sábado, 30 de junio de 2018

Después del invierno.- Guadalupe Nettel (1973)


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Química

«Siempre he sido un hombre escéptico y, por lo tanto, dudo de que exista una relación en que la magia de los primeros encuentros no acabe por desarticularse y revelar su lado tramposo. Habrá quienes prefieran vivir en la ignorancia con tal de seguir maravillados el mayor tiempo posible. Sin embargo, tarde o temprano, la verdad acaba por descubrirse. Uno comprende que los rizos cautivadores se fabrican cada dos semanas en la peluquería o que los senos amados deben su firmeza al bisturí de un cirujano con talento. Y, como por casualidad, es justo en el detalle que más admiramos donde se esconde casi siempre el artificio o el engaño. En lo que a mí respecta, prefiero saber cuanto antes los mecanismos de la seducción -aunque dejen de resultarme efectivos- a vivir en la incertidumbre, sin saber en qué momento se romperá el resorte que sostiene la sutil escenografía. Si mi novia quiere usar peluca y enfrentarse a la humanidad con una falsa cabellera, que lo haga; pero yo necesito, para sentirme bien, estar al tanto del secreto. De modo que, en cierta medida, agradezco una vez más a la casualidad por haberme permitido descubrir los artilugios de mi temba. Recuerdo que a los seis meses de haberla conocido, descubrí la causa de su fascinante resignación. Habíamos templado más de lo habitual. Yo estaba tan cansado que me quedé dormido antes de que ella alcanzara el orgasmo y desperté en la madrugada con la sensación de tener algún trabajo pendiente. En su mesita de noche estaba encendida una lámpara y Ruth, apoyada en la cabecera de la cama, bebía agua con una avidez que yo nunca había visto en ella. Sus manos sostenían una tableta de medicamentos, semejante a las pastillas anticonceptivas que tomaba Susana.
 -¿Te estás cuidando? -pregunté en voz baja para no despertar a sus hijos, que esa noche dormían en el cuarto de junto-. Pensé que ya habías pasado la menopausia.
 Ella me miró asustada, como quien se ve descubierta segundos antes de cometer algún delito.
 Tomé de sus manos la tableta y leí el nombre de la medicina: Tafil 1,5 mg.
 De cerca, las pastillas dejaban de semejarse a las que había visto años atrás, en el bolso de mi primera novia. Le pregunté si alguien vigilaba de cerca el tratamiento. Y ella asintió con la cabeza, con actitud infantil.
 -Me las dio el doctor después del divorcio. Lo veo una vez a la semana. Me ha ayudado mucho, pero me gustaría dejar de tomar medicinas. Siento que me insensibilizan, como si me aislaran de la realidad en que vivo. No querría que lo supieras, me avergüenza.
 Le dije que prefería saberlo y que no me importaba. Al contrario, estaba de acuerdo con su médico: si las necesitaba, era mejor que las siguiera tomando.
 -Además, así no habrá secretos entre nosotros -comenté aliviado-. ¿Existe alguna otra cosa que no me quieras decir?
 Se quedó pensativa unos minutos.
 -Creo que no.
 Su voz me pareció sincera. Aparté con el dorso de mi mano el mechón de pelo que tenía sobre la cara y le besé la mejilla como a una niña buena a quien se ha reprendido injustamente. Volví a poner la tableta en la mesita de noche y apagué el velador sin decir nada. Cuando desperté, las medicinas que Ruth me había estado escondiendo seguían ahí. Junto a ellas encontré también un vaso de agua y un pastillero con píldoras más pequeñas que después aprendería a identificar como "las de la mañana".
 Ruth tomaba antidepresivos tres veces al día y ansiolíticos por las noches. Lo hacía recetada por el doctor Paul Menahovsky cuyo consultorio, situado en la Tercera Avenida, visitaba una vez a la semana. Prozac y Tafil combinados. Ése era el secreto de su inquebrantable tranquilidad y yo no podía sino agradecer a la farmacología moderna por haber inventado la receta de la mujer adecuada a mi temperamento. A pesar de lo que algunos puedan pensar, saber que esa tranquilidad no era natural en ella sino inducida no me decepcionó en lo más mínimo. Diría incluso que sucedió lo contrario. Es mucho más confiable una reacción química provocada por medicinas que una actitud basada en circunstancias vitales, siempre tan impredecibles. Además, como he dicho antes, no creo en el amor como un encantamiento, pero sí en una serie de pactos y complicidades, de recreos compartidos y preferencias. Claro está que los pequeños placeres que Ruth y yo nos dábamos no eran en nada comparables a los que yo me procuro a mí mismo en los instantes de soledad y recogimiento. Jamás me habría venido a la mente, por ejemplo, la idea de recitarle un poema de Vallejo. Tampoco podría sentarme a escuchar junto a ella alguno de mis discos favoritos, ni siquiera a leerle una página de Walter Benjamín o de Theodor Adorno. No, las aficiones que Ruth y yo compartíamos eran pequeñas, casi nimias, como el buen vino, las películas francesas y los embutidos polacos. Esas afinidades, por minúsculos que fueran, resultaban lo suficientemente sólidas como para sostener nuestra vida común, el equilibrio que nos permitía convivir armónicamente una o dos veces por semana. Por desgracia, pocas cosas son tan efímeras como el placer.
 En cuanto me acostumbré a ellos, tanto la tranquilidad como el silencio de Ruth dejaron de conmoverme. Es triste si se piensa: cuando dos personas no están enamoradas, como era el caso -al menos para mí-, el aburrimiento siempre termina infiltrándose como los hongos en la comida que uno deja demasiado tiempo en el refrigerador, y así sucedió con nosotros. Llegó un día en que el tedio se introdujo en nuestros encuentros. No es que la estuviera viendo con demasiada frecuencia, en realidad sólo pasábamos juntos uno o dos días a la semana. Tampoco es que me presionara con demasiadas exigencias o preguntas sobre mi vida. Sus intentos por cambiar mi manera de vestir -manía que comparten todas las mujeres- se manifestaban en ella en forma de regalitos dulces y bienintencionados: una billetera, un pulóver de cachemira, nada a lo que uno pudiera oponerse. Sin embargo, las almas, incluida la mía, se hacen débiles si uno deja de entrenarlas. Me había vuelto demasiado afecto a las comidas del sábado o a ciertas tardes de cine, seguidas de cena íntima, a las que no estaba dispuesto a renunciar. Tal vez movido por esto, o por el cariño sincero que Ruth me tenía, decidí mantener la relación, aun si muchas veces, estando con ella, me ocupaba cumpliendo obligaciones laborales como corregir algunas pruebas en las que debía avanzar el fin de semana o encendía el televisor para ver las noticias.»
 
