Segunda parte
3.-Hacia una teoría superracional del conocimiento
tecnocientífico
La “significación amplia” de los conceptos tecnocientíficos
«La comprensión del sentido de un texto
tecnocientífico trasciende la mera dimensión enunciativo-descriptiva, que es la
única que se mantiene explícita en el tipo de habla particular de la comunidad
científica moderna: un vocabulario técnico especializado, acompañado de
misteriosos gráficos y repleto de crípticos enunciados cuantitativos. Más allá
de su evidente función utilitaria orientada a fines instrumentales de
manipulación y dominio del objeto de estudio, tal reduccionismo manifiesto de
toda comunicación científica a los aspectos puramente enunciativo-descriptivos
de la acción comunicativa tiene, en
la práctica, una función retórica
principal, la cual ha sido perfeccionada a lo largo de los siglos: la
potenciación máxima del “efecto verdad” de los mensajes científicos.
El
perfeccionamiento en la eficacia
simbólica del lenguaje científico, frente a otras formas de jerga
especializada a las que otorgamos un grado de fe muy inferior en nuestras
sociedades, se consigue resaltando al máximo la dimensión
enunciativo-descriptiva del lenguaje tecnológico o científico-natural que se
aplica al discurso sobre la naturaleza.
En este sentido, para potenciar el efecto verdad de las propias ideas existen
clásicas estratagemas retóricas
conocidas incluso por el más torpe de los científicos contemporáneos como, por
ejemplo:
-La
cuantificación de las cualidades a toda costa –aún en el caso de que esta
cuantificación no presente utilidad alguna-.
-El empleo
de una terminología hermética de aparente rigor, aunque ésta esté desprovista,
en ocasiones, de todo significado real en un sentido fáctico. Esta estrategia es también una característica propia de
las sociedades secretas en otras
culturas y fue también usada por la Iglesia cristiana durante siglos, cuando para aumentar la
eficacia simbólica de su autoridad daba la misas en latín, una lengua que
nadie, entre el pueblo llano, entendía.
-El
tradicional argumentum ad verecundiam o argumento de autoridad. Dígase el mayor
disparate de la historia, pero póngase a su lado la firma de un científico
cualquiera, con una referencia bibliográfica exacta, y muy pocos acudirán a la
fuente para comprobar los fundamentos del disparate. Este se aceptará como algo
evidente y “demostrado”. La estrategia a seguir en este caso ya quedó
perfectamente explicada por Schopenhauer en su delicioso El arte de tener Razón: “Para el vulgus hay numerosísimas autoridades que gozan de respeto: por
tanto, si uno no dispone de una enteramente adecuada, tómese una que lo es en
apariencia, cítese lo que alguien ha dicho en otro sentido o en otras
circunstancias. Las autoridades que el otro no entiende en absoluto suelen ser
las más eficaces. Los incultos tienen
un peculiar respeto por las fórmulas griegas y latinas. En caso de necesidad,
también se puede no sólo tergiversar las autoridades, sino falsificarlas sin
más, o citar algunas que sean de nuestra entera invención: la mayoría de las
veces ni tiene el libro a mano ni tampoco sabe manejarlo”.
-Una
estratagema más: el empleo de explicaciones tautológicas, que nada explican en
realidad, pero que cuelan, por así
decir, disimulando su carácter de perogrulladas tras una jerga técnica de
aparente rigor. Este fue el truco utilizado, en su momento, por los inventores de la idea de “selección natural”, entendida como “la
supervivencia de los más aptos”, lo
cual, en último término, no significa otra cosa que la supervivencia de los que sobreviven. Esta es también
una estratagema clásica, conocida por los retóricos y dialécticos como la fallacia non causae ut causae –la
falacia de hacer pasar por causa lo que no lo es-, que, de acuerdo con
Schopenhauer, “si el adversario es tímido o estúpido y uno mismo posee mucho
descaro y una buena voz, puede resultar bien”.
-Otro
recurso muy socorrido, en fin, para potenciar al máximo el efecto verdad del lenguaje-ritual de las ciencias
naturales modernas aplicadas al ser humano consiste en eliminar de todas las
proposiciones científicas al sujeto
gramatical (que es también el sujeto histórico)
que las enuncia. El paso último en esta dirección retórica asumida por el
moderno lenguaje tecnocientífico consiste en la supresión misma de las
proposiciones y en su sustitución por esquemas, diagramas, gráficos o
inscripciones, que eliminan del objeto de estudio toda la dimensión histórica,
social y humana en la que fue producido (Goody, 1985; Horton, 1993; Bloor,
2003). En cualquier caso, cuando aún existen –entre los gráficos, los
algoritmos y las tablas-, las acciones científico-tecnológicas son descritas
sin aludir al sujeto que las realiza: “se
demuestra…, se deduce…, se vierten tantas gotas de …, se sacrifican tantos
ratones…”. Nadie interviene en estas simples verificaciones autoevidentes:
los elementos implicados en el procedimiento analítico del laboratorio no
presentan historia, no tienen dueños, ni precio ni patrones. La tecnociencia
moderna, como el mito, “priva totalmente de historia al objeto del que habla”
(Barthes, 2003, 247).
Resumiendo,
sólo gracias a una convención retórica
colectiva que en sí misma no posee nada de lógico (en términos formales),
el lenguaje científico sobre la naturaleza, la salud y la racionalidad del Homo sapiens consigue disimular, hasta
ocultarlas, el resto de las dimensiones socioemocionales de su “significación
amplia”. Sin embargo, detrás de la mera denotación aséptica de las hipótesis,
deducciones, falsaciones o corroboraciones científicas, se encuentra el ser
humano histórico que las expresa simbólicamente como creencias o convicciones
acerca de una serie de conceptos mitológicos sobre la naturaleza, muchos de los
cuales recorren la historia de todas las culturas. Detrás de las estadísticas,
los gráficos, los instrumentos tecnológicos de observación… se encuentra
siempre un sujeto histórico oculto, quien produce las citadas construcciones
simbólicas con un interés particular y que se dirige a un auditorio
seleccionado en función de ciertas preferencias
indeterminables en un sentido lógico pero que, sin embargo, pueden
estudiarse recurriendo, por ejemplo, al análisis de la Sociología emocional o de la economía política de la ciencia
moderna…»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Lengua de Trapo, 2007. ISBN: 978-84-8381-000-2.]