martes, 30 de abril de 2019

Mecanoscrito del segundo origen.- Manuel de Pedrolo (1918-1990)


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6.-¿Es Alba la madre de la humanidad actual?

«Como algunos lectores ya saben y otros ignoran, el primer ejemplar del Mecanoscrito del segundo origen fue descubierto hace ahora cuatro mil doscientos dieciocho años por un erudito hoy prácticamente olvidado, Eli Raures, que lo retuvo sin publicar, hasta que al cabo de treinta y cuatro años una segunda copia de la obra cayó en manos de Olguen Dalmasas, un anticuario que, poco antes, lo había adquirido en un lote de objetos procedentes de la liquidación de los bienes de una familia campesina. Contra el parecer general, quiso ver en él una crónica, diario o memorias de uno de los escasos supervivientes de la gran catástrofe que, por motivos hasta entonces desconocidos, estuvo a punto de aniquilar totalmente la vida humana de nuestro planeta. Raures, que cuando se produjo este segundo hallazgo ya debía de tener ochenta años, sostenía que se trataba de una de tantas obras de aquello que los antiguos llamaban ciencia ficción, con la única particularidad de que ésta nos había llegado de forma mecanoscrita; el autor, argumentaba, había intentado resucitar un género que en aquellos momentos ya no tenía aceptación. Según él, el procedimiento Brau/Sorfa de datación, al cual había sometido al mecanoscrito (papel, tinta, tipo de letra), demostraba que el texto no era anterior a TT/1200.
 Durante la controversia entre los dos hombres, Dalmasas sostuvo: a) que la división del mecanoscrito en cuadernos hacía pensar que se trataba de la transposición de una obra anterior, probablemente manuscrita; en ese caso, las fechas que proporcionaba la datación Brau/Sorfa no afectaban a la antigüedad del texto; b) que el texto pretendía fundamentar de una manera suficientemente específica la denominación cronológica que ahora es la nuestra; c) que la escritura era demasiado ingenua a todos los niveles como para pertenecer a un profesional; y d) que se recogían, en forma de presente histórico, una serie de hechos que, más o menos desnaturalizados, nuestra civilización conserva en forma de leyendas o mitos.
 Eli Raures, que dejó de lado el argumento de la datación, quizá también porque le pareció lógico el que aquella división de los capítulos hiciera mención a un texto más antiguo, escrito a mano en distintos cuadernos, fue capaz de citar toda una retahíla de obras de ciencia ficción tan ingenuas o más, y se encogió de hombros ante los otros dos argumentos; el autor, dijo, no tenía ningún mérito "fundando" una datación que ya existía, y de la cual únicamente pretendía dar una explicación fantasiosa, ni buscando un origen arbitrario a aquellos mitos y leyendas sobre el origen que nutren nuestro folklore.
 Este criterio, quizá porque el texto ofendía a algunos tabúes de nuestra sociedad que aún hoy conservan su fuerza, fue el que prevaleció. Y es así como, bajo la etiqueta de "novela de ciencia ficción", el Mecanoscrito del segundo origen ha pasado a nuestros manuales y se ha editado, a intervalos espaciados, once veces más.
 Pero ahora, en TT/7138, estamos mejor informados. Lo estamos, concretamente, desde el año pasado, cuando los galaxonautas de nuestro último programa Alfa 3 descubrieron un planeta, ahora bautizado como Volvia, totalmente desierto, y en el cual aún quedan rastros de una civilización de tipo humanoide altamente evolucionada. Nuestros científicos han encontrado allí fragmentos de máquinas que podrán corresponder perfectamente a los platillos volantes o aviones mencionados en el mecanoscrito; y más importante y decisivo, han recogido allí unas placas de un metal prácticamente indestructible idénticas a las que encontramos citadas en nuestro texto. Igualmente importante es la existencia, en Volvia, de extensos archivos conservados en hojas del mismo metal, escritos con un llamémosle alfabeto que únicamente conoce varias formas de líneas y puntos. Todo esto es del dominio público.
 En cambio, no lo es el que los primeros resultados, aún parciales y sujetos a revisión, del trabajo de descifrado al que se dedican nuestros hombres de ciencia parecen señalar, entre otras cosas, dos puntos que nos interesan particularmente en relación con el mecanoscrito: una enfermedad epidémica de origen desconocido, que los médicos de Volvia no podían controlar, se iba extendiendo hace unos 8.000 años por el planeta y amenazaba con exterminar a todos sus habitantes, los cuales, y éste es el segundo punto que señalar, emprendieron una expedición ultragaláctica con vistas  a localizar otro planeta que reuniera unas condiciones ambientales semejantes al suyo y al que pudieran emigrar y, si podían, salvar la raza. Y siempre según esta interpretación, que, repetimos, no es definitiva, encontraron tres; uno de ellos, no hay duda, fue la Tierra. Pero estos planetas, o al menos el nuestro, estaban habitados y era necesario limpiarlos antes de poder instalarse en ellos.
 El procedimiento, que confirma los datos de nuestro texto, nos es muy familiar desde el conflicto bélico de TT/6028-30, cuando por primera vez uno de los contendientes descubrió y utilizó el sistema Grac/D, desde entonces prohibido, y gracias al cual aniquiló simultáneamente dos ciudades, Romana y Nuclis. Resulta claro que los habitantes de Volvia disponían ya de él unos cuantos miles de años antes, si bien no tan perfeccionado tal vez, puesto que las vibraciones microestructurales que utilizaron no eran lo bastante potentes como para destruir los edificios de raíz; sí lo eran, en cambio, para provocar el conocido colapso cardíaco que, en Romana y Nuclis, no dejó ni a una persona con vida. Por otra parte, es sabido que estas vibraciones únicamente pueden propagarse en un medio de una densidad más o menos homogénea, y por lo tanto no pueden comunicarse, por ejemplo, del aire al agua.
 Los volvianos, hemos dicho, querían instalarse en la Tierra. Pero no lo hicieron. ¿Por qué? Ahora entramos en el terreno de las conjeturas. Una de dos: o bien la epidemia progresó más rápidamente de lo que habían previsto, o bien prefirieron, en último extremo, emigrar a otro de los planetas que tenían en perspectiva. Si es esto último, un día lo sabremos; es inevitable que, tarde o temprano, nuestros galaxonautas acaben por encontrarlos.
 Todos estos datos, ignorados, naturalmente, cuando el erudito y el anticuario discutían entre sí, tienden a dar al Mecanoscrito del segundo origen la proyección histórica que, con una intuición tan acertada, pretendía Olguen Dalmasas. Es cierto que nunca se han encontrado ni los supuestos cuadernos originales ni el alma mortífera arrebatada a una criatura ajena a la Tierra, pero esto no puede sorprendernos; no es un argumento contra la autenticidad del mecanoscrito. Como tampoco es una prueba a favor el que actualmente perdure, todavía, el apellido Clarés.
 La obra, pues, fue escrita probablemente por uno de los pocos supervivientes del ataque de los habitantes de Volvia, por esa Alba que, con su compañero, pensó inmediatamente en salvar los archivos del saber humano, los libros, y en asegurar la continuidad de nuestra especie. Es hora, nos parece, de preguntarnos seriamente si Alba no será la madre de la humanidad actual. Nosotros nos inclinamos a afirmarlo. Tenía que ser alguien con un temple como el suyo.
                                                                                                                              El Editor.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 1998, en traducción de Domingo Santos. ISBN: 84-226-7014-3.]