[El fragmento pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2014. ISBN: 978-84-339-9784-5.]
 

viernes, 29 de junio de 2018

Romancero viejo.- Anónimo (ss. XIV-XVI)


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Romance del rey de Aragón
 
«Miraba de Campo-Viejo / el rey de Aragón un día,
miraba la mar de España / cómo menguaba y crecía;
miraba naos y galeras, / unas van y otras venían:
unas venían de armada, / otras de mercadería;
unas van la vía de Flandes, / otras la de Lombardía;
esas que vienen de guerra / oh, ¡cuán bien le parecían!
Miraba la gran ciudad / que Nápoles se decía,
miraba los tres castillos / que la gran ciudad tenía:
Castel Novo y Capuana, / Santelmo, que relucía,
aqueste relumbra entre ellos / como el sol de mediodía.
Lloraba de los sus ojos, de la su boca decía:
-¡Oh, ciudad, cuánto me cuestas / por la gran desdicha mía!
cuéstasme duques y condes, / hombres de muy gran valía,
cuéstasme un tal hermano, / que por hijo le tenía;
de esotra gente menuda / cuento ni par no tenía;
cuéstasme ventidos años, / los mejores de mi vida,
que en ti me nacieron barbas, / y en ti las encanecía.
 
Arriba, canes, arriba...
 
¡Arriba, canes, arriba! / ¡que rabia mala os mate!
En jueves matáis el puerco / y en viernes coméis la carne.
Ay, que hoy hace los siete años / que ando por este valle,
pues traigo los pies descalzos, / las uñas corriendo sangre;
pues como las carnes crudas / y bebo la roja sangre,
buscando, triste, a Julianesa, / la hija del emperante,
pues me la han tomado moros, / mañanica de San Juan
cogiendo rosas y flores / en un vergel de su padre.
Oído lo ha Julianesa, / que en brazos del moro está,
las lágrimas de sus ojos / al moro dan en la faz.

La ermita de San Simón
 
En Sevilla está una ermita / cual dicen de San Simón,
adonde todas las damas / iban a hacer oración.
Allá va la mi señora, / sobre todas la mejor,
saya lleva sobre saya, / mantillo de un tornasol,
en la su boca muy linda / lleva un poco de dulzor,
en la su cara muy blanca / lleva un poco de color,
y en los sus ojuelos garzos / lleva un poco de alcohol,
a la entrada de la ermita, / relumbrando como el sol.
El abad que dice misa / no la puede decir, no,
monacillos que le ayudan - no aciertan responder, no,
por decir: amén, amén, / decían: amor, amor.

