetería e otras muchas cosas necessarias a los ombres, de que aquí abundosamente es fenchida. Ay en ella una casa muy grande sobre un piélago de agua, que viene de la mar por el Esclusa. A esta llaman la Hala, do descargan las mercadurías e fázese en esta guisa: en aquella parte del Poniente crece la mar mucho e mengua e desde el Esclusa fasta Brujas, que será dos leguas y media, ay una acequia grande e fonda como río e a trechos están puestos como aguatochos de aceñas, que alçándolos entra el agua e echándolos ni puede más ir ni más salir. E cuando la mar crece, cargan aquellos barcos e van al Esclusa con sus mercadurías por la corriente e, cuando la mar es llena, atapan el agua, e aquellos barcos que fueron descargan e cargan de otra mercaduría e con aquella agua que los levó, como vacía la mar, buelven ellos con la menguante. E así se sirven por su industria de aquel agua, que es un gran cargo e descargo e, si lo oviesen de fazer con las bestias, sería grandísima costa e grande empacho.
 Esta cibdad de Brujas es de muy gran renta e de gente muy rica. E pocos días avíe que se avíen rebelado contra el duque, e aún estando él dentro, e salió fuera él e su muger e gentes, e armó contra ellos e fízoles guerra e tomolos por fuerça e fizo en ellos un gran castigo así en la vida como en las faziendas. Yo vi en torno de Brujas, e desde ahí al Esclusa e en torno al Esclusa, muchos maderos altos e en ellos cabeças de ombres fincadas. La gente desta tierra es de gran pulicía en el vestir e muy costosa en los comeres e muy dados a toda luxuria. Dizen que en aquella Hala avían libertad las mugeres que querían, fuese quien se pagase de ir de noche a estar allí, e los ombres que allí ívan podían traer a quien quisiese e echarse con ella, por condición que no se trabajase por las ver ni saber quién son, que merecíe muerte quien tal feziese y a los combites de los baños los ombres con las mugeres por tan honesto lo tienen como acá visitar los santuarios. E sin duda aquí gran poder tiene la deesa de la Luxuria, pero es menester que no les venga ombre pobre, que seríe mal recebido. E ciertamente quien gran dinero toviese e voluntad de lo despender, bien fallaríe allí sola en aquella ciudad lo que por todo el mundo nace. Allí vi las naranjas e las limas de Castilla, que parece que entonces las cogen del árbol. Allí las frutas e vinos de la Grecia, tan abondosamente como allá. Allí vi las confaciones e especerías de Alexandría e de todo el Levante, como si allá estoviera. Allí vi las pelleterías del mar Mayor, como si allí nacieran. Allí estava toda Italia con sus brocados e sedas e arneses e todas las otras cosas que en ella se fazen. Así que no ay de parte del mundo cosa donde allí no se fallase lo mejor que en ella ay.
 Avíe en aquel año que allí fui muy gran carestía de pan. Partí de allí por ver el Esclusa, que es el puerto de la mar de Brujas, e fui a posar con el capitán. E estando en la iglesia mayor oyendo misa, llegó a mí una mujer e díxome que quería fablar comigo en secreto cosa que me cumplíe. E llevome a su casa, que era cerca de aí, e mostrome dos moças e dixo que tomase cual de ellas quisiese. E yo pregunté qué era la cabsa por que lo fazíe. E dixo que muríe de fambre e que tantos días avíe que no comíe sino de los pescadillos de la mar e que aquellas dos moças muríen de fambre, e dixo cómo eran moças vírgines. E yo tomele juramento a ella y a ellas que tal cosa no fiziesen con ninguna persona, e que el año siguiente se mostrava ya bueno e que para ellas tres pasarían comunalmente con lo que yo les dava, e diles seis ducados venecianos e así me partí de ellas. Esta fambre fue la mayor que jamás fue vista e tras ella vino tan gran pestilencia que los lugares quedavan despoblados.
Resultado de imagen de andanzas y viajes catedra pedro tafur E yo reposé aquí con el capitán dos días e vi bien la tierra, que es lugar de más de mil el quinientos vecinos e muy fuerte de muro e de fosado, e muy lleno a no caber en las posadas de gentes estrangeras e muy grandes mercadurías. Allí fallé muchos castellanos e de otras naciones que conocía. El puerto desta villa es muy trabajosa la entrada por los bancos, que dizen, pero después de entrados están seguros e, como la mar finche mucho, entra fasta la villa e a la menguante quedan muchos en seco, pero en un sablón grande e fondo, que así están tan bien posadas como en el agua. Parece que la mitad del mundo armó para combatir aquella villa, tan gran flota está siempre en ella e de todo linage de navíos, así que carracas e naos e úricas de Alemaña e galeas de Italia, e barcas e vallineres e crieles e otros muchos navíos, según las maneras de las tierras. E allí, puesto que sean enemigos, pero cumple que en el puerto ni en la tierra no muestren los omecillos, mas cada uno ande derecho e seguramente faga su mercaduría, que si lo contrario feziese, seríe muy cruelmente castigado. Allí verés todas las naciones del mundo comer en un pesebre sin rifar. En este lugar del Esclusa estuve dos días con el capitán de ella e bolvime a Brujas.