lunes, 29 de abril de 2019

Fábulas.- Flavio Aviano (s. IV)


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A Teodosio

«Dudaba, magnífico Teodosio, con qué género literario podría conseguir que mi nombre permaneciese en el recuerdo, cuando se me ocurrió escribir fábulas, porque su composición no exige el respeto a la verdad y en ellas resulta conveniente la mentira graciosamente imaginada. Pues, ¿quién podría conversar contigo sobre oratoria, quién sobre poesía, cuando en uno y otro género superas a los áticos en erudición griega y a los romanos por tu dominio de la lengua latina? Así pues, conocerás que mi guía en esta materia es Esopo, quien, aconsejado por la respuesta del Apolo délfico, ideó estos temas graciosos para alentar la lectura de sus mensajes. Pero también Sócrates introdujo en sus divinas obras estas fábulas a manera de ejemplo y Flaco las adaptó a su poesía, porque bajo la apariencia de simples chanzas contienen testimonios de la vida corriente. Babrio las recreó en yambos griegos, reuniéndolas en dos volúmenes. Fedro también repartió en cinco libros una parte de ellas. De éstas, pues, agrupándolas en un solo libro, yo he transmitido cuarenta y dos fábulas que, compuestas como estaban en un latín prosaico, he intentado poner en versos elegíacos. Tienes, en efecto, una obra con la que distraer el espíritu, ejercitar el ingenio, aligerar tus preocupaciones y reconocer con sagacidad el devenir de la vida entera. Pero hemos hecho hablar a los árboles, lamentarse a las fieras con los hombres, polemizar a las aves y reír a los animales, de manera que, según las necesidades de cada caso, incluso los objetos inanimados pueden expresar su parecer. [...]
 