Romance de la gentil dama y el rústico pastor
 
Estáse la gentil dama / paseando en su vergel,
los pies tenía descalzos, / que era maravilla ver;
desde lejos me llamara, / no le quise responder.
Respondile con gran saña: / -¿Qué mandáis, gentil mujer?
Con una voz amorosa / comenzó de responder:
-Ven acá, el pastorcico, / si quieres tomar placer;
siesta es del mediodía, / que ya es hora de comer;
si querrás tomar posada / todo es a tu placer.
-Que no era tiempo, señora, / que me haya de detener,
que tengo mujer y hijos, / y casa de mantener,
y mi ganado en la sierra, / que se me iba a perder,
y aquellos que me lo guardan / no tenían qué comer.
-Vete con Dios, pastorcillo, / no te sabes entender,
hermosuras de mi cuerpo / yo te las hiciera ver:
delgadica en la cintura, / blanca soy como el papel,
la color tengo mezclada / como rosa en el rosel,
el cuello tengo de garza, / los ojos de un esparver,
las teticas agudicas, / que el brial quieren romper,
pues lo que tengo encubierto / maravilla es de lo ver.
-Ni aunque más tengáis, señora, / no me puedo detener.»


 [Los textos pertenecen a la edición en español de Ediciones Cátedra. ISBN: 84-376-0080-4.]

jueves, 28 de junio de 2018

Los palacios distantes.- Abilio Estévez (1954)


