miércoles, 30 de marzo de 2022

Capital e ideología.- Thomas Piketty (1971)


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Primera parte: Los regímenes desigualitarios en la historia

1.-Las sociedad ternarias: la desigualdad trifuncional
Capítulo 1:
La lógica de las tres funciones: clero, nobleza y pueblo llano

  «Comencemos por el estudio de lo que propongo denominar “sociedades ternarias”, que conforman la categoría de regímenes desigualitarios más antigua y frecuente de la historia. Han dejado, además, una huella que perdura en el mundo actual. No es posible examinar correctamente los desarrollos políticos e ideológicos posteriores sin comenzar por el análisis de esta matriz original de la desigualdad social, así como de su justificación.
 En su forma más simple, las sociedades ternarias están compuestas por tres grupos sociales distintos, cada uno de los cuales cumple unas funciones esenciales al servicio de la comunidad que son indispensables para su perpetuación: el clero, la nobleza y el pueblo llano. El clero es la clase religiosa e intelectual, encargada de la dirección espiritual de la comunidad, de sus valores de y de su educación; da sentido a la propia historia de la sociedad y a su devenir y, para ello, proporciona a la comunidad las normas y las referencias intelectuales y morales necesarias a este fin. La nobleza es la clase guerrera y militar, que maneja las armas y aporta seguridad, protección y estabilidad al conjunto de la sociedad; evita, de esta manera, que la comunidad se suma en el caos permanente. El pueblo llano es la clase trabajadora y plebeya, que agrupa al resto de la sociedad, empezando por los campesinos, los artesanos y los comerciantes; gracias a su trabajo permite al conjunto de la comunidad alimentarse, vestirse y reproducirse. Podría hablarse también de “sociedades trifuncionales” para designar a este tipo de sociedades que, en la práctica, adopta formas más complejas y diversas, con múltiples subclases dentro de cada grupo, pero con un esquema general de funcionamiento – a veces incluso de organización política formal- que está basado en estas tres funciones.
 Encontramos este tipo de organización social en toda la Europa cristiana hasta la Revolución francesa, pero también en numerosas sociedades no europeas y en la mayoría de las religiones, en particular en el hinduismo y el islam chiíta y sunita, adoptando distintas formas en cada caso. En el pasado, algunos antropólogos plantearon la hipótesis (rebatida) de que los sistemas de “tripartición” social observados en Europa y en la India tenían un origen indoeuropeo común que era detectable en la mitología y en las estructuras lingüísticas. A pesar de ser muy incompleto, el conocimiento actual de estas sociedades invita a pensar que este tipo de organización basada en tres grupos sociales es, en realidad, bastante más general de lo que pudiera pensarse y que la tesis del origen único es difícilmente válida. El esquema ternario se encuentra en la casi totalidad de las sociedades antiguas y en cualquier parte del mundo, hasta en Extremo Oriente, como en China y Japón, aunque con variaciones sustanciales que conviene estudiar y que son, en el fondo, más interesantes incluso que las similitudes superficiales. La fascinación ante lo intangible, o lo considerado como tal, traduce a menudo un cierto conservadurismo político y social, cuando la realidad histórica es siempre cambiante y su evolución es multidireccional, llena de potenciales imprevistos, de equilibrios institucionales tan sorprendentes como precarios, de acuerdos inestables y de giros inconclusos. Para comprender esta realidad, así como para prepararse ante futuros cambios, conviene analizar tanto las condiciones que explican estas transformaciones sociales e históricas como las que explican su persistencia en el tiempo, tanto en el caso de las sociedades ternarias como en las demás. En este sentido, resulta útil comparar las dinámicas de largo plazo observadas en contextos muy diferentes, en concreto en Europa y en la India, desde una perspectiva comparada y transnacional. Es lo que intentamos hacer en este capítulo y en los siguientes.