 Gante

 E partí de Brujas e fui en Picardía a una ciudad que se llama Ras, que es del duque de Borgoña. Es muy gentil cibdad y muy rica, mayormente destos paños de paredes e toda tapecería e, puesto que ya en otras partes los labran, pero con todo eso bien se parece la ventaja de lo que se faze en Ras. En esta cibdad se fizo el ayuntamiento cuando la concordia entre el rey de Francia e el duque de Borgoña. E en esta cibdad estuve tres días e quise pasar en Normandía por ver a Roán e de ahí a París. E era tan grande la mortandad, que ove de dexar mi camino e bolvime a la cibdad de Brujas en Flandes. E por cuanto yo avía puesto allí cierta moneda en el cambio, ove de requerir a los que lo tenían e fallé que todos los mercaderes eran idos a la feria de Anveres, que es en Bravante.
 E estuve en Brujas un día e de ahí partí  e fui en dos jornadas a la ciudad de Gante, que es en el condado de Flandes. Esta es una de las grandes cibdades del mundo en la cristiandad e muy fuerte en demasiada manera, aunque llana, pero bien murada e buena barrera e muchos fosados por manera que ninguna gente con gran trecho no se puede acostar en ella, muy fornida en armas e de todas artillerías de guerra. Dizen que, según la orden que ellos tienen, que cada vecino tenga un arnés e una lança, que ay sesenta mil ombres de armas a pie e, comoquiera que sea o por recelo, siempre están proveídos de bastimentos, dizen ellos que para seis años e que cada año lo renuevan. Pero agora ovieron cuestión con el duque, su señor, e ovo de venir sobre ellos e turó el cerco gran tiempo, pero al fin los tomó e a gran vergüenza de ellos. E dizen que los fizo salir desnudos en camisa a demandarle perdón e que le otorgaron muchas cosas de gran sujeción, e así se partió de ellos. Pero primero gastó asaz e perdió de los buenos que él teníe e un fijo suyo, e micer Jaques de la Ben, que fizo armas en Castilla, allí murió de un golpe de espingarda. Esta cibdad es muy grande e muy populosa e muy rica por cabsa de las mercadurías, que entra el agua salada fasta ella e entran muchos navíos. Bien avíe que dezir desta ciudad, sino por no alargar e enojar con escritura.»
  
