lunes, 31 de mayo de 2021

El cielo en llamas.- Mario de Sá-Carneiro (1890-1916)


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El hombre que detenía los momentos


 «¡El instante, el instante!
 No sé cómo es posible que los demás, que desconocen mi secreto, mi arte, puedan soportar la vida. No lo sé.
 Yo estaba muriendo de nostalgia cuando una noche de quimera vencí; realmente vencí, a fuerza de ansia, y encontré la más hermosa de las artes perdidas. Yo sólo la reconstruí. Fue un recuerdo lejano –de qué, lo ignoro- muy lejano, de más allá del sueño tal vez, lo que me mostró el secreto. Lo desperté, no lo fui. Y tengo, verdaderamente tengo en mis manos –puedo gritarlo- la vida que ante todos, hasta los más felices, hasta los más poderosos, se escabulle, se deshace sin remedio, dolor tras dolor.
 Vivir momentos grandiosos, tener cuerpos magníficos, labios imperiales, y la gloria que nos unge en aureolas ascendentes… ¿es eso la felicidad? ¡Mentira! Porque todo pasa, todo se desvanece tan rápido como el tiempo. Y sufrimos la nostalgia: la nostalgia de lo que fue –la menos cruel, porque ya lo sabemos-, la nostalgia de lo que será –de lo que desconocemos-, la nostalgia de lo presente, que percibimos con claridad, y por eso mismo se convierte en la nostalgia más violenta.
 El hombre más feliz que puede haber es en realidad un mero receptor de cuentas que se escabullen cada día entre sus manos, mientras ve a sus hijos morir de hambre. Y así, entre los dedos del hombre afortunado camina la belleza, es cierto, pero no permanece; minuto a minuto se desliza en un escalofrío alucinante. E incluso si la belleza vuelve, si ese hombre tiene alma, si es un artista, los ojos se le llenarán de lágrimas, entristecido por lo que pasó y ya no volverá, simplemente porque ya ha sucedido.
 La vida, sí, la vida, es una estrella encantada, multicolor, de la lámpara mágica de mi infancia. Sobre la sábana en la que extendíamos el meteoro fantástico se proyectaba inconscientemente, apuntando nuevas formas, nuevos colores, y, como no podía creer en su mentira, yo trataba, en vano, de fijarlo sobre la tela lanzando mis manos fascinadas para atraparlo, para entrelazar la maravilla que se escabullía vertiginosamente y no era más que luz que alcanzaba mis dedos, luz movediza, ilusión deshecha…
 Al igual que la vida: la vida no se puede tocar, es únicamente brillo, es sólo imagen fugitiva. Pues lo que fue no se puede reproducir: así sucede con los besos, así con el sol, ni siquiera con los tropiezos; nada vuelve a tener lugar. Y un secreto no se repite.
 ¡Qué grande sería aquel que consiguiera realizar la vida! ¡Dar forma, existencia, a todos los momentos hermosos, dorados de angustia –y en cualquier caso, grandes, perceptibles…- que han existido en algún momento! Para ese hombre la vida tomaría nuevas dimensiones, sería altura, vértigo, ella que es únicamente superficie…
 Alzar la vida, sí, alzarla a almenas de oro y bronce, adornarla con mirtos, si queremos, y poderla tocar… dar consistencia a las pompas de gas fantástico, a la espuma rubia del champán… ¡haber tenido y tener! ¡Gloria máxima! ¡Apoteosis!
 Pues bien -¡vuelos de triunfo!- en esto reside mi secreto; éste es mi arte, mi arte perdido que, admirablemente, recuperé.
 ¡Sí! Yo edifico la vida en ansias eternizadas. Tomo de ella lo que he sentido y lo alzo: lo bello, lo doloroso, lo real o lo falso.
 Así, si una tarde me ha atrapado violentamente la sensación de haber olvidado un gran amor que nunca he tenido, ese instante extraño, perturbador, equívoco, lo logré fijar: esculpí, lo tengo. Sé verlo, volver a sentirlo, como quien hojea un libro que ya ha leído, pero que puede volver a leer.
 Gracias a mi secreto, hojeo la existencia; la hojeo realmente, no me limito a evocar, muerto de nostalgia, sus páginas rasgadas. Y es que para los demás, las páginas de la vida no son más que páginas que se han rasgado después de leerlas.
 Y ¿cómo alzar el instante, cómo hacerlo perdurable?
 De mil maneras, como de mil maneras ejecuta su arte el artista de genio. El artista de genio; no dije el Dios. Dios crea. Y yo, lo destaco con tristeza, a pesar de que mi arte edifica la vida, no puedo hacerla vivir: el instante dorado puedo palparlo, volver a verlo, besarlo una vez más, pero no puedo -¡ah, no puedo!- hacer que le broten otras alas de fuego. Únicamente los demás perdieron todo –el alma y el cuerpo de las horas-. Yo, si perdí las almas, tengo lo cuerpos para recordar intensamente. Embalsamé el instante.
 Eso es todo.
 No resucito. Petrifico.