4.- Fábula de Febo y Bóreas
 
El desapacible Bóreas y el tranquilo Febo entablaron una disputa en el cielo ante el gran Júpiter sobre cuál de los dos conseguía antes su propósito. Por casualidad, en medio del mundo un viajero recorría su camino habitual. Llegan al acuerdo de establecer como prueba del debate quitarle el manto al hombre y dejarlo sólo con la túnica. En seguida truena el cielo agitado por los vientos y una lluvia gélida cae torrencialmente. El hombre se envuelve más en su capa de doble paño, protegiendo sus costados, pues el viento turbulento le levanta los pliegues. Febo, por su parte, había ordenado que sus débiles rayos crecieran poco a poco para convertir su brillo en fuego abrasador hasta que el caminante, deseando dar reposo a sus miembros cansados, se sentó en el suelo agotado tras quitarse el abrigo. En ese momento el victorioso Titán enseñó a las divinidades presentes que profiriendo amenazas nadie consigue la victoria. [...]
 
19.-El abeto y la zarza
 
Un abeto muy hermoso se rio de un espinoso zarzal cuando entablaron una gran disputa a propósito de su belleza, arguyendo que a todos parecía un debate sin sentido, puesto que ningún honor aproximaba al zarzal a sus merecimientos. "Mi cuerpo alargado, elevándose hasta las nubes, levanta hacia las estrellas la noble cabellera de mi copa y, cuando se me coloca en medio de las anchas popas, el viento despliega las velas colgadas en mí. Sin embargo, todos los hombres muestran su desprecio hacia ti, porque las espinas te dan un lamentable aspecto". La zarza contestó: "Ahora manifiestas alegre sólo tus ventajas y disfrutas altivo de mis males, pero cuando el hacha amenazante corte tus hermosos miembros, cuánto querrás entonces haber tenido más espinas". [...]
 
32.- El hombre y el carro
 
Un campesino abandonó en la hondonada un carro que se había atascado en el barro y con él a los bueyes, ayuntados a un yugo inmóvil; confiaba en vano que los dioses, tras haber hecho sus votos, diesen solución a sus problemas mientras él permanecía sentado. El jefe tirintio le respondió desde lo más alto del cielo (pues el suplicante le había invocado a él en sus votos a los dioses): "Empieza a azuzar a tus esforzados bueyes con la aguijada y aprende a ayudar a las ruedas perezosas con tus manos. Cuando valiente hayas luchado hasta el límite de tus fuerzas, entonces te será permitido llamar a los dioses para tus propósitos. Aprende, además, que la divinidad no se deja ablandar por los votos perezosos y que tus propias acciones invitan a los dioses a hacerse presentes". [...]
 
39.-El soldado y la trompeta
 
 En cierta ocasión, un soldado, harto de combatir, había hecho el voto de tirar al fuego todas las armas, tanto aquellas que la multitud de sus enemigos le había entregado al morir como las que había podido arrebatarles en su huida. Con el tiempo la suerte hizo que se cumplieran sus deseos y, acordándose de su promesa, empezó a arrojar las armas, una por una, a una hoguera encendida. Entonces, la trompeta, rehuyendo su culpa con ronco sonido, se apresuró a advertir que ella no merecía sufrir las llamas: "No podrás decir que alguna de las flechas que alcanzaron tus brazos fue impulsada por mis fuerzas. Yo sólo llamé a las armas con mis soplidos y mis sones e incluso esto lo hice -pongo a os astros por testigos- con débil sonido". El soldado, arrojando a las llamas crepitantes la rebelde trompeta, añadió: "Ahora sufrirás un castigo y un dolor más grande, pues, aunque tú misma no puedas ni te atrevas a atacar a nada, eres más cruel por hacer que los otros sean malvados".»
 