    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 2018, en edición de Miguel Ángel Pérez Priego, pp. 283-289. ISBN: 978-84-376-3817-1.]
                             

miércoles, 28 de abril de 2021

Cuerpos del rey.- Pierre Michon (1945)


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Cuerpos del rey

El cielo es un hombre pero que muy grande

 «Pocas veces he rezado. A principios de septiembre de 2001, mi madre, que durante su vida adulta intentó ser mi padre y mi madre, que en su avanzada vejez habría podido ser mi hija, mi madre se estaba muriendo en el hospital de G., una ciudad pequeña. Había árboles enormes en su ventana, una muralla de hojas. Todos los días del final de ese verano fueron hermosos, el sol cambiaba incansablemente esa pared verde, bajo la mirada de una moribunda que había amado los árboles. Iba a verla a diario, pero cuando llegué el 7 de septiembre vi que había llegado el momento (lo vi con la cabeza; el corazón se me quedaba a la zaga): agonizaba con un estertor, ya no volvería a hablar, había entrado en ese tiempo del alma errabunda que los tibetanos llaman el bardo. Me senté a su lado y, al cabo de un rato que soy incapaz de calcular, al cabo de horas o de minutos, me levanté como una exhalación, salí y me fui corriendo a una librería a comprar libros. Escogí con calma. Volví con el tomo XXIII de la Carte archéologique de la Gaule Romaine, el tomo segundo de los Dits et écrits de Michel Foucault, en la colección Quarto, y un tercer libro que he olvidado. Seguía corriendo, igual que la liebre de la fábula. Podían ser de las seis de la tarde. Cuando entré en la habitación de mi madre, el estertor había cesado y la respiración también; le tomé la mano y no había perdido aún nada de su tibieza. Llamé a la enfermera, que confirmó el fallecimiento, y me dejaron solo. El único presente era mi pensamiento, y me daba constancia de las cosas, como hacía un rato. Los libros estaban colocados, con mucha formalidad, a los pies de la cama, en su bolsita, junto a los pies de los cadáveres, que son diminutos. La muralla verde le era propicia al pensamiento. También el pensamiento estaba tibio, como lo está siempre. Yo necesitaba rezar, convocar el corazón y el alma que aquella mujer se merecía. Probé con una de esas cosas que se aprenden en la catequesis, el Padre Nuestro seguramente, pero lo dejé enseguida. Y luego el texto, la oración, se me impuso, llegada desde muy lejos, como si me la hubiera enviado otra persona, y la dije en voz alta, para que, como si dijéramos, la muerta la oyese: “Hombres y hermanos que seguís en la vida, no nos juzguéis con duro corazón, pues si tenéis compasión de estos tristes, habréis más pronto de Dios el perdón”. El corazón y el alma acudieron, dije el poema de cabo a cabo, como hay que decirlo, entre lágrimas; lo dije de pie ante el cadáver de mi madre como hay que estar, entre lágrimas.
 Recé en otra ocasión, en el mes de octubre, unos años antes. Una criatura había nacido durante la noche, yo acababa de volver a mi casa al alba. Algo me embargó, que era un deseo de rezar, de clausurar, de abrirme. Sentado en la cama, tranquilo, sonriente si es que se sonríe a solas, dije de cabo a cabo, en voz alta, El sueño de Booz. Lo dije como hay que decirlo, entre el sosiego, la aceptación de todo, la esperanza sin razón aparente, la gloria que siempre llega.