 Una de mis obras mejor trabajadas –no digo de las mejores, pero sí de las más conseguidas- fue la fijación de un año en una gran capital, dentro de mí, para siempre.
 ¡Yo sentía, amaba tan lúcidamente aquel suelo ultracivilizado!
 Cuando sentía una gran amargura, un tedio mortal, al constatar la pérdida irremediable y definitiva de mi existencia, volcaba con atención mi mirada fuera de mí mismo y, frente al río latino que se deslizaba entre los puentes, tumultuosamente iluminados, frente al ruido urbano y alejado que era la partitura del movimiento, mirando los candelabros afilados, litúrgicos, que iluminaban aquella vida inmensa, me poseía un orgullo alto, un júbilo infinito, por vivir en aquella capital asombrosa. Más aún. Porque, en una ampliación del alma, yo la vivía verdaderamente –tanto era el amor, tal vez la puerilidad, que me sutilizaba en aquella tierra, nostálgicamente.
 Y, como era inevitable, fatal, acabar perdiéndola, decidí construirla, inalterable, en mi alma.
 De este modo comencé a fijarla, emoción tras emoción, poco a poco, pues era enorme –como quien prendiese con alfileres, lentamente, cuidadosamente, una gran pieza de tela.
 ¡La petrifiqué, sí, en mi corazón, capital del ansia; la completé para mi sentir de puntos de referencia, de rastros áureos a través de maravillas! ¡La tengo, la tengo!
Resultado de imagen de el cielo en llamas mario de sa-carneiro He aquí el inicio de mi labor:
 En un barrio tradicional vivía un amigo al que muchas veces visitaba, premeditadamente.
 En la misma pensión vivían algunas muchachas del norte, de aquellas razas rubias que yo tanto quiero y, entre ellas, una que me provocaba más nostalgia, rubia también, y eslava, de esa tierra rusa en la que, extrañadamente, vive algo de mí.
 Hablábamos los dos, lejanos y banales, con una conversación que, no obstante, era agradable y fácil, gracias a los nombres de los mismos artistas apreciados, las mismas obras admiradas, que, por momentos, nos permitían reconocernos.
 Esa criatura amable, tan heráldica para mi sensibilidad, era valiosísima para mí como uno de los muchos vértices en los que asentaría la capital deificada. Y entonces, una noche, le pedí que leyera algunos de mis versos: su voz de encantamiento agitó durante unos instantes una lengua misteriosa para ella, una lengua del sur que, en aquel lugar, sólo yo podía comprender…
 Ella había hablado sólo para mí, y nunca más, nunca más, repetiría las palabras que había murmurado sólo para mí.
 Mis versos eran dorados… su boca también era dorada…
 Pero no fue todo:
 Un día mi amigo vino a buscarme con una rosa en la mano, diciendo que había ido a despedirse de ella, que se había marchado para siempre. Y, al salir, se dejó la rosa que ella le había dado, esbelta y ágil, al saltar al tren. Puse la rosa olvidada en un vaso de agua…
 Al día siguiente, como mi amigo no había venido a reclamarla, corté el tallo de la flor –que, sin duda, habían apretado sus manos- y algunos pétalos marchitos. Encerré estos pobres restos en un gran sobre que cerré posteriormente, y escribí en él su nombre sonoro, fluido y ebrio.
 Quien me hubiera visto, habría pensado: un recuerdo amoroso, y quien me hubiera oído explicar los detalles, me diría: “Usted obra así, amigo mío, por una ternura inconfesada. En el fondo, créame, lo que pasa es que usted llegó a amar un poco a esa muchacha lejana, viajera fugaz en su vida. Enternecimiento, dolor, abatimiento, nostalgia, y nada más, se lo aseguro”.
 ¡Engaño, engaño! Para mí, esa criatura no era más que un personaje, agradable, sin duda, pero espiritualmente anónima entre la muchedumbre; una extraña como tantas otras. Simplemente, me había servido como amable figurante de un escenario, de un tiempo de mi vida, que, por su hermosura, yo quise retener. Y, más tarde, al revivir la pobre historia de la rosa –enternecido, es cierto- al recitar los poemas que su boca leyó armoniosamente, al ir a buscar en mis cajones el sobre en el que quedó algo de ella –algo que puedo palpar, que puedo destruir- lo reconstruiré todo en torno a la ciudad magnífica. Y una noche, si quisiera hacerlo, rasgaré el sobre, abatiré un instante de mi ciudad. Esta es la mayor prueba de que lo viví, de que lo tuve: sólo quien posee puede destruir.
 La suma de un gran número de instantes retenidos es lo que produce la edificación perdurable de una época, de un paisaje, dentro de nosotros, y gracias a este y otros detalles, conseguí construir con momentos una maravillosa escultura urbana: leyendo letreros en las calles, decorándolos, besando los árboles de los jardines, palpando la tierra de los caminos, mirando rincones ignorados, ascendiendo altas columnas…
 Pero tuve que luchar con la excesiva realidad y con el exceso de cosas aprendidas.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Gadir Editorial, 2007, en traducción de Juan José Álvarez Galán, pp. 233-239. ISBN-13: 978-84-935382-5-5.]