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«Son pocos los que saben que en La Habana existió, existe, este teatro, muchos más los que ignoran quién pudo ser el dueño, o la dueña, a quién se le ocurrió la construcción de este oculto prodigio, usted, hijo mío, de seguro pensará en alguna de las grandes familias cubanas, Gómez-Mena, Falla-Bonet, Bacardí-Bosch..., ¡craso error!, nada tuvieron que ver estos eximios linajes con el teatrico caprichoso, lo que sucedió fue algo más raro y parecido a los cuentos de hadas, la verdad: a La Habana llegó a principios de este siglo XIX, en viaje de placer -no era en realidad de placer, sino viaje de amores contrariados-, una belleza rusa, la princesa Voljovskoi, joven, adinerada, medio poetisa, medio pintora, medio violinista y aventurera completa, que dedicaba largas horas a escribir versos románticos, o pintar al pastel, o dedicada al Steiner del Tirol que su padre le había regalado un día de su cumpleaños, y le cuento de amores contrariados, y pienso que así son todos los amores, ¿no?, ay, hijo mío, sucedió en día de cumpleaños que la princesa conoció a un dios, el dios hizo su aparición en una sala de conciertos y en la forma inesperada de un dandy negro, cuarentón, entre tímido y arrogante, que manejaba el violín como nadie, era un dios que llegaba de Cuba y se llamaba Claudio, estaba casado con una noble alemana y se desempeñaba como músico de cámara del emperador Guillermo II, y ¿qué sucedió a Marina al verlo y escucharlo?, pues lo que debía suceder, la princesa Voljovskoi quedó sobrecogida, paralizada y ni siquiera pudo aplaudir la brillante ejecución del tema de Paganini, esa noche no pudo dormir, las noches siguientes tampoco, la infortunada princesa asistió cada noche a la sala de conciertos, se sentó en la misma butaca, que era la última de la extrema izquierda de la primera fila, dispuesta a contemplar el perfil del negro violinista, perfecto en muchos sentidos, y a escuchar la ejecución de sus conciertos, perfecta en todos los sentidos, luego llegaba a su palacio, se encerraba en el estudio y repetía y repetía con esmero piezas de Tartini, Francouer, Wieniawski y hasta la Chacona de Juan Sebastián Bach, el amanecer la encontraba ojerosa, trémula, sin dejar de tocar, la penúltima noche fue capaz de una osadía, escuchó de pie el concierto, aplaudió sin decoro la Barcarola del propio violinista y después del último acorde se acercó a él, se identificó Soy la princesa Voljovskoi, dijo entre tímida y arrogante, le entregó una esquela y se fue a su palacio a esperar, con la seguridad de que él acudiría y, en efecto, a la tarde siguiente el mayordomo abrió el portón para dejar pasar al dandy, sorprendentemente negro, y conducirlo por un largo corredor hasta el estudio de la princesa, el violinista Claudio Brindis de Salas, negro habanero, barón y Caballero de la Legión de Honor, acostumbrado a trasponer los más regios umbrales, pasó adelante con porte distinguido, pero no pudo conservar la elegancia de la indiferencia mucho tiempo pues allí estaba la belleza rusa, completamente desnuda, que ejecutaba la Barcarola sin cometer el más mínimo error; maravillado, sin perder segundo, Brindis de Salas también se desnudó, tomó con donaire el violín y acompañó a la joven en lo que sin lugar a dudas debió constituir (lástima que no hubiera ningún crítico; mayor lástima que no hubiera ningún fotógrafo) uno de los dúos más turbadores del arte violinístico.
[...]