   [Los fragmentos pertenecen a la edición en español de Editorial Gredos, 2005, en traducción de Antonio Cascón Dorado. ISBN: 84-249-2790-7.]
 

domingo, 28 de abril de 2019

Con esta lluvia.- Annemarie Schwarzenbach (1908-1942)


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Una mujer sola

«Cuando llegó a la capital no conocía a nadie aparte de un joven secretario de la legación danesa, al que, según se decía, había conocido muchos años antes en Nuevo México o Arizona. Había escrito un libro sobre Nuevo México que, cuando se publicó en su país, Dinamarca, había dado mucho que hablar y que después también se había traducido al inglés. Pero de eso hacía al menos tres años, y los que habían leído el libro, o afirmaban haberlo leído, hablaban despectivamente de él: que era el libro de una aventurera, decían, y que, más que de Nuevo México, hablaba del whisky que introducían allí de contrabando, de la piel lisa y lampiña de los jóvenes indios y de la vida en un rancho donde se emborrachaban con el alcohol que ellos mismos destilaban y con el aire enrarecido y seco de la meseta, gente que vivía contrayendo deudas y que por la noche se echaba en los maizales a hacer el amor. Al parecer, el libro debía su éxito a un par de reseñas nada favorables, así como al hecho de que, en efecto, un jefe indio había seguido a la autora hasta Nueva York y se había quitado la vida porque ella no quería casarse con él. Más tarde, ella regresó junto a su marido y sus hijos a Dinamarca, y su editor, queriendo rentabilizar el éxito del primer libro, intentó en vano convencerla para que escribiera un segundo. Ella vivía cómodamente en su finca, en medio de los bosques frondosos y los prados fértiles de Dinamarca, preocupada tan sólo por sus caballos, sus perros y sus dos hijos.
 Pero cuando se supo que el marido, un oficial de caballería dimisionario, había perdido todo su capital en el asunto Kreugher y que era absolutamente incapaz de ganar dinero, decidió aceptar la propuesta del editor y viajar a Persia. No sabía nada de ese país, pero tal vez por eso le fue tan sencillo firmar el contrato y decir adiós a la finca y a los hijos.
 Llegó en septiembre. No era una mala época para Persia, pero en la ciudad seguía haciendo mucho calor y el viaje por el desierto y desde Bagdad hasta las montañas debió de ser terrible. Yo entonces trabajaba en las excavaciones de Abderabad; la casa de nuestra expedición quedaba sólo a media hora de la ciudad, en medio de un jardín de granados.
 Naturalmente, el rumor de la llegada de Katrin Hartmann nos llegó aun antes de que la baronesa hubiese puesto un pie en la ciudad. En Oriente, una mujer que no viaja acompañada por un hombre es siempre algo raro, aunque no se trate más que de una cantante o de una bailarina rumana contratada por el Pars o el Astoria. Por lo tanto, no nos extrañó que toda la colonia europea se entretuviera hablando de ese personaje llamado Katrin Hartmann. ¿Una baronesa? ¿Una aventurera? ¿Qué se le había perdido aquí? ¿La habría invitado la legación?
 Vivía en la ciudad, en el hotel Naderi, y no visitaba a nadie más que a su conocido danés y a algunos persas de clase alta para los que había traído cartas del cónsul persa en Copenhague.
 Naturalmente, nos preguntamos por qué no se había dirigido primero a los europeos, pero no nos lo tomamos a mal. Era a todas luces una mujer fuera de lo común, una personalidad interesante, la gente podía prometerse sensaciones; además, era hermosa y, por lo que se sabía, una amazona extraordinaria. Los hombres ardían en deseos de poner a su disposición sus caballos turcomanos y árabes.
 Conocí a la baronesa al día siguiente de su llegada, en la terraza que el joven danés tenía en las afueras, en Shimrán, un bello y fresco jardín con bungalow y piscina; bebían whisky con soda helada y burbujeante y hablaban de Nuevo México. Katrin Hartmann me dijo que le interesaba todo, también las excavaciones, pero me di cuenta de que nunca había oído nada sobre el tema. Aunque yo pensaba que se aburriría, la invité a que nos visitara en Abderabad. Levantó la cabeza y me miró por debajo del ala blanca del sombrero. Tenía los ojos azul oscuro, de un brillo frío y casi negro, bien hundidos en las cuencas bajo la frente pálida y muy saliente. El rostro era hermoso, grande, masculino, las mejillas hundidas, la boca y el mentón recios, desafiantes -una dentadura de caballo, pensé-, sólo las sombras alrededor de los ojos y las sienes tensas daban a ese rostro cierto toque dolorosamente conmovedor...
 Vino a visitarnos unos días más tarde. No nos había avisado, era temprano, las siete quizá, estábamos trabajando en el "museo" y todavía no habíamos desayunado. Yo estaba ordenando los objetos que habían llegado de la excavación la noche anterior, y junto a mí George Gordon examinaba unas monedas partas al microscopio.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Minúscula, 2011, en traducción de Daniel Najmías. ISBN: 978-84-95587-76-3.]