domingo, 30 de mayo de 2021

Balún Canán.- Rosario Castellanos (1925-1974)


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Segunda parte

VII

 «“Para la construcción elegimos un lugar, en lo alto de una colina. Bendito porque asiste al nacimiento del sol. Bendito porque lo rigen constelaciones favorables. Bendito porque en su entraña removida hallamos la raíz de una ceiba.
 Cavamos, herimos a nuestra madre, la tierra. Y para aplacar su boca que gemía, derramamos la sangre de un animal sacrificado: el gallo de fuertes espolones que goteaba por la herida del cuello.
 Habíamos dicho: será la obra de todos. He aquí nuestra obra, levantada con el don de cada uno. Aquí las mujeres vinieron a mostrar la forma de su amor, que es soterrado como los cimientos. Aquí los hombres trajeron la medida de su fuerza que es como el pilar que sostiene y como el dintel de piedra y como el muro ante el que retrocede la embestida del viento. Aquí los ancianos se descargaron de su ciencia, invisible como el espacio consagrado por la bóveda, verdadero como la bóveda misma.
 Ésta es nuestra casa. Aquí la memoria que perdimos vendrá a ser como la doncella rescatada a la turbulencia de los ríos. Y se sentará entre nosotros para adoctrinarnos. Y la escucharemos con reverencia. Y nuestros rostros resplandecerán como cuando da en ellos el alba”.
 De esta manera Felipe escribió, para los que vendrían, la construcción de la escuela.