 Así fue, amigo mío, que en honor a su pasión por las artes en general, y a Brindis de Salas en particular, mi amiga Marina Voljovskoi se dio el gusto de construir este templete donde éramos ella y yo los únicos espectadores, a veces algún invitado, a veces alguna sobrina, a veces diez o doce monjas oblatas -sus favorecidas-, y años después, monseñor Carlos Manuel de Céspedes, quien por entonces no era aún monseñor, sino un joven culto, lector voraz, melómano y bondadoso estudiante del seminario de San Carlos y San Ambrosio, y como la princesa no quiso compartir sus aficiones, salvo conmigo, que fui el mejor de sus amigos, y con monseñor de Céspedes, prefirió que todos ignoraran su poderosa economía, hizo que este teatro no tuviera jamás fachada de teatro, nada de marquesinas, nada de boatos exteriores, portada sin grandeza, largo pasillo, puerta carente de fulgores, escalones medio ocultos... y ¡la gloria!, sí, la gloria, porque Ana Pavlova, la Eximia, bailó aquí, para su compatriota, para el obispo y para mí (monseñor Céspedes ni pensaba nacer), La muerte del cisne, así como Enrico Caruso cantó lo más sobresaliente de su repertorio, y te digo, la verdad, resultaba cierto aquello de "oír a Caruso y después morir", y Sarah Bernhardt, aquella francesa tan francesa tan francesa que se atrevió a insinuar que los cubanos éramos "indios con levita", todo porque no la aplaudimos como esperaba, ¡histérica como buena actriz y, para colmo, francesa!, la francesa, digo, hizo una selección de sus mejores papeles ante auditorio compuesto por la princesa y este servidor, y la verdad era una excelente actriz, con un estilo que ahora usted consideraría antiguo, pero convincente, muy convincente, lo cual demuestra una vez más que el arte verdadero no es viejo ni joven, ni antiguo ni moderno ni posmoderno ni transmoderno ni novísimo ni postnovísimo, según la retórica sifilítica de los críticos que no tienen nada que decir, el arte es arte y punto, ¿sabía usted, Victorio, que María Callas visitó La Habana?, según todas las versiones, la Diva nunca pisó tierras cubanas, puesto que como plaza operística La Habana pertenecía a su gran rival, Renata Tebaldi, los empresarios cubanos se abstuvieron de mortificar a esta última extendiéndole contrato a la Callas, sin embargo, se sabe que un hermoso y reservado yate blanco entró cierta mañana en el fondeadero de Santa Fe, donde han hecho hoy eso que llaman "Marina Hemingway", el yate se llamaba Tosca y pertenecía a la flota del famoso armador griego, y de él sólo bajaron una joven doncella y una dama elegantísima de discreto y fresco vestido azul, pañuelo negro en la cabeza, gafas oscuras, un práctico del puerto amante de la ópera, no se sorprenda, la vida es así, amigo mío, gran confusión de paradojas, el práctico amante del bel canto creyó reconocer a la Callas en la diosa que bajaba del yate, y gritó ¡María!, y ella ni lo miró, ¡María!, volvió a gritar el práctico, y ella volteó hacia él una máscara impávida, ¿María...?, dijo María con expresión de ingenuidad, no, no, monsieur, vous vous êtes trompé..., y no se hospedó en ningún hotel, el inmenso Cadillac que la esperaba la llevó a un hermoso chalet de maderas preciosas en una quinta cercana a la playa de Baracoa, al noroeste de La Habana, la quinta pertenecía a la princesa Voljovskoi, dos días después María, la Diva, la gran Callas, dio un recital para la princesa, y la princesa se hizo acompañar por un servidor y por monseñor Carlos Manuel de Céspedes, y por las hermanas oblatas, en el Pequeño Liceo de La Habana, la prensa cubana no se enteró, el ridículo mundo de la farándula no se enteró [...]»
 