 Las sociedades ternarias y la formación del Estado moderno

  Las sociedades ternarias se diferencian de otras formas históricas posteriores por dos características esenciales, estrechamente ligadas la una a la otra: por una parte, el esquema trifuncional de justificación de la desigualdad y, por otra parte, el hecho de que se trate de sociedades antiguas que preceden a la formación del Estado centralizado moderno y en las cuales el poder político y económico era ejercido simultáneamente a nivel local, sobre un territorio de reducidas dimensiones en la mayoría de los casos, que a veces mantenía lazos relativamente débiles con un poder central monárquico o imperial más o menos lejano. El orden social se estructuraba en torno a algunas instituciones clave (el pueblo, la comunidad rural, el castillo, la iglesia, el templo, el monasterio), de manera muy descentralizada, con una coordinación limitada entre los distintos territorios y centros de poder. Estos últimos estaban, en la mayoría de los casos, mal comunicados unos con otros, habida cuenta sobre todo de la precariedad de los medios de transporte de la época. La descentralización del poder no evitaba la brutalidad y la dominación en las relaciones sociales, pero es algo que se producía de manera diferente a la que se dará con las estructuras estatales centralizadas de la Edad Moderna.
 En las sociedades ternarias tradicionales, los derechos de propiedad y los poderes soberanos (seguridad, justicia, violencia legitimada) están vinculados intrínsecamente en el marco de las relaciones de poder local. Las dos clases dirigentes –el clero y la nobleza- son, desde luego, las clases más ricas y, en general, poseen la mayoría de las tierras agrícolas (a veces casi la totalidad), que en todas las sociedades rurales constituyen la base del poder económico y político. En el caso del clero, la posesión se organiza a menudo a través de la intermediación de distintos tipos de instituciones eclesiásticas características de cada región (iglesias, templos, obispados, fundaciones piadosas, monasterios, etc.), en particular en el cristianismo, el hinduismo y el islam. En el caso de la nobleza, la posesión está vinculada a la propiedad a título individual, o más bien al linaje y a los títulos nobiliarios, a veces por medio de proindivisos familiares orientadas a impedir la dilapidación del patrimonio y del rango social.
 En todo caso, la clave es que los derechos de propiedad del clero y de la nobleza van de la mano de los poderes soberanos fundamentales, sobre todo en cuestiones relativas al mantenimiento del orden y al poder militar (en principio, se trata de una prerrogativa de la nobleza, pero también puede ser ejercida en nombre de un señor eclesiástico), así como en términos jurisdiccionales (la justicia se imparte generalmente en el nombre del señor del lugar, ya sea noble o religioso). Tanto en la Europa medieval como en la India anterior a la colonización, tanto el señor francés como el terrateniente inglés, el obispo español como el brahmán y el rajput indios, y sus equivalentes en otros contextos, son al mismo tiempo los dueños de la tierra y los dueños de las personas que trabajan y viven sobre ella. Están dotados al mismo tiempo de derechos de propiedad y de poderes soberanos, de manera diversa según el lugar y cambiante en el tiempo.
 Sea el señor un noble o un miembro del clero, sea el caso de Europa, de la India  o de otras áreas geográficas, en todas las antiguas sociedades ternarias se constata la importancia y la imbricación de estas relaciones de poder a nivel local. En ocasiones, adopta la forma extrema del trabajo forzado y de la servidumbre, lo que supone una limitación estricta a la movilidad de una parte o de la totalidad de la clase trabajadora, que carece entonces del derecho a abandonar un territorio e irse a trabajar a otro lugar. En este caso, los trabajadores pertenecen a los señores, nobles o religiosos, incluso si se trata de una relación de posesión diferente de las que estudiaremos en el capítulo dedicado a las sociedades esclavistas.
 Lo más habitual es que esta pertenencia de los trabajadores a los señores adopte formas menos extremas y potencialmente más indulgentes (no por ello menos reales) que pueden conducir a la formación de cuasi Estados a nivel local, dirigidos por el clero y la nobleza, con un reparto de papeles que varía en función de cada caso. Además del poder sobre el orden público y la justicia, el ejercicio de la autoridad más importante en las sociedades ternarias tradicionales incluye específicamente el control y el registro de los matrimonios, nacimientos y defunciones. Se trata de una función básica para la perpetuación y la regulación de la comunidad, estrechamente vinculada a las ceremonias religiosas y a las reglas relativas a las alianzas y a las formas recomendadas de vida familiar (en particular, todo lo tocante a la sexualidad, al poder paterno, al papel de las mujeres y a la educación de los niños). Generalmente, esta función es prerrogativa del clero y los registros correspondientes se llevan en las iglesias y en los templos de las diferentes religiones en cuestión.
 Es preciso mencionar también el registro de las transacciones comerciales y de los contratos. Esta función juega un papel central en la regulación de la actividad económica y de las relaciones de propiedad; puede ser desempeñada por el señor, noble o religioso, generalmente en relación con el ejercicio de poder jurisdiccional local y con la resolución de litigios civiles, comerciales y sucesorios. Otras funciones y servicios colectivos también pueden jugar un papel importante en la sociedad ternaria tradicional, como la educación y la atención médica (a menudo rudimentarios, otras veces más elaborados) así como ciertas infraestructuras colectivas (molinos, puentes, caminos, pozos). Cabe señalar que los poderes soberanos de los dos estamentos superiores de las sociedades ternarias (clero y nobleza) se conciben como la contraparte natural de los servicios que aportan al pueblo llano en términos de seguridad y espiritualidad, así como en términos de estructuración de la comunidad. Todo encaja en la sociedad trifuncional: cada grupo forma parte de un conjunto de derechos, deberes y poderes que están estrechamente vinculados entre sí a nivel local.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Deusto, 2019, en traducción de Daniel Fuentes, pp. 71-75. ISBN: 978-84-234-3095-6]