VIII

 El día de Nuestra Señora de la Salud amaneció nublado. Desde el amanecer se escuchaba el tañido de la campana de la ermita, y sus puertas se abrieron de par en par. Entraban los indios trayendo las ofrendas: manojos de flores silvestres, medidas de copal, diezmos de las cosechas. Todo venía a ser depositado a los pies de la Virgen, casi invisible entre los anchos y numerosos pliegues de su vestido bordado con perlas falsas que resplandecían a la luz de los cirios. El ir y venir de los pies descalzos marchitaban la juncia esparcida en el suelo y cuyo aroma, cada vez más débil, ascendía confundido con el sudor de la multitud, con el agrio olor a leche de los recién nacidos y las emanaciones del aguardiente que se pegaba a los objetos, a las personas, al aire mismo. Otras imágenes de santos, envueltos a la manera de las momias, en metros y metros de yerbilla, se reclinaban contra la pared o se posaban en el suelo, mostrando una cabeza desproporcionadamente pequeña, la única parte de su cuerpo que los trapos no cubrían.
 Las mujeres, enroscadas en la tierra, mecían a la criatura chillona y sofocada bajo el rebozo, e iniciaban, en voz alta y acezante, un monólogo que al dirigirse a las imágenes que la tela maniataba y reducía a la impotencia, adquiría inflexiones ásperas como de reprensión, como de reproche ante el criado torpe, como de vencedor ante el vencido. Y luego las mujeres volvían el rostro humilde ante el nicho que aprisionaba la belleza de Nuestra Señora de la Salud. Las suplicantes desnudaban su miseria, sus sufrimientos, ante aquellos ojos esmaltados, inmóviles. Y su voz era entonces la del perro apaleado, la de la res separada brutalmente de su cría. A gritos solicitaban ayuda. En su dialecto, frecuentemente entreverado de palabras españolas, se quejaban del hambre, de la enfermedad, de las asechanzas armadas por los brujos. Hasta que, poco a poco, la voz iba siendo vencida por la fatiga, iba disminuyendo hasta convertirse en un murmullo ronco de agua que se abre paso entre las piedras. Y se hubiera creído que eran sollozos los espasmos repentinos que sacudían el pecho de aquellas mujeres si sus pupilas, tercamente fijas en el altar, no estuvieran veladas por una seca opacidad mineral.
 Los hombres entraban tambaleándose en la ermita y se arrodillaban al lado de sus mujeres. Con los brazos extendidos en cruz conservaban un equilibrio que su embriaguez hacía casi imposible y balbucían una oración confusa de lengua hinchada y palabras enemistadas entre sí. Lloraban estrepitosamente golpeándose la cabeza con los puños y después, agotados, vacíos como si se hubieran ido en una hemorragia, se derrumbaban en la inconsciencia. Roncando, proferían amenazas entre sueños. Entonces las mujeres se inclinaban hasta ellos, y, con la punta del rebozo, limpiaban el sudor que empapaba las sienes de los hombres y el viscoso hilillo de baba que escurría de las comisuras de su boca. Permanecían quietas, horas y horas, mirándolos dormir.
 No había testigo para estas ceremonias hechas a espaldas de la gente de la casa grande. Los patrones se hacían los desentendidos para no autorizar con su presencia un culto que el señor cura había condenado como idolátrico. Durante muchos años estos desahogos de los indios estuvieron prohibidos. Pero ahora que las relaciones entre César y los partidarios de Felipe eran tan hostiles, César no quiso empeorarlas imponiendo su voluntad en un asunto que, en lo íntimo, le era indiferente y que para los indios significaba la práctica de una costumbre inmemorial. Pero en la noche, que era cuando César asistía al rezo del último día de la novena, acompañado de toda la familia, ya no debería haber ni una huella de los acontecimientos diurnos. Las imágenes envueltas en yerbilla serían guardadas de nuevo en el  lugar oculto que era su morada durante todo el año. La juncia pisoteada se renovaría por cargas de juncia fresca. Y los cirios consumidos serían reemplazados por otros cirios de llama nueva, de pabilo intacto. Pero ahora, en el recinto de la ermita, los indios, momentáneamente libres de la tutela del amo, alzaban su oración bárbara, cumplían un rito ingenuo, mermada herencia de la paganía. Torpe gesto de alianza, de súplica, petición de tregua hecha por la criatura atemorizada ante la potencia invisible que lo envuelve todo como una red.
 Zoraida se paseaba, impaciente, por el corredor de la casa grande. De pronto se detuvo encarándose con César.
 -¿Esos indios van a estar aullando como batzes todo el santo día?
 César tardó, deliberadamente, unos minutos antes de desviar los ojos de la página del periódico que estaba leyendo por enésima vez. Respondió:
 -Es la costumbre.
Resultado de imagen de canan balun rosario castellanos -No. ¿Ya no te acuerdas? Los otros años se iban al monte, donde no los oyéramos, lejos. Pero ahora ya no nos respetan. Y tú tan tranquilo.
 -Conozco el sebo de mi ganado, Zoraida.
 -No se atreverían a hacer esto si Felipe no estuviera soliviantándolos.
 César suspiró como quien se resigna y dobló el periódico. El tono de Zoraida exigía más atención que la vaga y marginal que estaba concediéndole. Como para explicarle a un niño, y a un niño tonto, César contestó:
 -No podemos hacer nada. Estas cosas con, ¿cómo diré?, detalles. Te molestan. Pero si los acusas ante la autoridad no encontrarían delito.
 Zoraida enarcó las cejas en un gesto de sorpresa exagerada.
 -¡Ah, habías pensado recurrir ante la autoridad!
 Y luego, sarcástica:
 -Es la primera vez. Antes arreglabas tus asuntos tú solo.
 César azotó el periódico contra el suelo, irritado.
 -Tú lo has dicho: antes. Pero ¿no estás viendo cómo ha cambiado la situación? Si los indios se atreven a provocarnos es porque están dispuestos a todo. Quieren un pretexto para echársenos encima. Y yo no se lo voy a dar.
 Zoraida sonrió desdeñosamente. La intención de esta sonrisa no pasó inadvertida para César.
 -No me importa lo que opines. Yo sé lo que debo hacer. Y deja ya de moverte que me pones nervioso.
 Zoraida se detuvo, roja de humillación. César nunca se había permitido hablarle así. Y menos delante de los extraños. Su orgullo quería protestar, reivindicarse. Pero ya no se sentía segura de su poder delante de este hombre y el miedo a ponerse en ridículo la enmudeció.
 Matilde había asistido, con una creciente incomodidad, a la escena entre sus primos. Sin musitar siquiera una disculpa se puso en pie para marcharse. Ernesto la miró ir y casi dio un paso para seguirla. Pero la frialdad de Matilde lo paralizó. Ella no quería hablar con él. Había estado esquivándolo desde hacía días. Desde aquel día.
 -¿Qué piensas, Ernesto?
 La pregunta de César lo volvió bruscamente a la realidad. Alzó los hombros en un ambiguo ademán. Pero César no se conformó con esta respuesta y añadió:
 -Yo digo que hay que ser prudentes. Sólo a una mujer se le ocurre meterse de gato bravo.
 Zoraida fue hasta la silla que había desocupado Matilde y se sentó. Se arrugaría su vestido nuevo. Y esta certidumbre le produjo una amarga satisfacción.
 -Los prudentes parecen más bien miedosos.
 Ernesto lo dijo con malevolencia. Pero César apenas se irguió un poco para preguntar.
 -¿No saben las últimas novedades?
 Y luego, como los otros callaban:
 -Claro, encerrados aquí no pueden enterarse. Pero yo lo he visto cuando voy a campear. Los indios levantaron un jacal en la loma de los Horcones.
 -¿Para la escuela?
 -¿Y con qué permiso?
 Eran Ernesto y Zoraida arrebatándose el turno para hablar. A César le gustó el efecto que había producido con sus palabras y entonces volvió a reclinarse en la hamaca.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 2004, en edición de Dora Sales, pp. 236-241. ISBN: 84-376-2181-X.]