sábado, 27 de abril de 2019

Segunda Celestina.- Feliciano de Silva (1491-1554)


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Argumento de la XXIII Cena

«Elicia: Madre, bien dizen échate a enfermar y sabrás quién te quiere bien y quién te quiere mal. Que he aquí donde viene Areúsa y cuán desahilada viene.
 Areúsa: ¿Qué es esto, madre? Que toda vengo sin huelgo, cuando me dixeron que te havían visto venir depriessa, tú y mi prima, y que quedávades en Santa Clara.
 Celestina: A la fe, hija, los malhechores no es cosa nueva andar por iglesias. ¿Parécete que estoy bien librada, al cabo de mi vejez andar en tales passos?
 Areúsa: ¡Ay, madre! ¿Qué ha sido esto?; que desde la calle del Arcediano vengo los chapines en las manos por venir más apriessa.
 Elicia: ¿Y cómo, prima, y tú no lo sabes?
 Areúsa: No sé más de cómo os vieron venir, como quien viene a ganar beneficio.
 Elicia: ¡Ay, prima! Si tú huvieras visto en la escarapela que nos hemos visto, más con razón dixeras lo que dizes.
 Areúsa: ¿Y qué escarapela?
 Celestina: ¡Qué dimonios de escarapela! Que no fue nada, hija, sino que una borracha vino a mi casa y no sé qué deshonestidades me dixo y quebréle una rueca en los cascos, y dixéronnos que dava quexa; y yo havía de venir aquí a rezar ciertas devociones y traxe conmigo a tu prima; que ni hay por qué estar aquí y todo no fue nada.
 Elicia: ¡Osadas, madre, que no fue nada! Por tu vida, prima, que sobre echalle los tocados en el suelo con la cavellera, los chapines le deshize a chapinazos y las orejas le desé medio arrancadas; y dize mi tía que no fue nada.
 Celestina: Alacé, hija, no fue nada, pues no dexó allí las narizes y aun la vida, según lo que merescía.
 Areúsa: ¿Y quién era la señora?
 Elicia: Por cierto, vergüença es de dezillo por no ensusiar mi boca en nombralla, como ensuzié mis chapines en castigalla. Hi, hi, hi.
 Areúsa: ¿Y de qué te ríes?
 Elicia: De que no puedo dexar de reírme, de ver la borracha cómo venía, con sus guedejitas a los lados y sus dos dedos de color mal puesta en las mejillas, que no parecía sino unas santas viejas mal envernizadas, y cuando no me cato vila con su motila defuera y los cabellos rubios, sin tocas, por esse suelo, pisados de cuantos allí andavan.
 Areúsa: ¿Y quién era ella?
 Elicia: ¿Quién diablos podía ser, sino aquella rameruela borracha de Palana?
 Celestina: ¡A osadas, no, noramaças, rameruela! ¡Llámola yo rameraza y más que rameraza!
 Areúsa: ¿Quién, Palana, la cantonera de cuatro maravedís, que bive a la cal nueva?
 Elicia: Essa misma y no otra. Y aquí viene Centurio que la conocerá mejor.
 Areúsa: ¡En el nombre del padre y del Hijo y Espíritu Sancto! ¿Y dónde estava vuestro seso cuando en tal puerca ensuziávades las manos? A tal borracha mandalla matar a palos a dos azemileros.
 Elicia: ¡Ay, prima! ¿Y cómo dizes esso? Y aun, pardiós, paciencia nos puso ella para aguardar esso.
 Centurio: ¡Oh, despecho de la condición! ¿Y qué ha sido lo que ha passado? Que reniego de la leche que mamé, si no preciara más llegar a tiempo que cuanto tengo, para cortar el gesto a aquella borracha vellaca de Palana.
 Elicia: Y tú, señor, ¿has sabido lo que fue?
 Centurio: ¿Qué fue? Fue que, juro a la santa letanía, que no he dexado botica en todo el burdel que no he buscado aquella vellaca; y aun boto al santo martilojo, que este guante de malla me calcé para dalle dos pares de bofetones, por no ensuziar las manos en aquella puerca, que las tales no se han de castigar sino de pomo de espada o tanto del bofetón de guante, hasta hazella escopir la malla a bueltas de las muelas y dientes.
 Elicia: ¿Dónde los supiste, señor?
 Centurio: ¡Déxame, pesar de los moros, que estoy para me ahorcar! ¿Y tú, madre, havías de poner manos en tal borracha?
 Celestina: Hijo, por tu vida, que me hizo salir de seso; que bien veo que fue desatino, una muger como yo ponerme a castigar tal puerca.
 Centurio: ¿Burlando dizes desvarío? Ora sus, sus, no se hable más en esto, que ello se hará lo que se ha de hazer, para castigo de una y escarmiento de muchas tales vellacas, borrachas, puercas, suzias, estableras, como aquéllas y otras tales.
 Elicia: Yo te certifico, señor, que ella queda bien castigada de mis manos.
 Centurio: Ora, que ello se hará lo que se ha de hazer; no se hable más en ello, que he aquí donde viene el señor Felides; acá deve de venir.
 Celestina: Deve de haver sabido lo que passa y, mal pecado, como yo fui muy querida de la señora Sevilla, viéneme a visitar y ver lo que he menester, que para esto son los buenos en el lugar. Mi señor Felides, bien dize el proverbio, échate a enfermar, y sabrás quién te quiere bien o quién te quiere mal, bien empleado es el servicio en tales personas donde las mercedes no tienen descuido en todo tiempo.
 Felides: ¿Qué ha sido esto, madre? Que en saliendo de mi casa me dixeron no sé qué, y derecho he venido a ver lo que mandas.
 Celestina: Señor, no fue nada, ¿qué havía de ser, sino cosas de mugeres? Mas, a osadas, hijo Pandulfo, que nos ha costado caro dos vezes que en mi casa has entrado, que la fama que hemos sacado, en el dedo la ataremos.
 Pandulfo: Señora, dissimularas tú con aquella puerca y dixérasmelo, que yo la castigara como ella merecía.»
 