domingo, 27 de marzo de 2022

Vidas vulnerables.- Pablo Simonetti (1961)


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 «Hizo sonar tres veces el timbre de parada. Los números impares le infundían seguridad. Para su imaginación eran números perfectos, equilibrados; los consideraba la base del orden de cualquier estructura sana; más aún, se los imaginaba en organización piramidal, siete, cinco, tres y sólo uno en la cúspide.
 Intentó reconocer las fachadas huidizas, pero la oscuridad reinante y el precario alumbrado público de ese sector de avenida Matucana se habían confabulado para impedírselo. El chirrido de los frenos le molestó. El rostro negligente de un pasajero adormecido en su asiento le hizo pensar en el mecánico encargado de mantenerlos. La micro se detuvo. Saltó del tercer escalón hasta la calle. No había ni un alma a la vista. Sólo la luz de un portal, a unos veinte metros de distancia, cortaba el denso fluido de la noche. Si bien Matucana era una avenida con cierta animación, esas cinco cuadras, entre Mapocho y Carrascal, se despoblaban por completo una vez que se iba la luz. Creía vivir en un barrio muerto, a pesar de tener la certeza de que tras la fachada continua de las casas se desarrollaba un monótono hormigueo familiar. Pensó en las catacumbas, en vidas subrepticias, en el silencio que provoca el miedo. Pensó en su propia vida al interior de su cuarto. De ser posible, hubiera preferido pasar todo el día y la insomne noche en su cuarto, sin que nada de la puerta hacia fuera lo perturbara. Pero estaba su madre, estaba su padre, estaba el recuerdo de su hermana muerta y su obligación de participar de la vida familiar: comer en la mesa, saludar por la mañana, responder a las preguntas que recibía como tiros al llegar. Hubiera preferido permanecer quieto en su cama observando la pulcritud de su pequeño mundo antes que salir cada día rumbo a la universidad. Los desafíos de tomar micro e ir a terapia con la psicóloga del departamento de bienestar estudiantil, tres veces por semana, lo tenían agotado. Con el solo fin de prepararse de la mejor manera, se había impuesto una serie de rituales que involucraban bajarse en ciertos paraderos y esperar la próxima micro y así llegar en una suma de segmentos impares hasta República con la Alameda. Había ciertos paraderos claves en esta secuencia. Existía, según él, cierta progresión aritmética en los tramos. El primero, sólo unas pocas cuadras desde la esquina donde se subía hasta la Quinta Normal, tres minutos en el tráfico de la mañana. El segundo, un trecho más lento, diez minutos y la vista del abrazo acogedor de la Estación Central. El último, el tramo de la Alameda, el más largo, diecisiete minutos. Término inicial tres, razón siete. Otro de sus ritos consistía en acercarse a una fuente de agua cercana al quiosco del patio principal: se inclinaba siete veces y cada vez daba tres sorbos. No tener sed era fundamental para evitar desconcentrarse durante la sesión. No le había contado nada de esto a la psicóloga, le daba vergüenza hacerlo y prefería tomarlo como una ofrenda secreta, como una manda.
 A causa de la luminosidad de una ventana vio proyectarse su propia sombra sobre la vereda. Era un muchacho de mediana estatura y su figura no decía nada particular acerca de él. Tenía una cabeza de estructura más o menos cúbica, ojos verdes de mirada fija y un pelo a punto de erizarse en púas. Era delgado, sus paseos en bicicleta de los fines de semana y durante el verano lo ayudaban a estar en forma. Se había percatado de que ejercía cierto atractivo sobre las mujeres, sin embargo era virgen y no tenía la tranquilidad de espíritu para animarse a salir con una de las compañeras que se habían mostrado animosas con él. La posibilidad de que una mujer se diera cuenta de su problema lo aterraba y no tenía modo de imaginarse envuelto en una relación. Tal cosa implicaría un notorio cambio en su rutina y no estaba seguro de ser capaz de enfrentarlo. No, definitivamente salir con una mujer significaría salir de su cuarto, interferir su diario viaje de ida y vuelta a la universidad, alterar los horarios de sus paseos en bicicleta. Un fin de semana del año anterior había ido a una discoteca con un compañero: no tener una idea clara de las dimensiones del lugar, estar sumergido en un lago de sudores ajenos, verse agredido por el contacto de pieles extrañas, casi lo enloqueció. No resistió más de diez minutos dentro. Corrió escaleras arriba y vomitó a la salida, a vista y presencia de una fila de jóvenes que esperaban su turno para entrar.