sábado, 29 de mayo de 2021

Esto y ESO.- Raúl Vacas (1971)


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Educación Física

La moda

 «Las modelos están de moda. Sobre todo las de talla 34. Todo en la vida es moda y toda moda impone sus gustos; este año se llevarán los estampados, los velos y transparencias, las faldas largas y plisadas, los ojos blancos.
 Las pasarelas nos traerán novedades: las telas se ceñirán a la piel, predominará el negro, primarán las formas geométricas. Será una moda acorde con los tiempos, my urbana y asequible al bolsillo. Diseñadores de todo el mundo pasearán la moda por los grandes salones de belleza. La moda íntima llenará las portadas de las revistas. Las colecciones más atrevidas vestirán los escaparates de las grandes ciudades. Pero no hay moda que resista al tiempo. Lo dijo Benedetti en forma de grafiti: “Las modas pasan, los escombros quedan”.
 La moda tiene sus estaciones favoritas. Moda de otoño. Moda de entretiempo. Ya es primavera en el Corte Inglés; visite la moda joven. Basta con una talla 34 para estar de moda. Pero, como casi todo en la vida, también la moda es efímera.
 Hay top models que pasan de la moda y buscan en las corseterías nuevos patrones para sus sueños olvidados. Hay modistas que toman medidas ante las nuevas tendencias de la moda. Niñas que sueñan con la moda y desfilan con garbo por los pasos de cebra de las avenidas. En las tiendas de moda hay maniquíes vestidos de rojo que nos invitan a pasar y a probarnos sus ropas. Pero tan sólo algunas jovencitas pueden disfrutar esa moda.
 Todo en la vida es moda, pero la moda no es cosa de ahora. Ya lo dice la copla: “Antigua la moda es: / a los héroes y a los justos / los matamos a disgustos / y los lloramos después”.

 Nota: volver a leer, sustituyendo “moda” por “muerte”.
[…]

Ciencias de la Naturaleza
La tarde húmeda

 La tarde está descafeinadamente triste, / sin apenas lumbre
ni barniz. / Nadie comenta nada, la prensa calla.
Se dice que la noche regresará / una vez más
con su explosión de gritos, / con miles de proyectos,
y oraciones fúnebres, / y luces de neón y lágrimas impares.
La noche inquieta y negra, / la misma noche que otras veces,
la que pulsa el maldito interruptor / del triste carrusel
de los recuerdos.
 […]

Ciencias Sociales (Geografía e Historia)
Ibuprofeno, 600 Mg.