 
 [El texto pertenece a la edición en español de Tusquets Editores, 2002. ISBN: 84-8310-214-5.]

miércoles, 27 de junio de 2018

El oficinista.- Guillermo Saccomanno (1948)


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«En una revista científica ha leído sobre un experimento realizado en un instituto de neurociencias cognitivas. El experimento tipificó una clase de demencia que puede estallar de modo inesperado y durar aproximadamente siete minutos. Pero, destacaron los psiquiatras, se produjeron algunos casos en que los pacientes, aun cuando habían superado el shock de los siete minutos, seducidos por su efecto, volvían a repetir los actos realizados durante el ataque. Hombres meticulosos que se volvieron jugadores compulsivos. Ejecutivos sobresalientes que una mañana, al levantarse para ir a su empresa, saltaron por el balcón de su penthouse. Soldados que, durante un enfrentamiento con la guerrilla, se dieron vuelta y ametrallaron a sus compañeros. Amas de casa que abandonaron inesperadamente sus hogares y se lanzaron a las rutas buscando emociones. Cirujanos que en la mitad de una operación le clavaron el bisturí al paciente. Pilotos de avión que con una sonrisa decidieron hundirse, con toda la tripulación, en el fondo del océano. En fin, espíritus que, en un arranque de inspiración, iluminados, dieron el paso de un camino sin retorno.
 La investigación proporcionaba toda una serie de complejos. A cada cual más desaforado. Le hizo daño esta lectura. Se pregunta si, tal vez, su enamoramiento no habrá sido resultado de un ataque de esta locura inesperada. Su intento de robo de una alhaja indica un síntoma claro de que la razón puede fallarle. A su lado, el otro camina circunspecto. Y asiente. Es cierto que en todo amor existe un componente demencial, le dice al otro, pero lo que ahora siente responde a una lógica. Toda su vida soñó que alguna vez una historia amorosa le sucedería y, a partir de este suceso, su existencia pegaría un vuelco frenético. La cuestión, se dice ahora, es que el enamoramiento no lo impulsó todavía al no retorno. Nada lo diferencia de un vulgar adúltero. Nada, piensa.
 La inseguridad lo corroe. Se pregunta si no debe probar la resistencia de su amor. Por qué no, se pregunta. Y ahora, cuando el subte se detiene en la estación del pecado, se baja. En verdad, la estación tiene el nombre de una virgen santa a la que, entre otros tantos poderes, se le adjudica el devolver la pureza a quienes la perdieron.
 Determinado a ponerle fin a la duda, sube a la superficie y se encuentra en el barrio del vicio. A diferencia de otras partes de la ciudad, este barrio nunca se apaga. Así como en estas calles no se distingue si es de día o de noche, tampoco nadie se fija demasiado en la categoría de los que acuden en busca de un rato de placer. Acá pueden verse tanto un convertible que avanza despacio como una abuela dispuesta a regatear sus billetes por una tarifa razonable. Putitas y putitos, chicos, venden, además de drogas, sus cuerpos. Piénsese una droga, por demoledora que sea, y acá se la puede encontrar. Imagínese un goce, el más truculento, y acá está, al alcance de los consumidores. El oficinista leyó alguna vez que la imaginación del hombre es limitada en materia de monstruos. En cierta forma, los consumidores como estas criaturas lo son. Pero no se sienten monstruos sino usuarios. Quienes vienen a comprar saben lo que quieren. Y los chicos lo venden y saben cómo cobrarlo. Los precios varían desde la cópula primitiva, el alivio inmediato de una chupada, hasta placeres que pueden incluir una mutilación parcial o la muerte. Siempre el arreglo se hace con un joven mayor que puede ser un hermano, un primo, un padre, con quien habrá de pactarse el juego erótico y su precio. En el caso de que el cliente se interese en un juego erótico que pondrá en peligro la vida de la criatura o requiera su muerte, entonces se conviene una tarifa especial y se llena un formulario donde se declara quiénes son los beneficiarios del seguro infantil.
 Se interna en la zona roja, aunque no es la primera vez que la camina ya que antes, otras veces, en arrebatos de angustia, lo hizo, pero siempre sin animarse a contratar un servicio: el temor a contraer una peste. Observa las pibas y los pibes y no puede dejar de pensar en el viejito. No debería pensar en el viejito ahora. Debería pensar en esta nena que se le ofrece. No debe tener seis años, pero en su sonrisa uno puede imaginarse todo lo que puede hacer con esa boquita de pétalos carmesí. Reprime la tentación. Sigue de largo. Tropieza con un chico. En realidad no puede discernir si es un varón o una nena. Un bellísimo ejemplar de androginito. O androginita. Al pensar en estos diminutivos se pregunta por qué se adjudica a la infancia el patrimonio del diminutivo. Se pregunta también si estas criaturas, como una sin piernas, que se le cruza en una tabla con rulemanes, no serán, en vez de chicos, productos. Razona: si quienes vienen a encontrar su placer en estas calles son consumidores, los chicos, basta de escrúpulos, son productos. Y nada de esto, se dice, tiene que ver con el amor.
 Porque una de las características del amor consiste en sentirse niño. Un niño no es un loco. Simplemente, no es responsable de sus actos. Ni la secretaria ni él son responsables del magnetismo que los unió. Son como chicos. Indefensos ante una fuerza todopoderosa que los envolvió como un tornado. No han elegido enamorarse. Les pasó. A menos a él le pasó. El amor está, en su caso, fuera de su responsabilidad. Ni consumidor ni producto, se dice. Un chico, piensa. De pronto se avergüenza de estar caminando esta calles.
 Pensar en la incomodidad de que alguien pueda descubrirlo por acá le da pánico. Alguien que más tarde contará en la oficina que lo sorprendió deambulando por esta parte de la ciudad. Le da taquicardia imaginar lo que la secretaria pensará cuando le vayan con el cuento. Se apura hacia el subte. Pero lo detienen los aullidos de las sirenas policiales, las frenadas de los autos patrulla, las órdenes de los policías, sus armas apuntándole. Levanta las manos. Alrededor todos corren, los grandes y los chicos, y él queda solo, en la vereda de un pornoshop.
 Alza las manos. Grita que no hizo nada. Que pasaba por esta zona. Que no es uno de esos degenerados que la frecuentan. Pero los policías no dejan de encañonarlo.»
 