 Una casona blanca deshabitada que rompía el frontis continuo del barrio, constituía un hito en su camino del paradero a la casa. Del segundo piso de la mole sobresalía un par de balcones de fierro en franco estado de oxidación, que semejaban dos enormes y viejas dentaduras corroídas por el tabaco. Miguel había notado su abandono hacía muchos años y la idea de su progresivo deterioro había alimentado sus fantasías. En su época adolescente se detenía a observarla para encontrar algo que delatara el avance de su ruina. Tal era su modo de quererla en ese entonces: deseaba ser testigo de su fin, incluso a veces pedía con todas sus fuerzas que el próximo terremoto lo sorprendiera frente a la casona, para así verla derrumbarse con toda la nobleza de su pesada contextura. Sin embargo, las cosas habían cambiado con el tiempo; ahora Miguel, cuando pasaba frente a ella, deseaba encontrarla exactamente igual al día anterior. Comprobar que nada había cambiado era uno de sus principales ritos del último tiempo y sus visitas a la casona blanca se repetían varias veces al día. Le horrorizaba la idea de encontrarse con la puerta desquiciada o un pedazo de techo tragado hacia el interior. Pensaba que si algo de esa naturaleza ocurría, una parte de él también se desquiciaría para siempre. Peor aún, estaba convencido de que uno de sus padres sufriría una tragedia. La oscuridad de esa noche se mostró indulgente con sus necesidades. En la casona nada parecía estar fuera del lugar. Siguió su camino en calma. De pronto, sin mediar razón, dudó de lo que había visto. No sería capaz de dormir, pensó, si no la observaba con mayor detención. Volvió sobre sus pasos y se presentó una vez más ante ella. Con la cabeza entre dos barras de la herrumbrosa reja, se dedicó a examinarla en estricto orden. Llevaba meses perfeccionando la metodología y había creado una secuencia que lo dejaba satisfecho. Un profesor de anatomía en el auditorio de una morgue no hubiera sido más preciso en el examen de un cadáver.
Resultado de imagen de pablo simonetti vidas vulnerables A medida que se fue acercando a la casa de sus padres, que se diferenciaba de las casas vecinas gracias a una puerta azul, sintió que no podía llegar hasta ella, que algo le impedía entrar de una vez por todas. La imagen de un balcón de la casona blanca precipitándose al suelo lo sobresaltó de tal manera que se puso rígido y no pudo seguir caminando. Deseaba volver a examinarla, pero la sola idea lo avergonzaba. La armonía del número tres se le hizo presente y sus músculos se distendieron en el acto. Si examinaba la casa por tercera vez, las cosas quedarían bien compensadas: lo bueno de la primera visita con la inseguridad de la segunda, se equilibrarían, y consciente de que era un pensamiento en exceso grandioso, pensó que una tercera visita le devolvería al universo cierto orden necesario. En ingeniería había estudiado el concepto de la entropía, para algunos una medida del desorden universal. El profesor de Termodinámica había asegurado que la entropía era sólo susceptible de aumentar y, por lo tanto, cualquier transferencia de energía o de masa contribuía a acrecentar el desorden del universo. Miguel se dijo que el profesor estaba equivocado. No le cupo duda que una tercera inspección contribuiría a disminuir el caos existente. El examen fue aún más lento y minucioso, esperó el paso de los autos, a esa hora muy escasos, para robar su luz pasajera. De pronto, con ayuda del resplandor de un par de focos, vio una rata enorme asomarse bajo el alero de la techumbre, saltar al patio polvoriento y desaparecer en la oscuridad. La idea de que proviniera del interior de la casona lo desconcertó. No supo cómo organizar sus pensamientos para sobreponerse a la inesperada visión; la casa había perdido su inmutabilidad de golpe. Imaginó el menoscabo infligido por el ir y venir de decenas de ratas, la polvareda levantada por sus carreras y grescas, creyó percibir el hedor de sus orines y fecas. El polvo no le importaba, lo consideraba una bendición para la casona, una sábana bautismal; en cambio, la corrupta naturaleza de los roedores volvía todo inmundo y por lo tanto incontrolable. Se apresuró camino a la casa de sus padres para hacer el intento de dejar atrás la nube que había enturbiado el orden en su cabeza. Ya no había secuencia de ideas posible que lo calmara.
 -¿Miguel, hijo, dónde andabas? Son más de las diez. Si vas a llegar tarde, avísame –dijo su madre mientras se acercaba y lo besaba en la mejilla.
 Era la única persona por quien se dejaba besar. Ella tenía 45 años y traía una vida difícil a cuestas. Su rostro se hallaba invadido de arrugas prematuras. Vestía su uniforme casero, un delantal floreado sin formas. Aún sufría por la muerte de su hija a los seis años de edad a causa de una leucemia. No había dejado de culparse. Cierta indolencia ante los primeros síntomas la atormentaba.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Parramón Ediciones, 2010, pp. 141-146. ISBN: 978-84-92781-15-7.]