 Doctor, me duele España, ¿qué me pasa?
Es un dolor civil, peninsular.
Me duelen las milicias, firmes, ¡ar!
Me duele la nostalgia hecha a la brasa.

Me duelen los burgueses, la argamasa.
Me duelen los mendigos y el caviar.
Me duelen Schopenhauer y el altar.

Me duele esta nación y su carcasa.
Me duele el soñador, la oligarquía.
Me duelen cuatro siglos que se han ido.
Me duele esta feliz ramplonería.

Me duelen el silencio y el aullido.
Me duelen los poetas, la hidalguía.
Me duele el ataúd donde he nacido.
[…]

Física y Química
Agua (Fórmula química)

 La primera hache se metió en el agua y, aunque era muda, dijo: oh.
La segunda hache: dos oh.

Entre mi sueño y tú sólo hay suspiros

 No hago sino pensar en ti y en nada irrelevante y dulce
como los mismos sueños de cartón de lunes a domingo
enamorar las horas escondidas
Resultado de imagen de esto y esoen que te descubro sentada en un poema
junto a una letra irrepetiblemente hermosa
y antes de que hable algún suspiro
acostumbro a agitar entre mis dedos el color azul
con que escribí toda mi historia letra a letra
a olvidar que el amor es una lumbre
donde nada ya existe y a recordar al fin la lluvia
de tus ojos azules
el incendio aquel de tus primeros besos
que inventé para alejarte cualquier día
como hoy como nunca como este sucio instante
en que lejos de tus labios no hago sino pensar en ti


Cultura clásica
Re-cursos de retórica (dos créditos)

 Hipálage, entimema, digresión,
elipsis, commoratio, silogismo,
epíteto, meiosis, redición,
perífrasis, percusio, dialogismo.

Anástrofe, silepsis, complexión,
quiasmo, metonimia, disfemismo,
diácope, dialid, derivación,
oxímoron, epífora, eufemismo.

Epífrasis, enálage, metáfora,
hipérbaton, apóstrofe, ironía,
hipérbole, poliptoton, anáfora.

Sinécdoque, etopeya, alegoría,
polípote, catácresis, diáfora,
asíndeton, ostrón, tautología.

Nota: buscar en el soneto dos recursos retóricos falsos.
[…]

Ars dicendi (Mutatis mutandis)

 In rectore, ipso facto, lato sensu,
ad hominem, vae victis, grosso modo,
de facto, post meridiem, sine die,
sui generis, ab ovo, motu proprio.

Ex aequo, mare magnum, sine qua non,
de visu, verbi gratia, quid pro quo,
oh tempora!, oh mores!, alter ego,
ibidem, a fortiori, statu quo.

In situ, prima facie, veils nolis,
ad litteram et coitus interruptus,
oremus, quo vadis?, urbi et orbi.

Ad hoc, stricto sensu, quo studio,
ex cathedra, ex profeso, ora pro nobis,
vox populi, de corpore insepulto.»


    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Edelvives, 2012, pp. 61, 74, 92, 108-109, 127 y 136. ISBN: 978-84-263-7375-5.]

viernes, 28 de mayo de 2021

El rey, el sabio y el bufón.- Shafique Keshavjee (1955)