 La balada de los ahorcados puede decirse para una madre muerta. El sueño de Booz puede decirse para una hija que ha nacido viva y viable, como ponen los parteros en su informe rutinario. Muy pocas obras en verso hay que puedan aguantar en esas dos ocasiones, de la misma forma que se dice que el tungsteno aguanta en una temperatura de cero absoluto, el tungsteno que reviste esos hermosos telescopios que contemplan el Big Bang, en vilo entre la tierra y la luna. El tungsteno contempla el Big Bang. Los dos poemas que ya he dicho contemplan los cadáveres, entre los que hay cadáveres de madres, contemplan el alma que es recuerdo de esos cadáveres en los que habitó, desde los que miró el trocito de Big Bang que a ella se le concedió fugitivamente; contemplan los cuerpos vivos, los niños pequeños que nacen, que envejecerán y morirán. Los contemplan, les hablan, hablan de ellos, de los cadáveres, de los niños, y de nosotros, que estamos en medio, como si los cadáveres, los niños y nosotros fuéramos lo mismo; y somos lo mismo. Tranqu
ilizan al cadáver, tranquilizan al niño en pie. Tal es sin duda el cometido de la poesía. Casi no le veo otro. Los poemas pueden tener ese efecto, pueden servir para eso, pueden abarcar en la misma ojeada el Big Bang y el juicio final y todo cuanto acontece entre ambos, el duelo eterno y la alegría, que también es eterna; la riqueza y la miseria, que es su sombra; la muralla verde, la muerta, los adjetivos viva y viable; pueden conmover y trastornar a los hombres al darles fugazmente esa visión doble. ¿De qué sirven los poetas en estos tiempos nuestros de aflicción, en este año de aflicción de 2002, como lo fue también en Moulins el año 1462, cuando Villon estaba acabando el Testamento, como lo fue también el año 1859, en cuyo mes de mayo escribió Hugo Booz, como lo fue el impreciso año del neolítico tardío en el que soñaba Booz, Wozu Dichter, para qué iba a haber poetas? Sólo para eso.