miércoles, 23 de marzo de 2022

El ABC de la lectura.- Ezra Pound (1885-1972)


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Capítulo primero

1

 «Vivimos en una época marcada por la ciencia y la abundancia. El cuidado y el respeto por los libros como tales, propios de una época en la que no era posible duplicar ningún libro mientras alguien no se tomara el arduo trabajo de copiarlo a mano, obviamente ha dejado de adecuarse a las “necesidades de la sociedad” y a la conversación del saber. Si el Jardín de las Musas ha de pervivir  como tal jardín, precisa con urgencia de una buena poda.
 El MÉTODO apropiado para el estudio de la poesía y la literatura es el método de los biólogos contemporáneos, esto es, un examen atento y directo de la materia  y una continua COMPARACIÓN de cada “muestra” o espécimen con todos los demás.
 Ningún hombre está pertrechado para el pensamiento moderno en tanto no haya comprendido la anécdota de Agassiz y el pez:
 “Un estudiante de doctorado, licenciado con honores y diplomas, fue a visitar a Agassiz para recibir los últimos y definitivos detalles de su educación. El gran hombre le mostró un pequeño pez y le pidió que lo describiera:
  Estudiante: No es más que un pez luna.
  Agassiz: Ya lo sé. Descríbamelo por escrito.
 Al cabo de unos minutos, el estudiante redactó  la descripción del Ichthius Heliodiplodokus, o como sea el término científico que se emplea para camuflar al pez luna común y ocultarlo del conocimiento  vulgar, familia de los Heliichtherinkus, etc., según se detalla en los libros de texto que tratan sobre esta materia.
 Agassiz indicó de nuevo al estudiante que describiera el pez.
 El estudiante redactó un ensayo de cuatro páginas. Agassiz le dijo entonces que mirase el pez. Al cabo de tres semanas, el pescado se encontraba en un avanzado estado de descomposición, pero el estudiante ya sabía algo sobre el pez”.