      [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 1988, en edición de Consolación Baranda, pp. 351-355. ISBN: 84-376-0757-4.]
  

viernes, 26 de abril de 2019

Los jardines de la memoria.- Michel Quint (1949)


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«¿Y sin memoria? De las leyes de Vichy: del 17 de julio del 40, sobre el acceso a los cargos en las administraciones públicas; del 4 de octubre del 40, relativa a los residentes extranjeros de raza judía; del 3, la víspera, sobre el estatuto de los judíos; del 23 de julio del 40, relativa a la pérdida de la nacionalidad de los franceses que hubiesen abandonado Francia; todas esas actas en las que Pétain comienza por "Nos, Mariscal de Francia...", y esa otra ley que me afecta, del 6 de junio del 42, que prohíbe a los judíos ejercer la profesión de comediante...
 Yo no soy judío. Ni comediante. Pero...
 Siempre, por más que me remonte en el tiempo a las épocas en las que todavía pasaba por debajo de las mesas, incluso antes de saber que estaban destinados a hacer reír, los payasos han provocado en mí la tristeza. Deseos de lágrimas y desesperación desgarradora, agudos dolores y vergüenza de paria.
 Sobre todo he detestado a los augustos. Más que el aceite de hígado de bacalao, los besos a las viejas parientas bigotudas y el cálculo mental, más que cualquier tortura de la infancia. Para expresar lo más posible el sentimiento, en los tiempos de mi inocencia sentía ante esos hombres zurcidos con cuerdas, con ojos desorbitados por el albayalde, grotescos, el virtuoso espanto de los muchachos aún vírgenes al cruzarse con una prostituta pintarrajeada, según la idea gráfica y sumaria que yo me hacía, o el repentino pánico de los rosales al descubrir en el jardín florecido a un gnomo obsceno, itifálico. Si se me imponía el espectáculo de la pista, me aterrorizaba hasta el enrojecer, tartamudear, orinarme en los calzoncillos. Hasta volverme sordo. Loco. Hasta morirme.
 Sólo de pensar en una bola en la nariz, en una peluca roja, en la perspectiva de una mañana en el circo, tanto mis compañeros de clase y mi hermana Françoise como todos los chavales de constitución normal sentían deseos de reír; se les estiraban las comisuras de los labios. Experimentaban el éxtasis de la risa, de reírse a carcajadas. Yo, sin embargo, me encogía en lo más profundo de mí mismo hasta ser incapaz de tragar ni una regla de gramática ni la cena.
 Evidentemente, los manuales de psicoanálisis vulgarizado están para utilizarlos; hace ya mucho tiempo que identifiqué las causas de mi neurosis.
 Mi padre, que era maestro, buscaba y agarraba por los pelos todas las ocasiones de exhibirse como augusto aficionado. Enormes zapatones, nariz roja y toda una serie de bártulos chapuceros de sus viejos trajes y de utensilios de cocina arrinconados. A eso hay que añadir algunos encajes, abandonados por mi madre, que le daban un colorido equívoco. Armado y disfrazado de esa manera, cubierta la cabeza con un colador de esmalte descascarillado, acorazado con un corsé rosa de ballenas, pasapurés nuclear en la cadera, cascanueces supersónico en la mano, era un guerrero despavorido, un samurái de hojalata que salvaba a la humanidad intergaláctica y también a la nuestra, retrasada, en un número patético de necio solitario que se veía obligado a darse a sí mismo bofetadas y patadas en el trasero. Una especie de Matamoros de vía estrecha, un Tintín de arrabal, cuyo galimatías apenas articulado nadie conseguía entender, pero que tenía chispa para conmover a los asistentes. Tal vez porque era torpe, se pillaba de verdad los dedos en el tambor del rallador de queso que le servía de ametralladora, cantaba fatal e invariablemente moría de hambre, de amor o... De amor. Pensándolo bien, sí, imitando a Charlot, moría sobre todo de amor.