 Seguramente he rezado en más ocasiones, pero esas oraciones no lo eran del todo, no eran para una anciana muerta o una niña viva, no eran para nada, iban a los árboles, a mi complacencia conmigo mismo, a la dicha que no viene a cuento y se otorga rimas para ir a más. Una vez fui con unos amigos arqueólogos a una excavación en la alta Etiopía, en la provincia de Menz: tres mil metros de altura en los trópicos, es decir, algo así como el clima de Toscana, el cielo de un azul extravagante, y esa alfombra vegetal que los geógrafos llaman el parque y es una sabana, pero a medio camino entre los pastos y la meseta calcárea, un césped inglés. Las excavaciones fijaban el perímetro de la ciudad de tiendas de un rey medieval que tuvo buen cuidado, como lo aconsejaba Vegecio, “de asentar el campamento en lugar seguro, donde puedan conseguirse leña, pastos y agua y aire saludable en abundancia”. Había de todo eso en abundancia; había también cereal, que la gente de allá entierra con una reja de arado de madera dura de mimosa, siega con hoz y trilla en la era; enebros gigantes, tabulares, regalistas, dignos de cobijar a los reyes con su sombra; órganos basálticos con los cimientos al aire, un caótico desmoronamiento de rocas, hermosos bloques poliédricos desplomados, que apetecía comerse, como en Hambre de Rimbaud, en los que tomas asiento lo mismo que un rey; y, allende el campamento del rey y los órganos caídos, había una pradera larga y ancha plantada de eucaliptos que daba, en caída vertical, a la muralla natural de un cañón de trescientos metros de altura.
Resultado de imagen de cuerpos de rey Allí iba yo con frecuencia. No había nadie y sí lo había. Con frecuencia me creía solo y, de pronto, me rodeaban unos niños, atentos, plácidos, prestos a brindar sus servicios, a explicar en mal inglés el cometido de lo que fuera, de viento, de los árboles, de las ramas de los árboles, de Dios o de la poesía rimada, cuanto se le ocurriera a uno. No se ponían pesados. Pero se habían fijado, desde el primer día, en que yo siempre llevaba en el bolsillo varios lápices, de esos de plástico de colores que vienen en unas carteritas y se compran en los quioscos de las estaciones; para ellos eran un tesoro. Por eso las charlas y los servicios prestados transcurrían al compás de frecuentes: Father. A pen? Give a pen, father. Tales transacciones con el father (¿me tomaban acaso por un sacerdote, por un patriarca? ¿O se limitaban a dejar constancia de que era viejo?) no les impedían recoger ramas secas de eucalipto, pues para eso acudían a aquella pradera por encima del nivel del cañón. Esa tarea de espigadores era la obligación de los niños de Menz, o, como mucho, de los jóvenes; estaba enterado de que las pocas mujeres que recogían leña eran viudas, o las habían abandonado, y no tenían hijos. Abundan las mujeres en esa situación y buscan desesperadamente un compañero, un genitor; cualquiera les vale, no son nada exigentes.
 Una noche vi a una de esas mujeres. Se acercaba desde el otro extremo de la pradera. Me hacía breves señas, según se aproximaba, al tiempo que recogía leña. Eran insinuaciones discretas y meridianas a la vez, sonrisas, miradas, una forma modesta y franca de aparecer con aspecto favorecido, pero sin melindres ni ramplonería; así debían de ser las proposiciones sexuales desde siempre en las sociedades agrarias de las que ya nada sabemos. En aquel momento, no caí en la cuenta de qué quería, pensé que era afable. Llegó hasta mí, con el haz de leña bajo el brazo. Podía andar por los treinta o los cuarenta años, era aún bastante guapa, pero le faltaban dientes y tenía el vientre deformado. En ese mal norteamericano del que dispone el mundo entero, en esa lengua siria del imperio, me habló, sonriente y blindada sin alarde. Sus cuatro hijos habían muerto, su marido también. Sonreía. Tenía el indómito coraje de estar viva. Me miraba a los ojos. Come home. Bread. Milk. Me. Tala (la cerveza en etíope). Se reía y hablaba en serio. Yo me reía también. Le dije que ya tenía homes y families y que alguien me estaba esperando en la aldea para tomar tala. Le di algo que no era amor, lo que suele llevarse en el bolsillo trasero de los vaqueros y vale para todo. Se fue con la misma sonrisa, los mismos modales francos y directos.
 El falso patriarca rechazó a la espigadora de verdad.
 Me había enternecido. Se había ido. Llegaba un leve viento desde el cañón. Recité de cabo a cabo El sueño de Booz, por los eucaliptos y los enebros, por los reyes muertos, por el neolítico, por la era y los diluvios, por mí porque me gustaba y porque me hacía llorar y para estar ya borracho antes de emborracharme con tala, por el cañón por el que te puedes caer, por la jerga universal, por las oportunidades perdidas, por las mujeres que apeteces y por las que no apeteces, por nunca jamás, por Corvus crassirostris que anida en Menz, thick-billed raven, que es de vuelo torpe, pico carroñero y grito repugnante, tiene el plumaje más fúnebre que el de la corneja añosa, pero luce en la nuca el ancho de una mano infantil de armiño, de leche, de nieve, un espejo puro donde se mira el candor.
 Estaba terminando el poema cuando apareció de verdad la hoz de oro en el campo de las estrellas. Me fui a beber tala.  

 Quizás no esté de más referir lo poco que sucede en ese poema, según lo entiendo yo: un hombre duerme, una noche de trilla o de siega. Duerme al aire libre. Estamos en los tiempos bíblicos. El hombre que duerme es un segador, y algo más que un segador, el dueño de la siega, un hacendado, un latifundista. El grano rebosa. El hombre es viudo, sin hijos, recorre el último tramo del camino cumpliendo con las formas, sin resentimiento. Tiene un sueño; y ve en él, con la rígida forma de un roble que le nace del vientre, una juvenil erección y una prolongada descendencia muy ilustre. No se lo cree, sabe que sueña. Pero está en un error: mientras duerme y sueña, una Forastera que había ajustado para que espigara, una mujer muy joven, se ha tendido a su lado, ha desnudado sin ambigüedad el pecho y espera la voluntad del hombre. Con los ojos abiertos al cielo, se pregunta por el origen de la luna.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2006, en traducción de María Teresa Gallego Urrutia, pp. 63-70. ISBN: 84-339-7096-8.]