 [El fragmento pertenece a la edición en español de Editorial Seix-Barral, 2011. ISBN:978-84-322-1282-6.]
 

martes, 26 de junio de 2018

Contra los políticos.- Gabriel Albiac (1950)


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Capítulo 4: Maestros sin magisterio

«Hoy, en España, no existe enseñanza media. No existe sistema educativo. Es una catástrofe mayor.
 [...] No es la enseñanza un templo de la dignidad humana. No sólo. Ni un sucedáneo laico de las perdidas religiones. Ni un arma prometeica que libere de esclava condición. Todo esto tiene demasiado de retórica. Engañosa. Como toda retórica. Red de palabras que oculta lo más grave: que no hay supervivencia posible, en las sociedades modernas, sin el paso a través de un aprendizaje laboral estricto; que, de ser algo, la enseñanza es -y es sólo- el artilugio, de muy complicada relojería, que talla eso. Nadie que no haya sido individuado en tal cualificación compleja tiene opción a nada. Está muerto.
 De todos los posibles modelos de enseñanza, la LOGSE socialista impuso el más reaccionario. El que condena a muerte a la infinita mayoría, la más desposeída. El aprobado automático ("promociona por imperativo legal") fue la fórmula establecida. Parece cosa de risa. No lo es. De acuerdo con aquella LOGSE, todo español venía, al nacer, con todas las disciplinas escolares aprobadas hasta los quince años. Hiciera lo que hiciera. O lo que no. Ni un profesor podía suspender a un alumno (fuera cual fuese su nivel intelectual, su edad mental o su grado de conocimiento), ni mucho menos cometer esa abominable crueldad de hacerle repetir curso. En la bárbara jerga de esa ley (ellos sabrán en qué lengua la escribieron, en español no): el alumno "promocionaba" por el solo hecho de existir.
 A partir de ese desbarajuste, la enseñanza pública y gratuita, en España, tal vez haya seguido siendo pública, puede que gratuita. No, enseñanza.
 Dos años de bachillerato nada pueden hacer que no sea prolongar el descerebramiento consumado por la kilométrica guardería de la ESO. A la universidad se llega en la condición mental de un parvulario. Cualquier rectificación es ya, a tal edad, imposible. Y, como cristalinamente enuncia George Steiner, "la mala enseñanza es, casi literalmente, asesina y, metafóricamente, un pecado. Disminuye al alumno, reduce a la gris inanidad el motivo que se presenta. Instila en la sensibilidad del niño o del adulto el más corrosivo de los ácidos, el aburrimiento, el gas metano del hastío. Millones de personas han matado las matemáticas, la poesía, el pensamiento lógico con una enseñanza muerta y la vengativa mediocridad, acaso subconsciente, de unos pedagogos frustrados... La antienseñanza, estadísticamente, está cerca de ser la norma".
 ¿Qué es lo que sale, al fin, de nuestras hiperpobladas universidades? Mano de obra con cualificación cero. Y el valor de mercado de la mano de obra con cualificación cero es exactamente cero. Al final, sólo hay paro o subempleo... Salvo, claro está, si la familia posee los medios de mandar a sus retoños a estudiar a algún país mínimamente civilizado. Quien no puede pagarse eso está muerto. Laboralmente muerto.
 No existe modelo más clasista. No existe modelo más reaccionario.
 "A partir de la aplicación de la LOGSE, el error no será considerado ya como un defecto, sino como la expresión auténtica del dinamismo subyacente del alumno." El que redactó esa directriz ministerial era un memo. Poco más hay que decir. Pero esa memez -como todas las institucionales- tiene efectos catastróficos.
 La enseñanza pública en España ha completado su colapso, desde entonces. Ni siquiera puede decirse ya que sea mala. No existe. Los institutos son hoy zarrapastrosos garajes sin función docente. Y el grado de desesperación de sus profesores va más allá de lo serenamente descriptible. La LOGSE se revela como la tragedia mayor de los años bárbaros del felipismo. Ley que consumó la más perenne de las corrupciones: la del saber y la lengua. Cómplices de esa ley fueron los sindicatos. Y la global pasividad de la oposición de entonces. El mismo club de los penenes avispados que redactaron antes una Ley de Universidades sin otro objetivo que el de liberarse a sí mismos del tedioso trance de las oposiciones, remató, con esta de enseñanzas medias, cualquier futuro para la educación en España. Fue el teorema de Rubalcaba: un profesorado universitario semianalfabeto exige un estudiantado analfabeto del todo, para que no se note mucho su ridículo.
 Todo catedrático de universidad lo sufre. Que lo reconozca o no, es ya cosa de su discreción o su pudor. Pero la salvaje realidad es ésta: del tiempo que un director de tesis doctoral invierte en sus doctorandos, un mínimo de dos tercios se va en corregir faltas de ortografía y anacolutos. Hace veinticinco años, un analfabetismo así hubiera impedido el acceso al primer curso de Facultad. Hoy, es la norma a la cual nos plegamos con la desgana de quien soporta un accidente meteorológico.
 No es asunto de buena o mala voluntad por parte de un profesorado de enseñanza media, pésimamente pagado y sometido a condiciones de trabajo insoportables. La ley fue hecha para esto. Para generar burricie. Que PNV y CiU fueran tan felices con ella no es sino implacable lógica.
 La enseñanza con la que se encontró el PP en el momento de su llegada al Gobierno era una inocultable catástrofe. La peor que haya sufrido España en el último medio siglo. [...] Cuando Aznar forma su  primer gobierno, la situación de la enseñanza en España es terminal: desestructuración y pérdida de todo esquema disciplinario en las enseñanzas medias, nulidad de un profesorado universitario, en su mayor parte designado por pintorescos procedimientos mandarinales.
 Era preciso entrar a saco en aquel caos. No se hizo. [...]
 Sugiero, para hacerse una idea del punto al cual han llegado las cosas, la lectura del testimonio desolador de un joven profesor de enseñanza media. Antes de iniciar su desesperado Panfleto contra la escuela, pone Raúl Fernández Vítores las cartas boca arriba, en sincera -y bella- paráfrasis pascaliana: "A veces uno escribe para no volverse loco, y siempre bajo la terrible sospecha de si no será ya locura la misma escritura". El autor es parte de esa generación de jóvenes profesores de enseñanza media que ha visto la enseñanza pública desmoronarse en la nada. Y recomiendo la lectura de ese libro de Fernández Vítores, en paralelo con la de la novela de Jiménez Lozano Carta de Tesa, si cabe aún más desesperada. Porque nos ponen ambos ante lo que ya no tiene solución: aquello frente a lo cual sólo cabe demoler y retornar al cero. La desoladora certeza de que cualquier función académica ha desaparecido en la escuela, de que la escuela sirve sólo para controlar masas de población con las cuales nadie sabe ya qué hacer.»
 