 Por medio de este método surgió la ciencia moderna, pero no creció sobre el estrecho margen de la lógica medieval suspendida en el vacío.
 “La ciencia no consiste en inventar un número de entidades más o menos abstractas que se correspondan con el número de objetos que se pretendan descubrir”, dice un comentarista francés a propósito de Einstein. No sé si esta torpe traducción de una frase tan larga en francés resultará del todo clara para el lector medio.
 El primer aserto definido de la aplicabilidad del método científico a la crítica literaria se encuentra  en el Essay on the Chinese Written Characters de Ernest Fenollosa.
 La absoluta vileza del pensamiento filosófico oficial y –si el lector pensara con auténtico detenimiento en lo que trato de decir- el insulto más hiriente, que es al mismo tiempo la prueba más convincente que existe de la nulidad generalizada y de la incompetencia de la vida intelectual organizada en Estados Unidos y en Inglaterra, sus universidades en general, sus sabias publicaciones en gran medida, podría ponerse de manifiesto mediante un relato de las dificultades con que me encontré hasta conseguir ver impreso el ensayo de Fenollosa.
 Sin embargo, un manual no es el lugar adecuado para relatar un pasaje que pueda ser interpretado e incluso mal interpretado y tomado por el desquite de un agravio personal.
 Digamos, pues, que la mentalidad de los editores y de los hombres más poderosos de la burocracia literaria y docente a lo largo del medio siglo anterior a 1934 no siempre ha sido muy diferente de la mentalidad del sastre Blodgett, el cual profetizó que “las máquinas de coser nunca llegarán a gozar de un uso generalizado”.
 El ensayo de Fenollosa tal vez estuviera muy por delante de su tiempo, tanto que no pudo ser comprendido con facilidad. Ni siquiera proclamó su método como si fuese un método. Tan sólo trató de explicar el ideograma chino como un medio de transmisión y de registro del pensamiento. Fue directamente a la raíz del problema, a la raíz de la diferencia existente entre lo que es válido en el pensamiento chino y lo que carece de validez o es engañoso en gran parte del pensamiento y el lenguaje europeo.
 Ésta es la exposición más sencilla que puedo hacer de su sentido:
 En Europa, si uno pide a un hombre que defina algo, lo que sea, su definición siempre se aparta del objeto sencillo que conoce perfectamente y se remonta hacia una región ignota, la región de las abstracciones progresivamente más remotas.
 De ese modo, si se le pregunta qué es el rojo, responde que es “un color”.
 Si se le pregunta qué es un color, dirá que es una vibración o una refracción de la luz, o bien una división del espectro cromático.
 Y si se le pregunta qué es esa vibración, responderá que se trata de una forma de energía o algo semejante, y así seguiría hasta llegar a una modalidad del ser o del no ser, en cualquier caso, se ahonda hasta ir mucho más allá de nuestro alcance, mucho más allá de su propio alcance.
 En la Edad Media, cuando no existía la ciencia material tal como la entendemos, y cuando el saber humano no bastaba para fabricar automóviles ni para que la electricidad transportase el lenguaje por el aire, etcétera, y cuando, en resumidas cuentas, el saber era poco más que la división de la terminología, existía una gran preocupación por la propia terminología, y la exactitud general en el empleo de la terminología abstracta bien pudo ser (y probablemente fue) mucho mayor.
Resultado de imagen de ezra pound el abc de la lectura Quiero decir que un teólogo medieval ponía un gran esmero en no definir a un perro en unos términos que igualmente pudieran haberse aplicado a un diente de perro o a su pellejo, o al ruido que hace cuando chapotea en el agua. Por el contrario, todos los profesores nos dirán que la ciencia se desarrolló con mayor rapidez después de que Bacon recomendase el examen directo de los fenómenos y después de que Galileo y otros dejaran de dar tantas vueltas a las cosas y de discutir tanto, para empezar a observar las cosas a fondo e inventar medios (como el telescopio) para observarlas mejor.
 El miembro vivo más útil de la familia Huxley ha hecho especial hincapié en que el telescopio no fue tan sólo una idea, sino que fue sin lugar a dudas una conquista técnica.
 Por contraste con el método de la abstracción, o de la definición de las cosas en términos cada vez más generales, Fenollosa recalca el método de la ciencia, “que es el método de la poesía”, como algo muy distinto de la “discusión filosófica”; subraya que es el modo en que proceden los chinos en su escritura ideográfica o de pictografía abreviada.
 Por volver al comienzo mismo de la historia, probablemente sepamos que existe un lenguaje hablado y un lenguaje escrito, y que hay dos clases de lenguaje escrito, uno basado en el sonido y otro en la vista.
 Con un animal hablamos mediante unos pocos sonidos y gestos muy simples. La relación que hace Levy-Bruhl de las lenguas primitivas de África nos informa de que se trata de lenguas todavía ligadas a la mímica y al gesto.
 Los egipcios por fin utilizaron pictogramas abreviados para representar los sonidos, pero los chinos todavía hoy utilizan pictogramas COMO imágenes; dicho de otro modo, el ideograma chino no trata de ser la representación pictográfica de un sonido, ni un signo escrito que recuerde un sonido, sino que sigue siendo el dibujo de un objeto, de una cosa en una posición o relación dada, o de una combinación de cosas. Significa la cosa o la acción o la situación o la cualidad inherente a las diversas cosas que representa.
 Gaudier-Brzeska, que estaba acostumbrado a contemplar la forma real de las cosas, era capaz de leer una determinada porción de escritura china sin NINGÚN ESTUDIO previo. “Pues claro –decía-, se ve perfectamente que se trata de un caballo” (o un ala, o lo que fuera).
 En las tablas que muestran los primitivos caracteres chinos en una columna y los signos actuales y “convencionalizados” en la otra, cualquiera se da cuenta de que el ideograma que representa “hombre” o “árbol” o “amanecer” se ha desarrollado, o “se ha simplificado a partir de”, o se ha reducido a la esencia de la primera imagen de un hombre, un árbol o un amanecer.»
   