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Sprint final


 «Pero una decisión inesperada sorprendió a todo el mundo. El moderador anunció una última prueba, para la que ninguno había podido prepararse:
 -Señoras y señores, hemos llegado casi al final de nuestro torneo. Dentro de poco el jurado deberá pronunciarse y concederemos las medallas a la Sabiduría y a la Verdad. Pero antes de darles la palabra, propongo a nuestros valerosos competidores una última prueba. De acuerdo con el Rey, esto es lo que les pido: que cada uno sintetice en dos palabras y un minuto lo esencial de sus convicciones. Será un sprint final, los cien metros y estoy persuadido de que nos ayudará a todos, y al jurado en especial, a completar nuestra opinión.
 Un rumor de estupefacción y excitación se extendió por la sala.
 -No he terminado –continuó el Sabio-. Queda excluido que una de esas dos palabras sea el nombre de la divinidad o de la Realidad última de las diferentes religiones. Todos hemos comprendido bien que Alá, Brahma, el tetragrama YHWH, la Tri-unidad y Buda eran los centros respectivos de cada una de las tradiciones religiosas que nos han presentado. O sea que, en dos palabras, tendrán que enunciar la esencia de lo Esencial, lo que cada uno deberá recordar de su percepción. El orden de presentación será invertido con relación al de las pruebas. Por lo tanto, le doy la palabra en primer lugar al doctor Clément.
 Molesto, éste pidió para todos un tiempo de reflexión de cinco minutos, petición que fue aceptada por el Sabio. Un silencio total se instaló poco a poco en el claustro. El Rey apreció en especial ese tiempo de concentración y mucho después del final del Torneo gustaba recordarlo con emoción.
 -Doctor Clément, le doy la palabra.
 Éste se puso de pie y dijo con firmeza:
 -Gracia y solidaridad. Estos son los dos pulmones de la fe cristiana. Hubiera podido reunir todo en una sola palabra, “amor”, pero ha sido utilizada en exceso como para maravillarnos todavía. La gracia es Dios que se inclina favorablemente hacia nosotros para arrastrarnos a todos en su alegría. La solidaridad, es Dios que se alía definitivamente con la humanidad y la creación para suscitar relaciones de justicia y ternura. Según los cristianos, la gracia culminó en Jesucristo, que se solidarizó con nosotros hasta en la muerte y la redujo a la nada con su resurrección. Desde entonces nos corresponde, en tanto que personas y comunidades, dejar que el Espíritu de Cristo brille entre nosotros, para que esta gracia y esta solidaridad se hagan visibles y reales para todos.
 El cristiano se sentó entre los aplausos del público.
 -Rabino Halévy, por favor.
 -La santidad y la fidelidad son dos de los atributos más importantes en el seno del judaísmo. “Sed santos, porque yo el Señor, vuestro Dios, soy santo”, está escrito en la Torá (Levítico 19,2). Sólo Dios es santo y es incomparable. Separado de lo creado y diferente de todo lo que conocemos, nos llama a establecer relaciones nuevas con él y con nuestro entorno. Santificamos su nombre y nuestras existencias con comportamientos que tienen la huella del amor, la justicia y la fidelidad. Puesto que Dios es fiel a sus promesas y a su pueblo nosotros también podemos expresar fidelidad en nuestras diferentes relaciones.
 El rabino miró furtivamente hacia Amina y se sintió turbado por la mirada abierta y sonriente de la joven.
 -Su turno, señor imán.
 -En el Corán, la misericordia y la sumisión son dos realidades fundamentales. Alá es el Misericordioso. Él ha creado el universo y enviado a sus profetas. A los hombres divididos y rebeldes les reveló su unidad y su justicia, su belleza y su poder. Por la sumisión –islam-, es decir, mediante la restitución amorosa de nuestras vidas individuales y sociales a Dios, el mundo puede reencontrar su identidad verdadera y original.
 Cuando Ali ben Ahmed volvió a sentarse con la ayuda de su hija, los aplausos fueron aún más intensos que para los participantes anteriores. Ese hombre ciego y humilde había logrado ser especialmente querido por el público. ¿Era a causa de su ceguera? ¿O por la ausencia de cualquier forma de arrogancia en sus palabras? ¿O porque Amina era tan discreta y hermosa a su lado? Todavía hoy se discute sobre esto en el reino.
 -Swami Krisnananda, por favor.
 -Libertad e inmortalidad constituyen la esencia del hinduismo. En nuestro mundo desgarrado y escindido entre el bien y el mal, la salud y la enfermedad, el amor y el odio, la vida y la muerte, nuestra aspiración profunda es la libertad. Con la meditación cada uno puede descubrir su Sí mismo verdadero, libre de todas las esclavitudes y más allá de todos los determinismos. Ahora bien, ese Sí mismo, unificado y aun idéntico a la Realidad suprema, es inmortal. Por la experiencia es posible ser liberado de la muerte en todas sus formas y acceder a lo Inmortal en nosotros.
  -Gracias. Usted, maestro Rahula.
 -Según las enseñanzas de Buda, el desprendimiento y la compasión es lo que más necesitan los humanos. Por ignorancia y codicia, sufrimos porque nos aferramos a lo que no tiene consistencia. Cuando comprendemos la vacuidad del mundo exterior e interior, entonces nos desprendemos de él. Lejos de volvernos insensibles a los sufrimientos de los otros, percibimos sus causas con mayor claridad. Por compasión, tratamos de enseñar el camino de la liberación a todos los seres, hasta que el sufrimiento se desvanezca por completo.
 Después de los aplausos, el moderador le pidió a Alain Tannier que hablara.
Resultado de imagen de el rey el sabio y el bufon -Como ateo sólo puedo hablar en mi nombre. Complejidad y humanidad son las dos palabras que me vienen a la mente. Una ley de la complejidad puede ser descifrada en la tortuosa evolución del universo, producto del azar y de la necesidad, de innumerables mutaciones y de continuas selecciones. Desde los primeros quarks surgidos hace quince mil millones de años, cuando el Big Bang, hasta los cien mil miles de millones de células interconectadas en un cuerpo humano, es perceptible un mismo y largo proceso de diferenciaciones y ensamblajes, de especializaciones y simbiosis. Desde lo más simple hasta lo más elaborado, del caos al orden, de la materia a la vida, la complejidad parece actuar y tal vez seguirá actuando. Nuestra humanidad es bella y frágil. Los núcleos atómicos de nuestras células fueron fabricados en el centro de las primeras estrellas hace más de diez mil millones de años y nuestras moléculas orgánicas, en el caldo atmosférico, hace cerca de cuatro mil millones de años. Los primeros hombres aparecieron en la tierra hace apenas tres millones de años y sólo durante nuestro siglo hemos sido capaces de inventar un arsenal nuclear que podría destruirnos a todos. Tributarios de una larga y misteriosa historia, debemos preservar a la humanidad de sus fuerzas autodestructivas.
 Varios oyentes quedaron impresionados por el discurso casi religioso de Alain Tannier, donde la “ley” de la que había hablado se parecía extrañamente a lo que ellos mismos llamaban “Providencia” o “voluntad divina”. Pero nadie quiso volver a hablar, por temor a alargar el problema y sobre todo a suscitar una polémica que podría volverse en su contra.
 Se produjo un largo silencio. El Sabio, en lugar de cumplir su tarea de moderador, parecía absorto en sus pensamientos.
 El Bufón, que ya no podía mantenerse en su lugar, exclamó:
 -¡Eh! Al ritmo que se producen las mutaciones en el universo, en millones o miles de millones de años, tendremos que esperar mucho tiempo para que se produzca algo significativo. Pero, por el contrario, no tengo deseos de pudrirme aquí hasta la próxima epifanía de la ley de la complejidad.
 El Sabio parecía no haber escuchado nada. De hecho, ni siquiera había escuchado la observación del Bufón. En él había brotado una intuición. Su primer reflejo fue compartirla, pero sensatamente eligió esperar los resultados del jurado. Después de darle media hora para deliberar, levantó la sesión.