 Y eso aumentaba mi malestar. En cuanto a mamá, aunque intentaba ocultarlo, para mí era evidente que ver a papá realizar caídas y saltos brucos de agonía, con una flor de papel en la mano para una doncella elegida entre los asistentes, tampoco le hacía ninguna gracia. Pero ¡en fin!
 Acudía a las fiestas de Fin de Año, las meriendas de Navidad, los aniversarios y las fiestas de los comités de empresa. Las tardes recreativas de las obras laicas, preferente y evidentemente, hasta saciar la sed. En todos los sentidos. Porque este tipo de actos ya sabemos lo que es; lo amistoso es la regla, y aquel buen payaso había sudado bajo los focos; había que velar por llenar regularmente su jarra de cerveza. Mi padre volvía de sus prestaciones lleno de reconocimiento líquido y satisfecho de estar ebrio en aras del deber. Y yo me avergonzaba de él, renegaba de él, lo ignoraba, y se lo habría dado al primer huérfano que pasara si hubiera creído que alguno podría aceptarlo. Odiaba a mi madre por meterlo en la cama, enjugándole la frente y murmurándole palabras tiernas.
 Nunca pidió un céntimo por actuar, por habernos estropeado un sábado en familia, o un domingo, o habernos obligado a renunciar a un estupendo jueves entre nosotros. Lo llamaban directamente a casa, por teléfono. Escuchaba y preguntaba únicamente el lugar y la hora. Después informaba a mamá de su contrato. Ella lo observaba mientras sacaba su maleta de un armario del sótano y verificaba sus accesorios. De su bolsillo salía la gasolina para el coche, el billete del tranvía y todos los gastos. Simplemente, antes de partir, nos interrogaba con la mirada y respetaba una tradición: dudar, hacer como si le causara pesar dejarnos plantados, sacrificarnos a su placer. Casi renunciaba, dejaba la maleta en el suelo; no, no, no iría; era demasiado cruel abandonarnos. Todo ese cuento para que nosotros interpretásemos nuestro papel en la mascarada con tiernos e imposibles desgarros; para que mamá condescendiese a acompañarlo con orgullo, incluyéndonos a mi hermana Françoise y a mí en la rendición.
 
 En realidad, mamá no condescendía, sencillamente reivindicaba su estatuto de mujer de payaso al estilo de patriota iluminada: no íbamos al sacrificio, sino al triunfo. Para mí, el sacrificio sí que existía, me pesaba la salida obligatoria, tendría que usar la astucia, desmarcarme claramente de los míos no dirigiéndoles la palabra mientras durase el número: traicionar. Yo me sentía como un perro apaleado, consolándome apenas con los dulces, los canapés rancios y las limonadas desvaídas que nos servían a veces. Como a los pobres.
 Lo que no éramos.
 Como he dicho, mi padre era maestro. Y popular como ninguno de sus colegas, amado por sus alumnos de la municipal precisamente por esa lamentable y poco habitual vocación cómica en un honorable pedagogo.
 Mi padre era el más triste de los payasos tristes. Al menos, ésa era mi impresión. Y que se hacía daño a propósito, que haciéndose tan desgraciado se castigaba por una falta inconfesable. Incluso, habiendo hojeado por pura perversión un catecismo que había confiscado y olvidado en el cajón de su mesa, llegué a sospechar que deseaba un destino como el de Cristo. La absurda idea de que por el dolor y el sacrificio podía redimir no sé qué de oscuro, la cara inconfesable de la humanidad. En realidad, detrás de su maquillaje, ridículo, perdiendo su tiempo y su reputación, su dignidad de funcionario íntegro, regocijando a ingratos, sabiendo que era un mal artista, exultaba de felicidad. Estúpida y admirablemente, como un pescador de caña, un cazador, un jugador de petanca...»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Salamandra, 2002, en traducción de Ignacio Pérez Fernández. ISBN: 84-7888-748-2.]