    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones y talleres de escritura creativa Fuentetaja, 2000, en traducción de Miguel Martínez-Lage, pp. 25-29. ISBN: 84-95079-92-5.]

domingo, 20 de marzo de 2022

Filosofía de la expresión.- Giorgio Colli (1917-1979)


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La apariencia

La representación como dato

  «No es posible definir la representación, su campo es demasiado vasto. El sentimiento más interior, el instante de Goethe o el éxtasis de Plotino, es ya una representación, como el pensamiento más abstracto y universal también es una representación. Desde el puro punto de vista categorial se puede asignar una esencia a la representación, que será la relación. De hecho, la representación es el único dato primitivo.
 Sólo es posible darle una denominación como “reevocación”, es decir como explicación metafísica de su significado.

El mundo es representación

 El mundo que se ofrece a nuestra mirada, lo que tocamos y lo que pensamos, es representación, como desde las antiguas Upanishad y de Parménides en adelante han comprendido todas las especulaciones penetrantes. En este punto se puede ser tajante.
 Pero el mundo es representación en tanto que está subordinado a la categoría de la relación. En efecto, la representación no tiene sustancia, es una simple relación, una conexión fluctuante entre dos términos –llamados provisionalmente sujeto y objeto- inestables, cambiantes, continuamente variables, transformándose el uno en el otro, de modo que lo que en una representación es sujeto será objeto en otra.
 Si se quiere considerar el mundo como sustancia, no en tanto que sustraído a la esfera de los datos primitivos, sino precisamente este mundo que es representación, es necesario buscar algo inmediato, de lo que el mundo indique el ser. El mundo será entonces sustancia en un sentido únicamente categorial, expresará algo oculto, sustraído a la sensación y al pensamiento.

 Goce del contemplador

 Captar la intuición, o ser atrapado por el pathos, de que el mundo en el que vivimos es una apariencia, una ilusión, con la consistencia de un sueño o, en términos sin énfasis, una representación, es una experiencia nada insólita –como estado de ánimo- en los años jóvenes, pero es decisiva cuando alcanza un grado férvido y perdurante de intensidad. No se trata de un descubrimiento de ayer: hay que retroceder casi tres mil años, cuando se busca su origen.
 Quien está afectado por este pathos tiene tendencia a la contemplación, porque intuir significa contemplar; y contemplar es distanciarse del fondo de la vida. Quien está inmerso en ella no puede sentir su ilusoriedad. Conocer es perder algo del manantial de la vida.
 Pero el goce del instante, paradójicamente, es más intenso en el conocedor. La visión instantánea de un fragmento de vida es conmovedora para quien se aleja de la vida, suspende sus impulsos de apropiación, y al hacerlo se desvanece, derramándose fuera de sí, en la imagen reconocida como ilusoria. El ahorro de la acción se traduce en adquisición de potencia: quien asiste a un espectáculo recibe fuerza.

 La vida y el fondo de la vida

 Como una niebla iridiscente que sale de oscuros pantanos o de una húmeda pradera, así es el mundo de las cosas que nosotros llamamos vida –“aspectos múltiples que abandonan y mudan los senderos tormentosos de la vida”- pero a la que seguramente es más justo designar como el velo de otra vida, como el sueño de un dios. En Grecia, esta visión adopta la figura de Fanes. Algo está oculto en lo profundo.