El jurado se pronuncia

 Los miembros del jurado volvieron con mucho retraso. Parecían contrariados y hasta irritados. El presidente tomó la palabra:
 -Oh Rey, señor moderador, dignos representantes de las religiones y del ateísmo, señoras y señores. Después de larga deliberación del jurado, me corresponde la delicada tarea de transmitirles nuestra decisión.
 En la sala era perceptible cierto nerviosismo.
 -Después de vehementes discusiones, hemos llegado a una total unanimidad. Y es ésta: nos es imposible ser unánimes. En realidad cada participante recibió un voto y no vemos a qué representante en particular se le puede conceder una medalla de oro. Para un miembro del jurado, el hinduismo merece la palma porque reconoce lo Divino en todas partes. Para otro, es el Islam porque contiene la Revelación más reciente. Para un tercero es el judaísmo, porque es la base de las religiones monoteístas. Para un cuarto, es el ateísmo, porque permite evitar las trampas de las ideologizaciones mitológicas. Para un quinto es el budismo porque  es el más tolerante y el menos violento. Y para el último es el cristianismo porque como el decatlón es el más completo aunque en cada disciplina no sea el que más marcas consigue. Oh Rey, os corresponde desempatar y tomar la decisión final.
 Una vez más, en el claustro, algunos silbaron porque no apreciaron esa pirueta y otros aplaudieron aliviados por la no decisión.
 El Rey, cogido por sorpresa, tuvo la idea de pedir el parecer del Bufón y del Sabio antes de emitir su veredicto.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Destino, 2004, en traducción de Eduard Gonzalo, pp. 169-173. ISBN: 84-233-3659-X.]