jueves, 25 de abril de 2019

Selección propia.- Francisco Brines (1932)


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Materia narrativa inexacta
La muerte de Sócrates

«Después de muchas horas de discusión enfebrecida
proclamaron: "Ha de morir el hijo de la partera,
su elocuente palabra puede conducirnos a todos a la muerte."
Hacía ya tres noches que Atenas comentaba, por boca de los jóvenes,
el entusiasmo que, en la casa de Céfalo, se apoderó de los presentes
al señalarles Sócrates las normas que habrían de regir el nuevo Estado.
Esta fue la razón de que aprobasen, en conciliábulo secreto, la muerte del filósofo,
ya que a su vez todos estaban condenados por la palabra de aquel hombre.
Muy larga fue la discusión, y acalorada, pero también fue noble por parte de unos pocos;
y sólo al argumento de estos últimos, pasados tantos años de aquel torpe homicidio,
debo yo darle vida en mis palabras. / Porque sus corazones eran buenos,
aun advirtiendo en ellos acciones muy confusas / cuyos informes trazos eran fruto de la debilidad del ser humano,
injustos hechos, por no haber alcanzado todavía / aquel conocimiento deseado de la oculta verdad,
y otros sucesos mínimos, no menos deplorables. / Mas repasando ahora sus vidas, otras acciones fueron
las que debieron merecer la gratitud de los conciudadanos, / pues al oído de sus hijos
pusieron como ejemplo a imitar el de aquellos varones. / Esto es cierto, los corazones nobles eran pocos:
la miserable envidia, el temor de perder la preeminencia, ruin resentimiento, / oscuras fueron las razones que impulsaron la muerte.
Pero no en los que digo, tan sólo coincidentes en el miedo a morir, / pues sustentaban la sentencia en una reflexión
que admita, acaso, alguno de vosotros. / Es más, mientras vivieron
sintieron el dolor por la muerte de Sócrates, / el hombre en quien veían al mejor ateniense,
y aun propusieron aplicar, y así lo hicieron, algunas de sus normas.
 
La creación del nuevo Estado / significaba el sacrificio de los que hubieran alcanzado mayor edad de los diez años,
deportados en masa para labrar la tierra, / porque según los estatutos de la nueva República
la educación viciaba los espíritus todos. / Estimaba el mejor que el sacrificio suyo no importaba
(pues era desasido de los bienes y también de la vida; / digno de figurar, si no al lado de Sócrates, en línea con Glaucón o con su hermano),
pero tenía un hijo de tres años, / tullido de las piernas, y aunque de bella faz,
incapaz de ejercicios gimnásticos; / según la nueva ley,
condenado a morir por vicio natural.  / Otras razones personales nos parecen más débiles,
pues alguien defendía la vida de un pariente querido / condenado, sin duda, por ser incorregible su maldad en algunos aspectos de su alma.
Eran siempre razones personales, / como el miedo a morir que a todos dominaba,
o esta extraña razón que algunos expusieron con documentos abundantes: / la calidad de los discípulos
era inferior, en mucho, a la de Sócrates, / y algunos no llegaban a la altura de los medianos ciudadanos.
 Y al repasar la vida y las costumbres de cada uno de ellos / advirtieron que no correspondía la palabra y el acto;
era simulación en ellos la doctrina, / y el hecho evidenciaba su condición hipócrita.
 
Las razones más nobles de que muriera Sócrates / fueron, pues, éstas (débiles, sin embargo, al sereno entender
de la historia futura): / engendra, muchas veces, acerba crueldad
la mirada del puro, / pues no ve que del justo principio se deriva el error en ocasiones;
y en el ojo del puro se adhiere red tupida / que impide distinguir en los discípulos la verdad del espíritu.
 
Y, sin embargo, Sócrates sabía / que su Estado no habría de existir sobre la tierra,
pues sólo era un modelo de virtud / para ayudar al hombre a que ordenase la conducta del alma.
 
***
 
(Este seco relato de aquel crimen político / lo dejaron escrito, y hoy se escribe, se escribirá mañana,
al cumplirse cien años del oscuro homicidio.)»
 
     [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Cátedra, 1999. ISBN: 84-376-0471-0.]