 Solidez de la representación

 De este modo, el mundo de las cosas no sería más que una concatenación, una estructura cognoscitiva. Frente a ello, se ha aludido al fondo de la vida, a algo oculto, pero por ahora esto es menos que una hipótesis, es una sugerencia y una sugestión. Por otra parte, este mundo de la representación sería apariencia de un mundo más consistente y concreto de lo que parece a primera vista. Aunque esta realidad manifiesta se reduzca a una trama de puras relaciones, esto no le impone un límite grosero en el sentido de que, suprimido un sujeto de conocimiento empírico o universal, quedara por ello suprimido el mundo. Si se afirma la inconsistencia del sujeto, o por lo menos que el sujeto no es un término fijo o final, ya no se podrá decir que la realidad de este mundo esté determinada tan banalmente.
 Llamamos ilusoria a esta realidad porque estamos habituados a entender por realidad verdadera a algo en sí, independiente de nosotros y por consiguiente también de nuestro conocimiento. Pero lo que tiene derecho a llamarse cabalmente realidad es únicamente esta realidad ilusoria. Al mundo oculto, si tiene sentido aludir a él, no le corresponde el atributo de la realidad, porque no le corresponde ningún atributo: los predicados pertenecen a la representación.
 Y así, el universo de la naturaleza, el cielo y las estrellas con sus presuntas leyes, el hombre y su historia, con sus pensamientos más sutiles y sus acciones más rotundas, todo ello no es otra cosa sino representación, y por tanto es lícito interpretarlo como un dato cognoscitivo. Todos los demás nombres que la acción humana puede proponer con la pretensión de desvelar algo sustancial, elemental, algo unificador del caleidoscopio de la experiencia, los nombres de idea, espíritu, voluntad, instinto, acción, potencia, no están justificados y no explican nada, revelan simplemente la intrusión de conceptos metafísicos en la interpretación de los nexos dinámicos que la representación como tal, sin ayuda trascendente o trascendental, ya posee en sí. Mirando el mundo del devenir de este modo, con expresión rigurosa y sintética, deberá decirse en general que, en tanto no se reduzca a puros términos de conocimiento y de relación representativa, no existe en ningún modo aquello que se designa con el nombre de acción.
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 ¿El sujeto como elemento común?

   Cada vez que se analiza una representación se encuentra un objeto, incluso en el ámbito de una  relación, es decir según una perspectiva, como una proyección determinada. Pero es vano buscar el punto desde el que se abre esta visión: en el momento en el que se descubre se convierte en objeto, absorbiendo en sí al viejo objeto, y una vez más el origen de la perspectiva se nos escapa.
 Si en el interior de una representación, como su contenido, todo análisis se encuentra siempre con un objeto, ¿será preciso entonces examinar las condiciones de la representación, sus conexiones, para descubrir algo del sujeto? En cualquier serie conexa de representaciones existe un doble elemento común, que siempre está fuera de la representación simple: del lado del objeto, es decir de lo que debe postularse como sustrato común a todos los diferentes objetos de la representación, deberá tratarse de un elemento que esté más acá de la serie de la representaciones; y del lado del sujeto, frente a su fuga indefinida como la de una imagen en un espejo, el elemento común a una serie de representaciones es el nexo que las une y que eventualmente vincula sus objetos simples en el interior.
 De ese modo se le reconoce al sujeto una función condicionante respecto del objeto: empíricamente, es la comunión entre las representaciones la que nos pone sobre la pista del sujeto, y psicológicamente la búsqueda está guiada por lo que era anterior y lo que será posterior, en la esfera de la memoria. El elemento común, constante, persistente, es la condición para una confrontación entre las representaciones. El sujeto más universal será algo común a la serie –o a la serie de series- de representaciones más amplia.

 La acción es una qualitas occulta

  En consecuencia, el conocimiento existe, pero no hay un portador del conocimiento. Y si no hay un portador del conocimiento, ¿cómo podría existir un portador de la acción? Por otra parte, sin portador de la acción ni siquiera es concebible una voluntad y la acción misma, sin un portador que le sea propio, es absurda. ¿Quién actuaría?
 El concepto de acción resulta así ficticio, es una abreviatura, una aproximación, un salir del paso expeditivo que asume como unidad (metafísica) lo que en términos de conocimiento –que son los únicos datos aceptables- se reduce a una serie intrincada de nexos entre representaciones.

 La ilusión del idealismo

 No es el sujeto quien crea la realidad, no es el yo quien crea el ser, ya que cada representación contiene el sujeto, o mejor lo implica, pero no está creada por el sujeto.»
  
   [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Siruela, 2004, en traducción de Miguel Morey, pp. 37-43. ISBN: 84-7844-270-7.]