  [El fragmento pertenece a la edición en español de Ediciones Temas de Hoy, 2008. ISBN: 978-84-8460-686-4.]
 

lunes, 25 de junio de 2018

El Evangelio de Taciano (evangelio apócrifo).- Taciano "el Sirio" (c. 120 - c.180)


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Capítulo XXVII: Jesús habla de la ofrenda ante el altar, cuando se tiene deuda pendiente

«Y cuando lleves tu oferta al altar y recuerdes que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu oferta ante el altar y ve a reconciliarte primero  con tu hermano.
 Y entonces vuelve y ofrece tu presente.
 Reconcíliate pronto con tu adversario, cuando vayas con él por el camino.
 Porque no acontezca que el adversario te lleve al juez, y el juez al alguacil y seas puesto en prisión.
 Que, en verdad te digo, que no saldrás de allí hasta no haber pagado el último cuadrante.

Capítulo XXVIII: Jesús condena el adulterio y la concupiscencia
 Oísteis que fue dicho a los antiguos: No adulterarás.
 Mas yo os digo que cualquiera que mire a una mujer con concupiscencia, ya adulteró con ella en su corazón.
 Y si tu ojo derecho pudiera serte causa de escándalo, sácatelo.
 Porque vale más que perezca un solo miembro tuyo que no que todo tu cuerpo sea echado al infierno.
 Y si tu mano derecha te fuese causa de escándalo, córtatela, y échala fuera de ti.
 Porque es mejor que se pierda uno de tus miembros que no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno.
 [...]
 
 Capítulo XXX: Jesús condena el perjurio y el juramento
 Oísteis que fue dicho a los antiguos: No perjuraréis.
 Sino que cumplirás tus juramentos al Señor.
 Mas yo os digo: No juréis nunca.
 Ni por el cielo, que es el trono de Dios, ni por la tierra, que es el escabel de sus pies.
 Ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran rey.
 Ni por tu cabeza jurarás, porque no puedes de uno de tus cabellos blancos hacer uno negro.
 Y no sea vuestro hablar más que: Sí, sí; y: No, no.
 Porque lo que exceda de esto malo es.

 Capítulo XXXI: Jesús condena la ley del talión
 Oísteis que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente.
 Mas yo os digo: No resistáis al mal.
 Y al que te golpeare la mejilla derecha, preséntale también la otra.
 Y al que quisiera llevarte a juicio para quitarte tu ropa, dale también el manto.
 Y al que te hiciera andar cargado durante mil pasos, acompáñalo dos mil.
 Al que te pidiere, dale. Y al que te tomare prestado, no se lo vuelvas a pedir.
 Haced con los hombres lo que quisierais que ellos hicieran con vosotros.

  Capítulo XXXII: Jesús ordena a sus discípulos devolver bien por mal
 Oísteis que se dijo a los antiguos: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo.
 Mas yo os digo: Amad a vuestros enemigos.
 Bendecid a los que os odian y orad por los que os persiguen y os calumnian.
 Para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos.
 Porque él hace salir el sol para malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos.
 Porque, si amáis a quienes os aman, ¿qué recompensa mereceréis?
 ¿No hacen también lo mismo los publicanos?
 Y si hacéis bien a los que os hacen bien, ¿qué gracia tendréis? ¿No hacen acaso igual los pecadores?
 Y si prestáis a quienes os lo puede devolver, ¿qué mérito hacéis con ello?
 Porque también los pecadores hacen lo mismo, para recibir otro tanto.
 ¿Qué hacéis de más deseando salud a los que os la desean?
 Así que habéis de hacer el bien a vuestros enemigos y amarlos.
 Y prestar sin esperar nada por ello.
 Y grande será así vuestro galardón.
 Porque seréis hijos del Altísimo, que es benigno para los malos e ingratos.
 Sed misericordiosos porque vuestro Padre es misericordioso.
 Procurad sed perfectos, como lo es vuestro Padre celestial.

Capítulo XXXIII: Jesús exhorta a hacer limosnas recatadamente
 No hagáis vuestra justicia ante los hombres, para ser vistos por ellos.
 Porque entonces no tendréis gracia ante vuestro Padre, que está en los cielos.
 Y cuando repartas limosnas, no hagas sonar trompetas ante ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y plazas.
 Porque lo hacen para ser honrados de los hombres.
 Y os digo en verdad que ya recibirán su merecido.
 De modo que cuando hagas limosna, que tu mano izquierda ignore lo que hace tu mano derecha.
 Para que tu limosna sea en secreto, porque tu Padre ve en secreto y él te recompensará.»

 [Los fragmentos pertenecen a la edición en español de Ediciones Orbis, en  traducción de Edmundo González-Blanco. ISBN: 84-7657-004-2.]